Nota de la autora: Hola. He vuelto. Lamento la demora, pero han sido semanas complejas. Espero que todavía estén interesados en la historia. Un abrazo enorme :)


Jill estaba molesta con el mundo en general. Prefería mantenerse alejada de su grupo de amigos, rumiando las mil preguntas que le surgían a cada instante. ¿Desde cuándo sabía Dumbledore que Sirius era su padre? ¿Por qué el anciano no se dignaba a contarle esas cosas él mismo? Eran tantas sus dudas, que no estuvo demasiado interesada en la selección de los alumnos, limitándose a mirar todo y nada a la vez.

Se preguntó un instante por Severus cuando no lo vio en la mesa de los profesores, pero decidió no darle muchas vueltas al asunto, sabiendo que debía ser algo importante lo que lo ausentara esa noche. Había pasado todo el verano sin tener mayores noticias del hombre, salvo lo que dejaban caer los demás miembros de la Orden y, aunque le había echado mucho de menos, los otros asuntos en su vida la distraían lo suficiente. Tampoco hizo caso a la mirada que Katie le dirigía, y comió con desgana, jugueteando con la comida de su plato la mayor parte del tiempo.

—Quizás deberíamos ir a buscarlo —dijo Hermione en voz baja para que sólo la escucharan Ron y Jill.

—No creo que sea prudente —dijo Jill secamente.

—Pero… —quiso insistir la castaña.

—Debe haberse entretenido jugando al detective —dijo Jill, sin poder evitar que un dejo de fastidio se reflejara en su voz. Últimamente Harry tenía tan metido a Malfoy entre ojos, que llegaba a fastidiar con el tema.

—Creo que Jill tiene razón —dijo Ron, cortando un trozo de filete con cara de concentración.

Hermione asintió sin mucho convencimiento y continuó con su cena, dirigiendo miradas cargadas de confusión a Jill de vez en cuando. La chica hizo caso omiso a Hermione, tal como hiciera con Katie, deseando que el banquete terminara lo más pronto posible. Tal como pasara antes de vacaciones de verano, se sentía fastidiada por todo y por todos a su alrededor. No quería imaginarse el resto del año escolar si continuaba con la sensación de querer mandar al diablo a medio mundo.

—Me voy a la cama —anunció, poniéndose de pie, incapaz de soportar el ruido de sus compañeros a su alrededor.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Hermione consternada.

—Me duele la cabeza —mintió Jill.

Salió del gran comedor, fingiendo que no notaba las miradas que le dirigían sus compañeros. Quizás ella no era tan importante como Harry, pensó con resentimiento, pero merecía conocer la verdad. Era tan frustrante que Dumbledore hubiese depositado en Harry la decisión de hablarle sobre Sirius. ¿Y si el chico hubiese optado por no decirle nada? Entre más lo pensaba, más crecía la rabia dentro de ella.

Decidió zanjar el asunto de una vez por todas y emprendió camino a paso firme hacia el despacho del director. Se aflojó la corbata hasta deshacer el nudo, arrancándola con un movimiento distraído y metiéndosela en el bolsillo de la túnica. Sus pasos resonaban en los silenciosos pasillos, pareciendo escandalosos en medio de la tranquilidad de la noche.

Cuando por fin estuvo frente a la gárgola de la entrada, cayó en cuenta de que no tenía idea de cuál podría ser la contraseña. Bufó con frustración y, sacudiendo la cabeza con desanimo, fue a sentarse en el suelo con la espalda apoyada en la pared, sin dejar de mirar a la gárgola. A lo mejor debería probar con algún dulce ridículo de los que le gustaban al viejo loco, pensó molesta.

La espera se le hizo eterna, pero se mantuvo firme en su decisión de buscar respuestas esa misma noche. La gárgola de piedra parecía un tanto burlona, mirándola desde arriba, mientras ella permanecía en el suelo mordisqueándose la uña del dedo índice. No podía decir que estuviera nerviosa, sino quizás ansiosa ante la idea de al fin recibir respuestas.

—Debí suponer que vendrías —dijo Dumbledore con voz afable.

Jill se puso de pie ágilmente, acomodándose bien la túnica.

—Me gustaría hablar con usted —dijo Jill. Su voz vaciló un poco cuando vio la mano derecha del director: estaba renegrida y marchita, como un tronco seco.

