A Kyoko no le asustaba el trabajo en el lavadero. Al contrario, encontraba cierta satisfacción en el vigoroso esfuerzo físico de estar cargando marmitas de agua caliente y tinas llenas de agua y ropa. Y, a pesar de sus nudillos enrojecidos y del cansancio, la tarea mecánica de estregar y volver a estregar, escurrir, torcer y volver a torcer, le permitía vaciar la mente y concentrarse en el aquí y ahora, más que en la bruma imprecisa de su incierto porvenir: el cantarín plicplic del goteo de la ropa tendida, la calidez del pequeño fogón de piedras donde se calentaba el agua; a su izquierda, el rumor tranquilo de las bestias en el establo, y a la derecha, el aire seco de la leñera entremezclado con la fragancia lejana de las hierbas del secadero. Y, por encima de todo, el suave aroma del valioso jabón de espliego —que fabricaba el esposo de una de las señoras del taller con aceite y saponaria (entre otros ingredientes), muy demandado por las damas de la ciudad—. Personalmente, Kyoko consideraba un dispendio utilizarlo en algo tan banal como la colada, pero tal como le habían asegurado, en la casa se usaban los que no valían para la venta, por tener alguna imperfección o haberse roto durante el proceso de desmolde. Quizás, si no fuera muy osado por su parte, podría sugerirle a la señora Ayame mejorar la presentación del producto con un cordel de rafia de colores anudado como un lazo y una ramita de lavanda o de espliego…
Kyoko vertió el contenido del pesado caldero de metal sobre las prendas del barreño y el agua se tornó rápidamente roja. Hasta ella llegó el olor metálico de la sangre —su sangre— y, por reflejo, arrugó un tanto la nariz. Aún recordaba lo incómoda que se había sentido cuando le había confiado a Kanae su vergonzosa necesidad: no tenía siquiera paños propios para su menstruación. Todo, incluso lo que vestía, le había sido cedido por amabilidad por las gentes de la casona. No poseía más que sus zapatos y aquellas maltratadas (e inadecuadas) ropas con que Kuon la había encontrado.
Arriba, en la montaña, había quedado su morral —oculto y a salvo—, con las magras posesiones terrenales que había conseguido tomar en su apresurada huida de la aldea. Y allí también estaba… No. Kyoko sacudió la cabeza, regañándose a sí misma, no debía pensar en eso ahora… Su idea no era más que eso, una idea difusa en la que no merecía la pena ni pensar en tanto no recuperara su morral y su libertad. Pero si alguna vez lograba regresar con vida a la montaña y la señora Julie aún quería contar ella, quizás ella podría intentar darle forma a esa idea y convertirlo en algo de lo que los demás pudieran enorgullecerse…
Kyoko suspiró, rechazando sueños de un futuro que aún no existía y dejó el caldero vacío junto al fogón de piedras. Exhaló un suspiro cansado y se enjugó la húmeda frente de sudor con el antebrazo desnudo. Tenía las mangas enrolladas por encima del codo y se había puesto un pañuelo para recogerse el pelo, por más que unos mechones rebeldes se escapaban de él y se le adherían al rostro. Y a pesar de sus mejores esfuerzos, su delantal lucía más empapado que seco.
Oyó primero el relincho alegre de Rufus y luego la voz de Kuon, saludando a su vez a la noble bestia. Pero para cuando Kyoko quiso impedir que entrara, Kuon ya estaba casi delante de ella. Malditas piernas tan largas que tenía…
—¡Oye, Kyoko! —dijo él nada más cruzar el umbral, los brazos en jarra y con esa sonrisa suave (y cuasidivina, aunque jamás se atrevería a decir eso en voz alta) que últimamente lucía cada vez más. A Kyoko apenas le dio tiempo de observar tales detalles porque estaba bastante ocupada intentando detenerlo de adentrarse más en el lavadero—. ¿Quieres que después…?
Kuon, claro está, dejó su pregunta a mitad, tomado por sorpresa y sin entender la reacción de Kyoko al verlo. La muchacha lo estaba empujando con todas sus fuerzas para echarlo de allí. Él, por supuesto, no se movió ni el ancho de un dedo, y mientras, la miraba con extrañeza. Que él supiera, no había pasado nada para no ser bienvenido. Al contrario, parecían haber alcanzado cierto equilibrio e incluso Kyoko buscaba en ocasiones su compañía.
—¿Pero qué dem…? —acertó a decir él. Pero lo que quiera que fuera a decir fue interrumpido por un súbito momento de revelación y entendimiento. Kyoko vio el instante exacto en que las aletas de su nariz se dilataron y un brillo de inteligencia destelló en sus ojos verdes.
Y luego, el mismo rubor escandaloso que adornaba sus mejillas estalló en llamas en las de él. El pobre chico empezó a proferir balbuceos sin sentido que hicieron que Kyoko renovara los empujones contra su persona.
Ciertamente, no se trataba de algo desconocido para los varones de la casa, desde que la estrecha convivencia propiciaba que ciertos límites entre roles de sexos se desdibujaran, pero sus gentes trazaban una férrea línea ante los misterios femeninos de la menstruación y el parto, y preferían dejarlos así, como misterios, por favor y muchas gracias.
—Adiós, Kuon —dijo Kyoko, cuando ¡por fin! Kuon empezó a retroceder sobre sus propios pasos.
—Hum, ehm… —farfulló él—. Adiós, hum, Kyoko… —Y se dio finalmente la vuelta y abandonó el lavadero, dejando a Kyoko tan aliviada que exhaló un suspiro avergonzado. Se llevó las manos a las mejillas, y si antes ya estaban teñidas de color a causa de la tarea, ahora estaban tan encendidas que podía sentir el calor bajo sus manos. Sacudió la cabeza, chasqueó un reniego y se arrodilló junto a la tina para proseguir con el lavado de sus paños.
Y cualquiera creería —al menos ella, por lo visto— que tan embarazosa escena habría terminado ahí, pero no, porque un «¡Oye!» vociferado más allá de la puerta desde el establo hizo que diera un respingo que le puso en el corazón en la boca.
—¿¡Qué!? —le respondió ella con la misma intensidad y una pizca apenas de incipiente molestia.
—Estooo… —dijo él, a media voz (y que Kyoko no pudo oír, obviamente), arrastrando primero un pie y luego el otro sobre la paja del suelo, tratando de recobrar el valor perdido. Kuon entonces suspiró y enderezó la espalda, tomó aliento y volvió a vociferar en el mismo volumen de antes—. ¿¡Quieres que vayamos después de paseo por la casa!?
—Si no hay más remedio… —refunfuñó Kyoko. ¿De verdad que esta vergüenza no iba a terminar nunca?
—¿¡Cómo dices!? —bramó Kuon desde el establo.
—¡Que sííí, que gracias! —le contestó ella, esperando poner fin a esta absurda conversación a distancia.
—¡Estupendo! —exclamó él. Lo siguiente que Kyoko escuchó fue que Kuon se puso a silbar y que su silbido se iba alejando hasta que dejó de oírlo.
Ella puso los ojos en blanco y reanudó su tarea. Ansiosa como estaba de deshacerse de Kuon mientras desempeñaba tan vergonzosa e íntima labor, a Kyoko ni se le pasó por la cabeza la idea de que el mencionado paseo por la casa 'podría' equivaler a un paseo por la plaza del pueblo —como de hecho, lo hacía, dadas las condiciones de encierro y clausura invernales—. Es decir, a una cita. Un cortejo.
