—Se trabaja por turnos en las cocinas y en el taller —le dijo la diosa rubia, mientras salían del despacho, dejando allí a los varones. Kanae cerró la puerta tras ellas y las acompañó.

Cruzaron el gran salón, donde ya había bastantes personas cenando, y llegaron a las cocinas, de donde entraba y salía gente llevando marmitas y bandejas a los comensales. Eran enormes (para los estándares de un campesino común, pero muy parecidas a las del castillo donde Kyoko había pasado gran parte de su vida), y sin duda la estancia más cálida de la casa. Poyos y encimeras de piedra recorrían las paredes, interrumpidos aquí y allá por grandes hornos con espetones de hierro.

—Ayudarás en las tareas en las que se te requiera, pero al finalizar el día, te queremos en el salón principal, querida.

—Sí, señora —le dijo Kyoko.

—¿Señora? No, por favor —protestó la mujer—. Llámame solo Julie.

—N-no… No podría —titubeó Kyoko. Kanae, a su lado, bufó y entornó los ojos.

—Tú solo llámala así y ya está.

—Solo hay dos comidas principales al día —continuó Julie, haciendo como si no la hubiera escuchado.

—¿Solo dos? —preguntó Kyoko.

—Ajá, al amanecer y al oscurecer —le contestó Julie—. Son los momentos de mayor trabajo, porque todos comen a la vez.

—¿Y al mediodía?

—Al mediodía —contestó Kanae—, cada cual se acerca a las cocinas y alcanza algo —Kyoko parpadeó sin entender muy bien la lógica del asunto—. Cada cual está con sus tareas y es más difícil coordinar la comida para tanta gente.

En el centro de la cocina, varias mesas formaban una hilera y sobre ellas, la comida que, de sobrar, se serviría mañana. Había también castañas, nueces, frutas pasadas, grandes tarros de cristal con piezas de fruta en almíbar, confituras… Frutos de invierno, pensó Kyoko. En la pared del fondo, una puerta que daba a un acceso cubierto directo al establo y al granero (aunque era más bien un pasadizo techado que se bifurcaba hacia las otras dos construcciones); y sin duda, era tremendamente conveniente en invierno, por más que el viento se colara por entre las tablas, pensó Kyoko, arrebujándose en su chal prestado, aunque pronto quedaría completamente enterrado bajo la nieve. Desde el establo se llegaba a su vez al lavadero y la leñera, al secadero de hierbas y al taller de trabajo. Todos comunicados entre sí por pesadas puertas. En los establos, contó Kyoko cuatro caballos, un par de mulas, cuatro vacas con sus terneros, cada cual en su pesebrera, además de una docena y media de cerdos, y decenas de gallinas, pollos y gansos, en sus corrales respectivos. Kyoko tragó saliva. Ricos, eran asquerosamente ricos.

Pero no fue hasta que llegaron al taller que su estupor fue sustituido por el maravillado asombro. Era una construcción de techos altos, alargada y sin divisiones, con ventanales de cristal en lo alto, y la luz de los candiles colgados de las vigas de la techumbre arrancaba destellos que de seguro palidecerían en comparación con la del verano.

Sobre las mesas, un sinnúmero de rollos de tela, de ovillos de hilo y madejas de lana, en una explosión de colores. Azules intensos, rojos profundos, vibrantes amarillos, rosas suaves, verdes vivos… Todo un arcoíris bajo techo…

—Esos son los que venderemos en primavera — le dijo Julie—. Los tejidos sin tratar están aún en el almacén —añadió, señalando con la cabeza unos estantes al fondo del todo. Kyoko asintió, apenas escuchándola, y siguió recorriendo con la mirada el espacio de trabajo.

Al otro lado de las mesas, tanques y grandes tinajas de barro cocido donde se sumergirán las telas para ser teñidas. Calderos, hornos, grandes pinzas de madera, postes fijados a las paredes en los que se pondrían a secar las telas, un pozo propio —¡Un pozo bajo techo! ¡Bajo techo! ¿Pero dónde se ha visto eso?

