A Kyoko se le quedó la boca abierta de puro pasmo, y, conmocionada y escandalizada como estaba, fue incapaz de formular palabra. El rubio debió tomar su silencio como gesto de conformidad porque siguió hablando como si tal cosa.
—Personalmente me gusta el lado más cercano a la puerta —dijo, saltando al lado opuesto de la cama, el que daba a la pared—, pero me adaptaré a tus preferencias—. Kyoko seguía paralizada, como una de esas estatuas que había en las iglesias—. Me levanto muy temprano, ¿quieres que te despierte?
Estaba el hombre ya batallando con los cordones de los pantalones para quedarse solo con la camisa, cuando se dio cuenta: demasiado silencio… Y ahora sí la miró. Dejando al margen sus hermosos (y espantados) ojos, la chica parecía aterrorizada. Por todo lo sagrado, ¡él no iba a hacerle nada! Solo quería dormir. ¡Dormir! A ver, que tampoco es que él estuviera muy seguro de poder pegar ojo teniendo a una chica como esta en su cama… Pero ella no tenía por qué saber eso…
—Oh —dijo él, y lo adornó con un exagerado suspiro de decepción. Kuon jamás reconocerá que parte de esa decepción era auténtica—. ¿Nadie te lo ha dicho? —preguntó, volviendo a saltar para sentarse a su lado. Tropezó con sus propias botas, lo que le valió un rezongo molesto, y quizás fue eso lo que rompió la inmovilidad de Kyoko.
—¿D-de-decirme q-qué? —balbuceó ella.
—Que tienes que casarte conmigo —respondió él, como si fuera lo más natural del mundo.
—¿¡Disculpaaa!? —berreó ella, dándole la bienvenida a la ira con los brazos abiertos, dejándose envolver por ella, porque eso sí que sabía manejarlo, sabía cómo reaccionar, cómo defenderse. Kyoko se levantó de la cama y dio dos enérgicos pasos atrás, que resonaron como pisotones de gigante sobre el suelo de madera, poniendo toda la distancia posible entre ella y el rubio. Él ladeó la cabeza y luego apoyó los codos sobre las rodillas y se la quedó mirando—. Mira, señor Hizuri…
—No entiendo el problema… —dijo Kuon, interrumpiéndola—. Ya tienes la aprobación de mi madre y de mi hija.
—¿¡Quééé!? —volvió a berrear ella. Locos, había ido a dar con una familia de locos…
—¿Por qué otra razón te hubieran colocado en esta habitación? —añadió él, con el ceño fruncido.
Ay madre… Ay Dios que estás en el cielo… Que le aspen si ahora todo tenía sentido… Aquella conversación extraña entre Kanae y la señora Julie, pero sobre todo, la niña… La niña que esperaba que ella fuera su nueva madre… ¡Ella!
—El viejo Lory fue juez de paz —continuó Kuon, curiosamente entretenido por el sinfín de expresiones que pasaban en veloz sucesión por el rostro de la muchacha—, así que él oficiaría la ceremonia, y ya en primavera, entregaríamos los papeles en la iglesia.
—Eeep —dijo Kyoko, más un hipo estrangulado que otra cosa—, detente ahí, por favor —pidió ella—. ¿Casarnos? —preguntó. Él tan solo se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto.
—No puedes pasar el invierno en la habitación de un soltero sin que haya consecuencias, si entiendes lo que quiero decir. —En honor a la verdad, él no tenía la intención de darle un doble sentido a sus palabras, no sonrió cuando lo dijo, no le puso ojitos, no le dio una entonación especial… Ni siquiera la estaba mirando al decirlo. Era tan solo la constatación de un hecho: una pareja que duerme en la misma cama debe estar casada a los ojos de Dios y de los hombres. Pero a los enojados ojos de Kyoko tales palabras no eran más que la antesala de la perdición, propias de seductores y pícaros que van desgraciando doncellas por diversión. Así que sí: a Kyoko le dieron ganas de romperle la cabeza con el cuenco de sopa.