—Comprendo —Dumbledore sonrió y pasó ante ella para dar la contraseña a la gárgola, que de inmediato se hizo a un lado, dejando la escalera de caracol a la vista. El anciano se giró hacia Jill e hizo un gesto de cortesía con su mano sana —. Después de ti.

Jill pasó junto a él y comenzó a subir la escalera. Ahora sentía curiosidad por lo que le ocurría al anciano, pero supuso que eso era algo que a ella no le incumbía y, por ende, no debería preguntar por ello.

—Toma asiento, Jill —dijo Dumbledore, yendo a sentarse tras su escritorio.

Jill se sentó, mirando fijamente al director a los ojos.

—¿Y bien? —preguntó el director.

—¿Por qué no me dijo usted mismo que Sirius era mi padre? —soltó Jill de sopetón.

—Porque Harry era el mejor para hacerlo —respondió Dumbledore con tranquilidad.

—¿Por qué? ¿Y si él no hubiese querido decirme? —preguntó Jill apretando los puños sobre su regazo.

—Sólo Harry comprende tu dolor, Jill —Dumbledore sonrió con tristeza —. Estaba totalmente seguro de que te lo diría.

Jill sintió que un nudo se formaba en su garganta. Últimamente había pensado muy poco en Harry y sus emociones respecto a Sirius. Qué clase de persona estaba siendo al olvidar que el muchacho había perdido a su única figura paterna. La sensación de ser el humano más egoísta del planeta la aplastó como un pesado mazo. Estaba tan avergonzada de sí misma que no se sintió capaz de formular más preguntas.

—Sirius tampoco lo sabía. Planeaba decírselo a ambos al final del año escolar —dijo Dumbledore, como si leyera su mente —. Creo que sabrás comprender que mi decisión era la acertada, en vista de la impulsividad de Sirius.

Jill asintió, incapaz de refutar la afirmación del director.

—Y estoy convencido de que también sabrás comprender que no puedo decirte todavía cómo me he enterado de tu verdadero origen —la voz del director era suave pero firme.

La muchacha volvió a asentir, consciente de que no conseguiría más información, aunque pataleara por ello. De todos modos, la valentía que había traído consigo unos minutos atrás se había esfumado por completo.


Llegó muy tarde a la sala común, queriendo evitar el contacto con sus amigos. Ya no estaba enojada con el mundo, sino con ella misma. Odiaba haber sido tan mezquina con Harry todo ese tiempo, como si el chico tuviese culpa alguna de su vida de mierda. Harry sufría la perdida de Sirius incluso con más intensidad que ella, porque a la larga, era él quien había sido tratado como un hijo. Jill y Sirius, por muy bien que se cayeran, sólo habían podido considerarse amigos, ignorantes por completo del vínculo que compartían realmente. Podría decirse que ella lloraba la pérdida de lo que nunca había podido ser, del espejismo de un buen padre.

Una vez en su dormitorio, se fijó en Katie: La chica estaba acostada de medio lado, con las cortinas descorridas, profundamente dormida, todavía con el uniforme del colegio puesto. Casi podía asegurar que la había estado esperando hasta que se vio vencida por el sueño. También se había portado como una cretina con Katie, pensó, retirándole un mechón de cabello de la cara con delicadeza.

Sonrió débilmente y se desvistió, metiéndose en su propia cama en ropa interior. Trató de darse ánimos, diciéndose que sólo bastaba con dejar de ser una idiota con sus amigos para que las cosas mejoraran. También se preguntó si debería confiarle a Severus quién era su verdadero padre, aunque seguramente él ya debía saberlo siendo tan cercano a Dumbledore. ¿La trataría igual? ¿O su odio por Sirius se transferiría a ella?


—¿Qué tal todo? —preguntó trémulamente Harry durante el desayuno.

—Bien —respondió Jill intentando parecer animada, con una voz que sonó como un chillido.

Las expresiones de Harry, Hermione y Ron le hicieron saber que parecía una desequilibrada mental.

—Miren… —comenzó, soltando un suspiro y dejando los cubiertos en la mesa — Lamento haber sido un golpe en los huevos todo este tiempo.

Ron dejó escapar una risa divertida; pero Hermione, que parecía escandalizada ante la vulgaridad en sus palabras, se llevó una mano a la boca, sonrojada. Harry sonrió, en apariencia tan divertido como Ron.

—No hay problema —dijo Harry sin dejar de sonreír —¿Vuelves a ser tú?

