Janeth Potter pertenece a J.K. Rowling.

Cazadores de Sombras pertenece a Cassandra Clare.

07: El choque de dos mundos.

Los años pasaron, para todos.

No había mucho, que Janeth pudiera hacer, excepto esperar a que Valentine y Sebastián, comenzaran a moverse. Y para esto, faltarían muchos años.

Hasta entonces, seguiría buscando a los mejores brujos, para que la entrenaran. Entre ellos, estaban: Catarina Loss, experta en magia curativa; Ragnor Fell, experto en magia dimensional y Magnus Bane, experto en magia de invocación.

Entonces, ella decidió no molestarse, y continuó trabajando en el Mercado de Sombras. Después de todo, era lo único que podía hacer, por ahora, hasta que tuviera diecisiete años, y pudiera partir a los Estados Unidos, para reunirse con su hermana menor: Clarissa Adele Morgenstern Fairchild.

Parecía ser un día normal, en el Mercado de Sombras de Londres, era temprano, cuando Janeth abrió su negocio. Al hacerlo, se encontró frente a una mujer de cabello negro, los ojos negros, detrás de un par de lentes de medialuna, llevaba un vestido verde. — ¿Janeth Potter? —tuvo que preguntar la mujer, al ver a la joven, ante ella.

—Fairblue —corrigió.

— ¿Disculpe usted? —fueron las palabras de la adulta, mirando con extrañeza a la joven.

—Janeth Fairblue —respondió, ignorando completamente, el hecho de que esa mujer, de alguna forma tenía conocimientos sobre ella. Sobre su vida, en esta dimensión, por mucho que ella solo se estuviera interesando, en su existencia actual. En ganar conocimientos, para ya luego, ir a auxiliar en la guerra contra Valentine y Sebastian Morgenstern (y Lilith) — ¿En qué le puedo ayudar?

La mujer miró a la niña pelinegra, de arriba abajo. Tenía el cabello negro todavía húmedo, los ojos verdes. Pero no el verde oscuro, usual. Sino que eran verde cian, cosa que asustó un poco a la mujer. —S... Soy... la profesora Minerva McGonagall. Estoy buscando, a la señorita Janeth Potter.

La chica suspiró derrotada, ante la insistencia de la mujer, de llamarla por su nombre. La mujer supo entonces, que no debía de insistir con el apellido de dos de sus más queridos alumnos, ante su aparente hija desaparecida. —Fairblue. Y la tiene ante usted. ¿Profesora de qué, exactamente? —Ante eso, la mujer entregó una carta. "Señora H. Potter... local 100, incluso la dirección del Mercado... incluso si careciera de la Visión" —susurró sorprendida, la pelinegra.

— ¿Disculpe usted? —pronunció Minerva, lo más calmada que pudo. Desde que ingresó en ese lugar, el cual, a sus ojos, era un mercado de frutas abandonado. Había sentido algún tipo de peligro. Increíblemente, la dirección era correcta, y aparentemente, se encontraba ante la desaparecida hija de sus alumnos favoritos. ¿Pero qué estaba haciendo allí, Janeth Potter?, ¿Por qué se hacía apellidar Fairblue?, ¿Hace cuánto, había escapado de la casa de sus tíos, y como había conseguido mantenerse en forma, si supuestamente vivía en las calles?

La chica suspiró. — ¿Pretenden que asista a un colegio de magia, con cientos de otros niños? —preguntó la chica.

Minerva pareció volver a la vida, con aquellas palabras. —Por cada niño, usuario de la magia en el Reino Unido, su nombre será escrito en un libro el día de su nacimiento, y se le preparará una plaza en el colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Casi parece, que ha ensayado aquello —pensó Janeth, despectivamente. La chica resopló, todavía aburrida, y abrió la puerta. —Pase usted. Estaré vestida en un minuto, para que me lleve a este... Callejón Diagon.

Los ojos de Minerva se abrieron cuando pasó al interior, pues se encontraba con algo similar a un museo... o a un local de... algún tipo.

