—¡Lo siento! ¡No tienes idea de cuánto lo siento! —exclamó Katie echándole los brazos al cuello.
—Tu amiga está loca —dijo Jill palmeando torpemente la espalda de Katie. Ya no se sentía molesta por lo de Leanne, más bien estaba un poco en las nubes por la forma en que Severus le había confiado sus sentimientos.
—Le di la lata todo el verano con todo el tema tuyo —dijo Katie todavía sin soltarla —. Es mi culpa.
—¿Piensa que matándome mejorará tu estado de ánimo? —preguntó Jill con sorna.
Katie se separó de ella y la miró divertida.
—Pero si ha sido un rasguño nada más —dijo la chica sonriente —. La señora Pomfrey te ha dejado como nueva.
Jill sacudió la cabeza con un bufido. No iba a contarle a Katie que Severus había sido el encargado de curar sus heridas después de salir de la ducha, así que la dejó seguir creyendo en las propiedades milagrosas de madame Pomfrey.
—La cosa es, Katie, que Leanne le ha dado comidilla a todo el castillo —Jill fue hasta la ventana del dormitorio y se apoyó en el alfeizar, mirando a los terrenos del colegio. Todavía había algunos estudiantes paseando, disfrutando de la puesta de sol de lo que seguramente sería uno de los últimos días soleados del año.
—¿Te da miedo que empiecen a preguntarte por los vellos de Leanne? —se burló Katie.
Jill se volvió, haciendo esfuerzos por no reírse. Katie se había sentado en el borde de su cama y se estaba quitando los zapatos.
—Apuesto a que están bastante bien —respondió Jill con picardía.
Katie se rio y le arrojó un zapato. Jill lo atrapó en el aire.
—¿Por cuántas personas vas a cambiarme? —inquirió Katie en tono bromista.
Jill se encogió de hombros, sonriendo.
—Nunca se sabe —dijo volviéndose de nuevo hacia la ventana, adoptando su posición inicial.
Se hizo el silencio entre las dos. Jill podía sentir la mirada de Katie en su espalda, y adivinaba que la muchacha querría volver a tocar el tema de su extraña relación. Ella no deseaba hablar de ello, porque no quería lastimar más a Katie, ni lastimarse a sí misma. Todavía había una parte de ella que se negaba a renunciar a la muchacha, aunque la certeza de su amor por su maestro era tan clara como el cristal por el que miraba en ese momento. En ese caso no había mucho qué decidir ¿no? Severus Snape, no Katie Bell.
—¿No debería esperarte más? —la trémula voz de Katie llegó a sus oídos.
Jill respiró profundo. La parte de ella que se aferraba a Katie gritaba "por supuesto que deberías esperarme. Algún día podré dividirme en dos y amarlos libremente a ambos". Cerró los ojos y la luz del sol se le antojó roja a través de sus párpados. La parte más grande de ella, la que se desvivía por Severus Snape, ahogó la pequeña voz, tomando el control de sus labios.
—No. No deberías —se escuchó decir.
—Entiendo —dijo Katie con voz resignada —. Amigas entonces.
—Amigas entonces —confirmó Jill, todavía con los ojos cerrados.
—Es una pena que las amigas no se besen, porque realmente me gustan tus besos —confesó Katie.
Jill sonrió y abrió los ojos. El sol ya se había ocultado por completo y la noche se cernía sobre los pocos estudiantes que todavía paseaban por los terrenos. Estaba de acuerdo con Katie: Sí, era una pena que las amigas no se besaran.
—Terry Boot dice que una chica de Hufflepuff te golpeó en el recreo —sentenció Ron en la sala común cuando Jill se les unió.
—Ah, ¿sí? —dijo Jill maldiciendo mentalmente al que había sido su amante por poco tiempo.
—¿En verdad pasó eso? —preguntó Hermione.
—Ella no me golpeó —negó Jill con voz cansina, dejándose caer en un sillón frente a sus amigos —. Me atacó con un hechizo.
—¿Cómo? —inquirió Harry.
—¿Puedo? —preguntó a Ron, señalando un montón de ranas de chocolate frente al pelirrojo. El chico asintió enérgicamente y Jill tomó uno de los dulces —Me lanzó rocas con un Oppugno.
—¿Por qué haría eso? —dijo Hermione.
Jill mordió la cabeza de la rana.
—Katie —fue toda su respuesta mientras masticaba.
—Oh — dijo Ron como si comprendiera repentinamente el origen del universo —. ¿Ella y Katie…?
