6 de enero, 1917; Berna, Suiza - 9 de enero, 1917; Berlín, Imperio Alemán.

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El tren lo había mantenido esperando durante una hora exacta. España podría jurar que se había recolocado la corbata más de cien veces en ese intervalo, sin querer abandonar el andén por si llegaba el ferrocarril y lo dejaba en tierra.

Todo ese tiempo había tenido su mirada fija en el reloj de la estación, cuyo minutero se movía de una manera que se le antojaba demasiado tortuosa.

En cuanto había podido escuchar uno de los chirridos que siempre acompañaban a las locomotoras, se había puesto de pie de un salto. Su cuerpo había parecido dejar atrás todo lo que lo aquejaba, y, en cuanto el ferrocarril se había detenido ante él, España se había lanzado a su interior.

A pesar de la falta de sensibilidad en sus pies.

Una vez que había sido consciente de que el ferrocarril no podría dejarle tirado, España había inspirado hondo y había caminado hasta la cabina que tenía reservada. Esta vez, no había nadie con él, y España no sabía si lo agradecía o prefería tener compañía.

De todos modos, tenía cosas que hacer.

Se había sentado en el sillón de la cabina y había colocado su maleta a sus pies. Antes de siquiera pensar en sacar el libro de su interior, había extraído la libreta junto a su pluma. De ella había sacado sus documentos, y los había posicionado en el lugar más próximo a la ventana hacia el exterior, consciente de que pronto atravesaría su última frontera. Después, había desplegado el papel por primera vez desde que se había separado de Irlanda, y había leído lo que ponía de nuevo.

Por más que lo recordase bastante bien de su primera lectura.

Desde ahí, o desde la Oficina, no hubiese tenido manera de comprobar si aquella información ya había sido contrastada con su base de datos, así que podía admitir que tenía suerte por estarse dirigiendo a su embajada en aquellos momentos.

Aunque no le quería dar la razón a Prusia después de que lo hubiese arrastrado por la mitad de Europa.

Él había suspirado, y había posicionado uno de sus codos sobre la mesa con el fin de apoyar su cabeza en su mano. Serían unos cuantos días de viaje, sin poder hacer nada más que leer, y… enviar telegramas.

Había mirado de reojo sus papeles, y, después de unos cuantos minutos observándolos, los había vuelto a recoger y meter en su libreta. Había levantado la tabla con el fin de ponerse en pie, y había puesto el cuaderno justo debajo de su hombro. No se había molestado en cargar con su maleta; tampoco llevaba nada de valor.

Había caminado hacia el vagón que contenía el telégrafo, y, después de extenderse más de treinta palabras en la explicación a su embajador, había pagado la cantidad correspondiente a base de unos cuantos francos que había traído consigo desde España: el mensaje ya había quedado enviado.

Sería bastante afortunado; no tendría que aguantar el viaje, y llegaría a su destino mucho antes.

Una vez que se había asegurado de dejar algo de trabajo hecho, se había apresurado hacia la salida del telégrafo antes de ser interrumpido por la llamada de uno de los trabajadores del vagón. No había dicho exactamente su nombre, pero dado que España era el único que no trabajaba ahí, había supuesto que se estaba dirigiendo hacia él y se había girado con su ceja ligeramente alzada.

—¿Sí? —A decir verdad, desconocía en qué idioma había salido aquello.

El hombre que lo había llamado se había levantado de su asiento con una pequeña cuartilla en una de sus manos. Se había asegurado de recoger sus gafas, enganchadas con una delgada cuerda al cuello de su camisa, y apoyarlas en el puente de su nariz.

A continuación, sus ojos castaños se habían dirigido hacia el papel.

—¿Antonio Fernández Carriedo? —Como el hombre no era nativo de su país, su nombre había salido de una manera algo ortopédica de sus labios, aunque con el esfuerzo suficiente como para que resultase reconocible—. Tiene un telegrama. De parte de François Bonnefoy.

España no había podido retener aquel resoplido cuando había extendido su brazo para recogerlo.

