3 de septiembre, 1915; Madrid, España.
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Lo primero que España había encontrado al abrir su buzón fueron cartas. Dos, en concreto. De dos naciones que, probablemente, no hubiesen enviado nunca la carta si hubiesen sabido que iba a llegar a su destino el mismo día.
O bueno, solo Prusia.
A Francia le molestaría el que estuviese recibiendo correspondencia de parte de las Potencias Centrales, pero es que ya le había dicho varias veces que no iba a meterse en la guerra de su parte. De parte de nadie. Le haría bien metérselo de una maldita vez en la cabeza.
Pero su carta sería leída sin ninguna clase de prejuicio.
Recurrió a la técnica de barajar ambos sobres al ritmo de alguna estrofa de pocos versos del año catapún, y que fuese el azar quien decidiese a quien debía leer primero. Lo que le salió fue una coplilla sobre el conde de Romanones, que no le dejaba en demasiado buen lugar, pero, según se recordó a sí mismo, la letra no importaba.
De todas formas, intentó no cantarlo demasiado alto. Y centrar su atención en el movimiento de sus manos al intercambiar la posición de ambos sobres.
Al terminar el cuarto verso, abrió sus ojos. El sobre de Francia era el que había quedado encima.
España chasqueó la lengua. Siempre igual…
Rasgó el extremo del sobre con la llave de su apartamento, y sacó con cuidado los dos papeles que estaban contenidos en su interior. El primero que llamó su atención fue un recorte de periódico, más pequeño que la carta en cuestión, que venía en francés.
El titular era «Una girondina recupera a su marido gracias al Rey de España», publicado en Bayona el 18 de junio de 1915. España suspiró. Ah, estaba intentando ir por ahí. Por supuesto.
Devolvió el recorte del periódico al sobre, sin siquiera dedicar un solo momento a leerlo. Había escuchado hablar de él, había conocido toda la gestión del caso y no necesitaba que le recordase la existencia del organismo que lo había hecho posible.
Francia ponía de ejemplo su caso, y le pedía que su Rey hiciese lo mismo con cuatro muchachos que habían luchado junto a él en la batalla de Maine. Él había sido quien había tenido que mandar a sus hogares el reporte que les asignaba el puesto de desaparecidos en combate, y también quien había recibido las insistentes cartas de la madre de dos de ellos, que le decía que era imposible que sus hijos estuviesen muertos.
Le imploraba con una desesperación representada en el papel por su letra temblorosa, los manchurrones de la tinta que se había corrido durante la escritura, y las arrugas que había llevado en ella, que hiciese algo por ellos. Que convenciese a su Rey de que actuase a su favor, como lo había hecho para encontrar al marido de la girondina.
Antes de siquiera pensárselo dos veces, rasgó el sobre de Prusia y sacó un único papel de su interior. Al desplegarlo, encontró lo mismo: Prusia le contaba sobre un valiente soldado que se había enfrentado a los rusos sin temor, a pesar de su juventud, para liberar la parte oriental de su territorio durante la invasión entre el agosto y septiembre de 1914.
Él también había desaparecido en combate. Y su homólogo prusiano insistía, como la madre de uno de los desaparecidos, en que debía estar vivo.
«… Es imposible que la muerte se lo haya podido llevar por delante. Tú quizá no me creas porque no lo viste, pero ese joven representaba a la perfección lo que es formar parte de mis Ejércitos. Él no se quebraría ante Rusia por nada, ¡no puede haber muerto! ¿Tu Rey puede encontrarlo, cierto? ¡Pues que lo haga de una vez!», le exigía Prusia en su carta.
«… Son jóvenes. Han sido prácticamente arrancados de la cuna y arrastrados a esta… carnicería. Uno de ellos, Lucien, incluso tuvo que ser asistido por uno de sus compañeros, Brandon, porque ni siquiera sabía afeitarse. Gerard, por otro lado, tenía como sueño convertirse en un doctor, y se había traído libros de texto al campo de batalla para no perder ni un año de su educación. Alain se podía burlar de él, pero era su hermano mayor, y nunca le pretendió ningún mal.
Por favor. Tu Rey puede encontrarlos antes de que sea demasiado tarde. Actúa. Haz algo.», Francia, por otro lado, optaba por intentar que actuase de una manera que España consideraba un golpe bajo.
Porque él sabía que esas palabras harían resurgir aquellos remordimientos que había luchado por mantener en las profundidades de su ser.