—Yo qué sé —dijo Jill encogiéndose de hombros.
—Espera ¿lo que me dijo Ron era verdad? —preguntó Harry con expresión de asombro absoluto.
Jill lo miró interrogante.
—¿Qué te dijo Ron exactamente?
—Que Katie y tú estaban saliendo, porque te iban las mujeres.
—¡Ron! —exclamó Hermione, escandalizada, mirando ceñuda al muchacho. Este enrojeció hasta las orejas.
Jill se rio.
—Bueno… Sí me van también las mujeres —admitió Jill sin poder evitar sonreír ante la mirada de Harry —. Pero Katie y yo no estábamos saliendo.
—¿Entonces la chica de Hufflepuff no te hechizó por celos? —preguntó Harry.
Jill se acomodó mejor en el sillón y se metió el resto de la rana de chocolate a la boca.
—Quién sabe —respondió con la boca llena.
—Pero…
—¿Quieren dejar la sexualidad de Jill en paz? —dijo Hermione con voz chillona.
Jill, Harry y Ron la miraron con idénticas expresiones de asombro, para después comenzar a reírse escandalosamente.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó la castaña, molesta.
—Has dicho… has dicho… —Ron se desternillaba de risa, mientras Harry se reía con la cabeza echada hacia atrás en su sillón.
—¿Qué?
—Nunca has dicho nada que se relacione con sexo desde que te conozco —sentenció Jill respirando profundo para controlar la risa.
Hermione se llevó las manos a la boca, profundamente sonrojada.
—Yo no he dicho sexo… he dicho sexualidad… que no es lo mismo —murmuró con las manos sobre la boca.
Jill volvió a reírse. Se sentía sumamente joven e inmadura, y descubrió que eso le encantaba, que la hacía sentir normal y parte de algo más importante que ella misma y todos sus problemas.
—Oh. ¡Ya maduren! ¿quieren? —dijo Hermione descubriéndose la boca. Una pequeña sonrisa se dibujaba en sus labios, a pesar de su expresión seria —. Hay cosas importantes que contarle a Jill.
Los muchachos tardaron un rato más en poder dejar de reírse y Jill, con mucho esfuerzo, también procuró mantenerse calmada. Se preguntaba qué cosas importantes habrían pasado durante su jornada escolar, además de sus propias aventuras en la hora de descanso.
—Y ¿bien? —preguntó Jill cuando todo el mundo logró mantener la compostura.
—Dumbledore va a empezar a enseñarme desde este sábado —dijo Harry.
—Bien por ti, elegido —dijo Jill levantando el pulgar.
—Tómatelo en serio —se rio Harry.
—Vale, vale. ¿Te ha dicho qué? —Jill tomó otra rana y le dio vueltas entre los dedos.
—No. Todo es un misterio…
—Como la procedencia del libro de pociones —terció Hermione.
—¿Vas a seguir dando la lata con eso? —dijo Harry con voz fastidiada.
Jill arqueó las cejas y miró de uno a otro chico.
—Me he perdido —dijo.
—Enséñaselo, Harry. ¡Es genial! —dijo Ron.
El pelinegro se agachó a rebuscar en su mochila, sacando un libro bastante viejo y gastado. A Jill no le pareció nada genial la reliquia que Harry puso en sus manos. Era una copia arcaica de Elaboración de pociones avanzadas, que no parecía tener mayor valor. Por respeto a la veneración que Ron parecía sentir por el libro, no dijo nada y lo abrió, comprobando que estaba totalmente garabateado en los márgenes. La letra se le antojaba extrañamente familiar, pero no logró identificarla.
—¿Son instrucciones alternas? —preguntó leyendo un par de frases que contradecían las instrucciones originales del libro.
—Así es. Gané un poco de Felix Felicis con él hoy —dijo Harry. Un dejo de orgullo se percibía en la voz del muchacho.
—¿Felix Felicis? Qué genialidad —dijo Jill, pensando en lo increíble que sería poseer un poco de esa cosa. No más ataques de niñas enloquecidas en su hora de descanso.
—No es nada bueno —dijo Hermione ceñuda —. Se me hace peligroso.
—¡Es un libro, Hermione! —dijo Ron poniendo los ojos en blanco.
—El diario de Ryddle también lo era —insistió la castaña —. ¿No te parece extraño, Jill?