¿Qué quería ahora?

Aun así, España se había guardado el papel en su bolsillo y se había prometido a sí mismo que no lo abriría hasta que estuviese en la cabina. Y esa había sido una de las varias razones por las que se había apresurado a llegar allí, además de que, al desconocer por completo la línea ferroviaria suiza más allá de Ginebra y Berna, tampoco sabía cuánto podía pasar hasta que llegasen a la frontera.

Pero suponía que más o menos poco.

Ya había tenido que esperar una hora para que llegase el tren; ¿iban a tener de nuevo alguna clase de incidente por el camino que los retrasase? ¿Iban siquiera en la dirección indicada y no hacia algún lugar perdido de Europa? Porque ya se podía imaginar que pasase de todo.

Por suerte, a pesar de tener la cabeza en otro sitio, no se había chocado con nadie en todo el camino, y había podido llegar a la cabina sin incidentes. Había cerrado la puerta y se había sentado en el sillón, sin siquiera molestarse en bajar la tabla.

Había sido entonces que se había dado cuenta de que, para aislarse del mundo exterior, podía correr unas espesas cortinas rojas tanto por la ventana hacia el exterior como delante del cristal que daba a los compartimentos. Se había arrastrado hacia el borde del asiento y había tirado de aquella en el lado izquierdo.

En cuanto había estado colocada, había querido hacer lo mismo con la derecha, aunque se había detenido al recordar que todavía no habían atravesado la frontera. En cuanto lo hiciesen, ya podría aislarse del mundo.

España había puesto de nuevo sus documentos encima de la tabla, y había sacado entonces de su chaqueta el telegrama que le había llegado desde Francia.

Anda que no podía haberse esperado un poco más antes de enviarlo.

En él, le agradecía haber culminado con todos sus encargos a tiempo, y le expresaba sus deseos de que estuviese teniendo un buen viaje. España había decidido no prestarle demasiada atención a esa parte. Además, le aseguraba que no mandaría ninguna clase de encargo hasta que estuviese de vuelta en Madrid. Sus peticiones, si no volvía a pasar algo similar a Verdún, probablemente nunca alcanzarían la misma densidad durante el resto de la guerra, pero seguía habiendo personas que necesitaban de su ayuda. Reiteraba en el final que no habría más hasta que volviese.

Él había sentido ganas de levantarse y volver al telégrafo para corregir su error. Después de todo, ¿qué mejor lugar para procesar las solicitudes que directamente en Berlín? Que sí, que no sería óptimo mandar esa información desde dos países enfrentados en la guerra, pero siempre podía enviarlos a España, y ahí Tomás y otros trabajadores se encargarían de remitirle los datos.

Sin embargo, no había tenido las fuerzas para moverse de ahí.

Y tampoco creía necesario estarles dando la tabarra cada dos por tres.

Se había restregado los ojos, e incluso había considerado necesario sacar el libro que estaba leyendo antes con el fin de distraerse. Pero, en cuanto lo había cogido de la maleta y había completado la primera página, la pesadez de sus párpados le había revelado que aquella era la peor opción que podría haber elegido.

Había ahogado un bostezo en su mano, y había girado su rostro hacia la ventanilla. No iba a mentir: el paisaje permanecía borroso ante sus ojos, y apenas había podido prestarle atención debido al sueño que lo invadía.

Aunque estaba logrando resistir bien la atracción hacia su descanso.

En ocasiones, no podía retener sus párpados y estos caían sobre sus ojos, pero era capaz de enmendarlo y volver a despegarlos en apenas segundos.

O, al menos, esa era la impresión que tenía al respecto.

Las dudas habían surgido cuando, después de uno de esos episodios en los que intentaba zafarse de las garras del sueño, había sentido una sacudida en su hombro. Sus ojos entonces se habían abierto de par en par, y había contemplado a un hombre —soldado, según indicaban su uniforme gris verdoso y correspondiente casco negro terminado en punta—, ante él.