Francia era consciente de que recordaba cada uno de sus nombres, que el no haber podido hacer nada por evitar su destino pesaba sobre España. Que su pecho ardía cada vez que escuchaba algo sobre aquella guerra que había terminado en una victoria, una que había costado innumerables vidas.
De jóvenes que también tenían toda su vida por delante.
Pero que fuese consciente de su estrategia no significaba que fuese a hacer algo en contra de ella.
Él dobló las cartas sin demasiado cuidado y las metió en el mismo bolsillo de su chaqueta. Se apresuró a salir del portal para recibir el aire en la cara, aunque no le generó la comodidad que había esperado. Sentía que se estaba ahogando, que sus manos temblaban, pero España no quería detenerse. Ni podía hacerlo.
La llamada que lo había despertado había tenido un único objetivo: informarle de que debía estar en el Palacio antes de que fuesen las diez de la mañana. Si el reloj de pared estaba en hora, la había recibido a las nueve y cuarto.
En vestirse había gastado un cuarto de hora.
Y a saber cuánto tiempo había invertido en el tema de ambas cartas.
No se detuvo en el quiosco: sabía lo que se encontraría, y siguió una ruta diferente hacia el Palacio que no implicase pasar por la Plaza de la Armería. Cuanta menos gente pudiese verlo, mejor. Y más teniendo en cuenta que, cuando llegó a la Plaza de Oriente, estaba prácticamente sin aliento y sudando a mares.
Se permitió apoyarse en la fachada para intentar que el aire llegase a todos los rincones de sus pulmones, y rebuscó en sus bolsillos un paño para secarse el sudor. No lo encontró, por lo que tuvo que recurrir a recogerlo con el dorso de su mano y después restregarlo por su pantalón.
Esperaba que no se viese mucho.
En cuanto recuperó el fondo de sus pulmones, se incorporó y procedió a entrar en el edificio. Se escabulló de inmediato hacia las escaleras, buscando no ser visto por ningún miembro del servicio, y terminó por abrirse paso a una Oficina en la que solo se escuchaban los chasquidos de las teclas que pulsaba el mecanógrafo. Y, bueno, la voz de su Rey dictando alguna serie de mensaje que, a decir verdad, no estaba en condiciones de escuchar. A su vez, escribía algo con una fina pluma de superficie negra brillante entre sus dedos, y soplaba sobre el papel cada cierto tiempo para que la tinta no se corriese accidentalmente.
El secretario particular del monarca, el marqués de Torres de Mendoza, se encontraba de pie al lado de Su Majestad con un libro abierto entre sus manos, mirando con bastante atención las palabras que escribía el Rey. Él y los otros dos diplomáticos presentes tenían sus ojos fijos en el papel, por lo que tuvo que ser uno de los auxiliares quien se diese cuenta de que estaba allí.
De hecho, el hombre le tocó el brazo para captar su atención, y, en cuanto la tuvo, señaló con su dedo hacia la dirección de los cuatro hombres.
España asintió con la cabeza, sabiendo que sería algo que mejor no retrasar.
—Marqués —comenzó el auxiliar. Logró su objetivo de captar la atención del secretario, que, después de alzar sus ojos hacia el hombre que lo había llamado, los fijó en España.
De inmediato, cerró el libro.
—¿Su Majestad?
Alfonso XIII no dejó de escribir, sino que simplemente alzó su ceja y frunció sus labios carnosos —lo que hizo que las puntas de su bigote se levantasen un poco más—, y le preguntó al marqués que qué le ocurría. Este se limitó a murmurarle algo que a España le fue imposible comprender.
El Rey entonces alzó su cabeza y lo miró con aquella sonrisa dentuda.
—¡España! Me alegro de que hayas venido. Los últimos meses tampoco te he visto demasiado por Palacio, y mucho menos por la Oficina. —Introdujo su pluma en el tintero, y España se tensó al escuchar que arrastraba su silla por el suelo—. He pensado que quizá te gustaría participar en esto. Supongo que, para ti, es lo mismo que para mí: una guerra entre familiares por los que…
España lo detuvo con un suspiro.
—Su Majestad, discúlpeme que le interrumpa, pero no tengo ningún interés de trabajar en la Oficina. —Sacó de su bolsillo tanto las cartas de Francia como de Prusia, y se las entregó al auxiliar, quien las aceptó con cierta curiosidad—. Prefiero mantenerme al margen, y no es que no aprecie su gesto hacia los europeos, pero… No quiero implicarme en ello.