Jill continuó pasando las páginas hasta llegar al final, donde rezaba: "este libro es propiedad del Príncipe Mestizo". No parecía peligroso en realidad. Salvo un par de encantamientos garabateados aleatoriamente, de los que ella nunca había escuchado, no parecía que la cosa representara mayor riesgo.
—No lo sé —dijo al fin devolviéndole el libro a Harry —. Se ve como el libro de alguien muy empollón. No parece muy peligroso realmente.
—Sigue sin gustarme —dijo Hermione.
—Con que me guste a mí —gruñó Harry metiendo el libro a la mochila.
El Señor Oscuro estaba impaciente por obtener resultados y Severus estaba cada vez más preocupado por el futuro de su misión. Sabía que era absolutamente necesario llevar a cabo el plan de los dos bandos en los que militaba, aunque eso significase causarle un daño irreparable a Jillian Peverell. Sin embargo, no había sido capaz de buscar nuevamente a la muchacha esa semana, temiendo que percibiera la angustia que le producía pensar en que su vástago podía estar creciendo dentro de ella en ese mismo instante.
—¿Entonces él quiere tenerla cerca? —preguntó Dumbledore contemplando la espada de Gryffindor con las manos detrás de la espalda.
Severus no podía ver la expresión del director. Sólo veía su largo cabello plateado y el movimiento de su mano renegrida sobre su mano sana.
—Teme que la Orden se vuelva sobreprotectora cuando ella… —Severus carraspeó, incómodo — cuando ella esté embarazada.
—Debo admitir que yo temo lo mismo —Dumbledore se inclinó un poco sobre la espada —. Somos conscientes de que la Orden no puede enterarse de esto ¿verdad, Severus? No todo el mundo aprobaría esa estrategia.
La sangre de Severus se heló en sus venas. Debería haber previsto que, una vez más, los planes de Dumbledore se limitaban sólo a él y su capacidad de ser un hijo de puta. Naturalmente sus planes no serían aceptados por gente con escrúpulos como los miembros de la Orden. No imaginaba a Lupin o a los Weasley quedándose tranquilos mientras un recién nacido era desangrado sobre un caldero.
—¿Cómo justificará que ella abandone el colegio? —inquirió Severus rodeando al director hasta posicionarse frente a él. No perdía la esperanza de ganar algo de tiempo para la muchacha.
—Es mayor de edad. Puede ausentarse sin que el ministerio se inmiscuya —respondió el director sin mirar a Severus.
—¿Y Potter? —quiso insistir Severus.
—¿Qué ocurre con él? —preguntó Dumbledore, mirándolo por primera vez por encima de sus gafas de media luna.
—Va a querer saber dónde está Jill. Ya sabe cómo es.
Dumbledore sonrió levemente. Severus no logró identificar si su sonrisa era divertida o más bien triste.
—Me encargaré de Harry yo mismo —dijo el anciano.
Severus tragó saliva, consciente de que esa batalla estaba perdida. Dumbledore definitivamente iba a ceder a los planes del Señor Oscuro, con tal de que eso le garantizara la victoria a su bando. Jill no importaba, nunca había importado realmente. Un año atrás la había salvado sólo para sacarle información y la había mantenido resguardada para que no le sacaran información sobre la Orden. Ahora que el elfo domestico de Black seguramente había soltado la sopa por completo, daba igual que Jill pasase a manos del lado oscuro. Ya no había muchos secretos que guardar.
—¿Cuándo? —preguntó Severus, dándose por vencido.
—Hoy mismo —el director se irguió nuevamente, mirando fijamente a Severus —. Confío en que logres convencerla. Sabes mejor que yo la importancia de que ella no huya.
El libro del príncipe mestizo fue motivo de discordia para sus amigos toda la semana. Harry y Ron continuaban defendiendo las maravillas de la adquisición, mientras Hermione no cesaba de manifestar sus puntos de vista respecto a la peligrosidad del vejestorio. A Jill no le preocupaba demasiado que Harry apreciara tanto el libro, porque al fin parecía ser capaz de revolver el caldero sin echar a perder su contenido, según le había contado Ron. Era un cambio beneficioso y no lograba ver el lado negativo que sí le encontraba la castaña.
Esa mañana era la selección de los nuevos miembros del equipo de quidditch de Gryffindor, por lo que bajaron a desayunar temprano al gran comedor. Jill estaba de buen humor y se mostró optimista con las posibilidades de que Ron continuase siendo guardián, intentando animarlo para que se relajara un poco.
—Siempre lo has hecho bien. Sólo no… —estaba diciendo Jill cuando la interrumpió una voz más que conocida.
