24 de diciembre, 1916; Madrid, España - 4 de enero, 1917; Lyon, Francia.
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Y, justo por esa decisión, había sido que había tenido que pasar hasta Año Nuevo en su despacho, sin apenas descansos más allá de aquellos a los que prácticamente estaba obligado a acogerse.
El principal problema era que Francia había mezclado tanto soldados como civiles, por lo que España había tenido que estar cambiando entre los lazos amarillos y los rosas —y entre los distintos tipos de fichas—, cada cierto tiempo.
Había puntos en los que venía una familia entera de civiles y luego solo un soldado; otros en los que los soldados y los civiles se intercalaban de manera ordenada… Y luego partes en las que no seguía ninguna clase de orden: en las que parecía que Francia había desordenado deliberadamente los datos a la hora de introducirlos en la máquina de escribir.
Desde luego, confundido lo había tenido. Además de ocupado.
La Reina Madre lo había convencido de compartir con su familia la cena de Nochebuena, aunque no podía decir que el ambiente fúnebre, las pocas palabras intercambiadas entre Alfonso y Victoria Eugenia, y la evidente tensión entre ellos le hubiesen recordado a tiempos mejores. Más bien, hubiese preferido quedarse en su despacho. Por más que fuesen tiempos de celebración.
Tomás se había asomado por la Oficina el día de Navidad, cuando se suponía que nadie debía estar ahí: el papeleo que hubiese pendiente debía resolverse en casa, mientras se disfrutaba de la familia. Después de haber abierto la puerta de su despacho, se había acercado a él poco a poco, procurando no hacer ninguna clase de ruido hasta decidirse a carraspear.
España recordaba haberse girado hacia él, y parpadear al darse cuenta de quién estaba allí.
—¿Qué haces aquí, Tomás? —había cuestionado.
Tomás, en vez de explicarse, había señalado el marco de madera y había alzado la ceja. España había llevado sus ojos en la dirección hacia la que apuntaba su dedo para encontrarse con la foto de Australia, que había encajado en el marco con tal de que no se pudiese ver a Cuba en la original. Hacía cierto tiempo que había comprendido que necesitaba tenerlo delante y mirarlo a los ojos, unos ausentes de cualquier clase de color, para entender por qué estaba haciendo eso.
Por qué en cada vez menos días tendría que recorrer media Europa en ferrocarril. Por qué tendría que aguantar el traqueteo durante lo que suponía que sería más de una semana. Y no quería ni pensar en cuántas fronteras tendría que atravesar.
Que, según la ruta que había elegido, serían tres.
—¿No puede ni siquiera parar el día de Navidad? —le había preguntado Tomás.
España había suspirado.
—Necesito terminar las solicitudes antes de irme a Berlín. —Tampoco tenía a nadie con el que reunirse durante aquellos días—. Y aún me faltan bastantes.
Tomás había preguntado si acaso no podía buscar qué hacer, como lo había hecho la Navidad del año pasado. España había esbozado una pequeña mueca. La última Navidad se había encerrado en su apartamento y había intentado distraerse; recuperar viejos hábitos.
Se había hecho con varias hojas y carboncillo, y había intentado dibujar algo. Lo que fuese.
Después de esa experiencia, prefería estar ahí. Sin ninguna duda.
Tomás había intentado permanecer ahí el resto del día, como compañía, hasta que había llegado un momento en el que se había disculpado y le había dicho que debía volver con su madre. Le había recomendado volver a su apartamento, y bajo ningún concepto quedarse a dormir ahí esa noche.
España le había dicho que se estuviese tranquilo, que luego se iría a dormir a su apartamento. Como lo había hecho siempre, salvo aquel día en el que se le había ido de las manos, y… Nochevieja.
Esa misma Nochevieja, en la que no había estado tan solo porque la mitad de los trabajadores de la Oficina también habían decidido quedarse. María había decidido traer una radio y que así pudiesen escuchar las campanadas, y Tomás se había asegurado de repartir doce uvas entre todos los presentes.
Parecía hasta que se habían puesto de acuerdo.
Cuando Tomás había pasado por su escritorio y había dejado el recipiente sobre él, España había suspirado.
—No hace falta. —Solo le faltaban… ¿cuántas? ¿Diez solicitudes por procesar? No podía permitirse ni una distracción, aunque fuese Año Nuevo.
—Don Antonio… —había empezado Tomás—, al menos intente seguir la tradición.
—¿Qué tradición, Tomás? —Él había señalado el cuenco de uvas, sin soltar su pluma—. ¿Esto? ¿Lo de tomar uvas en la Puerta del Sol? No es una tradición que esté lo suficientemente arraigada todavía. Lleva desde hace 7 años, y… —Recordaba que 1909 no había sido el mejor año para él, así que había pensado que asistir a la celebración no podía ser peor que todo lo que había tenido que vivir. Había estado… bien, pero no había sido suficiente.
—Hágalo, por favor, don Antonio. —Tomás había empujado el cuenco hacia él—. ¿Quién sabe cuánto tiempo va a pasar hasta que pueda volver desde Berlín? Relájese un poco y déjelo solo por un momento. Tómese las doce uvas al ritmo de las campanadas y utilice un poco del día uno para terminar con eso. Pero ahora descanse un poco. Se dice que comerlas da buena suerte.
España había suspirado.
—Mucha suerte no nos han dado durante los últimos tiempos —había murmurado.
En esos momentos, había estado cansado de prácticamente todo. Su espalda le dolía, y estaba harto de leer esa interminable lista de nombres franceses y la información que llevaban junto a ellos. Además, durante esos días previos le habían llegado más peticiones de parte de otras naciones que habían entorpecido su labor.
De todos modos, con el fin de que Tomás no le siguiese molestando, España había aceptado su oferta. Cuando por la radio habían anunciado que el momento de dar la despedida al año había llegado, él había dejado la pluma en el tintero, había recogido el cuenco y se había puesto en pie.
Se había reunido con los presentes en la Oficina en uno de los pabellones, y no le había hecho ni siquiera falta el buscar una silla para sentarse: Tomás le había reservado una en primera fila para escuchar la radio. Incluso si al principio se había visto obligado a sonreír frente al resto de los trabajadores, conforme se iban desenvolviendo los últimos momentos del 1916, y, sobre todo, después de que el champán entrase en escena, había empezado a sentir un calor en su pecho; una sensación prácticamente olvidada.
Quizá el momento más emocional había sido cuando habían comenzado a cantar villancicos.
Tomás había sido quien lo había propuesto, y al mismo tiempo había rodeado la cintura de María con su brazo. Ella no lo había apartado.
Pero, poco a poco, aquel sentimiento había ido desapareciendo, reemplazado por la desolación a la que ya parecía haberse acostumbrado. Mientras todo el personal estaba mucho más ocupado divirtiéndose y bebiendo champán —a algunos se les había ido un poco de las manos—, España se había escabullido de nuevo hacia su despacho.