Alfonso XIII lo miró fijamente y volvió a sacar la pluma del tintero. Posicionó la punta a poca distancia del papel, pero no escribió ni una sola palabra.
—Mala suerte que el destino parezca tener otros planes para ti —comentó. España alzó la ceja, porque no creía que fuese exactamente el destino quien tuviese otros planes—. Acompaña al duque de Miranda y conde de la Unión hacia la habitación contigua, por favor. Te prometo que, en cuanto lo resuelvas, podrás volver a esconderte del resto del mundo.
Él debatió consigo mismo si debía seguir al diplomático o no, que ya se había posicionado delante de aquella puerta a la que su Rey le había ordenado dirigirse. Sin embargo, sabía que tampoco tenía otra opción.
Suspiró y obedeció la condición que le puso el hombre de que él debía ser quien entrase primero. Aunque al principio no deseaba hacerlo. ¿Quién querría entrar en una habitación que estaba oscura salvo por aquel foco de luz que era el exterior?
Pero lo hizo. Con el objetivo de buscar el interruptor.
—P-Por f-favor, n-no l-lo hagas. N-N-Necesito un poco de t-tranquilidad en e-e-estos d-días.
España casi fue incapaz de entenderlo ante su tartamudez, pero al final lo hizo. De hecho, pudo incluso reconocer su voz e identificar quién se ocultaba bajo aquel manto de oscuridad que a él no hacía más que ponerlo incómodo.
—¿Polonia? —cuestionó, queriendo saber si su deducción había sido la correcta.
—¿Q-Quién s-si no? —Intentó imprimir en su voz una pizca de sarcasmo, pero… No lo consiguió.
—¿Me permites al menos traer una vela?
Polonia trató de permanecer en silencio, pero, de nuevo, sus estremecimientos y el constante castañeo de sus dientes se lo hicieron imposible.
—¿Polonia?
—U-Una simple vela n-no m-me v-v-va a d-d-dar calor. T-Tengo f-frío, E-España. H-He i-intentado dejar de s-s-sentirme c-como si m-me e-estuviese c-congelando, y p-pensé que a-aquí e-encontraría e-esa t-tranquilidad, p-p-pero…
España inspiró hondo, y se giró hacia el duque de Miranda. Le pidió en voz baja que le trajese una vela, y él no tardó más que un parpadeo en abrir la gaveta de una cajonera cercana a la puerta y sacar un paquete de cerillas junto a una vela de cera.
Él se encargó de arrastrar la cabeza de la cerilla por el costado de la caja, y luego pasó aquella llama recién nacida a la punta de la vela de cera. Antes de adentrarse en la habitación, carraspeó para captar la atención de Polonia.
—¿Prefieres que cierre la puerta?
—S-Si lo p-prefieres…
España ya la había cerrado antes de que siquiera terminase de hablar. En aquella oscuridad, la luz que la pequeña llama lograba proyectar en aquel espacio era mayor, y le permitió ver los muebles que se interponían en su camino, como una mesa con la que podría haber conseguido darse de bruces contra el suelo, y la silueta de Polonia en un extremo.
Según podía ver, estaba encogido sobre sí mismo, y, o bien había aumentado considerablemente de peso o estaba cubierto por una manta. Dado el estado de su país, y lo que le acababa de decir, él suponía que debía ser la segunda opción.
España se aproximó a Polonia con el cuidado de esquivar la mesa y las sillas que se interponían en su camino, y, conforme lo iba haciendo, más detalles era capaz de notar. Su cabello, del que solo se podía ver el flequillo, tenía las puntas asimétricas unas con otras.
Percibía que su mejilla derecha estaba ciertamente más hinchada que la otra, y, con un par de pasos más, la luz le hizo adquirir una tonalidad morada a la zona. Y no solo eso: el puente de su nariz se había desplazado, eliminando la homogénea conexión entre la raíz y el dorso.
Además, en todo ese tiempo no se habían detenido sus temblores.
Fue cuando estuvo frente a él que por fin se dio cuenta de un detalle; no lo estaba mirando a los ojos, sino que estos estaban fijos en la pared de enfrente. España chasqueó sus dedos ante él, y si bien atrajo sus pupilas en su dirección, Polonia parecía evitar su mirada.
—¿Estás…?