—¡Señorita Peverell!
Jill y sus amigos se detuvieron, girándose al tiempo para encontrarse cara a cara con Severus Snape. Él parecía tan impasible como siempre, pero Jill supo que algo no andaba bien.
—¿Señor? —dijo Jill mirando de reojo a sus amigos.
Harry tenía la mandíbula apretada, con el gesto de odio que sólo reservaba para Severus; Ron parecía perplejo; y Hermione mantenía una expresión que Jill no supo descifrar.
—Necesito hablar contigo. Sígueme —dijo él, antes de dar media vuelta y comenzar a andar por el pasillo.
A duras penas pudo evitar que su mandíbula se desencajara por el asombro. ¿Qué estaba ocurriendo? Él siempre procuraba mantenerse alejado cuando Jill estaba con sus tres amigos. Para los chicos, Severus y ella no tenían mayor comunicación. ¿Qué podía ser tan importante como para que él se atreviera a dirigirse a ella frente a Harry, Ron y Hermione?
—¿Qué ocurre? ¿Jill? —preguntó Harry a su lado.
—Yo… no lo sé —murmuró ella. Y sin atreverse a mirar al muchacho, comenzó a andar tras Severus.
Una vez en el despacho del profesor, este cerró la puerta con seguro y se giró hacia ella. Parecía más que preocupado, como si llevase un peso difícil de cargar sobre sus hombros. Jill se preguntó nuevamente qué era lo que podría perturbar a Severus Snape de semejante forma.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jill sin rodeos.
—Tienes que dejar el castillo —sentenció Severus.
Jill sintió como si un viento helado soplara en su columna vertebral.
—¿De qué estás hablando? —dijo ella con la voz más firme que pudo.
—Estás en peligro, Jill —dijo él.
—Siempre lo he estado —bufó Jill.
—No comprendes —Severus se aproximó a ella y la sujetó por los hombros, haciendo contacto visual. Sus ojos negros tenían un brillo inusual —. El señor Oscuro… Hay un plan, Jill... No puedo decirte de que se trata, pero no saldrás viva si tiene éxito.
Su corazón comenzó a retumbar con más fuerza dentro de su pecho.
—Hogwarts es el lugar más seguro…
—No, Jill. Hogwarts ya no es seguro.
Jill sintió que las piernas le flaqueaban un poco ante esa afirmación, pero procuró mantenerse firme. Si Hogwarts no era seguro, no sólo ella corría peligro. Harry estaría a merced de Lord Voldemort.
—No voy a dejar a Harry solo —dijo Jill con más seguridad de la que sentía.
Quiso soltarse del agarre de su maestro e ir directamente con Harry. Debía prevenirlo, prepararse para cualquier cosa que pudiese venir. Sin embargo, Severus incrementó la presión sobre sus hombros, obligándola a mantenerse en el mismo lugar.
—Si me dejas ponerte a salvo, te juro que cuidaré de Potter —dijo Severus.
—Odias a Harry —susurró Jill. Sabía que Severus trabajaba para la Orden, que era un agente doble y que Harry se veía beneficiado de ello, pero le resultaba imposible creer que él se dedicaría enteramente a mantener a Harry con vida. Si cada vez que lo veía parecía que quisiese matarlo a zapatazos.
—Cumpliré mi promesa, Jill —insistió Severus —. Sólo permíteme ponerte a salvo.
—No puedo —se negó Jill. No iba a dejar a sus amigos, ignorantes e indefensos ante un peligro que acechaba.
—Escucha, Jill: Lucius vendrá también. No puedo mantenerte a salvo de él si estoy cuidando de Potter.
Cuando Severus vio que los ojos de Jill se desorbitaban de miedo, tuvo la certeza de que estaba sólo a segundos de convencerla. Continuó apretando sus hombros, con los ojos fijos en los de ella, esforzándose en que su actuación no perdiera credibilidad. Sabía que era un miserable al asustarla con la idea de volver a encontrarse con el bastardo de Lucius Malfoy. Él, mejor que nadie, tenía conocimiento del terror que el mortífago causaba en Jill y se maldecía mentalmente por estar usando una estrategia tan sucia con ella.
—Está en Azkaban… —los ojos grises de Jill estaban brillantes con lágrimas contenidas. Su rostro había palidecido hasta casi ser traslúcido.
—No por mucho tiempo —la interrumpió Severus.