A pesar de que su vista estaba algo nublada por diversos factores, había terminado con las fichas que le faltaban. Había tenido la suerte, o la desgracia, de que uno de los nombres de la lista era el del hermano de Christophe, y de él todavía no tenía ninguna noticia, por lo que… había una ficha menos que procesar.
Antes de irse, España había extraído una hoja de papel de su cajón y, en ella, había desarrollado una explicación para Tomás sobre qué tenía que hacer con cada montón. Al alzar su rostro, se había percatado de que el dichoso reloj seguía sin funcionar, por lo que le había añadido en la carta la urgencia de que estuviese arreglado cuando llegase.
—¿Ya se va? —había cuestionado la voz de Tomás.
Él se había restregado los ojos y había soltado un bostezo. Al principio, había sido algo para convencer a Tomás de que no se iba por las razones que creía —una burda mentira—, pero, tras taparse la boca con la mano, España había notado la debilidad imbuida por la falta de sueño.
—Quiero dormir un poco antes de irme mañana. Es un viaje bastante… —Había hecho girar su muñeca y había permitido que su mano se moviese junto a ella—. Largo.
Tomás había fruncido sus labios y alzado su ceja. Había abierto su boca por un momento para después cerrarla y chasquear su lengua.
—Sí, le vendrá bien —había comentado, mientras se dejaba caer sobre el marco de la puerta—. Ya ha terminado con lo de Francia, ¿no?
Se había limitado a asentir con la cabeza. Luego, se había asegurado de que todo estuviese en orden: todas las fichas en su sitio, ningún sobre metido en su cajón para cuando tuviese tiempo, porque ya no lo tenía, y ningún documento por el que tuviese que volver.
Aunque tampoco había dedicado demasiado esfuerzo en dicha búsqueda.
(Pelayo le había traído todo lo que necesitaba unas horas antes, con el fin de que le rascase el lomo antes de desaparecer para huir del bullicio.)
Después, se había ido hacia su bloque de pisos, arrastrando sus pies e intentando evitar unirse a cualquiera de los grupillos que se había encontrado por las calles de su capital. Nada más cruzar el portal, se le había escapado otro bostezo. Apenas había podido mantener sus ojos abiertos mientras subía las escaleras, y había tenido que probar con varias llaves antes de atinar y poder abrir su apartamento.
No había comprobado si había cartas con las que matarse.
Simplemente, había proseguido hasta tirarse de cara en su colchón. Su cama ya estaba deshecha de la noche anterior, y las sábanas, junto con la manta, habían quedado tiradas en el suelo. Pero no le importaba.
El frío apenas podía molestarle.
No sabía ni dónde estaba cuando se había despertado al día siguiente, por el impacto de la luz sobre su rostro. Le había costado bastante el despegar la cabeza de la almohada y, a la hora de ponerse en pie, había tenido que arrastrar sus rodillas fuera de la cama, apoyarlas en el suelo, y ya luego incorporarse. Entonces, después de haber abierto sus ojos de manera perezosa, había reconocido que estaba en su… en el apartamento.
Se había entonces levantado, y había mirado hacia su ventana, a la vez que limpiaba su mentón lleno de baba con el dorso de la mano. El tono anaranjado del cielo le había indicado que acababa de amanecer; el reloj de su sala de estar le había dicho que debía ser el atardecer.
Día uno de enero de 1917 por la tarde.
España había supuesto que no le daba tiempo a prepararse un café. Quizá debía volver a su cama, y esperar al día de mañana. Pero el dos de enero, si recordaba bien, tenía un compromiso. Debía…
Había parpadeado. El día dos debía tomar el primer ferrocarril de muchos con Berlín como destino final.
Se había dirigido hacia su armario, que apenas contenía algo más que una ristra de trajes, la mayoría impolutos, y había sacado aquella pequeña maleta escondida en una esquina. La había abierto, y, a pesar de que su primer pensamiento había sido meter otro traje de repuesto, al final solo había puesto unas cuantas camisas limpias y unos cuantos libros.
Había confiado en el hecho de que su embajador, junto con la habitación, le hubiese preparado también una serie de trajes. Porque no quería tener que cargar con más.
Antes de volver a acostarse en la cama para intentar pasar la noche, había extraído la libreta de su chaqueta —que había aprovechado para quitarse de encima y no echar mucha cuenta de dónde caía—, y había apuntado ahí un mensaje hacia Francia que no mandaría hasta el día siguiente, en el que le decía que esperaba que no elevase ninguna queja después de todo lo que había hecho.
Luego se había vuelto a acostar en la cama.
Y, ahí, había permanecido observando el techo, con sus manos cruzadas sobre su torso, de atardecer a amanecer. Hasta que se había percatado de que estaba perdiendo el tiempo, y se había forzado a levantarse. A pesar de que sus ojos estaban ardiendo por la falta de sueño. Incluso si su cuerpo le decía que permaneciese allí y que le diesen a Australia.
Pero no podía.
Después de haber pasado por la oficina de Correos y haber enviado el telegrama, se había dirigido hacia la estación. En esos días, y más teniendo en cuenta que todavía no habían terminado aquellos festivos en su país, apenas había gente en los andenes de la estación, por lo que tampoco se había visto demasiado agobiado.
Una vez que había llegado el tren, se había acomodado en su cabina y había cerrado la puerta, con el fin de proseguir su lectura del libro de Galdós sin interrupciones.
Apenas había pasado tiempo en Barcelona; se había apresurado a subirse en el siguiente tren antes de que los recuerdos lo terminasen por alcanzar.
Una escena peculiar había llamado su atención al detenerse el tren en la frontera: un grupo de personas sentadas, vestidas con la chaqueta azul que caracterizaba a los activos en los Ejércitos franceses. Había un joven que permanecía con la cabeza gacha, procurando esconder su rostro detrás de su casco. Sus mechones negros caían por la superficie del metal.
Otro, a su lado, había alzado su mentón. Las arrugas en su rostro y aquellos ojos le indicaban su edad, y su experiencia. Su ceño permanecía fruncido, dirigido hacia aquellos que portaban sus mismos uniformes, pero que habían descolgado sus fusiles y los sostenían con ambas manos. Aquellas dos posturas se repetían en el resto de sus compañeros, de manera proporcional. Los rostros de todos estaban demacrados, y había alguno que otro que tenía sangre sobre la tela de su uniforme, en distintas cantidades. Debían ser como… ¿veinte personas? Sí, por lo menos.
A España se le había pasado por la cabeza hacer algo para evitarlo, pero sabía que aquello no estaba dentro de su jurisdicción. Ni siquiera Francia podría haber hecho algo para librarlos de su destino. Eran otras leyes las que imperaban en aquellos días en Europa, y…
—Monsieur? —La voz del revisor había llamado su atención, y él se había girado hacia el hombre, perplejo. Este tenía su mano, en la que sus falanges destacaban, extendida hacia él, y lo miraba con el ceño ligeramente fruncido—. Su billete y pasaporte.
España había asentido de inmediato con la cabeza, y había sacado su libreta. En su interior permanecían guardados su pasaporte, su identificación, el billete y la carta diplomática que su Rey le había facilitado.
