NOTA 1:
Gracias a los usuarios no registrados por sus amables reviews.
NOTE 2:
Dear 1st Guest:
Nice to see you again. Just a quick note: it's not me who messes up with pronouns and genders, it's your online translator. In Spanish, pronouns such 'me', 'le, 'te' or possessive adjectives ('su', 'mi') are not sensitive to gender, so your translator rewrites my text very randomly, and obviously wrong. Despite all these issues (it's a headache, I know), I'm glad to know you enjoy this story, thanks for not giving up!
Al principio, fueron solo dos o tres. Primero la madre del pequeño, luego sus amiguitos más cercanos.
Hacia el final de la semana ya eran más de veinte.
Kyoko sabía que podían darse por afortunados, que deberían estar dando las gracias al Altísimo por que la casa entera no estuviera retorciéndose en fiebre, pero no le alcanzaban las fuerzas para tal cosa…
Hace cinco años, a punto de convertirse en muchacha, la enfermedad había caído sobre la aldea en la que vivía, llegando hasta el castillo. Aquel imbécil casi se muere, recordaba Kyoko, y jamás había estado tan asustada de perder a alguien como en aquel entonces… (aunque jamás lo reconocería en voz alta, claro está). Ella misma guarda un recuerdo bastante borroso de sus días de fiebre, salvo la mano amable y fresca de las ancianas que la habían asistido. Afortunadamente, Kyoko había sido una de las primeras personas en recuperarse y en cuanto pudo levantarse del lecho, aún con las manchas oscuras sobre la piel, les ofreció su ayuda. Ellas no supieron decirle que no…
Con el apoyo de los jefes de la familia, Kyoko había intentado un mínimo de aislamiento (por unidades familiares primero, por dormitorios después, hasta por grupos de edad…), pero en cuanto cantaba el gallo en la mañana oscura, siempre había alguien que amanecía con fiebre y las manchas rojas. Además, el confinamiento forzado por el invierno los condenaba a enfermar.
La casona se llenó de toses, de sahumerios y de olor a hierbas. El aire se tornó pesado, denso, tan espeso que casi podría cortarse con un cuchillo… Las cocinas estaban encendidas a todas horas, con marmitones bullendo, unos, con magras sopas, otros, con agua hirviendo para limpiar. Era esta una tarea ardua, digna de aquel Sísifo del que leyera una vez en un libro iluminado, porque en cuanto las sábanas empapadas de sudor eran cambiadas en todas las camas de los enfermos, debían empezar a hacerlo de nuevo.
A Dios gracias, el secadero estaba bien surtido de corteza de sauce y otras hierbas febrífugas, como la ulmaria y el cardo santo. Había también mucha manzanilla en rama, cuyo uso reservaron para las friegas corporales y el cuidado de los ojos. Cualquier sentido del pudor estaba condenado a desaparecer en cuanto los pacientes se sumían en ese estado febril de la semiinconsciencia o de la debilidad extrema. Organizadas por cuadrillas, las mujeres se encargaban de atender a cada enfermo, mantener limpias las ronchas con los paños mojados en manzanilla, cuidar de ojos y gargantas irritados, procurar alivio a los congestionados con vahos de menta, darles de beber y comer lo que buenamente pudieran tragar, y cambiarles la cama, y, en los casos más graves, deshacerse del vergonzoso rastro de las miserias de la enfermedad. Los hombres, entre tanto, atendían a los animales y se encargaban de mantener vivo el fuego de los hogares y de las cocinas. Y todos, hombres y mujeres, hundían los brazos en las tinas de agua caliente y lavaban las sábanas en un ciclo sin fin. Con más de la mitad de los habitantes de la casona enfermos, a finales de la primera semana, todos los que quedaban sanos rozaban el agotamiento extremo.
Para Kyoko, los niños era lo peor. Sufrían la fiebre y la respiración era tan somera, que más de una vez tuvo que recurrir a la nieve para mantener la temperatura de manera artificial. Kuon, o cualquier otro, se embutía en un grueso abrigo, se embozaba hasta las cejas y salía al exterior a por nieve virgen. Llenaba un balde de madera y cruzaba la casa, recorriendo en silencio ese laberinto de habitaciones. Luego, Kyoko o la que fuera, iba colocando montoncitos de nieve prístina en la cara interna de las muñecas del niño, las piernas y el cuello, mientras todos fingían ignorar los llantos lastimeros de la segunda madre que había perdido a su pequeño…
Al décimo día, se agotó la corteza de sauce y la ulmaria. Kyoko podía sentir sobre sí las miradas de todos, mirándola como si ella tuviera la solución a todos sus problemas. Y sus hombros se hundieron un tanto, cargados por un peso que ella nunca pidió.
Y fue entonces que la voz de Kuon, que sonaba tan exhausta como la suya, le hizo alzar el rostro.
—Los primeros en enfermar empiezan a recuperarse —le dijo—. Eso es bueno, ¿verdad?
—Sí, lo es —respondió ella, restregándose las manos sobre las faldas.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó él. Sin las hierbas febrífugas más potentes, Kyoko estuvo tentada de responderle "¿Rezar?", pero por suerte se mordió la lengua. No, no podía decirles eso, claro que no. Y menos a él… Kuon la miraba como la miraban los demás, buscando su guía, que alguien les dijera qué hacer para no tener que seguir enterrando niños… Pero en sus ojos había además un brillo de desesperación que ella reconocía muy bien porque ella también lo sentía. Su propia hija, María, yacía en una cama, escaleras arriba.
—Todo el cardo santo que quede —Él se estaba ya poniendo en pie, pero Kyoko siguió hablando. Tras él, dos hombres más se levantaron—. Toda la borraja que puedan encontrar. También aceite de abedul, sáuco, borraja… —Kyoko luchaba por recordar los nombres. No, no eran ni de lejos tan efectivas, pero al menos…, al menos les darían una oportunidad—. Menta, tomillo, romero… —Ella se puso en pie, y dejó caer los brazos a los lados, cansada, resignada—. Lo que puedas. Lo que tengas.
Esa noche ya no pudieron despertar a María.
Mientras, al otro lado del valle, justo donde las montañas se abrían al bosque y al resguardo de los vientos, de una pequeña cabaña media destartalada salía humo de la chimenea. Al calor de la lumbre, un hombre se entretenía afilando su cuchillo con una piedra de moler. Era un hogar humilde, y las bestias —cuatro gallinas y un par de cabras— compartían el mismo espacio y calor, y el viento chillaba su canción por entre las grietas.
El hombre alzó el rostro y olisqueó el aire. Frunció el ceño ante la desagradable mezcla de estiércol, el olor acre de tantos alientos y algo más. Suspiró con hastío y dejó el cuchillo y la piedra en el suelo. Cruzó luego la pequeña estancia y le dio una patada a un bulto en el suelo.
¡Qué fastidio!, se dijo. Sí, tendrá que sacarlo afuera y arrastrarlo lejos del chamizo que este hombre llamaba hogar para que no vengan los lobos. El muerto ya empezaba a apestar.