Polonia cerró sus ojos con fuerza, y su rostro se torció del dolor de inmediato. —H-Ha sido h-horrible. —Sus dientes seguían dificultándole el entendimiento—. P-Prusia, R-Rusia, A-Austria, i-incluso l-l-la p-propia H-Hungría se h-h-ha p-puesto d-d-de su p-p-parte. T-T-Todos q-quieren a-a-a m-m-mi g-g-gente c-como c-c-carne de c-cañón p-p-para luchar p-p-por ellos… R-R-Rusia r-realmente l-lo c-c-consiguió, h-hasta q-q-que… —Se vio obligado a apretar sus dientes—. S-S-Sus s-saqueos a-a-a m-mis t-tierras i-i-iban en a-a-aumento, y…
Él se vio obligado a continuar con su historia mientras intentaba retener sus sollozos. Todos le decían que querían crear un Reino de Polonia, todos y cada uno de ellos, pero ninguno quería realmente dárselo. A pesar de que Polonia no quería abandonar sus tierras, su gente le había obligado a salir de la zona de conflicto. Uno de sus políticos, Roman Dmowski, había viajado a Europa occidental para intentar conseguir ayuda de Gran Bretaña con tal de conseguir su autonomía, pero la familia que lo había sacado del país había escuchado oír del caso de la girondina.
Y habían decidido dejarlo en sus manos. Que su Rey fuese quien le ayudase. O él directamente.
Para este punto, España estaba sentado en el suelo, con la vela a uno de sus costados.
—A-A-Así q-q-que e-e-estoy e-e-en t-tus m-manos.
Él sabía que no hacer nada hubiese sido lo más fácil. Que no prometerle nada y dejarlo en manos de su Rey le evitaría muchos quebraderos de cabeza en el futuro, pero… Maldita fuese aquella debilidad que había desarrollado hacia la guerra.
Hacia las víctimas involuntarias de esta, como lo era Polonia en aquellos momentos.
—Te prometo que haré algo para ayudarte. Lo que sea. Solo… —Empezó a gesticular con nerviosismo, incluso consciente de que Polonia no podía verlo—, dame un poco de tiempo. Por el momento, te conseguiré una habitación de hotel para que estés cómodo. Haré que traten tus heridas, y…
—¿N-No p-p-puedes h-h-hacer a-a-algo c-c-con mi a-a-autonomía?
España se vio incapaz de responder nada al respecto.
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Cuando abrió la puerta principal de su apartamento, ya a altas horas de la noche, seguía pensando en qué podía hacer por Polonia. Incluso después de haberlo dejado en la habitación de uno de los mejores hoteles de su capital, de haberle conseguido el mejor médico que tratase sus heridas, aún no se quitaba de encima de qué manera podría librarle de sus preocupaciones.
Refugiarlo en España había sido algo que había considerado bastante. Y, de hecho, se lo había llegado a proponer.
Pero Polonia se había negado en rotundo.
No quería que tuviesen ninguna manera de localizarlo. Mientras aún pudiesen ponerle las manos encima, no se sentiría seguro.
El continente americano le había parecido una muy buena opción en un principio, pero luego se había dado cuenta de que no lo era. Todo lo contrario. Y, quizá, mandarles a Polonia significaría que acudirían a pedirle explicaciones, y no de la mejor manera, cosa que él no quería bajo ningún concep…
Sus pensamientos se cortaron de una manera súbita tras resbalarse con algo en el suelo y casi caer de culo al parqué. Por suerte, sus reflejos habían reaparecido por primera vez en décadas y había sido capaz de aferrarse a algo —no recordaba a qué exactamente, pero lo importante no era eso—, para recuperar cierta estabilidad y poder incorporarse por completo.
Aquella experiencia lo dejó algo mareado, y se vio obligado a reposar un momento con uno de sus hombros apoyado en la pared.
(Pelayo hubiese sido capaz de evitar aquel cuasi incidente, pero su perro ya no vivía junto a él.)
Una vez que se hubo recuperado, procedió a la búsqueda de lo que podía haberle dejado fuera de combate durante un buen tiempo. Escudriñó aquel suelo con sus ojos y la poca luz que le llegaba desde el exterior para encontrar un inocente sobre.
El que él se agachase para recogerlo fue un gesto realizado por pura curiosidad, aunque pronto, al leer el nombre en el reverso, se arrepintió de haberlo hecho. Estados Unidos. De nuevo. No importaba cuánto leyese sus cartas y le respondiese en telegramas, a pesar de que él se creía en todo su derecho para ignorarla, ella seguía insistiendo en que su posición era ideal para intentar detener la guerra en Europa.