El anciano revisor lo había comprobado todo con su boca apretada, con cierto regusto amargo, y se lo había devuelto de manera… poco cuidadosa.
A continuación, había puesto la punta de su dedo sobre el cristal, y había apretado sus dientes.
—Todos los que ve allí se merecen ser castigados. Son desertores. —Había bufado—. Pobres de sus madres y esposas, que tendrán que soportar que ellos hayan intentado huir. No los mire usted con pena, porque no la merecen.
Y había vuelto a cerrar su puerta corrediza. España había suspirado mientras se ocupaba de guardar su documentación. Había gente a la que le costaba entender que algunos no estaban hechos para eso.
El tren luego se había dirigido a Marsella, con una noche de por medio, o dos, tampoco estaba seguro, para después depositarlo en Lyon. Y ahí era donde él permanecía en aquellos momentos: sentado en un banco en el andén, con un libro abierto entre sus manos, puesto que ya se había acabado su lectura principal.
Lo poco que había nevado durante su espera no había cuajado, por lo que el tren no debería tener demasiados problemas para llegar hasta él y recogerlo. Prefería salir de Francia lo antes posible, antes de que…
—Francia dice que no esperes que no se sienta ofendido por haber evitado, deliberadamente, París, y haber elegido esta ruta —lo dijo su voz, con cierta ironía—. Y más cuando es la primera vez que sales de tus fronteras por tu propia voluntad.
Él intentó que sus comisuras se elevasen antes de girar su rostro en su dirección.
Ella tenía el ceño fruncido, los labios apretados y los brazos cruzados. Sus cabellos anaranjados se encontraban retenidos en un moño, oculto bajo un sombrero de color azul marino. Llevaba una chaqueta y una falda de un tono más oscuro que el de sus ojos esmeralda, y, un jersey de un azul pálido, según podía ver por el cuello de tela que sobresalía de la chaqueta.
Presumiblemente de cuadros.
—Bueno, esto tiene poco de propia voluntad. —Intentó soltar la carcajada más sincera que pudo. Ella ni se inmutó, por lo que supuso que no lo había conseguido. España suspiró, relajando el gesto—. Prefería ir por la ruta menos complicada, Irlanda. Pasar por París era contraproducente, y más cuando la mayoría de la maquinaria ferroviaria está dedicada a la guerra.
Irlanda siguió sin decir palabra alguna, y pasó a tomar asiento en el banco, a poca distancia de él. España la miró algo perplejo, sin saber si alejarse o acercarse. Era muy probable que lo primero la enfadase, pero, ¿y lo segundo? Podía resultar en lo mismo.
No sabía en qué términos estaban; no sabía lo que podía hacer o dejar de hacer.
Aun así, metió el libro en su maleta.
—A Inglaterra no le gusta demasiado que vayas a quedarte en Berlín unos cuantos días. —La voz de Irlanda había interrumpido sus pensamientos. Él la observó, contemplando que se había ordenado el flequillo y había cruzado sus piernas. Dirigía sus ojos hacia el andén de enfrente, lo que a él no le dio buenas impresiones—. No deberías arriesgar tu neutralidad. Y menos en tan poco tiempo.
España inspiró hondo.
—Prusia no me ha dejado otra opción —comentó, para después poner las manos sobre sus muslos al percatarse de que no tenía otro sitio sin tentar a la suerte—. Y lo estoy haciendo por Australia, así que no deberíais ser vosotros los que dudaseis precisamente de mí. De tu hermano me lo esperaba, y algo había oído, pero…
Irlanda giró su cabeza hacia él, y lo miró fijamente con sus labios apretados.
—Yo no estoy dudando de ti. Pero sí que creo que deberías tener un poco más de cuidado.
Y, tras peinarse el flequillo con sus dedos, devolvió sus ojos hacia el andén contrario.
España llevó sus ojos en la misma dirección que ella, buscando saber qué era lo que estaba llamando tanto su atención como para no poder apartar su vista ni por un segundo. Al principio, pensaba que era cualquiera de los muchachos vestidos de uniforme que se despedían de sus seres queridos en el andén —aunque la mayoría de ellos estaban en su mismo lado—, pero entonces se percató de que era un rincón de la pared.
A él no le interesaba. Y, como Irlanda parecía obsesionada con ese punto, permitió que sus ojos vagasen entre todos aquellos reclutados.
En el poco tiempo que tuvo para barrer con la mirada la estación, se aseguró de memorizar cada uno de sus rostros: tanto de soldados como de familiares. Se preguntó qué madres o novias, o incluso hermanos menores que no tenían edad suficiente para acompañar a los mayores al frente —gracias al Cielo—, presentes le enviarían al Rey una carta porque aquellos que veía con el uniforme habían desaparecido en combate.
Quiénes tendrían la última oportunidad de verse; quiénes vestirían luto después de haberlos perdido; quiénes darían el último beso de sus vidas. «Muchos de ellos», se decía.
Y, aun así, no podía hacer nada para detener a ninguno.
Solo podía observarlos.
Suspiró, restregándose los ojos, y los llevó hacia Irlanda. Para su sorpresa, esta parecía haberlo estado mirando con cierta curiosidad, aunque, en cuanto se encontraron, ella rápidamente devolvió sus ojos hacia el rincón de antes.
España presionó sus labios ante dicho comportamiento, sin poder encontrar una razón para este. Se sumaba también a la pregunta de qué estaba haciendo ahí, que parecía atascada en su garganta. Era incapaz de expresarla en palabras, e Irlanda no parecía demasiado dispuesta a resolver sus dudas.
Pero necesitaba una distracción. Y sabía a ciencia cierta que Irlanda se molestaría si seguía con el libro que acababa de empezar.
Carraspeó, intentando llamar su atención. Irlanda ni siquiera apartó los ojos de su rincón.
—Y… ¿Francia también va a venir?
Ella arrugó su nariz.
—Si lo fuese a hacer, no te hubiese comunicado su malestar ante tu decisión. —Irlanda suspiró, apoyándose sobre el respaldo del banco. Relajó e igualó en altura sus piernas, para después volver a cruzarlas, esta vez con la pierna antes apoyada en el suelo sobre la otra, y viceversa—. Está en París, pero no por voluntad propia: prácticamente Escocia ha tenido que arrastrarlo desde las trincheras hasta allí. La batalla de Verdún le ha sentado bastante… —Llevó sus ojos hacia él, y España juraría poder haber visto algo en sus pupilas, aunque no supo interpretar qué—, mal.
España asintió con la cabeza.
—He seguido la batalla, Irlanda; sé todo lo que ha ocurrido.
No supo qué pensar por la manera en la que ella torció el gesto. De todas formas, no tuvo demasiado tiempo para hacerlo: el ferrocarril entró en la estación, interrumpiendo todas las demás escenas a su alrededor. España se levantó de un pequeño salto y se agachó ligeramente para recoger su maleta del suelo.