Había dibujos de criaturas mágicas, logrando reconocer algunas, pero de otras que no sabía casi nada. Había libros amontonados, pero parecían seguir un patrón. Como una biblioteca, pero en vertical, siendo divididos por tema; había botellas y frascos de vidrio, con muchos objetos de todo tipo, pero pudo reconocer al menos, dos o tres cosas, que se usaban en pociones, así que asumió que todo lo demás, también se trataba de ingredientes de pociones.

Había al menos un par de espadas largas, una espada Claymore, una Katana y una espada ropera, cada una de ellas, bellamente decorada, con símbolos que en su vida había visto. Vio en una mesa, un libro abierto, con los mismos símbolos, y no pudo evitar hojearlo. — ¿Runas? Jamás he visto Runas como estas —pensó. Aunque, tampoco es que fueran su especialidad. Miró por el lugar, en busca de la señorita... Fairblue, pero no la encontró. Se acercó a los libros, y logró ver nombres de libros de encantamientos, pociones, transformaciones; que ella no había escuchado, en su vida. —Una Ravenclaw... —pensó la mujer. —El conocimiento, por encima de todo lo demás. —En el colegio Hogwarts, de magia y hechicería, a la cual ella representaba, existían cuatro casas, y cada una de ellas, tenía ciertas características. Asistías, por siete años de tu vida, a Hogwarts, vistiendo con un color específico en tus ropas y corbata, mientras que podías alcanzar más y más, la personalidad y el pensamiento, que tu casa esperaba de ti. Entre esas casas, la casa de Ravenclaw, valoraba la inteligencia, la sabiduría, el aprendizaje, la inteligencia y la creatividad.

—De acuerdo —escuchó detrás de ella, sorprendiéndola. —Supongo que podemos irnos. —Al girarse, se encontró con que la señorita... Fairblue, se había cambiados de ropas, ahora llevando una camiseta de manga larga negra, encima llevaba una camiseta de corta blanca, con un dibujo animado en el pecho, un pantalón Muggle llamado Bluejean y unas botas de combate.

—Por supuesto —dijo la mujer asintiendo, y llevando a la señorita, fuera de ese raro lugar. —Usaremos un medio de transporte, llamado Aparición, por favor, tome mi mano y deje su mente en blanco. —Lo siguiente que sintió Janeth, fue como si el garfio de una caña de pescar, le agarrara por algún lugar, detrás de su estómago y la comenzara a jalar, haciéndola atravesar un tubo muy estrecho. —Llegamos —dijo la señora, cuando la sensación desapareció.

Pasaron ante librerías y tiendas de música, ante hamburgueserías y cines, pero en ningún lado parecía que vendieran libros mágicos. Aunque nadie jamás diría, que eres un brujo, o un vampiro, hombre lobo o hada... o un cazador de sombras. Era una calle normal, llena de gente normal.

—Es aquí —dijo McGonagall deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un lugar famoso —Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si McGonagall no lo hubiera señalado, Janeth no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo miraba. Sus ojos iban de la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al otro, como si no pudieran ver el Caldero Chorreante. En realidad, Janeth tuvo la extraña sensación de que sólo ella y McGonagall lo veían. Antes de que pudiera decirlo, McGonagall la hizo entrar. Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas ancianas estaban sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de ellas fumaba una larga pipa. Un hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo cantinero, que era completamente calvo y parecía una nuez blanda. El suave murmullo de las charlas se detuvo cuando ellos entraron.

Todos parecían conocer a McGonagall. La saludaban con la mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo: —¿Lo de siempre, Minerva?

—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió McGonagall, poniendo la mano en el hombro de Janeth y obligándole a doblar las rodillas.

—Oh, entiendo —dijo Tom, mientras caminaba frente a ellas. —Por aquí, por favor —Ambas, fueron llevadas, por un pasillo, hasta una puerta lateral, saliendo a un pasillo.

—Aquí, señorita Potter... digo: Bluechild —dijo Minerva, llevándola hasta el callejón. —Recuerde esto, para cuando tenga su varita. Dos arriba, y tres abajo —con esas palabras, golpeó dos ladrillos, y la pared se abrió por la mitad. —Bienvenida, al mercado de los magos: El Callejón Diagon.

