10 de diciembre, 1916; Madrid, España.
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España rebuscó en los armarios de aquella pequeña cocina en busca de sus galletas. Apenas podía recordar si las había comprado, pero las había tachado de su lista de la compra, así que ahí debían estar.
No sabía dónde las había puesto. Y se le estaba acabando el tiempo.
Cada vez estaba más próximo el momento en el que su café llegaría a su punto óptimo. Desde que Prusia le había regalado esa cafetera en la última ocasión en la que se habían visto en persona, allá en 1910, había tenido bastante tiempo para dominar el arte de hacer un buen café —según sus papilas gustativas, por supuesto—, y podía decir que su cuerpo ya había desarrollado un temporizador para ayudarle a ello.
(Para algo en lo que conseguía percibir el paso del tiempo…)
Sus armarios tenían una variedad de cosas que podía contar con los dedos de una mano, por lo que no le debería haber sido tan difícil de encontrar.
Y, al final, el problema había sido que estaba en uno de los armarios más pegados al techo. La perspectiva le había impedido ver el tarro cuando lo había abierto por primera vez, y no había sido hasta que había hecho una segunda comprobación con un poco más de esfuerzo de su parte —básicamente, ponerse de cuclillas y tensar un poco más su brazo para llegar hasta el fondo—, que lo había encontrado.
Su tacto fue esencial con el fin de reconocer la forma cilíndrica y la textura del cristal.
Él esbozó una pequeña sonrisa triunfal cuando logró sujetar el tarro con firmeza y pudo bajarlo hasta la encimera. Justo a tiempo para retirar la cafetera de la cocina de gas y acercar la taza. Previamente la había sacado de uno de los armarios a ras del suelo, para que no hubiese riesgo de que se derramase.
El aroma a café llenó sus fosas nasales de inmediato, y España se permitió detenerse un momento a apreciarlo. A la vez que desenroscaba la tapa del tarro y depositaba una serie de galletas sobre el plato que había sacado junto a la taza, ya por instinto.
Tomó la pequeña pieza de porcelana por su asa en uno de sus lados, y lo acercó a sus labios. Fue un solo segundo, un único sorbo, pero pudo apreciar cómo había mejorado desde la última vez.
(Al menos en algo lo hacía.)
Sacó una bandeja de los armarios que estaban situados sobre la encimera, y la utilizó para asegurarse de que la taza llegaba a la mesita de su sala de estar sin ningún daño: no le apetecía volver a pasarse días intentando quitar la mancha de la moqueta.
Y más teniendo en cuenta que al final la había tenido que cambiar.
A veces se preguntaba por qué la seguía teniendo. Después de todo, no era más que un dolor de cabeza.
Depositó con cuidado la bandeja sobre la superficie de la mesita, y se dejó caer sobre la silla más próxima. Él suspiró y se inclinó sobre la mesilla con tal de alcanzar el libro que reposaba sobre uno de sus lados: La razón de la sinrazón. Debía decir que, al principio, el concepto no le había atraído demasiado.
Pero, al estar escrito por Galdós, se había visto obligado a darle una oportunidad. Y lo había encontrado una exquisita fuente de distracción, perfecta para tomarse el desayuno. Ideal para olvidarse del loco mundo que lo rodeaba.
España suspiró al darse cuenta de que, en apenas cinco páginas, la taza ya había quedado vacía.
«¿No me vas a permitir un descanso mayor?», le recriminó, con sus ojos fijos en su interior.
«No», parecía decirle la pieza de artesanía, casi impoluta.
Él la dejó sobre la bandeja, y se dio cuenta de que apenas había tocado las galletas. Dirigió sus ojos hacia el reloj, cuyo tic tac le acompañaba en aquellos momentos de soledad. No tenía tiempo. No podía permitirse esa clase de lujos. Tras depositar el libro en el espacio disponible sobre la mesilla, se levantó de un simple brinco y se dirigió hacia su habitación.
No gastó tiempo en hacerse la cama. Nada más quitarse la parte superior del pijama se puso una camisa blanca, y no fue hasta después de abotonársela hasta el cuello que se giró hacia el espejo, con el fin de acomodar la parte superior. Solo había una regla: no se debían ver las vendas, cosa que conseguía al anudarse la corbata y apretarla. Así, la tela no se movería ni un ápice durante el día.
Con el tiempo gastado en la camisa, apenas tenía para prestar en la selección del chaleco, la chaqueta y el pantalón. Supuso que, si había acertado el día de ayer; chaleco naranja y chaqueta y pantalón de un marrón claro, no iba a pasar nada por repetir el conjunto.
