20 de diciembre, 1916; Madrid, España.

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España se vio obligado a interrumpir su lectura cuando una cuartilla de papel fue arrojada sobre la carta que estaba leyendo. Él frunció su ceño, y de inmediato alzó el rostro para observar a la persona responsable de que fuese a perder tiempo.

Se había esperado hasta a Tomás, aunque sabía que él nunca lo interrumpiría en sus quehaceres, antes que a la Reina Madre en persona. Se levantó de inmediato para recibirla. Ella lo miraba con sus ojos marrones entrecerrados, y pronto España no pudo evitar tragar saliva ante su escrutinio.

—¿Ni siquiera va a dejar sus tareas y darse un descanso en fechas tan cercanas a la Navidad? —cuestionó María Cristina.

Él suspiró, y levantó la cuartilla de papel de la carta. Después, la depositó a un lado, a pesar de que el gesto torcido de la mujer le decía que debía haber hecho justo lo contrario. Pero tenía que continuar con la lectura de la carta entre sus manos. No hacerlo significaría retrasar la búsqueda de aquel soldado desaparecido, y era lo que menos deseaba.

—Me temo que no puedo.

—No creo que le haga ningún bien trabajar sin descanso —señaló la mujer, tomando asiento en aquella silla que a Tomás se le había ocurrido colocar allí justo esa mañana. No se le pasó por alto que tuviese que apoyar su mano sobre la superficie, ni el bufido que soltó al por fin quedar sentada—. Se me ha ocurrido que quizá quiera venir a cenar con nosotros. Desde luego, sería una manera de amenizar nuestras cenas. Victoria Eugenia no está demasiado animada, y una tampoco puede cargar todo el peso sobre sus hombros.

España asintió con la cabeza.

—Lo comprendo. Sin embargo… —Aquella carta era importante. Y aún tenía que esperar el telegrama desde Berlín. Todavía tenía que saber dónde estaba Australia, qué condiciones pondrían Prusia y Alemania para liberarlo, qué estaría dispuesto a cederles… No había hecho más que empezar.

Y, mientras que en todo lo demás tenía la oportunidad de ser sustituido por algún otro integrante de la Oficina, en eso parecía que no. Ya ni siquiera valía que su Rey se involucrase: había pasado a ser algo exclusivo de naciones.

Ella lo miró con su ceja alzada.

—Sé que atendió al infante Gonzalo durante sus primeros meses de vida, después del fallecimiento del hermano de la Reina, pero… ¿Ha tenido oportunidad de compartir más con él?

—Sí. Estar constantemente esperando también una llamada me hace casi imposible salir de este edificio, por lo que el otro día les pedí que, si la recibía, me la desviasen hacia uno cercano a las habitaciones. He estado con los infantes la mayor parte de la semana. Me ha sorprendido su fortaleza a pesar de su… —Carraspeó—, tara.

La mujer asintió con la cabeza, a pesar de que sus labios seguían presionados uno contra el otro. Después de varios minutos en silencio, se restregó los párpados, aunque sus ojos siguieron sin apartarse de él.

—Tomás me dijo que le encontró aquí la mañana del día once. Despierto.

España inspiró hondo. Sabía que en algún momento tendría que dar explicaciones.

—Tuve que enviar la ficha de Australia a Berlín antes de que acabase el día. No podía simplemente dejar que se retrasase. Como no había prácticamente nadie en la Oficina, después de la llamada, tuve que salir a encontrar algún puesto que siguiese abierto. Tardé… bastante. Pero pude enviarlo. Y luego volví a Palacio para seguir con mis tareas. —Apenas recordaba si había llegado a dormir o no esa noche. Solo sabía que había continuado con las solicitudes hasta que, de repente, Tomás había aparecido y se había hecho la luz.

María Cristina alzó incluso más su ceja.

—No se le habrá ocurrido repetirlo, ¿cierto? Porque no puedo permitir que se quede todo el tiempo encerrado en este palacio. Ya suficiente es con tener que hacerlo yo misma —Le echó un vistazo al escritorio vacío a su izquierda—. ¿Tomás ha salido?