España había insistido en que las cosas no eran tan fáciles.
Ella le había respondido diciendo que lo único que tenía que hacer era, palabras textuales, salir de aquella madriguera donde se había escondido e intentarlo con más ganas. Que era capaz, pero que aún no se había esforzado lo suficiente.
Si Estados Unidos quería hacer algo, tenía sus propias manitas para escribir cartas y…
Se detuvo un momento a observar el reverso de la carta. El nombre humano que ella había elegido para sí misma no le decía nada, pero no era eso lo que le importaba.
Polonia se llevaba bien con Estados Unidos.
Ella, si tanto se preocupaba por aquellos pobres europeos que morían cada día —y no era solo para que no le tocasen lo suyo—, debería estar dispuesta a acogerlo en su hogar. Sí, podría funcionar. Y, si no lo hacía, Polonia tenía contactos de sobra como para arreglárselas en el país.
(Aunque Lituania estaba en Europa en aquellos momentos.)
Por supuesto, eso le dejaba un problema: Polonia no podía moverse libremente sin identificación, y sin dinero. Pero tampoco le resultaría demasiado problemático concederle un pasaporte español, incluso si eso iba en contra de un montón de normas autoimpuestas, y que así pudiese ir donde quisiese.
Y del dinero no tendría ni que preocuparse.
Esperaba que eso… pudiese atenuar el enfado que Polonia debía haber desarrollado hacia él al no ser capaz de cumplir con lo que realmente quería.
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10 de diciembre, 1916; Madrid, España.
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—¿Pero puede calmarse un poco, don Antonio? —María presionaba cada tecla de la máquina con demasiada fuerza para el bien del resorte, y su ceño había quedado completamente fruncido durante aquel escaso intercambio de palabras que apenas llegaba a conversación—. No puedo tomarle los datos si llega aquí hecho un manojo de nervios. Y quítese el abrigo, por favor, que me está dando calor.
Él inspiró hondo y de inmediato se disculpó, al mismo tiempo que metía las manos en sus bolsillos para que estas dejasen de temblar. No hizo ni el amago de quitarse el abrigo. Se recordó entonces que la culpa de que Inglaterra se hubiese creído tan listillo como siempre no era de la secretaria, así que no debía pagarlo con ella.
Pero es que el que se hubiese burlado no solo a él, sino también de Bélgica, hacía hervir su sangre.
María torció el gesto ante sus disculpas, pero no objetó nada antes de sacar el folio del rolo, romperlo en pedazos y, una vez arrojados a la papelera, poner otro que lo reemplazase.
—Ahora, dígame, ¿dónde quiere hacer la llamada?
—Inglaterra. Londres. —España le dictó los detalles como su dirección y demás tirando bastante de memoria, puesto que había pasado mucho desde la última vez que había estado en su casa. De hecho, le asustaba pensar cuánto, y no le extrañaría descubrir que se había equivocado—. A Arthur Kirkland. Es urgente. Muy urgente.
Ella asintió con la cabeza, y, al terminar de escribir sus datos, volvió a extraer el folio del rolo. Aunque esta vez, se dedicó a doblarlo mientras se ponía en pie.
—Vuelva a su despacho, don Antonio. Yo me ocupo de esto.
María salió de la habitación antes de que tuviese oportunidad de responderle. España, antes de retirarse a su habitáculo, recogió un taco de sobres en su mesa: solicitudes todavía sin tramitar, y se dirigió hacia su puerta.
En cuanto entró, pudo contemplar a Pelayo acostado boca abajo y con su morro entre sus patas. Por supuesto, nada más verlo, el mastín alzó su cabeza, sacó su lengua y empezó a mover su rabo con animosidad.
España dejó las cartas sobre la superficie de la mesa, se arrodilló ante él e invirtió unos cuantos segundos en rascarle la nuca para que se quedase tranquilo. Después de que el animal hubiese escondido sus ojos avellana tras sus párpados, él se puso en pie y rodeó la mesa con el fin de dejarse caer sobre la silla.
Inspiró hondo antes de extender su mano hacia la primera carta del montón.
Apenas tuvo tiempo para despegar la solapa cuando se escuchó el horrible timbre del teléfono. Él se giró hacia su espalda; hacia aquella caja de madera, después de taparse los oídos. Debería haberse hecho caso a sí mismo y haberlo cambiado de sitio antes, en vez de dejarlo tan pegado.