—Lo intento —dijo Jill sintiendo que los colores subían a sus mejillas.

—Que bien —intervino Ron estirándose para alcanzar la bandeja con panecillos —. No podría soportar el mal humor de Snape y el tuyo a la vez.

—¿Snape? —inquirió Jill, confundida —. Pero si este año no tienen pociones.

—Ef que… —comenzó a decir Ron con la boca llena de panecillos.

—Snape va a dar Defensa contra las artes oscuras este año —lo interrumpió Hermione, mirando a Ron con cara de asco.

Jill sintió que su mandíbula se desencajaba. Se había perdido de la noticia bomba de inicio de año por marcharse del comedor antes del final del banquete. Miró hacia la mesa de los profesores, queriendo echarle un vistazo a Severus. Él bebía de su taza con aire ausente, pero pareció percibir la mirada de Jill y también centró sus ojos negros en ella. El familiar aleteo en su estómago se hizo presente y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreírle.

—Ese sí es un dolor de huevos —escupió Harry con el acostumbrado tono de rencor.

—Mal por ti —dijo Jill, obligándose a apartar su mirada de la del profesor.

—¿Por ti no? —preguntó Ron, que por fin había logrado tragar.

—Ni me va, ni me viene —respondió Jill con descaro.

—¿Cómo? Si es el grano de culo más doloroso —insistió Ron.

Jill se encogió de hombros, sin querer ahondar en la conversación contra Severus. Hermione chasqueó la lengua, pero no dijo nada.

—¿Qué? —terció Ron mirando ceñudo a la castaña.

—No he dicho nada —dijo ella a la defensiva.

—Has hecho ese ruidito…

—¿Y?

—Pues suéltalo.

—¿Qué cosa?

—¡Lo que te estás tragando!

—¡No me estoy tragando nada!

Por Merlín, pensó Jill rodando los ojos mientras la discusión de sus amigos se llevaba a cabo. Harry, que también parecía aburrido de la pelea del pelirrojo y la castaña, miraba al otro lado de la mesa distraídamente. Jill siguió la trayectoria de su mirada, queriendo apartar su atención de los contrincantes. Para su sorpresa, Harry miraba a Ginny, quien charlaba animadamente con Dean Thomas mientras se ataba su largo cabello rojo en una coleta. ¿Podría ser que…? Nah, se dijo a sí misma arrugando la nariz.

—Me voy a pociones —anunció Jill sobre las voces exasperadas de Hermione y Ron.

—Adiós —dijo Harry apartando rápidamente la mirada de la menor de los Weasley para mirar a Jill.


Cuando llegó al salón de pociones, le extrañó ver al enorme maestro con aspecto de morsa sentado tras el escritorio que solía ocupar Severus. El hombre leía El profeta con atención, sin reparar en que Jill acababa de abrir la puerta. Era consciente de que si Severus iba a dictar DCAO lo más lógico era que el tal Slughorn dictara pociones; pero no dejaba de resultar raro el cambio.

Ningún otro estudiante había llegado todavía, por lo que quiso dar media vuelta y regresar, lamentando no haber acompañado a Katie a la torre de Gryffindor por sus cosas. Sin embargo, se armó de valor y se adentró en el aula hasta posicionarse en su asiento habitual.

—Buenos días —dijo Jill dubitativamente cuando el nuevo maestro la miró por encima del periódico.

—Peverell ¿no? — dio el hombre cerrando el diario y dejándolo sobre la mesa.

—Sí, señor —asintió Jill.

—Casi me parece estar viendo a Alice —comentó el hombre.

—Ah… suelen decir eso —dijo Jill, un tanto incómoda.

—Ya lo creo —se rio Slughorn. Inmediatamente después su expresión se tornó seria y añadió: —. No voy a darte el pésame por Atos. No puedo decir que lo lamente.

—Él era de su casa —dijo Jill sin apartar sus ojos de los de Slughorn.

—No logré que me simpatizara, sin embargo —dijo Slughorn con sinceridad —. Espero no haberte ofendido.

Jill sonrió ligeramente.

—En lo más mínimo —dijo Jill. Slughorn no se le hacía tan pesado como Harry lo describiera el día anterior.

Los demás estudiantes entraron en el aula, terminando abruptamente con la conversación de Jill y el profesor Slughorn. Katie le sonrió encantadoramente cuando se le unió en la mesa, e incluso le apretó la mano suavemente bajo la mesa antes de comenzar a sacar sus elementos de trabajo. Sin embargo, la nariz de Katie estaba un poco roja y sus ojos brillantes y un tanto inflamados.