La Reina Madre torció el gesto, para después volver a fijar sus ojos sobre él.

—Le juro que no me he quedado encerrado durante todo este tiempo en el despacho. Además de ir con los infantes y con la Reina, también he salido a pasear por el Retiro para que me diese el aire en la cara, aunque el invierno no sea la mejor época. —España escuchó cómo María Cristina añadía un comentario sobre que no sería lo más ideal que se pusiese enfermo. Él no creía poder siquiera estarlo—. Y he tenido que volver al apartamento todas las noches. —Esbozó una «sonrisa» ante el eterno escepticismo de la Reina Madre, aunque no consiguió nada—. Tomás y Christophe pueden confirmárselo.

Ella dirigió un momento sus ojos hacia la superficie de madera e inspiró hondo. Pese a que no podía ver sus manos, estaba seguro de que permanecían entrelazadas sobre su regazo.

—¿Alguna… Alguna pista sobre su hermano?

España señaló la carta que había estado leyendo antes de que ella entrase en la habitación.

—Su madre dice que está desaparecido en combate. Todavía no se lo he dicho a Christophe, porque él no puede volver a Francia bajo ningún concepto, pero puede que pronto… —Se restregó los ojos con sus dedos—. No está en los registros que nos envían desde la embajada, pero, a lo mejor… —Él se encogió de hombros—. Siempre hay que tener la esperanza de que podrá aparecer en cualquier momento.

Para su sorpresa, María Cristina extendió su brazo hacia él.

—Deme la carta. Le hablaré de madre a madre. —La Reina Madre no le permitió ni siquiera protestar, y logró alcanzar la esquina del papel. Este se deslizó de sus dedos como si nunca hubiese tenido un agarre firme sobre él—. Páseme una de las fichas del cajón.

—No tiene por qué…

—Lea el telegrama. —Ella puso dos de sus dedos sobre la cuartilla de papel que él había apartado con anterioridad—. Pero primero deme una ficha.

España abrió el cajón, y, después de coger la primera ficha del montón, se apresuró a entregarle lo que le había pedido. Ella se levantó de su silla con cierta dificultad, y se dirigió hacia la puerta. En un punto del recorrido, se giró hacia España y le reiteró la oferta de comer junto a la Familia Real, aunque tampoco resultó insistente.

En cuanto la puerta se cerró y pudo escuchar los pasos al otro lado de esta, con menor intensidad conforme se alejaba, él soltó un suspiro de alivio al ya no tener los ojos de la mujer sobre sí.

Si bien era cierto que su relación con ella no era tan… incómoda como la que tenía con su hijo, a veces se sentía demasiado vulnerable ante sus ojos. La Reina Madre lo conocía demasiado bien, mucho más de lo que le gustaría.

Sabía que había sido en parte su culpa.

Él había sido quien se había mostrado gentil con aquella joven durante sus primeros años. Cuando su pueblo lloraba a la primera esposa de su Rey; cuando el propio Rey lo hacía. Luego, Alfonso XII había fallecido, cuando apenas habían pasado diez años desde que la dinastía de los Borbones había vuelto.

Aquello no había causado más que inestabilidad. Y, sin comerlo ni beberlo, se había acercado a la, en esos momentos, Regente, embarazada de la única esperanza para que los carlistas no volviesen a reclamar el trono ante la falta de heredero varón.

Luego, había ocurrido el Desastre…

Él puso ambas manos sobre su rostro y se restregó los párpados, presionados con el fin de apartar esos pensamientos. «Recuerda el telegrama», se dijo, a la vez que apartaba una de sus manos para alcanzar la cuartilla.

Su corazón comenzó a acelerarse por el posible contenido del telegrama, y esto se tradujo a sus manos, que volvían a agitarse de una manera tan brusca que apenas tenía control sobre sus propios dedos. Al final, tuvo que recurrir a cambiarlo de posición de forma que la propia gravedad le facilitase las cosas, aunque siguió necesitando de sus dedos.