En vez de eso (porque estaría muy mal visto romperle la cabeza al hijo de sus amables anfitriones) tomó sus escasas posesiones (aquella muda que le habían quitado las mujeres cuando la trajeron a la casa) y las abrazó contra su pecho a modo de escudo de defensa virginal, se dio la vuelta y caminó hacia el umbral.
—¿Te vas? —le preguntó a su espalda. Ella se dio la vuelta, los ojos en llamas directos a los suyos. A Kuon le dio un vuelco algo en la tripa, como si le volaran cosas vivas en el estómago... La cena, que de seguro le ha sentado mal…
—Pensé que eras viudo o algo así —comentó ella, para sorpresa de ambos. Céntrate, Kyoko, se dijo, céntrate. Ese no es el punto.
—Ya te hablé de María… —dijo él, alzando una mano y dibujando figuras en el aire—. Sí, es mi hija. No, no soy viudo. Soy soltero —explicó, como si ella fuera corta de entendederas. Y luego, el muy %&$&% dibujó en su cara una sonrisa malévolamente torcida—. De momento…
Y sí, esta vez Kuon lo había hecho con toooda la intención del mundo. Y le gustó el resultado: no sabía que una persona pudiera ruborizarse tanto y con tanta intensidad…
—Ejem, señor Hizuri —dijo ella, carraspeando suavemente, aún con las mejillas en llamas—. Me temo que ha habido un tremendo malentendido —Anda, pensó Kuon, ¿y tanta formalidad a cuento de qué?—. Sin embargo, tiene fácil remedio —prosiguió ella—. Dormiré con las solteras.
El rubio tuvo a bien soltar una carcajada seca que retumbó entre las paredes de la habitación.
—Las únicas solteras en esta casa tienen menos de diez años —le dijo.
—¿¡Cóóómo!? —exclamó Kyoko con los ojos bien abiertos—. ¿¡Incluso la fiera de melena negra!?
—¿Kanae? —preguntó él, a lo que Kyoko asintió—. Sí. Ella también —le contestó—. Se casó hace poco. Todos suponíamos que el matrimonio la "amansaría" un tanto, pero ya ves que no…
Kyoko entonces suspiró y se pasó una mano por la frente, con gesto cansado. Solo quería descansar de una buena vez… Un ratito de tranquilidad… ¿Por qué no era posible una cosa tan sencilla?
—Escúchame bien —le dijo—, no voy a dormir contigo. —Él hizo un gesto para replicarle, pero ella lo silenció con una mirada de fuego—. Ni tampoco a casarme contigo.
—¿Por qué? —preguntó tan solo. Ella puso los ojos en blanco y volvió a suspirar. ¿Qué tan difícil era de entender?—. Sé que no te caigo bien, pero una vez casados–
Ella alzó la mano libre instándolo a callar.
—No te conozco. No me conoces.
—No me hace falta… —replicó él. Kyoko exhaló aire por la nariz con tanta fuerza que casi (solo casi) parecía un rebuzno.
—Mira, señor Hizuri, estoy segura de que podrías elegir–
—¡Exacto! —le interrumpió él—. ¡Y te elijo a ti! —exclamó, haciendo un gesto con ambas manos, abarcándola por entero.
—Oh, claro. ¿Y yo debo sentirme honrada por ello? —le preguntó, y soltó otro suspiro más, este, de cansancio. Desanduvo los dos pasos de antes y tomó consigo el pan, apretándolo con el brazo en el que llevaba su ropa, y el cuenco, con la mano libre, que padre e hija le habían traído antes—. Dormiré con la niña. No estás bien de la cabeza. Y gracias por la cena.
—¿Pero qué he hecho? —preguntó en voz alta, pero ella ya había salido de la habitación.
Kuon se estaba rascando la cabeza y refunfuñando a cuenta de mujercitas protestonas y de mal genio cuando Kyoko volvió a entrar en la habitación, y, manteniendo toda la dignidad posible, le preguntó:
—¿Podrías indicarme dónde es que duerme la niña?