—¿Todo en orden? —preguntó Jill en voz baja.

—Oh, sí —respondió Katie con una voz tan animada que parecía falsa.

—¿Segura? —insistió Jill.

—Sí, sí. ¿Supiste que los Chudley Cannons volvieron a quedar últimos en la liga? —dijo Katie, cambiando el tema abruptamente.

—No. No sabía —dijo Jill, a quien el quidditch solía importarle poco o nada.

—Sí. Tu amigo Ron debe estar triste por eso —continuó Katie mientras ordenaba una y otra vez los utensilios sobre la superficie de madera.

—Tal vez —dijo Jill mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas para sonsacarle a Katie lo que le ocurría.

—Y es que empezaron bien. Ganaron dos partidos y casi…

—Katie —Jill le sujetó la muñeca a la chica, deteniendo sus movimientos compulsivos —. Vas a decirme qué ocurre o haré que nos echen de la clase.

Katie se giró hacia Jill y la miró como sopesando la veracidad de su amenaza.

—No supe de ti en todo el verano —sentenció al fin la muchacha.

Jill abrió la boca para contestar, pero Slughorn la interrumpió con voz potente y cantarina.

—Bienvenidos a este curso de pociones. Como es su último año, vamos a reforzar todo lo que examinan los EXTASIS desde la primera clase…

—No podía… la seguridad de Harry… —susurró Jill.

Katie se volvió de nuevo y centró su mirada en Slughorn.

—¿Tampoco le escribiste a él? —murmuró Katie con los dientes apretados.

Jill arqueó las cejas, un tanto confundida al principio, hasta que cayó en cuenta de a quién se refería Katie.

—No. Tampoco —admitió Jill. Estuvo a punto de dejar escapar una risa sarcástica, pensando en lo ridícula que era la sola idea de escribirse cartas con Severus Snape.

—Hoy trabajaremos la página 182: tratamiento para el spattergroit… —decía Slughorn a la clase.

—Veo —dijo Katie abriendo el libro de pociones y buscando la página que había indicado el maestro.

—No podía comunicarme con nadie —insistió Jill, haciendo otro tanto.

—¿Y anoche? Te esperé —dijo Katie yendo hacia el armario de ingredientes.

—Me entretuve —se excusó Jill caminando tras ella.

—¿Con él?

Katie rebuscó en el armario, poniendo ingredientes para ambas en una bandeja pequeña.

—No. No le he visto —Jill le quitó la bandeja de las manos, queriendo ocuparse en algo en medio de la conversación con Katie.

—Ya —gruñó Katie cerrando las puertas del armario y regresando a la mesa.

—No miento —dijo Jill una vez alcanzó a Katie en la mesa.

—Ya —fue la respuesta de la chica nuevamente.

—No comprendo…

—¿No comprendes? —siseó Katie en voz baja, mirándola con ojos asesinos.

Jill retrocedió un poco, un tanto asustada.

—Se supone que somos… amigas —dijo Katie con un dejo de resentimiento en la última palabra —. No he sabido de ti en semanas y no me has dirigido la palabra hasta ahora.

—Lo siento —balbuceó Jill.

—Ya. Con sentirlo lo arreglas todo —escupió Katie con ironía.

—¿Y qué quieres que diga? —preguntó Jill, comenzando a molestarse. Katie no tenía ni la más mínima maldita idea de lo que había pasado ella durante esas semanas. Katie tenía una maldita familia amorosa que la esperaba con los brazos abiertos cada verano, no tenía un pervertido jurando matarla a cada momento y no tenía un padre muerto a quien apenas había conocido.

—Quiero que me tengas confianza —susurró Katie aferrando el borde de la mesa con las manos hasta que sus nudillos se pusieron blancos —. ¿Eso es tan difícil?

Jill tomó un puñado de hojas de menta de la bandeja y la puso en la balanza, antes de atreverse a responder.

—Tal vez no deberías estar cerca de mí —dijo al fin, sintiendo que un nudo se formaba en su garganta.

Katie cerró el libro de golpe y levantó el brazo, agitando la mano en el aire.

—¿Sí, señorita…? —inquirió Slughorn con interés.

—Bell —contestó Katie.

—¿Sí, señorita Bell?

—Me siento un poco mal —dijo Katie.