España había parpadeado, y había mirado a sus alrededores. ¿En qué momento había llegado hasta allí? La cortina que previamente había corrido volvía a estar recogida en la esquina, y la puerta se encontraba abierta hasta la mitad.

—Señor, su documentación —le había dicho el hombre. Su alemán era incluso más tosco que el que él solía escuchar, lo que ya era decir bastante—. Una vez que atraviese la frontera, podrá seguir durmiendo.

—No estaba… —Él se había restregado los ojos con sus dedos, y había chasqueado la lengua.

La continuación de la frase había muerto en sus labios, y su cerebro había procesado que lo mejor sería entregarle los documentos. Al contrario que en la frontera suiza, el soldado esta vez se había detenido un poco más en la carta firmada por su Rey, llegando a fruncir ligeramente su ceño.

Apenas le había echado un vistazo al billete y al pasaporte antes de devolvérselo.

—Está todo en orden —había dicho. También había tenido la cortesía de volver a extender la cortina y cerrar completamente la puerta antes de irse.

España se había removido en su asiento en su eterna lucha contra sus párpados, buscando una posición que no le invitase a dormir. Porque no iba a hacerlo. No quería hacerlo. Porque eso significaría perder el control.

Aunque, por supuesto, no importaban sus deseos.

Ni siquiera se había dado cuenta de cuándo había cerrado sus ojos, porque la poca fuerza que tenía no era suficiente para mantenerlos abiertos.

Se despertó por una —otra—, sacudida en su hombro. Su boca se sentía pastosa cuando sus ojos se abrieron, y tuvo que mirar a sus alrededores para reconocer dónde estaba. Por alguna razón, sus manos estaban temblando. Con el sillón, las cortinas, y, más importante, lo que se veía por ambas ventanillas: tanto los compartimentos para guardar maleta como lo que tenía pinta de ser una estación, logró ubicarse.

El ferrocarril estaba detenido. Él arrugó el ceño. ¿Acaso estaban en Fráncfort o Leipzig? No conocía dichas estaciones, así que no había manera de identificar dónde estaba.

Escuchó entonces un carraspeo a su izquierda, y giró su cabeza en dicha dirección. Había un hombre, que apartó su mano de él en cuanto sus ojos se encontraron, mirándolo con la ceja arqueada.

Tardó un rato en reconocerlo: era aquel que le había entregado el telegrama de Francia.

España entonces intentó recomponerse, y se recolocó en su asiento.

—Ya estamos en Berlín —dijo el hombre, después de permanecer callado durante varios minutos.

Él lo miró con los ojos bien abiertos.

—¿Ya estamos en Berlín?

Cuando el hombre dudó en si responder o no, España supo en qué idioma había hablado. Repitió entonces la frase en un alemán tan oxidado que probablemente le hizo daño el solo escucharlo, pero, aun así, el trabajador asintió con la cabeza.

—Sí, en Berlín.

España se puso en pie de un salto, y, al casi darse de bruces por haberse tropezado con la maleta, se ahorró el trajín de tener que localizarla. La recogió del suelo, y, antes de echar a correr hacia la salida, se detuvo un momento para revisar la mesa. Ahí había dejado la libreta que contenía sus documentos; perderla hubiese sido contraproducente.

Se la puso debajo del hombro, y se giró hacia el trabajador que lo había despertado. Se lo agradeció en alemán, intentando acompañar sus palabras con una sonrisa, aunque no se detuvo a observar su rostro ni a conocer su respuesta.

Salió de la cabina y se apresuró a encontrar una salida que continuase abierta.

Con una sola zancada, descendió a aquel ajetreado andén de la estación.

Ante tal aluvión de personas, España ni siquiera tuvo tiempo para empezar a buscar a su embajador entre la multitud. Aunque él nunca habría dejado que lo arrastrasen hasta allí, por lo que era bastante probable que lo estuviese esperando en el exterior del edificio.

Y, de hecho, en cuanto salió, no le resultó demasiado difícil identificarlo: don Luis Polo de Bernabé y Pilón, con su porte orgulloso y su prominente mentón debido a su barba, lo esperaba junto a su esposa. Ambos apenas habían cambiado desde la última vez que los había visto, si obviaba las evidentes canas que les habían salido.