Antes de salir del apartamento, se aseguró de tener recogida la taza de café para el próximo día. Abrió el grifo para que el agua actuase y limpiase la porcelana, y, después de cortar su paso, guardó las galletas y la bandeja justo en el lugar del que los había sacado. Recogió el abrigo del respaldo de uno de los sillones y se lo puso sobre sus hombros, aunque sin demasiado cuidado.
Se echó un último vistazo en el espejo de la entrada, y se peinó el cabello con los dedos.
Poco podía hacer con sus rizos. Y se negaba a cortárselos.
Bajar los dos pisos lo más rápido posible —y sin tropezarse por el camino—, era una técnica que ya tenía más que dominada para aquellos momentos.
Se detuvo un solo instante justo antes de los últimos dos escalones, y ahí se las arregló para recuperar el aliento y enderezar sus hombros. Sus pasos mientras cruzaban el portal eran firmes, y su cabeza miraba al frente, a pesar de que podía notar cómo los ojos marrones del portero quedaban fijos sobre él.
Escuchó su carraspeo, pero eso no era suficiente para detenerlo. Luego el sonido de su silla arrastrándose, y finalmente vislumbró por el rabillo del ojo su débil figura poniéndose en pie.
—D-Don Antonio —le reclamó, y él se vio obligado a frenarse en seco y mirar al portero con su mejor sonrisa, a pesar de que no le apetecía. Por supuesto, no era culpa del muchacho, cuyas manos temblaban mientras abrían el cajón de la recepción y extraían dos papeles de diferente tamaño y grosor. Él le tendió el más delgado y pequeño primero, y le fue imposible mantenerlo estático—. E-Es una carta de los Estados Unidos de… A-América.
Él apretó aún más sus dientes y sus comisuras finalmente cayeron.
Había algo en España que prefería dejarle la carta al portero y decirle que la arrojase a la chimenea. Sin embargo, no era algo que se pudiese permitir en esos tiempos. Dio un paso para aproximarse y que el portero le cediese la carta, y, a continuación, leyó en su mente el nombre de aquel que se la había enviado.
Que pusiese «Feliks Łukasiewicz» no era algo que se esperase, desde luego.
Sus hombros se relajaron, al igual que los músculos de su cara, para después dejar salir un suspiro de alivio. Él lo mataba, de verdad. ¿Qué le había dicho de las cartas en el último telegrama?
—¿O-Ocurre algo, d-don Antonio?
Él alzó sus ojos y negó con la cabeza.
—No, nada, Christophe. Tranquilo. Es… un amigo. —España suspiró, y dirigió sus ojos hacia el reloj a espaldas del portero. Iba un poco justo de tiempo, pero… no podía salir de esas cuatro paredes con ese sobre—. Puedes sentarte. —Observó cómo la mano de Christophe que sostenía el periódico temblaba. Prefería mantener aquello lo más lejos posible de él—. Ahora, espera un momento.
España rasgó la solapa del sobre con su mano, y extrajo de allí el papel doblado a modo de tríptico.
Mirando el reloj por el rabillo del ojo, él la desenvolvió y procedió a leerla.
Básicamente, Polonia volvía a agradecerle la ayuda que le había ofrecido para llegar hasta el otro lado del Atlántico. Aunque, según sus propias palabras, Estados Unidos no había sido una anfitriona adecuada y él, ante sus desacuerdos, había preferido mudarse con una familia de inmigrantes polacos que había conocido en el muelle de Nueva York, nada más llegar.
Ellos le habían hecho más livianos sus días, en los que, a pesar de estar a mucha distancia de sus tierras, aún podía sentir cómo estas eran saqueadas con cierta constancia, y cómo su gente fallecía.
Terminaba la carta reiterando su agradecimiento, y recordándole la promesa que le había hecho justo antes de embarcar: en el momento en el que terminase la guerra, le escribiría y se aseguraría de que fuese el primero que se enterase de ello.
España soltó un suspiro y dobló la carta, para después guardársela en uno de los bolsillos de su chaqueta. Del otro extrajo una pequeña libreta y, con la pluma que había sacado junto a ella, apuntó en una de sus páginas la nueva dirección de Polonia.
A continuación, arrojó la carta al interior de la chimenea.
(Nadie debía conocer la dirección de su refugio).
Se sacudió las manos antes de devolver su atención hacia el portero, que lo observaba perplejo. El periódico que sujetaba con todos sus dedos temblaba, y España juraría haber visto cómo su nuez destacaba en su cuello durante un solo instante.
España estiró sus comisuras en un intento de esbozar una sonrisa tranquilizadora.
—Gracias. —Extendió una de sus manos para recoger el periódico, y Christophe tampoco puso demasiada resistencia.