Una vez que logró tenerlo expandido, lo posicionó sobre su alfombrilla acolchada y colocó el tintero sobre él.

España leyó en silencio el mensaje de su embajador, y apretó los puños.

No eran buenas noticias.

Jack Kirkland no había sido encontrado. En ninguno de los campos de Alemania; ni de soldados rasos, en caso de que Australia hubiese querido intentar esconder su identidad, ni de oficiales. Ya contaban con una base de datos, formada con la información recopilada en las visitas periódicas de sus militares a los campos de prisioneros alemanes, y en ella no aparecía su nombre por ningún lado.

Si él había sido apresado por los alemanes, debía haber sido ya internado en algún campo de prisioneros. La batalla de Fromelles había tenido lugar entre el 19 y el 20 de julio de ese mismo año, por lo que, incluso si los alemanes se habían atrevido a tenerlo prisionero en las trincheras, al alcance de la artillería, habrían tenido que encerrarlo en algún lugar.

España resopló, interrumpiendo la lectura del telegrama para contemplar aquel marco que él prefería tener boca abajo. Se había planteado levantarlo en varias ocasiones, pero al final, su mano no había actuado cuando se había decidido a hacerlo. Era mejor… Dejarlo así.

Puso su puño bajo su mentón para sostener su cabeza, y apretó sus dientes.

La… forma de actuar de Inglaterra les había hecho perder mucho tiempo. Era… incluso irónico si lo pensaba, que fuese él quien les hubiese retrasado.

Él sacudió su cabeza. No, no debía pensar en eso. El casi medio año que había estado desaparecido significaba que ya le habían perdido la pista. No tenían ya manera de saber dónde estaba, además de… Bueno.

Devolvió sus ojos hacia la carta.

El embajador continuaba diciendo que, a lo mejor, se había cambiado el nombre. Si Kirkland era el apellido de Inglaterra, lo que menos querría sería que se lo reconociese. Quizá deseaba permanecer oculto.

Pero España objetaba con esa afirmación: Alemania y Prusia conocían a Australia. Tenía noticias de que Alemania se ocupaba del frente occidental, y España no creía que pudiese ignorar aquella ligera ventaja —aunque Australia no era comparable a Inglaterra o Francia—, que tenía en esos momentos. De todos modos, no creía que las partidas de búsqueda de la Cruz Roja no hubiesen pasado por preguntar al bando contrario, por más que no hubiesen recibido respuesta o hubiese sido una muy vaga. No había manera de que ellos no supiesen que lo tenían en su poder.

Además, ocultar su nombre real era incumplir el artículo número nueve de las Convenciones de La Haya, y esperaba que él fuese consciente de a qué se enfrentaba si lo hacía.

Presionó sus labios.

Eso no debería haber sido más difícil que los casos de mortales. Australia no podía estar muerto, de ninguna manera, por lo que tenía que estar en algún sitio. Era incluso más que cualquier celebridad a la que había ayudado la Oficina, y preguntar por él debería tener una respuesta inmediata.

Pero, según su embajador, sus contactos alemanes se habían mostrado reacios a hablar de ese tema. El mismo káiser, a pesar de sus peticiones —su embajador tendía a recibir su casi completa atención—, no había movido ni un solo dedo.

Prusia, que en esos momentos se encontraba en Berlín, tampoco le había dirigido palabra.

«Ignoro qué debamos hacer a continuación, pero me temo que seguir buscando no dará resultado. Quizá deba ser usted quien hable con ellos. Yo veo que no puedo hacer más.», terminaba así el telegrama.

A España se le ocurrió la idea de llamar a Prusia.

Incluso si a su hermano se le podía haber pasado por alto por su poca experiencia, a Prusia no. Y por alguna razón evitaba a su embajador, a quien, desde el mismo momento en el que había llegado a Alemania, había tenido en alta estima.