—En invierno preparamos los tejidos para teñirlos en verano: desbastamos, tejemos una parte, devanamos la otra… —le iba explicando Julie—. También reunimos, clasificamos y decidimos qué mordientes y pigmentos emplearemos en la temporada…

—¿Los qué? —preguntó Kyoko.

—Mordientes —le repitió, sonriendo levemente—. Se usan para que el color se fije a la fibra. Ceniza, sal, alumbre, vinagre, orina…

—¿Orina? —preguntó, regañando la nariz, aunque la muchacha se esforzó por disimular su asco.

—Sí, lo sé, lo sé —rió Julie, agitando una mano en el aire—. Depende de qué existencias tengamos. Solo recurrimos a ella cuando no conseguimos alumbre o sal. Es gratis, y no hay problema de abastecimiento —Kyoko se llevó la mano a la boca, ¿fue eso una arcada?—. Pero afortunadamente, Kuon nos ha traído alumbre más que suficiente…

—El amarillo se vende bastante bien —dijo Kanae, señalándole con la cabeza una mesa con grandes madejas de lana.

—Sí, es muy rentable —prosiguió Julie—, porque usamos azafrán bastardo como pigmento, que es muchísimo más barato que el otro, el denominado 'oro rojo', y por cuyos delicados estigmas, traídos desde oriente, se pagan auténticas fortunas.

—¿De veras? —preguntó Kyoko.

—Carísimo, sí. Pero nuestro producto estrella es el índigo —le dijo, poniéndole en las manos una pieza de tela del más hermoso azul, del mismo tono indefinible que ese azul oscuro, profundo y absolutamente mágico de un arcoíris. Kyoko lo acarició con reverencia, como si temiera que se desvaneciera bajo su toque.

—¿Regresamos? Debes de estar cansada —dijo finalmente Julie. Kyoko le dio una sonrisa débil y le devolvió la pieza de tela. Sí, claro que estaba cansada, pero sería incapaz de dormir después de haber visto las maravillas que albergaba el taller.

La condujeron de regreso a su habitación por el 'camino largo'. Cruzaron pasillos y más pasillos, subieron y bajaron escaleras, y poco después ya no supo ni dónde estaba. La casona le parecía un auténtico laberinto, al menos para sus profanos ojos, porque, según le contaron, había sufrido ampliación tras ampliación a lo largo de generaciones: puertas que no conducían más que a una pared, otras que aparecían en los rincones más insospechados, esquinas inesperadas, puertas estrechas a espaciosas estancias, ventanales ciegos que ya no daban al exterior…

—Si te pierdes, si no sabes cómo llegar a un sitio —le aconsejó Julie, poniendo una mano sobre la suya—, tan solo pregunta a quien sea.

—O grita. Alguien aparecerá —comentó Kanae, encogiéndose de hombros. Kyoko la miró con los ojos bien abiertos, absolutamente horrorizada.

—Los niños duermen en la misma habitación que sus padres hasta los dos o tres años —prosiguió Julie, mostrándole una habitación con dos camas grandes—, y luego pasan a uno de estos dormitorios infantiles. Duermen con hermanos, primos…, y bueno, son niños… En principio, en una habitación como esta, deberían dormir cuatro, pero se cambian de habitación, están despiertos hasta tarde… A veces ni sus propios padres saben dónde duermen sus hijos —añadió con un suspiro.

—¿En serio? —preguntó mirando a Kanae, que asintió con un gesto hastiado.

—Siéntete en libertad de explorar y familiarizarte con la casa, querida —le dijo la señora—. Pero ahora deberías dormir y recuperar fuerzas.

—Oh, no. Yo no podría…

—Tonterías —le replicó, dándole dos suaves palmaditas en el antebrazo—. Mañana te espera un día duro. Kanae, por favor dile a Kuon que le suba un cuenco de sopa y pan a su habitación.

