NOTA: Gracias aquí al usuario no registrado por su amable review.
Era aún noche cerrada cuando a Kyoko la despertó una sacudida brusca. Con más rapidez de la que se tarda en contarlo, saltó de la cama y se quedó de pie, mirando con ojos aún soñolientos a Kanae, que sostenía un candil y la miraba con impaciencia.
—Sí, sí, ya voy —murmuró bajito Kyoko, para no despertar a los niños con los que compartía el lecho, apresurándose a buscar un orinal debajo de la cama y a ponerse presentable. La cosa es que entre las prisas y la escasa luz, le dio una patada bastante generosa y el susodicho recipiente acabó chocando con una de las patas de la cama, haciendo un ruido horroroso que debió haberse oído en media casona, y causando que María se removiera en su cama. Kyoko contuvo la respiración, maldiciéndose por estar tan cansada y no haber sido capaz de despertarse sola (tal y como hacía en la aldea), a la vez que se sentía terriblemente culpable por interrumpir el sueño de una niña tan adorable. Mientras tanto, Kanae resoplaba, sin ninguna de las consideraciones de Kyoko para con los durmientes, ya en el límite de su muy corta paciencia. Afortunadamente, la niña se dio la vuelta, haciéndose una bolita con las mantas (de seguro echando de menos el calor de su compañera de cama), y siguió durmiendo.
La mañana pasó con Kyoko ayudando en la cocina, moviendo marmitones, picando verdura, acarreando agua de aquel pozo bajo techo y desplumando un ganso viejo. Las plumas se aprovecharían, una vez lavadas, para rellenar almohadas y cojines. Por supuesto, no quedarían igual de amorosas y suaves que las rellenas con plumón de muda, así que tendrían que despuntar un poco las cañas, para que no asomen por la funda, pero tampoco iba a quejarse nadie. Y de los huesos, se haría una sopa al día siguiente, y luego, se entregarían por fin a los perros de la casa. Cinco, seis, no estaba segura aún de cuántos había. Para su vergüenza, ni siquiera había reparado en su presencia porque los había confundido con alfombras. Hasta que alguien silbó llamándolos, y entonces las alfombras cobraron vida. Eran estos unos animales enormes —bergamascos, le dijeron—, al menos para ella, aunque el más grande no pesaba más de treinta kilos, pero todo ese pelaje lanudo de mechones salvajes y apelmazados los hacía parecer más imponentes y muy extraños. Solían estar rondando por la casa durante el día, dormitando frente al fuego o perseguidos por los niños y soportándolos con infinita paciencia, pero se le dijo que por la noche dormían en el establo, guardando a los animales. Tenía sentido, claro, desde que era una de las partes más alejadas del edificio principal y dependían de ellos para superar el invierno.
De vez en cuando, entre nabos y repollos, a Kyoko le venía el recuerdo de los ojos llorosos y decepcionados de la niña cuando la vio llegar a su habitación. ¿Pero es que esta gente estaba loca? ¿De verdad creían que se iba a casar con un extraño? Por más buen mozo que fuera…, pero eso es asunto aparte. ¡No y no!, se repetía Kyoko, sacudiendo vigorosamente la cabeza, y causando con esto que un par de mujeres la miraran con manifiesta curiosidad. La niña y el padre tendrían que trasladar sus esfuerzos a campos más fecundos, porque lo que es ella, ¡ni en sueños!
Cuando el ajetreo de las cocinas disminuyó, Kyoko suspiró y se secó las manos en el mandil. La cantidad de loza por lavar era ingente. La mayoría eran cuencos de arcilla, aunque había algunos de madera vaciada y pulida, pero todos tenían alguna clase de adorno o filigrana pintada o incisa que, a su juicio, los hacía demasiado elegantes para una función tan prosaica como la suya. Con un suspiro, acometió su labor. Tendría que darse prisa, porque se había acordado que tras el desayuno, Kyoko les daría clases a los más pequeños, y por la noche, a los adultos, después de que todas sus tareas hubieran sido atendidas. Esa sería su función principal, aunque asistiría en las labores de la casa que se le encomendaran.
