Sirius caía través del velo mientras Jill era arrastrada por Lucius Malfoy hacia la salida de la sala de piedra. Sentía la sangre caliente manar de la herida de su frente, resbalando por su rostro mientras gritaba, desesperada por soltarse de su verdugo. ¿Por qué esperaba ser salvada por Sirius, si el hombre había desaparecido hacía mucho tiempo?
El suelo se abrió bajo sus pies y Malfoy la soltó repentinamente. Jill gritó y se aferró a una saliente en la piedra, luchando por no caer al oscuro vacío que se hacía infinito debajo de ella. Una mano la sujetó por la muñeca y Jill levantó la mirada, apartándola de la oscuridad bajo sus pies. Severus la sostenía, impidiendo que cayera. Jill se aferró a la manga de la túnica del hombre que amaba con la mano libre, confiando en que todo estaría bien a partir de ahora. Una sonrisa cruel se dibujó en los labios del hombre.
—¿Severus? —susurró Jill, asustándose por la expresión del maestro de pociones.
La sonrisa de Severus se ensanchó y soltó una carcajada que le heló la sangre. El hombre soltó su muñeca y Jill sintió como sus dedos resbalaban por la tela, incapaz de sostenerse…
Despertó con un sobresalto, dando un chillido y casi cayéndose de la cama, enredada entre las cobijas. Las luces se encendieron de inmediato y una muy asustada Hermione apareció en su campo de visión.
—¿Qué? ¿Qué ocurre? —dijo la castaña con cara de preocupación. Llevaba el cabello más revuelto que nunca.
Ginny estaba de pie junto a Hermione, en camisón y con cara de sueño, pero con la varita lista, como si esperara que algún atacante apareciese de la nada.
—Lo siento —Jill se incorporó hasta quedar sentada, comenzando a desenredar una sábana que permanecía enredada en su pierna derecha. Las manos le temblaban y le dificultaban el trabajo —. He tenido una pesadilla.
—¿Cómo te has enredado así? — Hermione se sentó en el borde de la cama y comenzó a ayudarla a aflojar el enredo en torno a su pierna.
—Creí que alguien te atacaba —dijo Ginny con voz somnolienta. La pelirroja arrojó la varita sobre su propia cama y se rascó los ojos con el dorso de la mano —. Casi esperaba encontrarme a quien tú sabes jalándote los pies.
Hermione puso cara de espanto y en lugar de aflojar la sábana, la apretó más, casi cortando la circulación de la pierna de Jill.
—Auch —dijo Jill y comenzó a reírse, incapaz de mantener la seriedad ante la expresión de Hermione.
Últimamente no reía mucho, pero Ginny le había logrado arrancar unas cuantas carcajadas esporádicas. La chica era ocurrente y divertida, con un humor tan fresco que rayaba en el descaro. Casi había llegado a pensar que la presencia de Ginny era la mejor terapia tras lo ocurrido en el ministerio. Generalmente Ginny estaba tan calmada que le transmitía parte de esa tranquilidad, obligándola a alejar de su mente gran parte de sus tormentosos pensamientos. Habría adorado tener una hermana como la menor de los Weasley, pensaba casi a diario.
—He soñado con Fleur, ¿qué más puedo decir? —dijo Jill sonriendo y liberándose al fin de la sábana torniquete.
La novia de Bill Weasley estaba pasando el verano en la madriguera y ponía a todos al borde del colapso. En realidad, a Jill no le caía mal y se le hacía extremadamente atractiva. De hecho, al principio de su visita tuvo que hacer algunos esfuerzos para no poner la misma expresión que Ron cuando la francesa estaba cerca.
La segunda vez que tuvo que darle una palmada en el hombro a Ron para que aterrizara, Hermione le había contado que la chica tenía algunos efectos curiosos en los hombres debido a que era descendiente de una veela. Con eso le quedó claro que la sensación de cosquillas en el fondo del cerebro cuando veía a Fleur Delacour, no era más que producto del encanto de la sangre de la criatura mágica que corría por las venas de la joven.
—¡Por la lencería más sexy de Merlín! —exclamó Ginny llevándose una mano al pecho teatralmente —. Eso es peor que Quien-tú-sabes jalándote los pies.
Esta vez ni Hermione fue capaz de aguantarse la risa. Las tres se empezaron a reír como maníacas, sujetándose las costillas y rojas como tomates, cada vez más faltas de aire. Sólo la presencia de una muy seria Molly Weasley las hizo volver a las camas, entre hipidos y risitas tontas.
Mientras se ponía las cobijas hasta la barbilla, cayó en cuenta de que ya no recordaba qué había soñado. Tampoco quería recordarlo y sentía que era mejor de esa manera. Si algo tenía claro desde su infancia, era que a veces es más sano mantener las pesadillas en el olvido, alejadas del presente.