—¿Estás segura? —preguntó Kanae, enarcando una ceja.

—Oh, sí. Absolutamente.

Kyoko juraría que atisbó en su rostro el inicio de una sonrisa diabólica. Pero tal cosa no podría ser cierta en una diosa, ¿verdad?


Ya a solas en su cuarto, Kyoko se sienta en la cama y exhala un suspiro. No, decididamente iba a ser incapaz de dormir. La cabeza le daba vueltas y estaba un poquito preocupada con cómo le iría mañana en su primer día. Pero Kyoko se promete hacer su mejor esfuerzo por agradecerles a estas gentes que le hayan dado cobijo y refugio a una absoluta desconocida. Y lo más importante, no debe permitirse olvidarlo, nunca: en cuanto comience el deshielo, deberá marcharse para mantenerlos a salvo.

Kyoko alzó la cabeza cuando escuchó un ligero carraspeo. En el vano de la puerta aguardaba la misma afectuosa niña de antes. Kyoko le hizo un gesto para invitarla a entrar.

—¿María, cierto? —La pequeña sonrió, al verse recordada, y tendió las manos hacia ella para entregarle algo envuelto en un paño.

—No me dejan subir las escaleras con cosas calientes, pero te traigo el pan.

—Muchas gracias, María. Es muy amable por tu parte.

—Papá dice que si vas a dormir aquí.

—Sí, supongo que sí.

—¡Viva! —exclamó María y luego saltó a la cama para darle a Kyoko un abrazo que solo podría ser definido como bruscamente feliz.

—Jovencita… —dijo una voz de hombre desde la puerta. Era el rubio, Kuon, que venía con el cuenco de sopa. María debió tomarlo como su señal para retirarse porque volvió a abrazar a Kyoko, pero esta vez, en la vehemente efusión de sus afectos, le estampó un beso en la mejilla.

—¡Buenas noches, Kyoko! —exclamó y luego saltó de la cama, avanzó trotando hasta el hombre, y cuando este se agachó, recibió también un beso en la mejilla—. ¡Buenas noches, papá! —Y luego cruzó la puerta abierta y desapareció por el pasillo.

—Tu hija, supongo —dice Kyoko, declarando lo obvio. Más que nada, con la intención de sostener una conversación educada y sin estridencias. Pero no, claro, no iba ella a tener esa suerte..., porque el rubio frunció el ceño. Otra vez.

—María no es mi hija —dijo tan solo.

—¿Te importaría elaborar? —preguntó ella. Él volteó los ojos y entró en la habitación. De repente, a Kyoko le dio la sensación de que las paredes se hacían más pequeñas. O quizás es que él era demasiado alto…

—No lo es, al menos, por la sangre —explicó, poniendo el cuenco de sopa sobre la cómoda—. Sus padres salieron a un viaje comercial y nunca más volvieron —Kyoko ahogó una exclamación—. Un río que se desbordó —añadió, sin dar más detalles.

—Es terrible —susurró ella.

—Lo es —convino él—. Pero María es mi hija en todo lo que importa —Kyoko esbozó una sonrisa leve, destinada a no suscitar controversia. Porque ni la buscaba ni tenía razón de ser. No sería ella quien le porfiara sobre lazos de afecto que trascienden la sangre.

—Parece una niña muy alegre —declaró.

—Que no te engañe su apariencia… —dijo él, dejando caer los brazos a los costados—. Detrás de ese rostro angelical se oculta una verdadera manipuladora —añadió, con un falso tono admonitorio, para luego formar una media sonrisa, que inesperadamente Kyoko reflejó con la suya propia.

—En fin —dijo él, dando un paso para acabar sentándose a su lado en la cama, y a continuación, se quitó las botas, ante los ojos escandalizados de Kyoko—, ¿qué lado prefieres?