Los labios de Katie estaban pálidos y tenía los ojos tan brillantes que parecía febril. El profesor Slughorn la miró unos instantes antes de asentir, comprensivo.

—Descanse, señorita Bell.

Katie recogió sus cosas como un vendaval, sin mirar ni una sola vez a Jill. Ella se limitó a observarla en silencio, con el corazón en un puño, deseando poder detenerla y confiarle todo lo que le ocurría, pero incapaz de moverse un ápice.


Cuando la clase finalizó, Jill recogió sus cosas y salió rumbo al patio donde los alumnos pasaban el rato en los descansos. El día estaba nublado, pero todavía se alcanzaba a sentir un poco del calor del verano que acababa de pasar. Los estudiantes retozaban en las bancas, charlando animadamente, echándole miradas cargadas de curiosidad cuando pasaba frente a ellos. Alcanzó a escuchar la palabra "ministerio" un par de veces, comprendiendo que ella, al igual que los otros seis chicos, no se iba a librar de los parloteos de pasillo. Tal vez no era buena idea buscar una banca donde pasar su rato libre, después de todo.

—¿Dónde está Katie?

Jill se giró para descubrir quién le hablaba.

—Hola, Leanne —saludó Jill cordialmente.

La muchacha la miró como quien aprecia un chicle en su zapato.

—¿Y Katie? —insistió Leanne, sin responderle el saludo.

—No lo sé —respondió Jill.

—¿Cómo no? —gruñó la muchacha sacudiendo su largo cabello negro. Sus ojos color café le dedicaron una mirada de desprecio.

—Pues no —dijo Jill irguiéndose en toda su estatura. Sobrepasaba a la chica por varios centímetros.

—¿Lo has hecho de nuevo? —Leanne también se envaró.

—¿Qué cosa?

—Déjala tranquila de una buena vez.

Los estudiantes habían cesado su alegre parloteo y uno tras otro centraban su atención en Jill y Leanne.

—No sé de qué hablas… —dijo Jill mirando a su alrededor, un tanto nerviosa.

—Sí que sabes —la muchacha apretó los puños.

—Escucha, Leanne: No creo que…

—Dejarás de lastimarla —la interrumpió Leanne casi a los gritos.

Mierda. Lo único que le faltaba era que todo Hogwarts se enterara de su cuasi romance lésbico con Katie Bell.

—¿Quieres hablarlo en otro lugar? —preguntó Jill, azorada al notar que incluso más personas habían aparecido en el patio a observar el numerito de inicio de curso.

—No. No quiero hablarlo en otro lugar —Leanne sacó su varita y apuntó a Jill con ella —. Quiero que prometas aquí y ahora que la dejarás en paz.

Jill echó una nueva mirada a los demás alumnos, que ahora cuchicheaban arrojando teorías sobre la disputa. Después volvió a centrar su atención en Leanne, sopesando las probabilidades que tenía de salir de allí sin alguna lesión. No parecían muchas, en vista de que la chica la miraba con odio absoluto.

—Leanne… —dijo Jill lentamente, levantando las manos frente a ella, en gesto tranquilizador.

—¡Promételo!

—Cálmate, ¿quieres?

—No. ¡Promételo!

—Hablemos en otro lugar —Jill había comenzado a moverse lentamente hacia un costado, queriendo quitarse de la línea de fuego. Leanne siguió apuntándola con la varita, con mano firme.

—¡Le he visto llorar muchas veces! ¡Estoy harta de ti, Peverell!

Jill sintió un ramalazo de culpa ante las palabras de la muchacha. Nunca se había detenido a pensar en el daño que estaba efectuando en Katie. En realidad, no habría llegado a imaginar que Katie pudiese llorar por su culpa.

—Entiendo… Lo entiendo, Leanne… Pero no quieres hacer esto… —dijo intentado que su voz sonara tranquilizadora.

—Sí que quiero —respondió Leanne con los dientes apretados.

—Leanne… estás metiéndonos en problemas serios —insistió Jill moviéndose un par de pasos más a su derecha.

—¡Quédate quieta!

Jill se detuvo y movió sus manos al frente, rogando mentalmente que Leanne se calmara un poco. Todos los estudiantes se quedaron quietos y en silencio, expectantes. ¿Qué podía hacerle una chica de dieciséis años furiosa? No quería pensar en que Leanne podría utilizar un hechizo peligroso, pero la mirada de la muchacha la hacía dudar.