Harry había llegado hacía un par de días a la casa de los Weasley, y por lo que parecía ser la milésima vez, Jill lo descubrió mirándola fijamente, con tanta atención como si no la hubiese visto antes. El muchacho apartó la mirada una vez más, fingiendo fascinación por un gnomo de jardín que hurgaba en un agujero del suelo.
—¿Me ha salido algo raro en la cara? —preguntó Jill en voz baja, sentándose en el césped junto al muchacho.
—No. Claro que no —dijo Harry sin apartar la vista del gnomo.
—¿Por qué me miras tanto? —insistió Jill.
—No te miro.
—Ya. He cumplido dieciocho años, no meses.
—Que no te he mirado.
—En la cena, anoche. Hoy en el desayuno… —Jill arrancó un trocito de césped y lo hizo bolita entre sus dedos —. Justo ahora.
Harry miró hacia donde Hermione, Ron y Ginny arrojaban maíz a las gallinas. Jill también miró a sus otros amigos, pensando que, si no miraba al chico directamente, tal vez se animaría a decirle lo que pasaba por su cabeza. Ginny y Hermione reían mientras Ron corría con la bolsa de comida, perseguido por una docena de gallinas regordetas.
—Es que… Sirius me dejó todas sus cosas —murmuró Harry.
Jill sintió el acostumbrado golpe de pesar en la boca del estómago. No habían hablado de Sirius en mucho tiempo, casi como si tuviesen un acuerdo tácito de no mencionarlo.
—¿Qué con eso? Era de esperarse —dijo Jill. Después sintió que sus palabras sonaron demasiado toscas.
—Es que no es justo —dijo Harry con los ojos fijos al frente.
—Eres su ahijado. Es bastante justo para mí —dijo Jill.
No era la conversación que esperaba. Harry no estaba respondiendo a su pregunta de cuál era la razón para no dejar de mirarla a todas horas. El muchacho parecía haber decidido que era tiempo de hablar de sus sentimientos por la perdida de su padrino, justo en el momento en el que Jill no se sentía interesada en hablar de ello. Había pensado en que Harry tal vez estaba guardándose algo relacionado con la profecía, que quizás no les había confiado todo su contenido la mañana en que les hablara de ella. Comenzó a molestarse, creyendo que Harry trataba de cambiar el tema a propósito.
—No soy su hijo —dijo Harry. El ángulo de su mandíbula se endureció, dándole un aspecto más adulto. Ya casi no quedaba nada del niño que Jill conociera el año anterior.
—Casi lo eras —dijo Jill arrojando lejos la bolita de césped que había mantenido entre los dedos hasta ahora.
—Pero no lo soy —insistió el chico.
—No veo a dónde quieres llegar con esta conversación —Jill se limpió los dedos en los vaqueros —. No quiero minimizar tus emociones, Harry… Pero no estás respondiendo a mi pregunta.
—Estoy respondiendo a tu pregunta… intento responderla —Harry por fin la miró y Jill vio indecisión en sus ojos, además de todo el dolor que el muchacho cargaba desde el incidente del ministerio.
—¿Qué tiene que ver Sirius? —preguntó Jill, entre confundida y molesta.
—Tus ojos, Jill —dijo Harry.
—¿Qué pasa con ellos?
—Tienes sus ojos, Jill —la voz de Harry fue poco más que un susurro —. Tienes su cabello… cuando te ríes… cuando te enojas…
Jill frunció el entrecejo, tratando de asimilar lo que Harry le estaba diciendo.
—Cierra la boca, Potter —Jill se puso de pie, mirando a Harry con una mezcla de incredulidad y horror.
—¿Lo entiendes verdad? —preguntó Harry, todavía sentado en el suelo.
—No. No digas nada más —ella apretó los puños, con la respiración agitada. Su mente era un torbellino de ideas cada vez más descabelladas y no quería dar cabida a ninguna de ellas.
—Dumbledore me lo dijo —Harry también se puso de pie —. Me dijo que podía decírtelo si quería… No estaba seguro de hacerlo… Es muy importante que siga siendo un secreto. Que los mortífagos no han ido por ti, porque Voldemort no quiere acabar con uno de los dos últimos miembros de la familia más pura de todas. Voldemort no puede saber que Sirius era tu padre. No tendría reparos…
—¡CÁLLATE! —gritó Jill, ahogando las últimas palabras de Harry.
—Entiendo que no es fácil de asimilar —dijo Harry tomando la mano de Jill.
—¡QUE CIERRES LA BOCA! —Jill se zafó de un manotón y retrocedió.
El labio inferior le temblaba y veía borroso por las lágrimas contenidas en sus ojos. Parpadeó con rabia, sintiendo como las lágrimas le humedecían el rostro. El corazón bombeaba con fuerza dentro de su pecho, golpeando furiosamente su caja torácica desde dentro, dolorosamente.
—Jill…
—Por favor… Por favor, cállate.