—No… —balbuceó la muchacha. Respiraba entrecortadamente, evidentemente aterrorizada. El temor ante la idea de estar nuevamente frente a Lucius era casi palpable.
—Déjame ponerte a salvo, Jill —su voz fue todavía más insistente.
Ella ahogó un sollozo y apretó los labios. Las lágrimas ahora corrían libremente por su rostro.
—Harry… —gimoteó ella.
Maldita sea, pensó Severus. Ella no dejaba de pensar en el bienestar del imbécil de Potter ni siquiera estando tan aterrorizada.
—Cuidaré de él, Jill —Severus la acercó contra su pecho para envolverla en un abrazo —. Pero déjame sacarte de aquí, por favor.
Ella le devolvió el abrazo, enterrando su rostro en su pecho y aferrándose con fuerza a su túnica.
—Júralo —dijo con voz llorosa, sin despegarse de él.
—Lo juro —aceptó Severus, sabiendo que estaba de más su juramento. Hacía muchos años que había prometido mantener a salvo al hijo de Lily Evans.
Le pesaba no haberse despedido de sus amigos, pero ¿qué iba a decirles? ¿Me largo a vivir con Severus Snape? No era una perspectiva demasiado alentadora, así que se conformó con la palabra de Severus de que Dumbledore les daría una confiable explicación acerca de su ausencia.
Dejó la mochila con sus pertenencias sobre un sillón que había junto a la ventana del dormitorio y corrió ligeramente las blancas cortinas para observar a las personas que transitaban por la calle, unos metros más abajo. Todos parecían muggles inofensivos, yendo de aquí para allá, presurosos de atender sus propios asuntos. Volvió a cerrar las cortinas y fue a sentarse sobre la cama doble, pasando la mano por la superficie del mullido edredón color crema. Nada en ese lugar parecía haber sido escogido por Severus, sino por alguna persona demasiado obsesionada con la claridad que aportan los colores pastel.
—¿Qué te parece? —preguntó Severus entrando al dormitorio y depositando el baúl de Jill junto al armario.
—Esta no es tu casa —comentó Jill.
—No. No lo es —admitió Severus.
—¿De dónde has sacado este lugar? —preguntó Jill con curiosidad.
—Es de un amigo de Dumbledore —respondió Severus.
Jill asintió y dejó que sus ojos vagaran por el dormitorio. Las paredes eran de un curioso color crema, casi idéntico al del edredón; el armario era grande y antiguo, de un tono café con leche en el que resaltaba el dorado de los goznes; el sillón en el que reposaba su mochila era del mismo tono del armario; y la alfombra del suelo era de un desvaído color gris que poco pegaba con todo lo demás. Lo que más le llamaba la atención del apartamento eran los interruptores de la luz en las paredes (Hermione había dicho que así se llamaban) y, sobre todo, el hecho de que Severus supiera utilizarlos.
—¿Cómo sabes usar eso? —preguntó Jill señalando los interruptores.
—Mi padre era un muggle —dijo Severus secamente.
Jill arqueó las cejas, sorprendida. No tenía conocimiento de que Severus fuese un mestizo. De hecho, no lo habría imaginado siquiera, viendo como era el hombre.
—Este lugar tiene encantamientos protectores, a pesar de verse tan muggle —comentó Severus —. Sólo debes permanecer dentro todo el tiempo. Vendré seguido a verte.
—Está bien —dijo Jill en voz baja. La perspectiva de quedarse sola en un lugar desconocido no le resultaba alentadora.
Severus fue a sentarse junto a ella y le tomó la mano.
—Vas a estar a salvo aquí —dijo tranquilizadoramente.
Jill no dijo nada y le dedicó a Severus una sonrisa tan falsa como Pansy Parkinson. Haber huido le hacía sentir miserable, totalmente cobarde. Y se negaba a decir gran cosa por temor a echarse a llorar como una niña de nueva cuenta.
—Debo regresar a Hogwarts —anunció Severus acariciando su mejilla con la mano libre —. Hay provisiones en la cocina. La televisión funciona, si quieres probarla. Siempre que venga, debes cerciorarte de que soy yo realmente.
—Vale —dijo Jill. No se creía aun que Severus supiese tanto del mundo muggle.
El hombre se inclinó hacia ella y la besó levemente en los labios. Jill sintió deseos de llorar nuevamente, sabiendo que estaría sola por un tiempo desconocido para ella. Sin embargo, se obligó a sonreír, fingiendo una fortaleza que no poseía de ninguna manera.