No era la primera vez que le pasaba.
España arrastró su silla menos de veinte centímetros, y su boca quedó a la altura del transmisor: aquel tubo metálico que salía de la caja como el tallo de una flor, ligeramente encorvado hacia arriba. Solo tuvo que extender un poco el brazo para tomar el receptor, y, en cuanto lo descolgó, el estruendo se detuvo.
Pegó el extremo más ancho del auricular a su oído.
—¿Sí?
La voz metálica de la telefonista le explicó que enseguida le abriría la línea a Londres, donde la llamada ya había sido atendida y estaba esperando a ser respondida por él. España ni siquiera intentó agradecérselo, y fue la decisión correcta, puesto que, a los pocos segundos de que la telefonista se hubiese callado, se escuchó un pitido.
—¿Quién es? —Una voz femenina se abrió paso a través de la línea.
Y la garganta de España se cerró de inmediato cuando la reconoció. Tuvo que emplear bastante fuerza de voluntad para no llevar uno de sus dedos a su corbata y deshacer el nudo.
Abrió su boca con tal de decir algo al respecto, pero de ella no salió nada.
—¿Hay alguien ahí? Porque llamar a estas horas pasa más allá de una broma. —Se notaba que ella se estaba empezando a molestar. España alzó sus ojos hacia el reloj, y contempló que marcaba las doce, aunque recordó que antes había estado parado. No podía ser tan tarde.
España carraspeó e inspiró hondo.
—S-Sí, yo. España. Llamaba porque quería hablar con Inglaterra sobre un asunto. —A él no le hacía falta tenerla delante para ver que había arrugado la nariz—. ¿Está en casa, Irlanda?
A decir verdad, él había esperado que le colgase el teléfono. O que le pusiese verde antes de hacerlo. Pero seguía pudiendo escuchar su respiración al otro lado de la línea, por lo que debía seguir allí.
—Cualquier cosa que quieras hablar con él puedes decírmela a mí.
Él parpadeó, confundido por aquella actitud.
—¿Seguro? —España no quería dudar de ella, no podría permitírselo después de todo lo que habían pasado juntos, pero aquello era algo inaudito.
Como era de esperar, Irlanda soltó un bufido. De nuevo, no le hacía falta tenerla delante como para saber que tendría uno de sus brazos en jarra.
—Puede que no tenga mi autonomía, que Inglaterra y todo su parlamento de inútiles la derogasen por la guerra porque necesitaban más soldados, pero sigo siendo parte del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Merezco algo de respeto, y más de tu parte.
España tragó saliva, debatiendo consigo mismo si debía decírselo o no. Apenas sabía qué relación tenía Irlanda con Australia, pero, a lo mejor, y solo a lo mejor, era consciente de su situación y no se le había informado de las medidas desesperadas que Inglaterra se había visto obligado a tomar.
—¿Tienes alguna clase de información sobre Australia? —España, por si acaso, intentó amortiguar el impacto.
—¿Australia? ¿Qué te interesará a ti lo que haya pasado con Australia? —La voz de Irlanda sonó un poco después algo opacada, y estuvo acompañada por un coro de murmullos de diferentes personas, pero España no fue capaz de reconocerlas—. Llevo sin verlo bastante… tiempo.
—¿Desde Galípoli? —Lo que menos quería España era tener que establecer más contacto con el Imperio Otomano; ya se había visto obligado a hacerlo en uno de los pedidos de Francia, detrás del que obviamente estaba Inglaterra, y parecía que le tenía algo pendiente. No era el momento.
—¡Qué va! —respondió ella, ofreciéndole algo de alivio—. Volvió y tuvo que estar convaleciente porque recibió tres disparos, pero resistió a la campaña de los Dardanelos gracias, en parte, a la ayuda de Nueva Zelanda. —Se escuchó, de nuevo, un murmullo al otro lado de la línea. Irlanda pareció detenerse un momento para escucharlo con atención—. ¿Por qué lo preguntas?
Él suspiró. Supuso que no podría esconderlo durante más tiempo.
—Tu hermano, por medio de Bélgica, me ha hecho llegar una carta. En ella, explica que Australia ha desaparecido y que, ante su imposibilidad de hacer nada por sus propios medios, pide la ayuda de la Oficina del Rey para encontrarlo. —Lo explicó lento y pausado, suponiendo que causaría un gran impacto en ella y en el corrillo de curiosos que debía estar rodeándola—. Pero solo me ha hecho llegar su descripción y datos vagos, como que debe estar en manos de Alemania y que él se ha negado a reconocerlo. No tengo suficiente información como para hacer algo al respecto, y en las listas que me envían desde la embajada de Berlín no aparece.