Él lo colocó bajo su hombro, sin querer leerlo hasta que estuviese, por lo menos, a dos manzanas del portal. Volvió a mirar al reloj. Ya había pasado un cuarto de hora desde que se había detenido. Debía salir ya.
—La batalla de Verdún todavía no ha terminado —comentó Christophe, cuando ya España le había dado la espalda. Giró su cuello hacia él, y contempló que permanecía cabizbajo—. Mi hermano…
España ya había puesto su mano en el asa del portón y lo había abierto, pero, aun así, sentía que no podía irse de esa manera. Suspiró, y dejó de poner tanta fuerza para mantener abierta su salida.
Pero no permitió que se cerrase.
—Sabes que la Oficina está para todos, ¿cierto? Que puedes recurrir a ella.
Christophe apretó sus labios, y fijó sus ojos sobre el tablón de madera oscura de la recepción.
—No, don Antonio, sé que usted está bastante ocupado, y no quiero ser yo quien le distraiga. Ya suficiente ha hecho al conseguir que me quedase en su país y que yo tenga un trabajo en estos momentos. Mi hermano aparecerá antes o después, estoy seguro.
España asintió con la cabeza, a pesar de que una de sus cejas permaneció alzada. Le hubiese gustado quedarse ahí y convencerle de que le diese más información, pero… No tenía tiempo.
—Mantenme informado de cualquier novedad, ¿vale?
No esperó a que el portero le respondiese antes de cruzar el umbral de la puerta.
El frío picó sus mejillas al salir del portal, aunque enseguida aceleró el ritmo y dejó que fuesen sus piernas las que lo llevasen hasta su destino. Era un camino que ya se conocía de memoria, y podía permitirse leer el periódico en él.
Tal como le había dicho Christophe, no había ninguna noticia que indicase que la batalla por Verdún hubiese terminado. Él torció sus labios. Los alemanes habían atacado Verdún el 21 de febrero de ese mismo año: ya llevaban casi diez meses. ¿A qué esperaba Francia para decantar las cosas a su favor?
Incluso Inglaterra había conseguido culminar la de Somme antes que él.
Aún recordaba cuando Francia le decía que la guerra iba a durar poco. «Será menos de un mes, y eso sobreestimando los Ejércitos del pequeño Alemania», le había asegurado, con una amplia sonrisa que no derrochaba más que confianza.
«¿Dónde está esa victoria en el agosto de 1914, Francia?»
España sabía que no necesitaba ponérselo en palabras: Francia estaba sufriendo su error en sus propias carnes. Mala suerte que a esa carnicería se hubiesen dejado arrastrar Portugal e Italia, y no les hubiesen dejado solos. Por más que Bélgica estuviese involucrada desde el principio. Por más que Irlanda también.
Él, desde luego, no tenía ningún deseo de entrar en batalla. Le daba igual qué pasase con ellos; España no se sumaría a la guerra por nadie. Y mucho menos con su mala suerte en los últimos dieciocho años.
Resistió ese impulso de rascarse el pecho ante el cosquilleo que brotó en la zona, y decidió pasar más allá de la portada del periódico. Si bien en las sucesivas páginas se describía la situación de los dos frentes europeos, en ellas no se desenvolvía ninguno de los defensores de alguno de los bandos.
Aquella publicación en concreto le ofrecía algo de tranquilidad en aquellos tiempos turbulentos, en los que su país no estaría aportando soldados a la contienda, pero ganas no le faltaban para hacerlo.
Casi habían conseguido arrastrarlo a ella, en febrero de ese mismo año, pero se habían mantenido firmes en su neutralidad.
(Y deseaba que siguiese siendo así hasta que acabase la guerra, a pesar de que el fin parecía no llegar nunca).
Sacudió su cabeza con tal de apartar aquellos pensamientos de su mente al observar el Palacio de Oriente erigirse ante él. Su fachada blanquecina parecía darle la bienvenida, alzando su bandera por encima del reloj en su cuarta planta.
Uno de los guardias que solía vigilar las puertas del muro se acercó a España y le permitió el paso, para después escoltarle por la Plaza de la Armería. Su corazón no había podido evitar acelerarse un poco cuando los ojos del guardia se habían quedado fijos sobre él, porque, si lo hacían durante mucho tiempo, significaba que lo siguiente sería decirle que él lo estaba buscando.
Y era la última persona a la que quería ver en aquellos tiempos.
Por suerte para España, desde el instante en el que le abrió la puerta hasta que lo dejó delante del acceso al interior del edificio, el guardia permaneció en silencio.
A partir de la entrada, se dirigió hacia el ala este. Algunos miembros del servicio llamaron su atención y le preguntaron si necesitaba algo, pero España rechazó su ayuda de inmediato. Una de las criadas fue más insistente, y cuestionó si quería que se llevase su abrigo.