—¡Leanne! —chilló la voz de Katie, que se abría paso entre el cumulo de estudiantes.

—¡Oppugno! —gritó Leanne sobre la voz de Katie apuntando al suelo y luego a Jill con una velocidad sorprendente.

Las losas flojas del suelo se desprendieron y fueron a estrellarse contra Jill, arañándole profundamente la mejilla izquierda. Ella logró cubrirse la cara con los brazos, recibiendo la dura piedra contra los antebrazos y las manos. Escuchó la tela de la túnica rasgarse y sintió el ardor de un nuevo corte en su antebrazo derecho, antes de que la sangre caliente comenzara a gotear en el suelo.

—¡Expelliarmus! —exclamó la voz de un hombre y un instante después el ataque de la filosa piedra cesó.

—¡No, Leanne! ¡no!

Jill se atrevió a descubrirse la cara para observar lo que estaba ocurriendo. Katie abrazaba a Leanne, quien se debatía entre sus brazos, luchando por alcanzar la varita que yacía a un par de metros en el suelo. Snape estaba de pie frente a las chicas, lívido. Los demás estudiantes aún guardaban silencio y observaban la escena con el interés que sólo atrae el chismorreo.

—Cien puntos menos para Hufflepuff —sentenció Snape.

Leanne cesó sus intentos por soltarse y su expresión de odio se transformó en horror. Al parecer acababa de comprender lo que significaba perder cien puntos para su casa en el primer día de clases. Jill temió que Katie y ella obtuviesen el mismo castigo para Gryffindor.

—Síganme. Las tres —ordenó Snape comenzando a caminar a grandes zancadas hacia el castillo. Los estudiantes le abrieron paso en medio de un silencio sepulcral.

Katie soltó a Leanne y fue a recoger la varita de la muchacha, lanzándole una mirada cargada de culpa a Jill.

—¿Qué están esperando? —gruñó Snape.

Jill se sacudió los trozos de losa de la túnica y comenzó a andar tras Severus. Sentía la sangre caliente humedeciéndole el cuello y la camisa, además de las gotas que descendían desde su antebrazo hacia el suelo a cada paso que daba. Leanne y Katie se unieron a la fila a pasos rápidos para alcanzar al maestro y a Jill.

—Lo lamento, Katie, perdona —gimoteaba Leanne detrás de Jill. Su tono de voz le hizo saber que la muchacha lloraba.

Una vez en el despacho del profesor, se quedaron de pie una junto a la otra, mientras Severus las fulminaba con la mirada. Leanne lloraba en silencio y sorbía por la nariz de vez en cuando. Katie guardaba silencio, con las manos entrelazadas frente a ella. Jill continuaba sangrando silenciosamente por la mejilla y su antebrazo, consciente de que debía verse como si acabara de volver de la guerra.

—Necesito una explicación que me haga cambiar de opinión respecto a solicitar la expulsión de las tres —dijo tranquilamente Severus.

Jill abrió mucho los ojos, horrorizada. ¿La expulsión de las tres? Pero si ella sólo había sido victima de la amiga maniaca de Katie.

—Es… es mi culpa —dijo Katie en voz baja.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Severus.

—Que es mi culpa —repitió Katie subiendo un poco la voz.

—¿Por? —inquirió Severus.

—Bueno… —Katie le echó una mirada cargada de angustia a Jill —. Yo he discutido con Jill y… Leanne… ¡Ha sido un malentendido!

—¿Malentendido? —Severus arqueó las cejas —. Peverell parece un filete.

Leanne sollozó y se cubrió la cara con las manos. Jill la miró con rabia y se presionó el antebrazo con la otra mano para frenar el sangrado, apretando los dientes ante el dolor.

—Lo lamento —se disculpó Katie.

—¿Esto es alguna especie de lio de faldas? —inquirió Severus cruzándose de brazos.

Leanne sollozó más fuerte.

—Yo… no… no es… —balbuceó Katie.

Jill guardó silencio cuando la mirada oscura de Severus se cruzó con la suya. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Acaso planeaba sacarse la espina de sus celos justo en ese momento?

—El colegio da vía libre para las relaciones amorosas. Pero eso no quiere decir que esté permitido que los alumnos se maten en el patio —parecía estar disfrutando de la situación —¿Por quién se están peleando exactamente? ¿Por Bell? ¿Por Peverell?

—No es lo que usted piensa —intervino Katie.