Como España había intuido, Irlanda permaneció en silencio durante lo que suponía que sería más de un minuto. No se escuchó su voz amortiguada, tampoco los murmullos de antes, sino que la línea quedó inundada por un silencio que se iba volviendo cada vez más incómodo.
Solo escuchaba su respiración, que en cierto momento se tornó en lo que le pareció un gruñido.
—Y… ¿qué necesitas exactamente? —cuestionó ella.
—Información como el… —Tuvo que abrir uno de sus cajones y sacar una ficha perteneciente al servicio de heridos y prisioneros de guerra: aquella que contendría los datos de Australia, para ser más exacto—, el regimiento, la compañía, o incluso el último lugar en el que se le vio, junto con la fecha. También su nombre humano, porque intuyo que el apellido será Kirkland, pero…
—Jack —añadió Irlanda—, aunque prefiere que le llamen Jett. Quizá por eso no lo encuentres. —Realmente no—. El resto te lo dirá Inglaterra, que ha echado al resto del salón y parece ansioso por arrebatarme el teléfono de las manos.
España había alcanzado su pluma y se encontraba escribiendo los nombres, uno de ellos entrecomillado. Cuando Irlanda dijo aquellas últimas palabras a modo de despedida, apenas había comenzado a escribir el nombre del peticionario.
La conversación no comenzó demasiado bien: Inglaterra soltó un bufido nada más ponerse al teléfono.
—En la carta que te envié decía, expresamente, que no debías llamarme por teléfono bajo ningún concepto. —Se escuchó un portazo al otro lado, y España pudo suponer que era Irlanda—. ¿Tienes idea de lo que acabas de hacer?
—Em… ¿Contarle a tu hermana que Australia está desaparecido, cuando ella no lo sabía? —Presionó un poco más de lo indicado la pluma a la hora de escribir el lugar de procedencia del peticionario: uno de los palitos en los extremos de la «I» de Inglaterra quedó más ancho de lo que le hubiese gustado.
—Nadie lo sabía —siseó él—, y era mejor así. Ahora, ¿cómo voy a esperar que, por ejemplo, Nueva Zelanda, cuando tenga que volver al frente, se concentre? Ahora está hecho un manojo de nervios. Y, sin concentración, ¿cómo sé que no va a pasar lo mismo que con Australia?
—A veces hay que ir con la verdad por delante. —Aunque tampoco era como si Inglaterra hubiese seguido esa filosofía alguna vez en su vida.
—Bélgica también me recomendó no decírselo a nadie. —Como si decir eso sirviese de algo cuando Bélgica sabía incluso menos que España—. Tú, con tu ridícula neutralidad, no tienes ni idea de lo que está siendo esta guerra. No tienes que esperar al invierno para descansar porque sabes que esa es la única fecha en la que las tropas alemanas serán detenidas por la nieve. Lo que necesitaban era estar tranquilos, ¡y ahora no lo estarán!
—No me eches la culpa a mí por algo que has causado tú mismo.
Inglaterra chasqueó la lengua.
—No me vengas con…
—Tú eres el que ha recurrido a mi ayuda —le recordó España, sin querer volver a enzarzarse en una de esas discusiones—, así que permíteme poner a mí condiciones. Voy a intentar encontrarlo antes de que se reanuden los combates para que así nadie tenga que distraerse. Pero, para ello, necesito una serie de datos que no me has proporcionado en aquella carta que «tenía todas las respuestas».
—Sabía que no serías capaz. Sabía que sería demasiado para ti. Uno no se puede esperar que una panda de aficionados consiga algo que no ha podido ya la Cruz Roja Internacional. —Bla, bla, bla. Cada vez estaba más convencido de que la falta de datos no había sido una casualidad.
De hecho, si Bélgica no le hubiese mostrado su preocupación más sincera —y esperaba que a ella no se atreviese a mentirle—, e Irlanda no le hubiese confirmado en parte su desaparición, probablemente pensaría que se había inventado todo ese teatrillo para dejarle por los suelos.
España frunció el ceño.