España le dijo que no tenía demasiado calor, y, ante su ceja enarcada, él se pasó la mano por su frente. Para su sorpresa, la encontró húmeda. El corazón se le subió a la garganta hasta que pudo comprobar que su textura era simplemente la del sudor.
Debido a tal descubrimiento, no pudo negarse a que la criada se llevase su abrigo.
Se llevó las manos hacia el cuello, con el fin de asegurarse de que estaba bien puesto. Se percató entonces de que las solapas de su chaqueta estaban mal colocadas, aunque no creía que sus intentos de enmendar el asunto hubiesen llegado a algo.
Tampoco había tiempo para eso.
Ante la interrupción de la criada, tardó unos cuantos segundos en recordar cuál era su destino: las escaleras del ala este. Llegó a ellas en poco menos de un minuto, y se sorprendió al verlas tan despejadas. Tampoco se escuchaba nada.
Ya en la tercera planta debía retirar la afirmación anterior, y, durante su subida a la siguiente, el volumen de las voces no hizo más que aumentar.
Cuando España terminó de subir el último par de escaleras, enfrentó el interior de la primera habitación que era, oficialmente, parte de la Oficina. Las pilas de papeles habían duplicado su tamaño desde el día anterior, y las cartas esparcidas por las mesas aumentaban a tal ritmo que parecía que, si no iban lo suficientemente rápido al clasificar las solicitudes, tendrían que nadar en papel.
Él no saludó en voz alta para no molestar al personal, y se adentró en la siguiente habitación.
En esa estancia pudo ver a Tomás, con su cabello castaño con ciertos mechones blanquecinos y sus ojos color avellana, apoyado en una de las paredes. Estaba hablando de una manera animada con una de las secretarias, María, que tenía sus labios fruncidos mientras tecleaba en su máquina.
Fue ella quien primero fijó sus ojos en España, y le señaló su posición a Tomás.
Él la miró con su ceño fruncido, hasta que le dio por seguir la dirección hacia la que apuntaba su dedo. Tomás quedó ojiplático cuando se fijó en él, y de inmediato se apresuró a barrer sus alrededores con sus ojos hasta detenerlos en la mesa de la secretaria. De su superficie recogió una cuartilla de papel.
Tomás se reacomodó la pajarita y las solapas de su chaqueta antes de caminar en su dirección y tenderle la cuartilla. España la aceptó de inmediato, y, una vez en sus manos, la desplegó.
—Directamente desde Viena. No le he llamado antes para no molestarle, pero, justo esta mañana, ha llegado un mensaje de parte del embajador de Su Majestad en Viena, Antonio de Castro, por la liberación de Josef Hämmerle, el soldado raso del Imperio austrohúngaro…
—… Que había desaparecido en la ruptura de su defensa durante la ofensiva rusa, en junio. Sí, lo recuerdo bastante bien. —España había atendido la petición por venir directamente de Austria, y se había asegurado de que el conde de Cartagena, su embajador en San Petersburgo, o Petrogrado en esos tiempos, lo tuviese entre sus prioridades.
Aquello lo había llevado a una llamada de Rusia, que le había dicho que no estaría dispuesto a liberar ni un solo prisionero a no ser que le hiciese un favor. Y España se había visto obligado a negociar la liberación de un prisionero del Ejército ruso —al menos no había sido demasiado exigente y le había permitido elegir cuál—, a cambio de ese hombre.
(Él había aprovechado para matar dos pájaros de un tiro, y había escogido a un soldado entre sus peticiones pendientes desde Rusia).
—Exactamente. Pues se le ha encontrado, y ya está en casa. El embajador se ha ocupado de hacernos saber sobre la alegría de su familia, y Roderich Edelstein… —Tomás señaló el telegrama mientras lo miraba con la ceja alzada—. ¿Qué le ha dicho?
—«Gracias por solucionar petición.» —Él sintió ganas de poner los ojos en blanco—. Si no existiese el mínimo de cuatro palabras, probablemente solo hubiese puesto gracias.
La gratitud algo más… efusiva parecía escasear bastante en Europa en aquellos tiempos.
Tomás asintió con la cabeza. España arrugó el telegrama hasta hacerlo una bola y aprovechó para tirarlo en una de las papeleras de camino a su despacho.
A pesar de que había insistido en que él no necesitaba ningún despacho privado, el Rey le había facilitado un lugar en el que no fuese molestado. Al abrir la puerta, ya había visto algo ocupando la mesa, pero, al adentrarse, se dio cuenta de que era otra pila de papeles más.