Sin embargo, aún recordaba la conversación con Inglaterra hacía unos días. Incluso si con él no tenía esas… rencillas, Prusia era un soldado antes que cualquier otra cosa. En esos momentos, debía estar en alguna reunión sobre el futuro de ambos frentes, y no le gustaría ser interrumpido. O el hecho de que le estuviese pidiendo que liberase a Australia le ofendería.

Quizá a lo mejor ni siquiera lo consideraba relevante.

—Mejor un telegrama —murmuró para sí mismo.

Dobló de nuevo el mensaje del embajador, sacó el cuaderno del bolsillo de su chaqueta y lo guardó allí, por si en algún momento lo necesitaba. Comprobó entonces la última página, casi por instinto, para comprobar cuántos sellos le quedaban.

A pesar de que había repuesto en el estanco donde había mandado la ficha de Australia, en los últimos días había tenido que emplear bastantes entre unas cosas y otras. La cerró y la volvió a guardar en su bolsillo.

Tenía por si Prusia necesitaba más explicaciones, aunque tardarían en llegar mucho más tiempo.

Cosa que Australia no se podía permitir.

Sacó una hoja de papel y la pluma del tintero con tal de tener una idea de qué iba a enviar. Después, metió una mano en su bolsillo, justo el contrario de aquel en el que había metido la libreta, y extrajo de él una peseta, para después dejarla sobre la mesa.

Posó la pluma sobre el papel y suspiró.

Escribió en esa hoja que, por favor, no le complicase más la existencia, aunque no con esas palabras. Aquel hubiese sido un mensaje corto; quitándole los artículos, quedaban las cuatro palabras mínimas para mandar un telegrama. Pero carecía de significado.

(Y había quienes pensaban que su vida no era complicada en lo absoluto.)

Más bien, le había preguntado que por qué estaban siendo tan reservados en cuanto a la localización y estado de Australia. Que qué era tan importante de él como para que no estuviese dispuesto a atender a su embajador.

Que sabía las ventajas de tener a un enemigo en sus manos, pero también le pedía que tuviese un poco de corazón. Que Australia era joven, y que había una serie de leyes que cumplir respecto a la retención de prisioneros. Que él… —había apretado sus labios—, estaba dispuesto a pagar por su rescate si eso los disponía a negociar.

Conforme escribía, iba tachando los artículos y las preposiciones. Con las tildes no podía hacer nada más que también tacharlas, a pesar de que aquello le hiciese torcer el gesto. Cuando alcanzaba las quince palabras, ponía una peseta más sobre la mesa.

Fueron cincuenta palabras exactas. Tuvo que añadir dos pesetas más y unos cuantos céntimos por esas cinco que no había podido agrupar en otro grupo de quince.

Dejó la pluma sobre el tintero sin el cuidado correspondiente, ocasionando un tintineo al chocar el metal contra el cristal. Por suerte no se cayó al suelo, porque no le convenía: necesitaba ser lo más rápido posible si iba a ser él quien saliese. Se metió las monedas en el bolsillo de la chaqueta, en el contrario a aquel en el que tenía el resto del dinero, y se puso en pie.

Justo entonces, el pomo de la puerta giró y esta se abrió con lentitud, hasta que el rostro de Tomás asomó a través de aquella rendija que él mismo había creado. Al principio, sus ojos habían barrido la habitación de derecha a izquierda, con tal de incidir sobre su escritorio.

Sin embargo, cuando lo había visto levantado, había parpadeado, pareciendo perplejo.

—¿Va a algún lado, don Antonio? —cuestionó, a la vez que abría por completo la puerta. España detectó rápidamente un sobre grande debajo de su hombro y con cierta anchura que, no iba a mentir; lo estaba asustando.

—Voy a enviar un telegrama. —España le mostró la hoja de papel en la que había preparado el mensaje.

Tomás frunció el ceño.

—Pero… No hace falta que se levante. Yo mismo puedo llevarlo.

España suspiró.