—¿En qué momento he dicho eso? No puedo comenzar una búsqueda con los pocos datos que tengo, porque sé que no daría resultado. ¿Y a qué demonios llamas tú una panda de aficionados? ¿A todo mi cuerpo diplomático coordinado con mis embajadas por toda Europa? ¡La Cruz Roja sí…
Pelayo se restregó contra su pierna, y se sentó a su lado. Su lengua fuera y sus orejas ligeramente hundidas le hicieron imposible continuar enfadado, e inspiró hondo.
—¿Qué estabas diciendo sobre la Cruz Roja? —cuestionó Inglaterra, con una falsa curiosidad.
—Mira, a mí no me importa lo que pase con Australia. No más que cualquier otro caso de desaparecidos que haya pasado por mis manos, pero a ti se supone que sí. No debería yo haberte llamado para que me dieses los datos que faltaban, sino que debería haber despachado el caso y haber mandado la ficha incompleta a Berlín.
—Y, sin embargo, me has llamado —comentó Inglaterra, con cierta ironía—, así que no te debe importar tan poco como dices. —Suspiró—. ¿Acaso no has visto lo que te he escrito en la foto? ¿Qué mas necesitas?
Por primera vez desde que se había puesto al teléfono, hablaba con una voz calmada.
—Regimiento, compañía, y el lugar y la fecha de su desaparición. Con eso, seré capaz de llegar mucho más lejos, y, quizá, no tenga que depender tanto de lo que revele o deje de revelar Alemania.
Durante lo que estaba seguro que resultaron minutos, solo se escuchó su respiración al otro lado de la línea. España empezó a tamborilear sus dedos sobre la mesa, y, tras darse cuenta de que había un manchurrón de tinta sobre su alfombrilla, guardó la pluma en el tintero de cristal que tenía a su disposición.
Hubo un momento de aquella larga espera en el que estuvo seguro de haber escuchado cómo la puerta se abría, y poco después, Inglaterra soltaba un quejido. A continuación, la voz de Irlanda, aunque no podía confirmarlo al cien por cien, parecía recriminarle algo. ¿El qué? No podía saberlo dado a la interferencia implícita en la línea telefónica.
—España, me temo que me estoy viendo obligado a irme. —Su voz había disminuido en intensidad desde sus últimas palabras. Después añadió algo en un tono mucho más bajo, que a España le pareció que era un «déjame en paz», pero, de nuevo, no podía asegurarlo—. Mira, no puedo decirte nada más allá de que fue en Fromelles. Australia, al momento de desaparecer, era un oficial en el Quinto Ejército Australiano, y pertenecía a la Decimoquinta Brigada, si mi memoria no me falla. ¿Es eso ya suficiente para ti?
España había extraído la pluma del tintero más rápido que nunca, y había empezado a apuntar los datos que el inglés le daba a la máxima velocidad que le permitía su mano. Tras asegurarse de que los huecos de «regimiento»: la brigada, y «compañía»; decir el Ejército era más que suficiente, habían quedado rellenos, al igual que el de «herido o desaparecido en», España se los leyó para confirmárselos.
—Es correcto —murmuró Inglaterra.
—Pues sí, es suficiente. —Aprovechó para añadir el detalle de que era un oficial en las observaciones, porque eso podía haber influido en su destino—. Intentaré que vuelva antes de que se reanuden los combates.
—Sí, bueno. —Las últimas palabras de Inglaterra antes de colgar derrocharon escepticismo, pero tampoco les hizo demasiado caso.
La línea quedó en silencio, y España extendió su brazo para dejar el transmisor en su pieza de enganche a la caja. Sopló sobre la ficha para procurar que esta se secase, y extrajo de su cajón la caja con las cintas. Nada más abrirla, sacó de ella un lazo de color azul, que engarzó en el papel.
Buscó también el sello que contenía la fecha, que había utilizado para la solicitud de Francia, y lo imprimió en el recuadro de «remitido el». Luego, escogió un sello con el cabezal mucho más grande, se aseguró de humedecerlo bien en la tinta, y lo presionó en la parte inferior de la ficha.
Él suspiró, y aprovechó para observar el resultado.
«Transmitido a la embajada de Su Majestad en Berlín.»
Luego, alzó sus ojos hacia las cartas que había recogido del escritorio de María, y supuso que llegaría a su apartamento mucho más tarde.
Porque no podía dejarlas sin atender.
Y no podía permitir que la ficha que llevaba el número 12091 no hubiese quedado enviada antes de que terminase el día.