España se peinó el flequillo con sus dedos, se reacomodó el cuello de su camisa y las solapas de su chaqueta, y se dio unos cachetes en la cara para evitar que se le notasen los desarreglos del sueño, incluso después de haber dormido… Él entrecerró sus ojos; ¿en qué día estaba?

Les echó un vistazo a sus zapatos, perjudicados después de la pequeña excursión con Irlanda.

No podía hacer nada para arreglarlos.

Apretando su mano alrededor del asa de la maleta, España reanudó su camino hacia el embajador. Su esposa, Ana María, fue la primera que fijó sus ojos en él y le dedicó una sonrisa algo tranquilizadora, que España se apresuró a devolverle. Gracias al puesto de su padre; el mismo que en esos momentos ocupaba su marido, había conocido a la mujer desde la infancia.

Después, posó su mano sobre el brazo del embajador y le señaló su posición.

Don Luis tardó instantes en girar su cabeza en su dirección para comprobarlo. España no iba a mentir: esperaba que a su lado estuviese Prusia esperándolo. No quería retrasar las negociaciones más, a pesar de que lo tuviese que ver de esa… manera.

Por su albinismo ya hubiese resaltado entre la multitud, así que España debía suponer que no estaba ahí.

Él chasqueó la lengua.

¿A qué estaba jugando exactamente?

—Don Antonio. —La voz del embajador se abrió paso entre sus pensamientos, y él devolvió sus ojos hacia el hombre. No se le pasó por alto cómo torció el gesto al mirarlo de pies a cabeza, o cómo se inclinó sobre su esposa para murmurarle algo.

—¿Qué ocurre? —cuestionó España, apretando sus labios para evitar bostezar.

Don Luis suspiró.

—Herr Beilschmidt me ha informado esta mañana de que considera mejor darle la bienvenida en el Palacio Real, en vez de en medio de la estación, donde pueden ser molestados por toda la gente que sale del ferrocarril.

España resopló, y presionó sus dedos sobre la superficie del asa. Ya estaba con lo mismo de siempre.

—¿A qué hora? —España se restregó los ojos ante la ceja alzada del embajador. Debería haberse traído un reloj de muñeca, pero era algo que siempre se le olvidaba—. ¿En qué momento del día estamos?

—Por la mañana. Las once, para ser más exactos —respondió Ana María, para después cruzar su mirada inexpresiva con la de su esposo.

El embajador chasqueó su lengua y fijó sus ojos en él.

—Vamos, don Antonio, necesita relajarse un poco, asearse y cambiarse esas ropas. —Don Luis complementó sus palabras con un gesto de su mano antes de darle la espalda. Ana María lo miró y asintió con la cabeza antes de seguir los pasos de su esposo, y España barrió sus alrededores con sus ojos una última vez antes de hacer lo mismo.

Ambos lo guiaron hacia un coche negro, que relucía bajo el escaso sol que se filtraba a través de las nubes. El chófer los esperaba apoyado en su puerta, y, en cuanto observó que se acercaban, rodeó el coche y se apresuró a abrirles el acceso a los asientos traseros.

Primero fue el embajador quien se metió y tuvo que llegar hasta el fondo. Aquel bufido que soltó cuando España se acomodó en el asiento trasero fue suficiente para saber cómo se sentía, y contrastó con la sonrisa que Ana María llevaba en su rostro.

Una vez que estuvieron los tres acomodados —con una sorprendente cantidad de espacio entre ellos y para sus piernas—, el chófer retornó a su asiento y arrancó el coche. El temblor del motor le puso los pelos de punta, a pesar de lo acolchados que estaban los sillones, y tuvo que hundirse especialmente en ellos cuando empezó a avanzar.

¿Dónde habían quedado aquellos coches sin ninguna clase de cubierta?

El embajador carraspeó para llamar su atención. Si bien los cristales tintados en los lados le habían impedido ya distraerse con el ritmo de la calle, el hecho de que don Luis corriese las cortinas le quitó más visibilidad.