Jill se llevó las manos a los oídos, negándose a escuchar cualquier cosa que saliera de los labios de Harry. No quería pensar, no quería sentir, ni mucho menos aceptar que su vida era una mentira, que había vivido cosas que no se merecía, en una vida que no le pertenecía. Cerró los ojos y sollozó, como una niña pequeña, cuando la verdad la golpeó con una fuerza demoledora. Sirius Black y su madre se habían amado, y ella era el producto de una relación maldita desde el comienzo. Tan maldecido fue su origen, que toda su vida había sido un infierno. Ahora comprendía el odio de Atos Peverell hacia ella y su afán por hacerle la existencia cada vez más miserable: se estaba vengando silenciosamente de lo que él consideraba una ofensa.
Sintió que unos brazos la envolvían y la obligaban a arrodillarse en el suelo, mientras continuaba sollozando espasmódicamente. La imagen de Sirius sonriente y platicador se sobreponía con la del velo que se lo tragara aquella noche de junio. La noche en la que ella no pudo llegar a tiempo para evitar tan nefasto desenlace. Sirius era su padre y había muerto por su incompetencia. Se preguntó si el hombre lo sabría, o si al menos intuía que la hija de la mujer que había amado también compartía su sangre.
—¿Qué le has hecho? —escuchó la voz furiosa de Ginny proveniente de alguna parte a su derecha.
Alguien la había forzado a destaparse los oídos. Posiblemente la misma persona que la estaba abrazando en ese momento. Jill se negaba a abrir los ojos, a afrontar que estaba despierta y no en alguna pesadilla de las muchas que la acompañaban noche tras noche.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Hermione con voz preocupada. Jill comprendió que era la castaña quien intentaba confortarla entre sus brazos.
—¿Le has dado calabazas o algo así? —preguntó la voz de Ron —. ¡No, Anastasia! Shuuu.
Escuchó cloqueos y se permitió abrir los ojos. Entre lágrimas vio gallinas paseándose a su alrededor, ávidas ante la bolsa de alimento que el pelirrojo todavía llevaba en la mano. Ron intentaba espantar a una gallina moteada, especialmente gorda, con movimientos aspaventosos de sus brazos.
Jill se soltó lo más delicadamente que pudo de Hermione y se dejó caer de culo en el césped, todavía mirando las gallinas cloquear alrededor de Ron. La mentada Anastasia daba saltitos, lanzando picotazos con la esperanza de alcanzar la bolsa de alimento. Era una imagen que se le antojaba graciosa en medio de la creciente sensación de estar enloqueciendo de a poco.
—Sirius era mi padre —susurró al fin Jill y estalló en una carcajada histérica, con las lágrimas todavía manando de sus ojos, sin tregua.
Se sentía miserable, absolutamente vuelta mierda, pero una sensación de júbilo empezaba a embargarla a la vez. La idea de que no tenía el más mínimo parentesco con el infeliz que la vendiese siendo una niña, se mezclaba con todos los sentimientos restantes, como una especie de salvavidas, como una pequeña bocanada de aire puro tras salir de un incendio. Realmente había tenido el mejor padre del puto mundo, aunque fuese por un tiempo tan escaso.
—¿Segura de que estás bien? —preguntó Ginny por millonésima vez.
—Sí —respondió Jill, también por millonésima vez.
Estaban sentada en la cama, con la espalda recostada en la pared, acariciando a Arnold con un dedo. El micropuff emitía un suave chillido, satisfecho con la atención.
—¿Por qué no bajas a jugar con nosotros? —dijo Ginny haciéndole un mimo a Arnold —. Creo que Harry siente que estás molesta con él.
—No se me da bien el quidditch —Jill negó con la cabeza —. Y no estoy molesta con Harry. Puedes decírselo si quieres.
—¿Piensas quedarte aquí el resto de las vacaciones? —la pelirroja enarcó una ceja, como Severus cada vez que algo relacionado con Jill le parecía divertido.
—Es una probabilidad bastante alta —dijo Jill.
En realidad, estaba harta de escuchar a Harry hablar sobre Draco Malfoy. Poco o nada le interesaba si el chico se había vuelto un mortífago. ¿Qué más daba si otro imbécil se unía a las filas del Señor Oscuro? A ella no se le hacía raro que el petardo inútil quisiese besarle el pálido culo a Lord Voldemort.
—¡Oh, vamos, Jill! Un Black no se quedaría encerrado acariciando un micropuff —la picó Ginny.
—¿Qué parte de "no debe enterarse nadie" no te ha quedado clara? —dijo Jill, mosqueada.
—Arnold es de la familia —dijo Ginny con solemnidad.
Jill puso los ojos en blanco, rindiéndose.
—No pienso subirme a una escoba —dijo Jill con resignación.
Se levantó de la cama y puso a Arnold en su jaula. Se despidió del animalito con un toquecito de su dedo en la diminuta nariz y siguió a Ginny fuera de la habitación.