Las naciones que utilizaban la Oficina con cierta frecuencia habían encontrado una buena manera de llamar su atención. En vez de una carta, normalmente era un paquete o algo así. Lo importante era que abultase.
—¿De quién esta vez? —cuestionó, al girar su cuello hacia Tomás.
—Francia.
España suspiró.
—Por supuesto que sí —masculló.
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Al menos, Francia había sido consciente de sus limitaciones y se había asegurado de hacer su trabajo. En aquella extensa carta, que se hallaba repartida en cada uno de los papeles, le daba la información suficiente para identificar a cada uno de los integrantes de cada familia que debía localizar.
Venían sus nombres completos, la ciudad y la dirección en la que habían vivido antes de la invasión alemana. Pudo localizar algunos que habían residido directamente en Bélgica —el distinguir entre la Lille francesa y la belga fue algo agotador—, por lo que tuvo que dividirlos en dos grupos de fichas: uno que iría a su embajada en Berlín y otro a su legación en Bruselas.
Después de extraer todos los datos y colocarlos en sus fichas correspondientes, engarzó cada una de ellas en un lazo de color rosa, aunque estos desaparecieron antes de que pudiese terminar. Tomás estaba en su mundo, por lo que España necesitó repetir su nombre varias veces para que lo mirase, con los ojos bien abiertos.
Ante la pregunta de qué necesitaba exactamente, España alzó una de sus fichas y señaló el lazo enganchado. Tomás lo comprendió de inmediato, y se apresuró a abrir uno por uno todos los cajones de su escritorio. La búsqueda no debió dar buenos resultados, puesto que Tomás se levantó de un salto y se dirigió hacia el armario en uno de sus costados.
Con solo desplegar una de sus puertas, Tomás pudo encontrar una pequeña caja con cubierta de cuero y la colocó sobre su mesa. España se apresuró a abrirla, y, en cuanto comprobó que en su interior estaban sus ansiados lazos, retomó la preparación de las fichas.
Tomás se despidió de él después de eso, pero España había estado demasiado inmerso en la tarea como para darse cuenta.
En un momento dado, sintió un calor en su regazo que le dio una cierta sensación de comodidad. Pasó una de sus manos por su pelaje áspero, mientras con la otra seguía subrayando y anotando los datos en las fichas.
Después de lo que debieron ser más de tres horas, España terminó de separar las fichas por su lugar de procedencia y de destino, que terminaban siendo lo mismo, y pudo relajar su columna sobre el respaldo de la silla y soltar un bostezo.
Fue entonces cuando alzó sus ojos hacia el escritorio de Tomás para decirle que las enviase, y se dio cuenta de que ya no estaba allí. Él empezó a rascarle el lomo al animal sobre su regazo, y Pelayo soltó un gañido en respuesta y aprovechó para estirarse.
—¿Adónde habrá ido Tomás? —musitó.
No esperó ninguna clase de respuesta. De hecho, sí que podía tener una ligera idea.
España entonces revisó el escritorio con sus ojos, buscando continuar con su labor. Sin embargo, Tomás parecía haber entendido que la tarea de Francia le mantendría ocupado hasta que volviese, y en cierto modo podía haber sido cierto, pero Tomás todavía no había llegado.
Para más inri, al alzar sus ojos hacia el reloj, observó que este estaba parado.
Soltó un resoplido, y devolvió su mirada hacia Pelayo.
A pesar de que parecía muy cómodo, España estaba llegando a la conclusión de que aquella pausa podía llegar a durar mucho. No podía quedarse ahí sentado, hasta que Tomás decidiese aparecer por ahí, y traerle…
La puerta se abrió, mostrando a Tomás, aunque este parecía estar hablando con alguien: tenía su cabeza girada hacia el lado izquierdo, y una media sonrisa. Fuese quien fuese la persona con la que estaba conversando, hablaba en voz tan baja que España no podía distinguirla, ni siquiera agudizando el oído. Lo que sí que pudo notar fue que la conversación entre ambos estaba siendo en francés.
Sus manos estaban vacías, lo que le hizo arquear la ceja.
—Tomás. —Intentó llamar su atención, resultando un éxito absoluto.
El hombre giró entonces su cuello hacia él, con el ceño ligeramente fruncido, y España le señaló con la mano las dos columnas de fichas que bien podrían estarle tapando. Tomás inspiró hondo y asintió con la cabeza, para después devolver sus ojos hacia la persona que permanecía invisible para él y carraspear.
—Don Antonio. —Devolvió sus ojos hacia él—. Tiene visita.
España frunció el ceño.