Kyoko mentiría si dijera que no estaba emocionada por impartir su primera clase. Había algo de poderoso y mágico en estar al otro lado de una clase y que le hormigueaba en la punta de los dedos, como si así ella pudiera transmitir y perpetuar sus conocimientos en otros, y estos a su vez en otros, haciendo así de este mundo un lugar mejor y menos ignorante…
Ah, y estaba tremendamente emocionada por usar un velón de horas. Era igual al que se usaba en los monasterios y en las iglesias para marcar las horas. Básicamente un cirio con rayas rojas horizontales, que se prendía y se dejaba encendido, y cada segmento tardaba aproximadamente una hora en consumirse hasta la siguiente raya. En la aldea no tenía sentido usarlos, pues los toques de campana de la iglesia señalaban las horas importantes: la prima, la tercia, la sexta y la nona*. Pero aquí, sin iglesia y casi sin luz solar por culpa del invierno, les venía muy bien un utensilio de estos.
Y ciertamente, la experiencia no la decepcionó. Algunos de los niños eran demasiado pequeños para tomar clases, así que los entretuvo dibujando figuras con esquirlas de carbón en fragmentos de tablas desbastadas. Los mayores, de cinco a diez años, mostraban variables grados de interés en la lección, y de entre ellos destacaba, una vez más, la adorable María, que la miraba nuevamente con ojos llenos de admiración. Y esto era para Kyoko una experiencia totalmente nueva… Maldita sea, se decía, no te dejes engatusar por una niña. Mantente fuerte.
Pero era una batalla perdida… Y para el final de la clase, María ya había probado que era su alumna más aventajada.
Horas más tarde, para cuando terminó la jornada, agotada, con los brazos como piedras y las manos casi desolladas a causa del agua caliente, por haber asistido a la señora Julie en el lavadero tras su breve y rápido almuerzo, Kyoko arrastraba los pies hacia la misma zona del gran salón donde impartió su primera clase con los más pequeños.
Para su sorpresa, había como unos quince adultos, sentados en un par de bancos de madera que habían colocado y varios almohadones en el suelo. Y en primera fila, con la espalda bien recta y una mirada de descarada autosuficiencia en la cara, el hombre que le había 'propuesto' matrimonio tan solo unas horas antes.
—Yo… —vaciló ella—, yo pensé que daría clases solo a unos pocos…
—Sabemos las cuentas, obviamente —dijo él, a lo que Kyoko asintió. Era de esperar, siendo como eran una familia de artesanos y comerciantes—, escribir nuestros nombres y poco más. Se trata de que metas algo de sesera en estos cabezahuecas —añadió, dando un codazo al pobre desgraciado que había tenido la mala fortuna de sentarse a su lado.
Maravilloso. Sencillamente maravilloso, se decía Kyoko. No solo tiene más alumnos de los que esperaba, sino que encima tendrá que soportar esos ojos verdes.
—Y eso te incluye también a ti, ¿no? —murmuró ella, con aire distraído. Y el comentario suscitó una sucesión de risotadas y amistosos empujones que tenían como víctima al joven Hizuri, que se estaba tomando demasiado bien ser el objeto de tales chanzas a su costa.
Ay, Dios. Dame fuerzas…
Ahora también quería matarla con esa sonrisa torcida de truhán seductor…
¡Hombres! ¿Pero quién los entiende?
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NOTA:
* En la vida laica, ya desde los tiempos romanos, la división horaria respondía a las horas de luz (diurnas) y de oscuridad (nocturnas). Citaré aquí las diurnas principales:
Prima era la primera, es decir, una hora después del amanecer; tercia, la tercera después de amanecer, o a media mañana; la hora sexta era el mediodía, que era el momento en que se almorzaba y descansaba (precisamente en la hora sexta tiene su origen la siesta: sexta → siesta); y finalmente, la hora nona, en que se daba por terminada la jornada.
Las horas canónicas, las que regían la actividad de conventos y monasterios, eran mucho más complejas, destinadas a reglar el rezo y el trabajo (ora et labora) y se dividían en horas mayores y menores.