—Voy al telégrafo. Prefiero que esto me sirva como una excusa para salir, ahora que tengo la mesa vacía. Y por no mandarlo desde el Palacio no significa que vaya a llegar mucho más tarde. —Él pudo ver, en aquella mezcla entre ceja alzada y sonrisa desganada, la debacle a la que se estaba enfrentando Tomás en su interior—. Aunque, claro, si tengo trabajo que hacer, supongo que…

—No, no —respondió Tomás, para después caminar hacia su propio escritorio y dejar el sobre encima—. Es mejor que salga, don Antonio. Esto… Esto puede esperar.

—¿Quién? —cuestionó él, cruzándose de brazos.

Los labios de Tomás se movieron, aunque ninguna clase de sonido llegó a salir por ellos. El hombre fijó sus ojos en el sobre, y se mordió el labio inferior a la vez que fruncía su ceño.

—El de siempre. Francia. Pero… no dice que sea urgente —añadió, en cuanto devolvió sus ojos hacia él y vio que estaba volviendo a posar sus manos sobre los apoyabrazos de la silla.

—Todo lo que llega a la Oficina es urgente. —Él dio unas palmaditas a la superficie de su escritorio, con el fin de que le pusiese allí el sobre. Tomás profundizó su ceño fruncido—. Y más de parte de Francia. Ven, te entrego el telegrama. Mándaselo a Prusia, al Palacio Real de Berlín.

Tomás se quedó parado en el sitio, y España carraspeó, buscando sacarlo de su ensimismamiento. Tenía intención de entregarle el papel, pero, al mirarlo y observar el brillo de la tinta aún sin secar, dedicó un momento a soplarle con el fin de que no hubiese desperfectos. Luego, se la tendió.

El hombre lo miró a los ojos y suspiró. Parecía evitar de manera deliberada el fijar su atención en el papel que le ofrecía: sus pupilas quedaron estáticas en él, a pesar de que había tragado saliva varias veces y que parecía costarle mantenerle la mirada.

—¿Q-Qué, don Antonio? —¿Por qué lo estaba haciendo tan difícil?

—El sobre encima de mi mesa y el telegrama enviado.

Tomás turnó sus ojos entre los dos objetos que España le había mencionado, y terminó por recoger el sobre de la mesa y ponerlo donde él le había indicado poco antes. Sin embargo, todavía no le había hecho caso con lo del telegrama.

—La Reina Madre me ha dicho que debe salir de aquí, por lo que no se lo voy a llevar yo. Tómese el tiempo que quiera para tramitar las solicitudes de Francia, y luego puede ir usted mismo.

—Tomás…

Otra vez ese horrible timbre del teléfono acribilló sus oídos. Giró su cuello hacia él, mirándolo con el ceño fruncido, y, olvidándose por un momento de que se trataba de un objeto inanimado, intentó fulminarlo.

Aunque, en aquella ocasión, no estaba en condiciones de permanecer sentado. Si era quien creía que era, le iba a recriminar sus errores a la cara y le iba a decir que no, que todavía no había podido hacer nada, por su culpa, y le iba a colgar. Tenía que permitirle hacer su trabajo.

Descolgó el auricular y lo acercó a su oreja. Después, se agachó ligeramente para que su boca quedase al mismo nivel que el micrófono de carbón.

—¿Sí? —preguntó, con una cierta pizca de molestia.

Antes que nada, escuchó el pitido que le indicaba que ambas líneas habían quedado conectadas.

España suspiró, y empezó a preparar en su cabeza la manera en la que estructuraría su discurso. Era muy probable que aquello no sirviese de nada: siempre que planeaba algo, no salía bien. De hecho, cuanto más tiempo dedicaba a aquello, peor resultaba la cosa. Sin embargo, al menos tendría algo por lo que guiarse.

Contra todo pronóstico, no fue la voz de Inglaterra la que apareció en el otro lado, sino una serie de murmullos en lo que reconoció como alemán.

Él se puso la mano sobre la frente.