—Verá, señorita Bell: lo que yo pienso es que Peverell y usted tienen algún romance extraño… y que Haywood, aquí presente, desea tener el mismo romance extraño con usted…

—¡No es así! —exclamó Leanne en medio del llanto.

—Ah, ¿no? —dijo Severus con interés.

—No. Peverell… Peverell ha lastimado a Katie… Yo sólo quiero que ella no sufra más —explicó Leanne.

—¿Entonces todo es culpa de Peverell?

Jill frunció el entrecejo, ofendida.

—¡Claro que no! —trató de defenderse Jill.

—No quiero que sigan haciendo pública su disputa amorosa —dijo Severus, ignorando la protesta de Jill —. Pueden marcharse. Peverell no.

Katie y Leanne se miraron, confundidas. Parecían no creerse que Snape no estuviese gritándolas y exigiendo su expulsión inmediata.

—Largo —repitió Severus.

Leanne se limpió la cara con la manga de la túnica y salió del despacho. Katie la siguió, no sin antes mirar a Jill con expresión culpable. Jill se mantuvo inexpresiva, queriendo evitar que Katie se diera cuenta de la profunda rabia que sentía. Entendía que ella había obrado mal al negarse a dejar de frecuentar a Katie, que había sido egoísta y estúpida; pero consideraba que Leanne no tenía derecho alguno a armar un espectáculo frente a todo el colegio.

—Las mujeres son peligrosas —dijo Severus recostándose en el borde de su escritorio con una sonrisa divertida en sus labios.

Jill no quiso seguirle el juego.

—Te dije que Bell no me gustaba —continuó él.

—Katie no es el problema. Leanne está desquiciada —lo contradijo Jill.

—Está molesta, porque estás jugando con su amiga —dijo Severus sabiamente.

—¿Desde cuándo eres tan comprensivo? —inquirió Jill arrugando la nariz. Todavía se sentía molesta y Snape no ayudaba en nada con sus comentarios.

—No hay que ser comprensivo para ver lo que sucede: Has mantenido a Bell embelesada con muestras de afecto en pequeñas dosis… Bell se desahoga con la otra chica… la otra chica te odia —Severus se cruzó de brazos.

—Yo no… —comenzó a decir Jill.

—Oh, sí. Tú, sí —la cortó Severus —. Pero la cuestión real es: ¿qué es lo que sientes, Jill?

Jill abrió la boca y la volvió a cerrar. No entendía en qué momento el asunto del ataque por parte de Leanne se había transformado en un interrogatorio acerca de sus sentimientos. ¿A dónde quería llegar Severus con eso?

—¿A qué te refieres? —preguntó Jill. A pesar de que ya no sangraba, apretó un poco más su brazo, nerviosa, haciéndose daño.

—Quiero saber lo que sientes por mí —dijo Severus. Su expresión ya no era burlona, sino sumamente seria.

Jill sintió que el alma se le iba de paseo al patio donde Leanne había practicado la lapidación con ella. Fue consciente de que la sangre se le agolpaba en las mejillas llenas de polvo y las manos comenzaron a temblarle. ¿De verdad estaban teniendo esa conversación? ¿Qué podía decir? Amaba a su profesor, pero le daba una vergüenza enorme expresarlo en voz alta.

—Quiero saber si tus sentimientos por mí superan a los que tienes por Bell —continuó Severus.

Eso era más de lo que podía soportar de pie, así que fue a sentarse en el sofá, sin dejar de hacer presión en la herida de su brazo. Sentía los ojos de Severus fijos en ella, pero no podía más que mirarse la sucia manga de la desgarrada túnica.

—Yo… —Severus carraspeó un poco —. Te amo, Jill.

La mano de Jill se apretó dolorosamente sobre la herida. Levantó la mirada hacia Severus, con la boca ligeramente abierta, absolutamente asombrada ante semejante confesión. El hombre la miraba fijamente, con expresión inescrutable a pesar de sus mejillas levemente sonrojadas.

—¿Soy correspondido? —inquirió él, tan serio como antes.

El aire de repente se sentía pesado, difícil de respirar; su corazón latía desbocado, casi saltando fuera de su pecho; y su boca permanecía seca como un estropajo. No podía creer que Severus Snape estuviese allí frente a ella diciéndole que la amaba. De no ser por el dolor de su brazo lesionado, pensaría que estaba soñando. Tenía que responder algo ¿no? Se preguntó si debía ser sincera con él, o si le convenía más guardarse sus sentimientos.