No se esperaba que Irlanda también se pusiese en pie, o incluso que hiciese el amago de aproximar su mano a su brazo. La pregunta de qué estaba haciendo exactamente murió en su garganta cuando la observó subirse al ferrocarril junto a él, y seguirlo hasta la cabina que tenía reservada.
Una vez que dejó su maleta en el compartimento superior, después de haber sacado un libro por si acaso Irlanda le seguía dando tanta conversación, y se hubo acomodado en su asiento, llevó sus ojos hacia ella. Se había sentado en el sillón frente a él, y se había encorvado sobre la mesa que había entre ambos, apoyando sus codos sobre la pieza de madera que podían quitar de en medio si lo creían necesario.
Su mirada estaba fija en el paisaje que se mostraba a través del cristal.
En el momento en el que el tren se puso en marcha, ella suspiró y por fin lo miró.
—Voy a por un té. ¿Quieres un café?
España asintió con la cabeza. Irlanda entonces se arrastró por el sillón, hasta salir de debajo de la tabla sin levantarla. Casi parecía que le había faltado tiempo para dejarlo solo.
Se planteó que, a lo mejor, Inglaterra le había encargado ir junto a él con el fin de vigilar sus movimientos de cerca. Era una cosa muy poco probable por el hecho de que Inglaterra tampoco confiaba en Irlanda, y ella tampoco acataría en ningún momento las órdenes de su hermano.
O bueno, quizá las cosas habían cambiado. Ya lo había podido percibir en la llamada hacía unos días, pero no había sido hasta que se había quedado solo en la cabina que se lo había comenzado a plantear.
Irlanda no podía haber cedido ante algo que le había pedido su hermano. Era… tan poco propio de ella que le era imposible de creer. No podía ser que durante el último siglo hubiesen desarrollado un vínculo tal, y mucho menos con las penurias que le había hecho pasar.
Pero, ¿qué otra opción había para su comportamiento?
¿Qué otra cosa podía ser?
—¿Me abres la puerta? —cuestionó la voz de Irlanda, opacada. España dirigió sus ojos hacia la dirección de la que venía, contemplando su rostro a través del cristal. Su ceño estaba arrugado por la molestia, por lo que él se apresuró a levantarse y a tirar del asa, abriendo el espacio suficiente para que ella pudiese pasar.
Nada más atravesar el umbral, le entregó su taza de café, y caminó hasta su sitio, para después posicionar el platillo de té sobre la superficie con tal delicadeza que él se quedó mirándola, con los ojos bien abiertos. Eso le hizo fruncir el ceño.
—¿Qué ocurre? —preguntó Irlanda—. Se te va a enfriar el café si no te sientas ya.
España presionó sus labios, y, a continuación, procedió a seguir sus pasos. El aroma que le llegaba del café le hacía saber ya que ese no era aquel al que se había acostumbrado; probablemente llevase alguna clase de edulcorante y el tiempo de preparación hubiese variado. Aunque que no estuviese hecho por la misma cafetera ya era un agravante.
Él se quedó mirando el interior de la taza durante un momento antes de aproximarlo a sus labios, y, nada más inclinarla ligeramente y verter parte de su contenido en su boca, se dio cuenta de que estaba en lo cierto.
Pero Irlanda lo estaba mirando con cierta cautela, y lo que menos quería España era que interpretase que no le había gustado. Encima que le había hecho el favor de traérselo… Tiró de sus comisuras con el fin de que no se torciesen del disgusto, y, tras aquel pequeño sorbo, volvió a dejar la taza sobre el platillo.
Irlanda tanteó la mesa con sus dedos, para después señalar con la cabeza el libro a su lado.
El primer instinto de España fue colocar su palma sobre su portada.
—¿Esto?
Ella de inmediato asintió con la cabeza, y, después de removerse en su asiento, apoyó sus codos sobre la mesa y posicionó su mentón encima de los dorsos de sus manos. El humo del té ascendía y llegaba hasta su rostro, funcionando como una especie de velo.
—¿Sobre qué va? —Esta vez, Irlanda no arrugó su nariz o frunció el ceño: su gesto parecía más bien expresar genuina curiosidad.
Mala suerte que él no pudiese darle la respuesta que deseaba.
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Me lo acababa de empezar en la estación, y no he tenido mucho tiempo para indagar en él.
Ella arqueó su ceja.
—¿Y no te has leído ni siquiera la sinopsis?
España suspiró, para después negar con la cabeza.
—No he tenido demasiado tiempo para hacerlo.
—¿Tanto tiempo ocupa tu trabajo como para que no tengas ni siquiera para leer una sinopsis? —Irlanda soltó un bufido, y extendió su brazo hasta el libro. España apartó de inmediato la mano sobre él, y permitió que Irlanda lo arrastrase hacia sí y pudiese voltearlo a gusto. Su ceño de inmediato se arrugó—. No sabía que te gustaban esta clase de libros.
España se reclinó sobre el respaldo de su asiento, y suspiró.
—No sabía ni qué libro era. Lo tenía en la estantería, y, el día antes de irme, lo metí en la maleta sin tampoco prestarle demasiada atención. —España extendió su brazo para que Irlanda pudiese devolvérselo, cosa que ella hizo de inmediato, como si le estuviese quemando la mano—. El único momento que he tenido para leer ha sido el desayuno, por lo que he estado un par de meses con el mismo libro, pero en cuanto he tenido la oportunidad de leer de seguido, me lo he terminado en muy poco tiempo.
Irlanda quedó en silencio, y levantó entonces la taza de té hasta sus labios. Dirigió de nuevo sus ojos hacia la ventana, a través de la cual ya se podía observar el terreno montañoso francés. O, bueno, dado que estaba nublado y estaban rondando la noche, no se podían ver más que las siluetas de los setos y la línea que separaba la tierra del cielo.
España sabía que solo había una manera de llevar esa conversación hacia donde él quería, pero, tal como le había pasado momentos antes, era incapaz de ponerlo en palabras.
—Y… ¿qué tal?
Irlanda pareció evitar dar alguna señal de que lo hubiese escuchado, y continuó con sus ojos fijos en la ventana. Pero no pudo ignorar la manera en la que sus labios fueron presionados entre sí, ni las arrugas que se formaron alrededor de sus comisuras.
España suspiró. Pues hasta allí habían llegado sus intentos de comunicarse con ella. Llevó entonces su mirada hacia la portada del libro que aún tenía en sus manos, y supuso que debía buscar otra lectura con la que distraerse el resto del trayecto.
Se puso en pie, intentando no mover la tabla que funcionaba como mesa y tirar su café a los muebles, y sacó entonces su maleta del compartimento. Con el poco espacio libre que quedaba entre la mesa y la puerta, tuvo que abrir ahí la maleta y…
—El café se te va a enfriar —le recordó Irlanda, y él giró su cabeza hacia ella y suspiró. No iba a decir que le daba igual, pero… no era lo que le apetecía en esos momentos—. Si no querías café, no deberías habérmelo pedido. Hubiese ido mucho mejor si no hubiese tenido que llevar tu taza.