Comenzaron a caminar, mientras que la chica, miraba de un lado a otro, casi sin asombro. «Calderos - Todos los Tamaños - Latón, Cobre, Peltre, Plata - Automáticos - Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos.

Janeth movía la cabeza en todas direcciones mientras iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las tiendas, las cosas que estaban fuera y la gente haciendo compras. Una mujer regordeta negaba con la cabeza en la puerta de una droguería. Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que decía: «El emporio de las lechuzas. Color pardo, castaño, gris y blanco». Varios chicos de la edad de Janeth pegaban la nariz contra un escaparate lleno de escobas. «Mirad —oyó Janeth que decía uno—, la nueva Nimbus 2.000, la más veloz.»

Algunas tiendas vendían ropa; otras, telescopios y extraños instrumentos de plata que Janeth nunca había visto. Escaparates repletos de bazos de murciélagos y ojos de anguilas, tambaleantes montones de libros de encantamientos, plumas y rollos de pergamino, frascos con pociones, globos con mapas de la luna... —Gringotts —dijo McGonagall. Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba sobre las pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un uniforme carmesí y dorado, había... —Sí, eso es un gnomo —dijo McGonagall en voz baja, mientras subían por los escalones de piedra blanca. El gnomo era una cabeza, más bajo que Janeth. Tenía un rostro moreno e inteligente, una barba puntiaguda y, Janeth pudo notarlo, dedos y pies muy largos. Cuando entraron los saludó. Entonces encontraron otras puertas dobles, esta vez de plata.

Dos gnomos los hicieron pasar por las puertas plateadas y se encontraron en un amplio vestíbulo de mármol. Un centenar de gnomos estaban sentados en altos taburetes, detrás de un largo mostrador, escribiendo en grandes libros de cuentas, pesando monedas en balanzas de cobre y examinando piedras preciosas con lentes. Las puertas de salida del vestíbulo eran demasiadas para contarlas, y otros gnomos guiaban a la gente para entrar y salir. McGonagall y Janeth se acercaron al mostrador. —Buenos días —dijo McGonagall a un gnomo desocupado—. Hemos venido a sacar algún dinero de la caja de seguridad de la señora Janeth Potter.

—¿Tiene su llave, señora?

—La tengo aquí —dijo McGonagall. —Aquí está —dijo finalmente McGonagall, enseñando una pequeña llave dorada. El gnomo la examinó de cerca.

—Parece estar todo en orden. Voy a hacer que alguien los acompañe abajo, a la cámara. ¡Griphook! —Otro Gnomo apareció. —Guíalos, a tu estación. La señorita aquí presente, asegura tener sangre de la casa Potter.

Griphook levantó el mostrador. —Por aquí, por favor. —Ambas pelinegras pasaron, y siguieron al gnomo, por un pasillo, doblaron a la derecha, y encontraron diez puertas, flanqueándolas por ambos lados, el gnomo abrió una puerta, donde se veían un escritorio y dos sillas. Rápidamente, el Gnomo se colocó detrás, y empezó a buscar algo, para entonces sacar una daga y un pergamino, que tenía un circulo rúnico en el medio. —Debes de derramar cinco gotas de sangre, en el papel. —Para la sorpresa de Minerva, Janeth asintió y realizó el corte, en la palma de su mano. Cuando la quinta gota de sangre, tocó el papel, el círculo rúnico se desvaneció, solo dejando un raro humo detrás. Pronto, la sangre se extendió y se multiplicó, escribiendo palabras. —Así que eres una descendiente de Jonathan Shadowhunter… además, tienes en tus venas, la sangre azul de la corte Seelie y también la sangre del clan Shiro Hebi. Interesante, jovencita. Pero sí… pareces ser, Janeth Potter. —Sin emitir ninguna otra palabra, Griphook, las llevó hasta una puerta, al abrirla, detrás de ella, había un carrito, que viajaba por unos rieles. Luego de un extenso viaje, llegaron hasta la puerta de los Potter, y el duende, le permitió a Janeth, extraer varios puñados de Galeones de oro y Sickles de plata.

Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del sol, fuera de Gringotts. Janeth no sabía adónde ir primero, con su bolsa llena de dinero. Comenzaron a caminar, mientras que la joven, escuchaba a la profesora, atentamente. —Lo mejor sería primero, ir a preparar el uniforme de Hogwarts. Después, podemos ir por su baúl. Seguido a eso, compraremos los libros, pasaremos por el caldero, después por el telescopio, y finalizaremos, con las varitas mágicas. —Cuando entraron en el negocio de Túnicas de Madame Malkin, Minerva caminó, hacía la encargada, saludándose de aquella forma, en la que se saludaban las personas, que tenían una extensa amistad. —Un uniforme para Hogwarts, por favor.

—En realidad, otro muchacho se está probando ahora. Por aquí, por favor —por órdenes de la mujer, Janeth se subió a una butaca, y usando su varita mágica, hizo que una cinta métrica, comenzara a medirla.

—Hola —dijo el muchacho, al darse cuenta de la presencia de la chica de cabello negro y ojos verdes claros—. ¿También Hogwarts?

—Sí —respondió Janeth, sonriente.

—Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi madre ha ido calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de aburrido y arrastraba las palabras. —Luego voy a arrastrarlos a mirar escobas de carrera. No sé por qué los de primer año no pueden tener una propia. Creo que voy a fastidiar a mi padre hasta que me compre una y la meteré de contrabando de alguna manera. ¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho.

Ella le enseñó una sonrisa y señaló el suelo. El chico abrió los ojos y la boca, cuando vio a Janeth levitando, a pocos centímetros del suelo. —No me hace falta, te lo aseguro.

Cuando terminaron de medirlos, ambos chicos se despidieron, mientras que la mujer les decía, que volvieran en una hora; y Janeth siguió a la profesora McGonagall, quien volvía con un baúl, ya cargado con los libros, las plumas, las tintas, los pergaminos, un caldero y un telescopio dorado.

—No creo que una mascota, le hagan mucho problema, ¿verdad, señorita Bluechild? —Preguntó la mujer, ella asintió. —Ahora nos queda solamente Ollivander, el único lugar donde venden varitas totalmente certificadas y de la mejor calidad. —Una varita mágica... Eso le interesó mucho a Janeth, pues ella se había especializado, en la magia con gestos de las manos.

La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras doradas, se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.». En el polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color púrpura, se veía una única varita. Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un lugar pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde ambas, futura maestra, y futura alumna se sentaron a esperar. Janeth se sentía algo extraña, como si hubieran entrado en una biblioteca muy estricta. Se tragó una cantidad de preguntas que se le acababan de ocurrir, y en lugar de eso, miró los miles de estrechas cajas, amontonadas cuidadosamente hasta el techo. Por alguna razón, sintió una comezón en la nuca.

—Buenas tardes —dijo una voz amable. Janeth dio un salto, cosa que se reprochó a sí misma, por asustarse así, cuando ella misma se creía buena, en el combate, así como en el conocimiento de demonios. Minerva se levantó lentamente de la silla. Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban como lunas en la penumbra del local. —Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte pronto. Janeth Potter. —No era una pregunta. —Solo con mirarte, diría que tienes los ojos de tu madre... pero tus genes mágicos y de subterránea, parecen haberse liberado. —Una sonrisa apareció en los labios del hombre. —Parece que fue ayer el día en que Lily vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros de largo, elástica, de sauce. Una preciosa varita para encantamientos. -para cualquier materia realmente- la halago Slugorh- eres una gran bruja Lily. Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho centímetros y medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para transformaciones. —El hombre suspiró. —Bueno, he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la que elige al mago. El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Janeth casi estaban nariz contra nariz. Janeth podía ver su reflejo en aquellos ojos velados. —Y aquí es donde... El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Janeth, con un largo dedo blanco. —Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo amablemente—. Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy poderosa, y en las manos equivocadas... Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a hacer en el mundo... —. Bueno, ahora, Janeth... Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una cinta métrica, con marcas plateadas—. ¿Con qué mano coges la varita?

—Eh... bien, soy diestra —respondió Janeth.

—Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Janeth del hombro al dedo, luego de la muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y alrededor de su cabeza. Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo central de una poderosa sustancia mágica, Janeth. Utilizamos pelos de unicornio, plumas de cola de fénix y nervios de corazón de dragón. No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos resultados con la varita de otro mago. De pronto, Janeth se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel momento le medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander estaba revoloteando entre los estantes, sacando cajas. —Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el suelo—. Bien, Janeth Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón. Veintitrés centímetros. Bonita y flexible. Cógela y agítala. Janeth cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su alrededor, pero el señor Ollivander se la quitó casi de inmediato. —Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy elástica. Prueba... Janeth probó, pero tan pronto como levantó el brazo el señor Ollivander se la quitó. —No, no... Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún centímetros y medio. Elástica. Vamos, vamos, inténtalo. —Janeth lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba buscando el señor Ollivander. Las varitas ya probadas, que estaban sobre la silla, aumentaban por momentos, pero cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más contento parecía estar. —Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encontraremos a tu pareja perfecta por aquí, en algún lado. Me pregunto... sí, por qué no, una combinación poco usual, acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros, bonita y flexible. Janeth tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó la varita sobre su cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente de chispas rojas y doradas estallaron en la punta como fuegos artificiales, arrojando manchas de luz que bailaban en las paredes. Hagrid lo vitoreó y aplaudió y el señor Ollivander dijo: — ¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien... Qué curioso... Realmente qué curioso... —Puso la varita de Janeth en su caja y la envolvió en papel de embalar, todavía murmurando:

«Curioso, muy curioso»

— ¿Qué es lo curioso, Garrick? —preguntó Minerva, frunciendo el ceño.

—Hace ya muchos años, durante la Guerra de Magos Mundial, Albus Dumbledore, vino a este mismo local, y me hizo una petición extraña —dijo Garrick. —Una varita, de cualquier madera y sin núcleo. La entregó a un Muggle, quien quería ayudar a Albus, y, a detener a Gellert Grindelwald. —Señaló con su mano, la varita mágica. —Es esa misma varita mágica, pero ahora con un núcleo. Un árbol de madera de serpiente, tiene una resistencia muy grande, a ser talado o podado, y a veces puede que lance hechizos protectores o Medimagia, para curar y mantener con vida, a todos aquellos, a los que el usuario tenga, por aliados o seres amados. —Sonrió. —Una varita, para los médicos y protectores. Pero no por eso, debes pensar, que no puedes atacar con ella... Tendremos que poner a prueba, los núcleos. —Janeth y Minerva, fueron llevadas a la trastienda. Luego de varios minutos, fracasando con muchos núcleos, la chica extrajo de su bolsillo, un pequeño frasco. — ¿Qué es esto?

—Aunque creas que te miento, Garrick: esto es el aguijón de un demonio Escorpio —dijo ella. Ambos la miraron, y luego miraron el aguijón rojo, que exudaba un raro humo negro, y emitía un brillo rojo. —Fue demasiado difícil matarle. Las hadas y los vampiros, reunidos en aquella fiesta, estaban horrorizados, nadie sabía qué hacer. Hablamos de un demonio portador de un veneno tal, que mataría a un Mundano... digo: a un Muggle, en menos de treinta segundos. He usado este veneno antes, cuando me han pedido pociones para mantenerse en vigía, por varios días.

Garrick asintió, realizó algunas pruebas, y ambas mujeres volvieron sus cabezas, viendo una pluma, que empezaba a escribir. —Está lista —avisó el hombre. —Señorita Bluechild, por favor... —La chica agitó la varita, y esta respondió muy bien. —Por favor, venga el año entrante, para realizarle una prueba, a su varita. —Ella asintió, y al salir, vieron a una mujer rubia y a su hija, también rubia. —Ah, Eleonor Greengrass, bienvenida. Y esta, debe de ser, la pequeña Daphne. —Ambas chicas se sonrieron, cuando Janeth y Minerva, salían del establecimiento. Compraron una lechuza, a quien Janeth llamó Jocelyn. Minerva le explicó a la niña, como llegar al Mundo Mágico, a través del Andén 9¾, y cuando la mujer se giró, la chica había desaparecido, junto a su baúl, solo dejando unas pocas volutas de humo negro y azul.