Santo cielo…

—¿Qué ocurre? —murmuró Tomás. España giró su cabeza hacia él, pudiendo observar su claro ceño fruncido. Él vocalizó «Prusia» con sus labios, aunque, dada la manera en la que su ceño se arrugó un poco más, no sabía si le había llegado el mensaje—. Entonces ya no hace falta que le mande el telegrama, ¿cierto? Ya puede hablar directamente con él por teléfono —continuó, en un tono más bajo comparado con aquel que había empleado para preguntar con cierta anterioridad.

España alzó su ceja, y despegó sus labios para cuestionarle si no se suponía que aquello era una excusa para salir de ahí. Sin embargo, las voces que hablaban en alemán se detuvieron, y pudo escuchar un carraspeo ya mucho más cerca del teléfono.

—Don Antonio, discúlpeme por haberle hecho esperar. —La voz del embajador alemán llegó a él a través de la línea—. ¿Ha recibido ya mi telegrama?

—S-Sí, don Luis. J-Justo me lo ha traído la Reina Madre. Hace… bastante poco. —Alzó sus ojos hacia el reloj, aunque no creía que fuese a servir de nada: primero, el reloj seguía parado pese a que había notificado su estado repetidas veces, y, segundo, tampoco había tomado referencia de a qué hora había entrado María Cristina en su despacho.

El corazón se le volvió a subir a la garganta. ¿Acaso sí que había esperanza?

—¿A-Acaso ha podido hablar ya con el káiser, don Luis? ¿O con P-Prusia? ¿Ha… —Se empezaba a atragantar con sus palabras, por lo que se interrumpió para tomar aire. Era imposible que hubiese sido tan fácil… ¿O sí? ¿Prusia había hecho caso a sus palabras incluso antes de que tuviesen oportunidad de llegarle?

El hombre soltó lo que le pareció un bufido al otro lado de la línea, para después quedar en completo silencio. España entendió a qué había venido el gesto, y de inmediato se enderezó. «Tranquilízate», se dijo. «Si hay noticias, él te las hará saber.»

—¿Don Luis? —A pesar de que sabía que debía seguir con el receptor en la oreja, quería que fuese consciente de su estado.

El hombre suspiró.

—No, no hay novedades en la búsqueda del teniente Jack Kirkland. Si todavía hay pistas que no han desaparecido, hemos sido incapaces de encontrarlas. Déjeme decirle que hemos buscado hasta debajo de las piedras. Con la descripción, con aquel retrato que envió junto a la ficha, con el nombre…, con todo. Y no ha habido manera.

Él frunció sus labios, incapaz de vocalizar ni una sola palabra antes de asegurarse de que su voz saldría firme.

—¿E-Entonces? —Y, aun así, falló.

Escuchó lo que suponía que era una frase dicha por una voz gutural: la misma que había percibido nada más descolgar el auricular y aproximárselo al oído, que le había hecho saber que no era Inglaterra quien le llamaba. Prusia. O al menos eso era lo que suponía.

La voz de su embajador, algo alejada del teléfono, le respondió algo, también en alemán.

Él intentó concentrarse en sus palabras con tal de comprenderlas, pero, entre la distancia que debían haber puesto entre el teléfono y ellos, la interferencia de la línea y el hecho de que el alemán lo entendía escrito y hablado pero tenía que escucharlo bien, le fue imposible.

—Herr Beilschmidt, el mayor de los hermanos, ha venido a verme esta mañana. —Y no solo a verlo, según podía intuir por aquella conversación que había oído a lo lejos—. Y hemos… conversado. La situación sigue igual que como la relaté en el telegrama, salvo por una pequeña diferencia: él se ha puesto a nuestra disposición. Y ha prometido que su hermano pequeño también lo estará.

España inspiró hondo, utilizando su mano libre para acomodarse el cuello de la camisa. No podía ser tan fácil.

—¿Sin más?

El chasquido de la lengua del embajador fue capaz de confirmarle todos sus temores.

—Lamentablemente, va a tener que dar su brazo a torcer, don Antonio. —El hombre se detuvo para escuchar las palabras que le estaba dirigiendo Prusia, que España solo podía oír como simples murmullos incomprensibles—. Y puede que hasta le resulte mucho más fácil manejar las cosas desde aquí. Por más que yo pueda mediar por usted, es cierto que me he encontrado bastante… limitado.