—No tenías por qué. —Al principio, había esperado que saliese de una manera mucho menos… áspera. Pero se quedó sin palabras al observar a Irlanda boquiabierta. Ella recuperó el control de sus emociones y cerró la boca de inmediato, para después fruncir el ceño—. Lo siento, ¿vale? Es que…
—Me has preguntado antes qué tal. ¿Que qué tal estoy? No se puede estar muy bien gracias a la guerra —respondió ella, dejando la taza sobre el platillo sin demasiada delicadeza—. No puedo estar tranquila cuando no hay ninguna pista de Australia. Cuando siento que me observan a cada movimiento que hago, y cuando no he podido pisar Dublín desde finales de abril. Cuando tú… —Se detuvo para inspirar hondo—. ¿Qué demonios te pasa? ¿Cómo se te ocurre irte hasta Berlín solo?
España cerró la maleta y la devolvió a su compartimento. A continuación, se sentó ante ella e hizo un esfuerzo para que sus manos no temblasen a la vez que rodeaban las suyas. La piel de Irlanda estaba fría, de tal manera que el primer instinto de España fue rozarlas con el fin de calentarlas. Pero no hizo nada, porque Irlanda lo miraba perpleja, y él no era capaz de interpretar qué significaba eso.
—He venido a solucionar lo de Australia. Y, de hecho, si quieres algo más… —Él se rascó la nuca, procurando acompañar el gesto con una sonrisa lo más sincera posible—. La Oficina está a tu disposición.
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4 de enero, 1917; Culoz, Francia - 6 de enero, 1917; Berna, Suiza.
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Irlanda había apartado sus manos de las suyas y había devuelto sus ojos hacia la ventana. Había vuelto a fruncir su ceño, y sus labios permanecían apretados. Había ocasiones en los que devolvía su mirada hacia el frente con el fin de localizar la taza de té, y aproximarla a su boca. Parecía ansiosa por terminársela.
Podía asegurar que el té había estado frío para esos momentos, y más por la manera en la que sus comisuras se habían torcido.
España, al comprender que hasta allí había llegado su conversación, había abierto la maleta y sacado de allí otro libro. Esta vez, había leído los títulos y evitado cualquier tipo de ensayo. Al final, había escogido uno de poesía, que había procedido a dejar sobre la mesa.
Después, había acomodado su maleta entre sus piernas, puesto que se había negado a volver a levantarse para dejarla en el compartimento.
Cuando se había vuelto a sentar, se había percatado de que Irlanda miraba su café con su ceja arqueada.
—¿No te gusta? —había cuestionado.
España no había sabido cómo responderle, y mucho menos cuando creía que estaba enfadada con él. Al menos, eso era lo que ella le había hecho saber hacía unos cuantos… ¿cuánto tiempo había pasado desde entonces? Solo sabía que ya se había hecho completamente de noche.
—No es mi favorito, no. Lo prefiero solo. —España había sido consciente de sus ojos bien abiertos ante su afirmación.
—¿No te resulta demasiado amargo para lo que eres tú? Pensaba que preferías las cosas más dulces.
España había suspirado. En esos últimos años, su paladar era incapaz de soportar algo similar al café con miel que antes se tomaba con gusto por la mañana, o incluso el chocolate caliente nada más volver de una campaña o de un turbulento viaje en barco.
—No sabía que te gustaba el té.
Ella había arrugado su nariz.
—Me gusta caliente, no frío. El sabor no es lo suficientemente fuerte, y le han puesto menos leche de la que pensaba. —Había levantado sus ojos de la taza para dirigirlos hacia él. Estos, por razones del destino, se habían terminado deslizando hacia el libro—. ¿Poesía?
España la había mirado con la ceja alzada.
—¿Vas a criticar también mi gusto por la poesía?
Irlanda había negado con la cabeza.
—Nunca lo haría. Y mucho menos en estos tiempos. —Por más que ya no hubiese nada más en el fondo de la taza, ella había recogido la cucharita del platillo y había comenzado a hacerla girar en su interior. Su nariz se había arrugado, y sus ojos seguían el movimiento del cubierto—. En ningún momento desprecio lo que has hecho por Australia. De hecho, teniendo en cuenta que Inglaterra no ha podido encontrarlo en casi medio año, me alegro de que esté en tus manos.
—¿Ah, sí? —había cuestionado España.
Ella había asentido con la cabeza.
—Francia me ha contado cómo has ido cumpliendo sus recados. Me ha dicho que está bastante agradecido contigo, a pesar de que no todo haya resultado en éxito.
—Hay cosas que no dependen de mí. —Él se había restregado los ojos. La muerte oficial del hermano mayor había pesado bastante—. Que Alain estuviese muerto era algo irreparable: entre mis capacidades no está el poder revivir muertos.
Irlanda había inspirado hondo, se había quitado el sombrero y lo había dejado en su regazo. Después, había pasado sus dedos para peinarse el flequillo.
—Lo entiendo. Él lo entiende. Valoro… bastante que estés dispuesto a ir hasta Berlín con tal de encontrarlo, y más teniendo en cuenta que la relación entre la Entente y las Potencias Centrales está más que rota, pero… Deberías tener cuidado. —Ella lo había mirado con sus ojos verdes, de tal manera que España había sentido que le estaba arrebatando el aire de sus pulmones—. Es una labor humanitaria, por supuesto, pero eso no evita que sea sospechoso.
España había suspirado, resistiéndose las ganas de restregarse los ojos con sus dedos.
—Y yo sigo insistiendo en que no hay nada más allá. No me importa quién gane la guerra ahora mismo. Ambos bandos tenéis… —Él había chasqueado la lengua—. Ya me entiendes. —Se había quedado más tranquilo al observar que Irlanda asentía con la cabeza, aunque las arrugas no parecían abandonar su rostro—. Y, precisamente, es eso lo que me permite llegar más lejos: el hecho de que lo que hago por uno le deja una deuda pendiente conmigo que luego puedo aprovechar.
Ella había soltado un resoplido.
—¿Y cuándo piensas cobrarle a Alemania el favor que le hiciste en Guinea Ecuatorial?
—¿Por qué crees que estoy en este tren?
Irlanda había alzado una de sus cejas y se había cruzado de brazos, soltando la cucharita y causando un tintineo.
—Dada la magnitud del problema y las medidas que debisteis adoptar, creo que, si realmente quisieses cobrárselo, podrías haberle convencido de quedarte en tu capital y hacerle ir hasta allí. Es injusto que le vayas a liberar de su deuda por solo Australia, por más que sea él.
España había apretado sus labios.
—Esto nunca se ha tratado de que fuese justo o no.
Cuando el ferrocarril se había detenido, poco después del fin de su conversación, ambos se habían mirado. España había sido el primero que se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo, y había extraído de su chaqueta los papeles que previamente había utilizado para pasar a Francia desde Barcelona.
—La frontera —le había explicado, al observar que la ceja alzada de Irlanda continuaba sobre su rostro—. Para entrar a Suiza.
Ella había puesto sus ojos en blanco, y había comenzado a rebuscar en el interior de su chaqueta. De ahí había salido un cuadernillo, que, antes de dejarlo sobre la mesa, prácticamente se lo había puesto en la cara.