—Sí —dijo al fin con un hilo de voz —. Eres correspondido.


Severus se separó de la mesa, acercándose a Jill y agachándose frente a ella. Tomo la barbilla de la chica, obligándola a mirarlo a los ojos. Ella tenía la cara sucia de sangre y polvo, pero se le antojaba igual de atractiva que siempre. Necesitaba que ella dijese que lo amaba, que lo hiciera con total sinceridad, que sellara el destino de la misión que se le había encomendado.

—Dilo entonces —la apremió, sintiéndose el peor de los bastardos, deseando en el fondo que ella se retractara, que dijera que en realidad no lo amaba y que su único interés era Katie Bell.

—T-te amo —murmuró con el rostro completamente enrojecido.

Los grises ojos de Jill le dijeron que ella decía la verdad. Y Severus tuvo la certeza de que el conjuro que la protegía se acababa de romper.

—Jill… —susurró Severus.

La besó, sintiendo como la desesperación embargaba su pecho. Estuvo seguro de que, de no haberla besado, habría gritado como un poseso en medio de su oficina. La empujó contra el sofá, casi aplastándola con su propio peso, aumentando la intensidad del beso, queriendo cumplir con el compromiso que hiciera con Dumbledore cuando antes. La escuchó jadear debajo de él, arqueando la espalda y pegándose más a su cuerpo.

—Estás llenándote de sangre —dijo Jill contra sus labios.

—No me cabe duda de ello —gruñó Severus, maldiciendo mentalmente a su entrepierna, que en ese momento estaba firmemente preparada para el encuentro, ignorando por completo el sentimiento de culpa que lo embargaba.

—No me refería a eso —dijo ella con una risita maliciosa.

—Ah.

Se percató de que su ropa estaba ensangrentada, cortesía del brazo de Jill y, llevándose la mano a la cara, noto que también allí tenía un poco. Le dedicó a la chica la mejor sonrisa que fue capaz y se puso de pie, ayudándola a levantar también.

La volvió a besar, queriendo evitar a toda costa su mirada, empujándola hacia el baño de su dormitorio en medio de tropezones, mientras se iba deshaciendo de sus ropas entre torpes tirones. Una vez en la ducha, buscó la llave manoteando tras la espalda de Jill y abriéndola de golpe. El agua caliente cayó sobre sus cuerpos desnudos, lavando la sangre y el polvo, mientras Severus se fundía con Jill en un ansioso movimiento.

—Dios… —gimió Jill mientras Severus la embestía con fuerza.

Él se negaba a dejar de besar cada centímetro de ella que tenía a su alcance, arrancándole gemidos que le hacían sentir febrilmente enloquecido. La quería, vaya si la quería; y la deseaba como a nadie, con tanta necesidad que se asustaba de sí mismo, de su capacidad para estar con ella aún sabiendo lo que eso implicaba.

—Severus —gritó Jill cuando alcanzó el orgasmo, aferrándose a su espalda y lastimándolo un poco con las uñas.

Severus la beso con fiereza, antes de salir de ella y darle la vuelta, aprisionándola contra la pared de la ducha con fuerza. Jill jadeó y dejó escapar un grito ahogado cuando el le sujetó el largo cabello con una mano, tirando de su cabeza hacia atrás. La chica puso ambas manos contra la pared para ayudarse a mantener el equilibrio. Severus volvió a hundirse en ella, aferrándole un pecho con la mano libre, masajeando un pezón entre sus dedos, al tiempo que continuaba tomándola del cabello.

—Repítelo, Jill. Vuelve a decir que me amas —ordenó contra su oído, soltando su cabello y dejando que sus dedos tomaran la garganta de la chica.

—Te amo —gimió ella.

Continuó bombeando dentro de ella, con gemidos roncos que escapaban de su garganta a la par de los gemidos de Jill, dejándose ir junto a ella en un orgasmo que los envolvió casi sin previo aviso. Cuando las oleadas de placer se detuvieron, Severus se abrazó a ella, enterrando la cara en su hombro, impidiendo que Jill se diese la vuelta, negándose a que lo viera. Sentía las lágrimas anegándole los ojos y resbalando por sus mejillas, confundiéndose con el agua caliente de la ducha. Lo había hecho. Maldito fuera por lo que acababa de hacerle a Jillian Peverell.