España, en aquellos momentos, deseaba que el embajador le dijese que aquello era una broma. O que Prusia desmintiese que su intención era la transmitida por las palabras del hombre. Pero no hubo nada más que un incómodo silencio.

Porque su embajador en Berlín no era un hombre al que le agradasen las bromas.

Él tragó saliva.

—¿Q-Qué es lo que propone Prusia, embajador? —cuestionó, cuando por fin pudo encontrar su voz—. Es que no le he escuchado bien porque justo… ha pasado… algo. Tomás… —Podía sentir los ojos del hombre sobre él, y, a pesar de no tener su rostro a la vista, sabía que estaba alzando la ceja—. … Tomás ha entrado con nuevas cartas y no se ha percatado de que estaba hablando por teléfono.

—Por supuesto. —Su voz le hizo saber que no se lo había creído. Aun así, continuó hablando—: Su presencia en Berlín a cambio de la información que tienen sobre el desaparecido.

—¿No hay otra opción?

—Don Antonio… —le advirtió el hombre—. No, no hay otra opción. Herr Beilschmidt ha insistido en que los asuntos entre naciones se tienen que solucionar entre las mismas. Es algo que simplemente no me incumbe a mí. No me dirá nada.

España sintió un escalofrío recorrer su columna. ¿Hasta ese punto era exclusivo? ¿Hasta no poder solucionarlo por teléfono? Por suerte, su embajador le dio algo de tregua y se permitió hablar un momento con Prusia. Él dudaba, después de sus palabras, que le estuviese preguntando si era completamente necesario y estuviese poniendo sus condiciones: no había otra opción.

Si quería llegar al final con lo de Australia, tendría que pasar por ese mal trago.

Con el añadido de que, no importaba con qué objetivo fuese, el bando contrario podía emitir una queja por considerar que estaba arriesgando su neutralidad. Tampoco quería que su visita devolviese la tensión que habían tenido a principios de ese año.

—Si lo que le preocupa es su seguridad, me gustaría decirle que no debería. No creo que se atrevan a hacerle nada, y mucho menos teniendo en cuenta que usted viene de un país neutral. De todas formas, para su tranquilidad, procuraré estar… No, estaré cuando llegue a la estación de Berlín para poder comprobar que está en perfectas condiciones.

—N-No es eso. —Agradecía su ofrecimiento, pero… llevaba sin salir de su país desde el mayo de 1910, y la única razón por la que lo había hecho en ese entonces había sido porque su Rey, cómo no, había insistido en que era bastante importante que asistiese junto a él al funeral de Eduardo VII. La experiencia no había sido del todo… agradable, y había decidido que ya no estaba para trotes. Cuando Francia había insistido en que debían reunirse, España le había persuadido de que debía ser en su propia capital. ¿Cómo lo había conseguido? No tenía ni idea—. El sistema ferroviario entre países es muy incómodo, y…

—Pero no puede ir en barco —le recordó el hombre—, y, si se le ha pasado por la cabeza esa opción, se la desaconsejo enormemente.

—Lo sé.

Su embajador soltó un suspiro al otro lado de la línea.

—Sus intenciones no me han parecido malas. Debería aceptar esas condiciones, puesto que es lo mejor que podremos conseguir de ellos. Además de buscarlo a la estación, también me aseguraré de tenerle una habitación preparada en la misma embajada. ¿Puedo decirle a Herr Beilschmidt la próxima vez que lo vea que va a venir?

España tragó saliva, aunque después intentó despojarse de aquella sensación de malestar con un suspiro. No lo consiguió.

—Sí.

—Perfecto. Pues nos vemos…

Él dirigió sus ojos hacia el sobre que había mandado Francia. Estaban muy cerca de las fechas navideñas y del Año Nuevo, y no creía que se le fuese a permitir salir del país hasta que hubiesen pasado.