—Lo sé. No te estaba preguntando por eso.
España estaba mucho más sorprendido por el hecho de que Irlanda estuviese dispuesta a acompañarle. Que se hubiese subido al ferrocarril en Lyon no con la idea de quedarse en la última parada francesa, sino de acompañarlo hasta Suiza.
¿Acaso eso confirmaba sus sospechas de que tenía la intención de ir hasta Berlín con él? Que sí, que le había regañado antes por pensar en ir solo, pero en ningún momento había pensado que eso podría significar que iba a acompañarlo ella misma.
Y más cuando ese viaje les estaba demostrando a ambos que ya no conectaban de la misma manera. Aun así, no se había visto capaz de preguntarle algo tan simple, por, quizá, temor a que ella pudiese malentender sus palabras.
Porque a él no le desagradaría un viaje hasta Berlín con ella. Irlanda siempre le había cubierto las espaldas, y viceversa, y sería una manera de recordar viejos tiempos. Por más que fuese contraproducente a Irlanda pertenecer al bando contrario.
(Aunque lo mejor era no hacerse demasiadas ilusiones.)
Esta vez, quienes se habían abierto paso a través del vagón no llevaban traje de revisor, sino de soldado. Eran tres hombres vestidos con un traje grisáceo, con ciertos detalles rojos alrededor de su cuello, en la línea entre este y sus hombros, o incluso en los bordes de sus chaquetas. Tenían unos gorros con forma de cubo, y los adornos dorados en las líneas rojas del cuello de la chaqueta hacían saber que eran oficiales.
Y no unos soldados rasos que se hubiesen colado en el tren para abusar de su poder.
Les habían pedido los pasaportes y los billetes, y a pesar de que España le había proporcionado aquella carta firmada por el Rey encima del documento, el soldado se la había devuelto sin siquiera leerla y se había centrado en su pasaporte.
O bueno, en el billete entre las páginas del pasaporte.
Los había examinado durante unos cuantos segundos antes de sellarlos y devolvérselos.
Cuando España había devuelto sus ojos hacia Irlanda, esta se encontraba guardando sus papeles en el interior de su chaqueta. Los dos soldados les habían dejado solos entonces, justo en el momento en el que la luz del amanecer se filtraba por la ventana.
Él había mirado hacia el exterior con su ceño fruncido.
¿Ya estaba amaneciendo y ni siquiera habían llegado a Ginebra? Se había restregado los ojos, más que nada por sentirlos secos. Si no hubiese sido por eso y lo que veía por la ventana, nunca habría llegado a la conclusión de que había pasado otra noche sin dormir.
Quizá habían sido sus escasos sorbos al café los que le habían dado la energía suficiente para resistir al resto del día.
O quizá en cualquier momento iba a caerse redondo.
A lo mejor podía ir hasta la cafetería y pedirse una última taza antes de bajarse en Ginebra. Desde luego, no quería quedarse dormido en ningún punto del viaje. Nada más haber hecho el amago de levantarse, Irlanda había alzado su ceja.
—Sabes que no te voy a permitir escapar hasta que me resuelvas la duda, ¿cierto?
España había suspirado.
—No hay duda que resolver, Irlanda. No creo que haya mucho que sacar de la frase de que nunca se ha tratado de que fuese justo. Ahora… Voy a por un café. Vuelvo en un momento.
Los labios de Irlanda se habían fruncido de tal manera que dejaban ver su disgusto.
España no podía hacer nada respecto a eso. Había considerado un momento detenerse para decirle que no era que no apreciase que le hubiese traído el café, sino que, dado que ella no se había ofrecido, no iba a ser él quien le preguntase si quería un té para que fuese Irlanda. De todas formas, no creía que le sentase muy bien que le endosase el volver a ir a recogerlos.
Le vendría bien aquella caminata para despejarse, y creía bastante el necesitarlo después de todo el tiempo que había pasado sentado. Apenas había caminado entre el ferrocarril de Barcelona-Lyon y Lyon-Ginebra, y si algo había sentido al ponerse en pie, había sido la falta de sostén que le habían ofrecido sus piernas y el casi volver a caer sobre su asiento.
Irlanda lo había mirado perpleja.
—¿Estás…? —había empezado.
España no le había permitido terminar, y había sacudido su mano para quitarle importancia.
—Sí, sí. No estoy mareado ni nada. ¿Quieres un té?
Irlanda había negado con la cabeza, y, a continuación, había procedido a observarlo con cierto escepticismo. España había decidido abandonar la cabina sin demasiada dilación. La situación no terminaba de ser caótica, y él todavía no podía discernir las razones por las que ella estaba ahí. ¿Australia? Por supuesto, pero… había mostrado cierta… preocupación por él. Y España no sabía qué pensar al respecto.
Acompañado por el tono anaranjado del sol saliente, España había recorrido la distancia que separaba su cabina de la cafetería. Medido en vagones, habían sido más o menos tres. Se la había encontrado bastante tranquila, por lo que no había tenido que esperar demasiado antes de poder aproximarse y pedirle un café al camarero.
España le había estado echando un vistazo al reloj, y, antes de que el minutero hubiese recorrido entre el doce y el cinco del reloj, el camarero ya le había dejado el café sobre la barra.
Él había olisqueado el aroma que le llegaba. No era exactamente al que estaba acostumbrado, pero era mejor eso que nada.
Al menos ya no tenía miel.
España había dejado las monedas exactas para cubrir el precio, y se había apresurado a aproximar la taza a su boca y tomar un pequeño sorbo. Mejorable, pero suficiente. Durante el camino, le había dado unos cuantos sorbos más, hasta el punto de que, al llegar a la puerta de la cabina, el contenido se había reducido a la mitad.
Nada más aproximarse a la ventanilla, había podido observar cómo Irlanda ojeaba el libro de poesía que había extraído de su maleta. En cuanto él había puesto sus dedos sobre el asa de la puerta, ella había fijado sus ojos en los suyos y había dejado el libro en su lado de la mesa.
—¿Te va a dar tiempo a terminártelo? Ya prácticamente estamos en Ginebra —le había dicho, justo cuando España había terminado de abrir la puerta y se encontraba en proceso de cerrarla.
España había asentido con la cabeza.
Como Irlanda había dicho, a la estación de Ginebra habían llegado poco después. España había sentido que había pasado un parpadeo: era muy probable que hubiese transcurrido más tiempo, pero lo importante era que le había dado tiempo para terminar el café.
Se había sentido algo culpable de tener que dejar ahí la taza, pero no había podido hacer nada al respecto. Irlanda había salido prácticamente escopetada del vagón, y España no había tenido otra opción que seguirla para preguntarle qué ocurría.
Había sido frenado por tener que guardar el libro en la maleta y asegurarse de que esta se encontraba bien cerrada, pero parecía que Irlanda había tenido la idea de que la siguiese, y se había quedado esperándolo en el andén.
—Ven —le había dicho, para después girarse sobre sus talones y salir del andén, y España no había hecho otra cosa que obedecerla.