—¿Quién es? —Por su mente pasaron una gran variedad de opciones, pero las fue descartando una por una. No podía ser ningún integrante de la Familia Real, con los intelectuales no estaba en buenos términos y las demás naciones tenían un elaborado sistema de mensajería como para personarse.
Y, quizá, por esa idea fue que se sorprendió tanto de que Bélgica se asomase por el marco de la puerta. España de inmediato se puso en pie —Pelayo estaba acostumbrado a esa clase de acciones, por lo que logró estabilizarse lo suficientemente rápido como para saltar hacia el suelo—, y bordeó la mesa para dirigirse hacia donde estaba ella.
Su aspecto de lejos no había dado ninguna señal de que se tratase de un país ocupado, y mucho menos de que en sus tierras se estuviesen cavando trincheras. Su cabello castaño claro permanecía rizado, tal como lo había visto en mayo de 1910, debajo de una pamela de color verde pastel.
Había elegido para la ocasión una chaqueta de color pistacho, una amapola roja en su solapa izquierda, y un vestido algo holgado de un amarillo intenso. En su rostro tenía una sonrisa agradable, diplomática, gesto que, conforme España se fue acercando, iba pareciendo cada vez más forzado. Sus cejas, en aparente calma, ocasionaban una ligera arruga en su ceño.
Aquellas facciones aniñadas a las que se había acostumbrado hacía cientos de años parecían haber desaparecido por completo, reemplazadas por las arrugas que, pese a que se notaba el esfuerzo en las capas de maquillaje, se seguían marcando alrededor de sus ojos, nariz y boca.
—¿Necesitas algo? —cuestionó él, tras situarse a poco más de un palmo de distancia de ella.
Bélgica inspiró hondo.
—¿Podemos salir a comer?
España miró de refilón a Tomás, quien asintió con la cabeza con cierta efusividad. A continuación, devolvió su atención a Bélgica y, tras recolocarse el cuello de la camisa, soltó un suspiro.
—Por supuesto.
¿Quién era él para negarle algo cuando lo miraba con aquella expresión?
La sonrisa de Bélgica adquirió cierta sinceridad tras su respuesta, y, en cuanto ambos pusieron un pie fuera del despacho y comenzaron a caminar hombro con hombro, España reparó en que la chaqueta color pistacho no debía abrigarle demasiado.
Ella, que lo había estado mirando de reojo mientras buscaban la salida, pareció leerle el pensamiento.
—Thomas fue tan amable como para dejar mi abrigo en el perchero. El frío aquí no es nada comparado con el del frente, pero… —Su sonrisa pareció empezar a flaquear, y pasó a fruncir sus labios y abanicarse el rostro con la mano—. Aquí hace demasiado calor.
—Hay un servicio de calefacción eficiente —murmuró España, sin pensarlo demasiado. Ante aquella pequeña ceja alzada de Bélgica, decidió que podía ser una buena manera de sacarle algo—. Lo que menos necesitamos es que haya bajas. Vamos justos de personal.
Bélgica asintió con la cabeza, pero no comentó nada al respecto.
Un pequeño hormigueo en su estómago le incitaba preguntarle por qué estaba ahí, porque claramente sabía de la existencia de la Oficina. Pero, por otro lado… quizá Bélgica quería alejarse un poco del frente, y aquella salida era una excusa para tardar un poco más en volver.
—Supongo que la ciudad habrá cambiado bastante desde la última vez que estuve aquí, así que… —Bélgica hizo el amago de señalar hacia delante—. Tú guías.
—Estoy seguro de que a dónde vamos te resultará bastante familiar.
Bélgica torció el gesto.
Desde la salida de ambos del palacio, después de tardar lo que debía ser poco más de media hora en recoger sus abrigos, España estuvo en silencio. Bélgica tampoco hacía demasiado por ayudarle a encontrar un hilo de conversación: se limitaba a observar sus alrededores, sobre todo cuando pasaron a la zona más urbana, con sus labios fruncidos.
A él incluso le pareció observar a veces cómo sus ojos enrojecían y se volvían más cristalinos.
En otros tiempos, le hubiese apretado la mano para consolarla, o incluso se hubiesen detenido y Bélgica —Flandes—, le hubiese permitido darle un abrazo. Ahora, España no se atrevía a siquiera preguntarle si estaba bien.
Una vez en la Plaza, España se fijó en su expresión con el fin de ver algún signo de reconocimiento. Sin embargo, no hubo nada más allá de un hastío medianamente oculto por todo lo que habían tenido que caminar; un gesto torcido y un ceño fruncido que no llegaban a manifestarse por aquel velo de cordialidad en el que Bélgica había estado trabajando durante años.
España suspiró y la dirigió hacia la terraza de uno de los restaurantes frente a la fachada del Teatro Español. A pesar de que ya sabía que no era posible, siguió esperando alguna señal de reconocimiento de parte de Bélgica.