—En enero del año que viene. Pero dígale a Pru… Herr Beilschmidt que se asegure de que Austra… Jack Kirkland las pase de la forma adecuada.

El embajador se quedó en silencio durante unos cuantos minutos.

—Lo intentaré —le concedió don Luis, antes de colgar. España procedió entonces a dejar el auricular sobre el alambre, notando, al despegar su mano de su superficie, lo pringoso que estaba el metal.

Se restregó la mano con la tela de su pantalón, y procedió a sentarse de nuevo. Recogió entonces el sobre que le había mandado Francia, notando nada más levantarlo lo pesado que era, y despegó la solapa. A pesar de la sencillez del proceso que debía seguir, no le fue fácil.

Al sudor en sus manos se le había sumado también el temblor de estas.

—Don Antonio, ¿todo bien? —cuestionó Tomás. España se forzó a alzar su rostro hacia él y asentir con la cabeza. Aun así, el gesto de preocupación, con esos labios apretados, no desapareció de su rostro—. Está bastante pálido.

Él soltó un suspiro.

—Tengo que… —Dirigió sus ojos hacia el papel que Tomás conservaba en sus manos—. Tengo que enviar un telegrama a Inglaterra. Dame el de Prusia, porque ya no hace falta. —Él extendió su brazo hacia Tomás, y este obedeció, levantándose y caminando hacia España dubitativo—. Y tráeme unas cuantas cintas más, por favor, que me parece que las voy a necesitar.

Tomás bordeó la mesa para dirigirse hacia el armario, pero a medio camino se detuvo y procedió a mirarlo con el ceño fruncido y sus brazos en jarras.

—¿Qué decía que iba a ocurrir en enero del año que viene?

Él se encogió de hombros.

—Nada especial. Simplemente que me reuniré con el embajador en Berlín en esas fechas.

Tomás torció el gesto.

—¿Desde cuándo? Porque se me debería haber avisado. —Relajó un poco su ceño fruncido—. Planeaba pasar el enero con mi madre, trabajando desde su casa, así que, si me estoy viendo obligado a irme, debería decírselo con tiempo.

—Desde un poco antes de que colgase la llamada con el embajador. Y no te preocupes, Tomás, voy yo solo. —Extrajo la primera lámina del interior del sobre y revisó con sus ojos todos los nombres. Solo en esa primera venían un poco menos de cincuenta personas. Tenía todos sus datos, sí, y no tenía que extraerlos de cartas, pero, aun así… Eran muchos.

Volvió a fruncir su ceño.

—¿Cómo que usted solo? No, don Antonio, mi intención al mencionar a mi madre es hacerle saber que debería habérmelo dicho antes, pero eso no significa que no vaya a ir con usted.

España negó con la cabeza mientras dejaba la lámina sobre la alfombrilla.

—He pretendido ir solo desde el principio. —Y su propio embajador también. Prusia no quería una comitiva o un grupo más de diplomáticos: solo quería que él fuese. Por alguna razón.

Tomás parpadeó.

—Pero no diga disparates. ¿Y si le pasa algo por el camino? ¿Quién va a estar a su lado para ayudarle? ¿Y si desaparece sin dejar rastro?

España suspiró.

—Sé cuidarme solo. —Antes de que Tomás pudiese protestar, él continuó—: Ir hasta Berlín en ferrocarril, a pesar de ser menos arriesgado que ir en barco, es bordear zonas de conflicto. Yo… soy yo. Encontraré la forma de librarme de cualquier inconveniente. Llevar a más gente sería contraproducente. Y os arriesgaríais a sufrir alguna clase de daño.

—Acompañarlo es mi trabajo, don Antonio.

—Pero no tiene por qué ser de riesgo.

Tomás resopló, pero no hizo ningún comentario al respecto antes de volver a sentarse en su escritorio. Y España solo pudo preguntarse cómo iba a arreglárselas para procesar todas esas solicitudes antes de que llegase el Año Nuevo.

Porque aquello debía hacerlo solo.