Hasta que se había dado cuenta de que parecía dispuesta a salir de la estación, y se había apresurado a sujetarla de la muñeca y detenerla.
Por supuesto, el gesto no le había sentado demasiado bien, y se había girado para mirarlo con el ceño fruncido.
—¿Qué? —había cuestionado.
—Ahora tenemos que coger el tren a Berna. No podemos distraernos.
Irlanda había chasqueado la lengua, y puesto sus ojos en blanco. A continuación, había librado su muñeca de su agarre y había sujetado en cambio la suya. España, al principio, se había clavado en el suelo, pero ella lo había mirado con su ceja alzada y, de tan insistentes que eran sus tirones, había logrado moverlo del sitio.
Ella lo había arrastrado por toda Ginebra, aunque, conforme se iba dando cuenta de que España no oponía resistencia —por alguna razón que ni él mismo podía comprender—, su mano había dejado de ejercer fuerza.
Lo había llevado hasta la orilla de un lago, cubierta de nieve. El calzado que había llevado España no era el adecuado para caminar por el hielo, y había estado a punto de resbalarse en bastantes ocasiones. De hecho, estaba seguro de que el interior había quedado empapado, pero, aun así, la había seguido.
Hasta que había recordado por qué estaba ahí, y el hecho de que a Australia no le convenía que perdiese el tiempo. Entonces, se había detenido y había suspirado.
—Irlanda, volvamos a la estación.
Ella había soltado un bufido.
—¿No te traen estas vistas recuerdos de otros tiempos? —Había cerrado sus ojos y había inspirado hondo, relajando sus facciones. España había observado a sus alrededores, y había comprendido a qué se estaba refiriendo con un simple vistazo a aquella montaña, a aquel lago, a la vegetación que no se había dejado cubrir por la nieve. Parecía mentira que no hubiesen llegado a salir de la ciudad de Ginebra—. Cuando las cosas eran más simples.
España había presionado sus labios, y después había metido sus manos en los bolsillos.
—Bueno, yo no diría que fuesen fáciles…
—Pero más que los actuales sí. —Ella había girado su cuello hacia él. España se había visto obligado a darle, en parte, la razón—. Porque, en esos días, uno podía apartarse del mundo cuanto quisiese. Podía desaparecer durante meses, y nadie lo echaría en falta. La naturaleza era un refugio al que ya no tenemos acceso… ¿Recuerdas aquellas carreras que hacíamos? Podíamos ir con el corcel por donde quisiésemos, teniendo grandes explanadas a nuestra disposición. No molestábamos a nadie. No éramos molestados por nadie…
—Salvo por asuntos de Estado —había señalado él.
Irlanda había esbozado una sonrisa demasiado amplia.
—¿Y no era eso una excusa por ser incapaz de quedar por delante de mí y frustrarte?
España había sentido ganas de soltar una carcajada. Desde luego, sus comisuras habían seguido el ejemplo de las de Irlanda, aunque no se habían separado tanto entre sí.
—Eso es una exageración. Por supuesto que te ganaba. —España se había rascado la frente, indagando en esos recuerdos sepultados hacía ya tiempo al recibir una ceja alzada de Irlanda—. En algunas ocasiones, pero te ganaba. Estábamos a la par. Más o menos. Lo otro eran empates tácticos.
—No que yo recuerde. —Su voz había tenido un tono burlón, que le había puesto los pelos de punta.
—Las ocasiones en las que te sentías claramente superior eran porque… —Los recuerdos habían llegado a él cual tormenta de la que era imposible escapar. Tanto los buenos como los malos. Y estos últimos resultaban demasiado abrumadores. Se había ajustado el cuello de su camisa antes de tragar saliva. No había sentido el peso de la maleta hasta aquellos momentos—. D-Deberíamos volver y-ya a la estación. Me están esperando, y no quiero que se preocupen por mí por el hecho de que no aparezca.
La sonrisa en el rostro de Irlanda había quedado reducida a una fina línea.
—Por supuesto —había murmurado, a la vez que en su ceño se formaban unas ciertas arrugas.
El camino de vuelta a la estación había sido bastante silencioso. Los zapatos de España habían comenzado a chapotear a mitad de camino, pero tampoco era como si se hubiese traído algún recambio tanto para ellos como para los calcetines.
Había que aguantarse.
El ferrocarril había llegado al andén poco después de que ellos mismos lo hiciesen, y, a pesar de que había tenido que rebasar a la multitud para llegar hasta el interior del vagón, no había tenido demasiados problemas. Para aquellos momentos, consideraba incluso inaudito que Irlanda siguiese junto a él, pero, al llegar a la cabina, ella se había acomodado —enfurruñada—, en el asiento frente a España.
Y, esta vez, no había hecho ningún intento por entablar conversación en el trayecto.
También podía ser, España recordaba, porque había un momento en el que los párpados de Irlanda habían comenzado a cerrarse. Ella había parecido negarse a dormir, puesto que, en cuanto sus ojos permanecían cerrados durante simples segundos, Irlanda los abría y se daba cachetes en las mejillas.
Mala suerte, o buena, que no hubiese sido capaz de librarse de los deseos de su propio cuerpo: los ligeros ronquidos de Irlanda habían terminado llegando hasta él. Se había quedado dormida con su nariz apuntando hacia la ventana, su mentón apoyado en sus nudillos y su codo sobre la mesa, una postura sorprendentemente estable.
Entre verso y verso, España le echaba un pequeño vistazo.
Irlanda había tenido razón: las cosas habían sido mucho más sencillas antes, a pesar del barullo político que los envolvía a todos. Pero no había manera de que volviesen a ser lo que eran.
Él estaba demasiado cansado como para siquiera intentarlo.
Y parecía que le había contagiado aquel sentimiento a Irlanda.
A Berna llegó al día siguiente —aunque ni siquiera podía discernir si realmente había pasado el tiempo que aseguraba—, con sus músculos doloridos, los ojos escocidos, los pies mojados y consciente de que aquel libro no le estaba haciendo ningún bien. La nostalgia era algo que había aprendido a dejar atrás hacía bastante tiempo, y volver a sentirla le demostraba por qué había llegado a aquella conclusión.
Irlanda, por otro lado, llegó fresca como una rosa. Abrió sus ojos cuando el ferrocarril comenzaba a rodearse de lo que él suponía que era la ciudad de Berna, y, después de restregárselos con los dedos, le dirigió una pequeña sonrisa a España mientras se estiraba.
Luego, pareció recordar lo que había pasado el día anterior, y volvió a fruncir sus labios. Se peinó sus rizos con sus dedos, y se recolocó la chaqueta con bastante cuidado. España sintió en sus espinillas los pies de Irlanda mientras esta se aseguraba de tener a punto sus piernas, y, a pesar de que él había fruncido ligeramente su ceño, ella no le remitió ninguna disculpa.
A pesar del agarrotamiento que Irlanda debía tener debido al sueño, cuando el tren se detuvo en el andén, ella se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta. España aún tuvo que ahogar un bostezo en su mano y sostenerse en la tabla para ponerse en pie, y luego recogió su maleta.