Pero ella solo se dejó caer sobre una de las sillas y se apresuró a pedir la carta de dicho restaurante. Les trajeron dos de inmediato, y Bélgica la abrió y la barrió con sus ojos brillantes y sus labios fruncidos. Durante su inspección, el estómago de Bélgica rugió como el de un animal hambriento, y, por primera vez desde que habían llegado a la Plaza de Santa Ana, lo miró, tímida y con sus mejillas enrojecidas.
—Lo siento.
España negó con la cabeza, y le dirigió una sonrisa gentil. Se permitió también acomodarse en la silla, reclinándose y cruzando sus piernas.
—No tienes nada de lo que preocuparte.
Por suerte, logró contagiarle el gesto a Bélgica, quien asintió. Por desgracia, sus comisuras pronto sintieron ganas de volver a su estado original, y él tuvo que obligarlas a permanecer ahí.
La terraza estaba prácticamente vacía, por lo que el camarero los atendió rápido, y los platos llegaron al poco tiempo de pedirlos. España se lamentó en un principio por haberse olvidado de su reloj de pulsera en la casa, aunque poco tiempo le hizo falta para descubrir que Bélgica tenía el suyo consigo, por lo que, cuando le daba por remangarse la chaqueta y dejar al descubierto su fina muñeca, España podía echarle un ojo. Lo hacía cada media hora, más o menos.
Bélgica, en cuanto le pusieron el plato de carne ante ella, se abalanzó sobre él cual fiera. Poco le faltó para que fueran sus manos las que sujetasen y partiesen la carne, y no los cubiertos que les habían colocado.
Él apenas había partido un pequeño trozo de carne y se lo había llevado a la boca cuando Bélgica terminó. Debería haberse pedido un café; así se hubiese ahorrado el forzarse a comer. Ella puso una sonrisa sobre sus labios al limpiarse la boca con la servilleta, y soltó el comienzo de una carcajada cuando terminó.
—Debería haber insistido en que Inglaterra viniese conmigo. No se comen cosas así en Londres.
España la miró fijamente, y las comisuras de Bélgica bajaron hasta volver a fruncir sus labios. Ella suspiró.
—Supongo que te estarás preguntando qué hago aquí.
Él se abstuvo de responder. Ella puso una de sus manos en la solapa de su chaqueta, con tal de separarla de su vestido, y con la otra sacó un sobre que posicionó sobre la mesa.
España apenas tuvo tiempo de extender su brazo para intentar recogerlo antes de que Bélgica dejase caer su mano sobre él.
—No estaría aquí si no fueses la última esperanza, España —le aseguró, para después apretar sus labios—. Ha llegado el punto en que ni siquiera sabíamos qué hacer. —Ese plural era un poco impostado, pero España no comentó nada—. La Cruz Roja no ha podido localizarlo, y, al recurrir al marqués de Villalobar, él dijo que lo mejor era informarte a ti. Que él podía… ayudarme en términos de mi país, pero, para esto, era mejor que pidiésemos tu ayuda. Que tú, con lo de Polonia, habías sentado un precedente.
Primero, España se apuntó mentalmente que tenía que mandarle un telegrama en respuesta.
Luego, pasó a asimilar qué significaba eso: una nación había sido la que había desaparecido. Una nación del bando aliado. Francia no podía ser, a no ser que hubiese ocurrido después de mandarle aquellos papeles; Inglaterra menos; Bélgica… Negó con la cabeza. Todavía no se había vuelto loco. Había dicho «localizarlo», a «él», así que Irlanda no era.
Bien.
Eso le dejaba con Escocia, que no, porque hubiese sido Francia el que hubiese recurrido a él, o Gales. O toda la ristra de niños que Inglaterra había arrastrado a la guerra. Apretó los dientes, escondidos tras sus labios sellados. Quizá… ¿su hermano? ¿Alguna de las Italias?
Tragó saliva. Bélgica lo miraba, con sus manos entrelazadas, y de sus labios, de tan apretados que estaban, apenas se veía más que una fina línea.
—¿Q-Quién? —Sacarlo de su garganta resultó más doloroso de lo que había pensado en un inicio.
—Australia.
España dejó escapar un suspiro de alivio para librarse de toda aquella tensión acumulada. Y de inmediato, al observar la expresión de Bélgica, aún más pálida que de costumbre y con sus ojos bien abiertos por el horror, sintió el peso de la culpa oprimiéndole el pecho.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? —De inmediato se puso en pie—. Volvamos a la Oficina, y ahí tomaré todos los datos del caso.