Sus ojos ardían.
Para ese momento, Irlanda ya había desaparecido de su vista, y la puerta había quedado abierta. España supuso que ya habría salido al andén, aunque no estaba tan seguro de si lo había esperado o no.
Se tambaleó por los pasillos del vagón, y casi se tropezó con una señora que tenía la intención de salir por la misma puerta que él. A pesar de que se detuvo a tiempo, aquello no fue suficiente para evitar que la mujer lo mirase con el ceño fruncido mientras salía con cautela.
España aprovechó ese tiempo para restregarse los ojos y aclarar un poco su vista.
Y quizá fue por eso por lo que fue capaz de reconocer la figura de Suiza entre la multitud. Sus ojos verdes, entrecerrados en rendijas, estaban fijos en él —quizá eso fue otro factor—, y su espeso flequillo rubio caía sobre sus cejas, impidiéndole ver si estaban fruncidas o no. Aunque, para qué mentirse, era muy probable que lo estuviesen.
Conforme Suiza se fue abriendo paso entre la multitud, España fue capaz de reconocer más cosas: la primera era que llevaba su fusil en su hombro, la segunda fue sobre su uniforme; el mismo gris con detalles rojos que habían llevado aquellos que estaban a cargo del control fronterizo, y la tercera sobre su cabello, recogido en una corta cola de caballo.
Se detuvo justo frente a él, y lo miró de pies a cabeza.
España solo pudo recolocar su cuello mientras se aseguraba de que el nudo de su corbata no se había deshecho, y asegurarse de no encogerse frente a aquella férrea mirada.
—Don Antonio. —Fue después de que un hombre al lado de Suiza lo llamase que España dirigió su mirada hacia él: era un delegado de su embajador en Suiza, Francisco de Reynoso, de bastante prestigio en su aparato diplomático. Él lo había conocido hacía ya tiempo, en su país—. Me aseguraré de emitir un aviso al embajador en Berlín para que sepa que está en camino.
España asintió vagamente con la cabeza, y, cuando el hombre se giró, él sintió ganas de sujetarlo del brazo y rogarle que no le dejase solo, y mucho menos cuando podía ver por el rabillo del ojo que Irlanda se encontraba a su lado. Sin embargo, ¿qué imagen daría haciendo eso? ¿Cuánto tiempo más perdería con esa escena?
Devolvió sus ojos hacia Suiza, y tiró de sus comisuras para un gesto de cordialidad. En ningún momento se atrevió a mostrar sus dientes, siendo consciente de que aquello se vería demasiado forzado.
—Hola, Suiza —dijo, en vez de un «¿Qué demonios quieres, Suiza?».
—¿Cómo va el tema de Australia?
España quedó paralizado ante la pregunta. ¿El tema de Australia? ¿Acaso era que todos ya sabían sobre el caso? Si lo pensaba mejor, si la Cruz Roja Internacional había intentado intervenir, Suiza debía saber algo, así que era lógico que le preguntase.
—Bien. Todo bajo control. —España no pudo obviar aquel intento de fulminarle con la mirada de Irlanda. Pero era más o menos cierto—. De todos modos, si tú también estás informado, ¿tienes alguna pista más?
Suiza asintió con la cabeza, y se metió una mano debajo de su propia chaqueta. Con la otra tiró de la correa de su fusil para posicionar el arma en un lugar mucho más cómodo: similar a cómo uno haría con una mochila, y no con algo mortífero.
—No he tenido demasiado tiempo para indagar, puesto que, a pesar de haber sido informado, no le presté mucha atención hasta que Nueva Zelanda y Canadá se pusieron en contacto conmigo. —Suiza le dirigió una breve mirada a Irlanda, y España fue demasiado lento como para captar la expresión de esta—. Australia desapareció en la batalla de Fromelles, por lo que ha sido más o menos fácil identificar dónde está.
En vez de decírselo directamente, él se sacó un pequeño papel de debajo de la chaqueta y se lo entregó. España lo tomó entre sus dedos, y, después de asegurarlo en su otra mano, se apresuró a desenvolverlo.
Lo primero que halló fue un texto en alemán que no le fue demasiado difícil de traducir, en el que se explicaba que los soldados australianos que habían sobrevivido a Fromelles habrían tenido que pasar primero un periodo en las trincheras, al alcance de su propia artillería —cosa que no deberían hacer según La Haya—, y después habrían sido trasladados a Lille, una ciudad francesa en manos alemanas muy cercana al frente.
Él apretó sus labios. ¿Así? ¿Tan fácil? ¿Llegaba a Berna y el propio Suiza le daba la solución? Y, más importante, ¿acaso su embajador no había tenido acceso a esa información? Lo dudaba, dada su posición privilegiada.
Sin embargo, mientras era carcomido por las dudas, Irlanda aprovechó para arrebatarle el papel de entre sus manos sin demasiada resistencia, y lo barrió con sus ojos. Por la manera en la que su ceja se arqueó y su boca se torció, España pudo leer sus pensamientos. Y no lo dejaban en buen lugar.
—Yo que tú no seguiría con la idea de ir hasta Berlín con esta información. —Ella le tendió la hoja, y España la recogió de su mano con cuidado—. Porque, si lo haces, no vas a hacer más que perder el tiempo. De todos modos, sé que lo que yo te diga no va a hacer nada para convencerte, así que asegúrate de mandarme un telegrama en cuanto lo… resuelvas. Llegará antes que yo a Londres.
No se le escapó su tono irónico.
España dirigió sus ojos hacia Suiza e inclinó su cabeza.
—Gracias por la información. —Por inútil que pudiese resultar.
Suiza volvió a recolocar la correa de su fusil, y le devolvió el gesto.
—Espero que eso sea suficiente.
—Lo será —añadió Irlanda, para después comenzar a caminar hacia Suiza—. Supongo que ahora te dirigirás hacia Jura, ¿cierto?
—En efecto —respondió Suiza. Pese a que su expresión no se había inmutado durante aquella corta conversación, a España le pareció que su ceño fruncido se había roto y una de sus cejas se había levantado más de la cuenta.
Pero qué iba a saber él, ¿no?
—Voy contigo. —Irlanda se giró un momento hacia España con uno de sus brazos en jarra y con la nariz arrugada—. Lo dicho. —Ella ni siquiera esperó a que asintiese con la cabeza antes de darle la espalda y proceder a alejarse junto al suizo.
Él no le dio un segundo vistazo al papel, y procedió a buscar en el tablón el andén hasta Fráncfort, su penúltima parada para llegar hasta Berlín. De ahí, pasaría a Leipzig, y lo siguiente sería ya la estación de Berlín.
Y, al contrario de lo que le había manifestado Irlanda, no consideraba el recorrer el camino que le faltaba una pérdida de tiempo.
El mayor problema nunca había sido saber dónde estaba —eso era un añadido—, sino el convencer a Alemania y a Prusia de su liberación. Y eso era algo de lo que solo podía ocuparse él.