Bélgica negó con la cabeza, teniendo que sostenerse con las barras de la silla en su ascenso.
—Tengo que ir a la estación. —Aprovechó para recoger la carta de la superficie de la mesa—. Pago la comida y me voy.
—No, no te preocupes. —España no le dejó meter la mano en su chaqueta—. Ya lo hago yo. Pero después volvemos a la Oficina.
Bélgica despegó sus labios, pero España fue más rápido que su voz y se adentró en el restaurante. No podía decir que hubiese sido barata la comida, pero se podía permitir gastar su dinero en aquello. Era un caso más de la Oficina: ayudar a las personas, no a los Estados.
En cuanto salió del restaurante, Bélgica le reiteró que debía ir hacia la estación.
—Si quieres que me ocupe del caso de Australia, tienes que decirme los datos.
—Los datos están en la carta. —Ella la sacudió frenéticamente ante sus ojos. Era imposible que España la alcanzase por la distancia entre ellos—. Inglaterra no me ha contado nada más allá de lo que ya te he dicho. Me aseguró que todos los datos que necesitabas estaban en esta carta, y que te la debía dar justo cuando me fuese.
España quería replicarle, pero ella se giró sobre sus talones y empezó a alejarse a un paso furioso y, si acaso también era posible, rápido. A él no le quedó otra opción que seguirla e igualar su ritmo.
—¡Bélgica! —le reclamó, sin pararse a pensar que quizá no era una idea demasiado buena llamarla de esa manera por la calle.
Ella se detuvo en seco, para después girarse a mirarlo con el ceño fruncido.
—¿Qué? No puedo darte ahora la carta, España. Tiene que ser en la estación.
España asintió con la cabeza. Era consciente de que lo mejor que podía hacer en esa situación era resignarse y jugar según las reglas que Inglaterra había dictado.
—La estación no es por aquí. —Suavizó su tono.
Ella parpadeó repetidas veces durante los siguientes instantes, y sus mejillas volvieron a enrojecer.
—C-Como te he dicho, no conozco demasiado bien los alrededores. He llegado al Palacio Real porque he pagado un taxi desde la estación. —Bélgica suspiró—. Pero tú guías.
Y, si en el trayecto de ida hasta la Plaza de Santa Ana Bélgica había observado con tristeza su ciudad, con su corazón puesto en su capital, ahora solo miraba hacia el frente sin una sola arruga; sin ningún tipo de emoción mientras estrujaba la carta entre sus manos.
Intentó volver a alzar sus comisuras en el andén, a pocos minutos de que llegase el ferrocarril que la llevaría —después de muchos transbordos y un minúsculo trayecto en barco—, de nuevo hasta Londres, pero no fue capaz.
Cuando el pitido anunció que aquella majestuosa a la vez que horrorosa máquina se detendría ante ellos, Bélgica suspiró y le tendió la carta. Él la recogió de inmediato, cerrando sus dedos en torno a ella, pero en cuanto quiso atraerla hacia sí para leerla se encontró con la resistencia de Bélgica.
—Prométeme que harás todo lo posible por encontrarlo.
España se restregó los ojos con su mano libre a la vez que suspiraba.
—Bélgica…
—España, prométemelo.
—Te lo prometo. —España pudo ya ser propietario del papel, y Bélgica se apresuró a subirse al vagón antes de que tuviese siquiera oportunidad de despedirse.
Viéndose empujado por el torrente de personas que luchaba por hacerse paso hacia la salida de la estación, España no tuvo otro remedio que reprimir su curiosidad de despedazar ese sobre y poder ponerse a trabajar.
Una vez fuera del edificio, se sentó en un banco y arrancó la solapa del sobre sin piedad. Al sacar la carta de su interior, algo más pesado que el papel cayó al suelo, y España se apresuró a recogerlo. Inglaterra había escrito algo en la cara que le era visible en el suelo; una descripción que ahora no le podía importar menos, y, en cuanto la recogió, pudo notar una textura completamente diferente en la cara que enfrentaba el suelo.
La giró, y contempló el rostro de Australia en blanco y negro.
España recordaba haber intercambiado unas escuetas palabras con él en mayo de 1910, pero nada más que una simple cortesía. Reconocía muy bien aquel cuello corto del uniforme británico, aunque suponía que el sombrero estrafalario con la flor era una adición.
Se le formó un nudo en la garganta que le dificultó tragar saliva.
Cuando al fin pudo apartar sus ojos de la foto, las dirigió hacia la carta. La leyó con rapidez, teniendo en mente que ya podría extraer sus datos cuando estuviese en la Oficina. Sin embargo…
—La madre que te parió, Inglaterra —masculló, y estrujó la carta entre sus manos.