Ya solo le quedaba observar la carretera, y lo único con lo que podía distraerse en ese entonces era la trasera del coche ante ellos, que, al tener la misma altura que su vehículo, no le permitía ver nada más.

Don Luis volvió a carraspear, y, esta vez, España dirigió sus ojos hacia él.

—A pesar de que Herr Beilschmidt no ha hablado sobre el káiser, ni este se ha pronunciado, hay una cierta… posibilidad de que se pueda encontrar con él, don Antonio —explicó el embajador, y España alzó su ceja—. Sé que sabría cómo lidiar con él sin problema, pero no viene tampoco mal que esté advertido al respecto.

España entonces asintió con la cabeza.

—Gracias. —Inspiró hondo, y empezó a darle golpecitos a la estructura del coche con la suela de su zapato—. Entonces, ¿primero a la embajada?

—Sí. Debe descansar y asearse antes de reunirse con Herr Beilschmidt en el Palacio. Tiene tiempo todavía: ahora mismo, si recuerdo bien, está en una reunión con su ministro de Asuntos Exteriores, Arthur Zimmermann. —El embajador soltó un suspiro—. Puede incluso darse un buen baño. Se ve que lo necesita.

España apretó sus labios, y entrelazó los dedos de sus manos para después dejarlas sobre su regazo.

Agradeció en voz baja el detalle de su embajador, aunque lo que había insinuado no le gustaba ni un pelo, con sus ojos fijos en la pequeña placa azul que resaltaba en la parte trasera del coche de delante. En un principio, los había mantenido en el cristal, pero su aspecto era tan horrible: aquellas bolsas moradas debajo de sus ojos, su cabello desordenado y las arrugas de su camisa, y su tono prístino ido hacía tiempo, que había tenido que apartarlos y centrar su atención en otra parte.

Y esa chapa le funcionó como distracción a pesar de su simpleza.

Sin embargo, no por mucho tiempo: su vehículo terminó por doblar en cierto punto, al contrario que el delantero, que continuó recto. La visión en el frente quedó despejada, por lo que España pudo al fin contemplar lo ostentoso de las calles berlinesas.

Edificios de por lo menos tres plantas, con una arquitectura neoclásica; construidos con lo que sus estudios podían reconocer como mármol, con múltiples pilares sobre todo en torno a las ventanas. Estas estaban adornadas con arcos adintelados en la planta baja, y, conforme se iban disponiendo los niveles en orden creciente, los cristales poseían encima frontones triangulares, muy poco decorados.

Cuando el vehículo se detuvo, él devolvió su atención hacia su embajador, que ni siquiera había esperado a que el chófer le abriese la puerta para activar el mecanismo y salir. Por otro lado, Ana María se tomó su tiempo para poder hablar con él.

—Recuerda la embajada, ¿cierto? Es la misma que en la época de mi padre —comentó la mujer.

España asintió con la cabeza.

—Por supuesto que la recuerdo. —Se arrastró por la tapicería hasta la salida que don Luis le había dejado abierta, y, en cuanto pudo poner sus pies sobre el asfalto, cerró la puerta y observó la fachada de su embajada.

El Palacio Tiele-Winckler, también de estilo neoclásico.

Lo que más le había impresionado en su tiempo, cuando, después de años en pisos de alquiler, habían adquirido el edificio en 1889, y volvía a captar toda su atención en esos momentos eran las puertas. Se encontraban bajo un arco de medio punto, lo que ya llamaba la atención debido a que eran cuadradas, y, a pesar de aquellos detalles que las coronaban, había un espacio bastante notable entre el arco y estas.

Pero no era solo eso.

Tampoco el frontón cuadrado encima del arco de medio punto, con la estatua de un hombre en su centro y motivos geométricos en torno a esta.

No, tampoco eso. Era la puerta, con todos esos ornamentos dorados, lo que destacaba por encima de todo. España volvió a hacer lo que había hecho en ese entonces; colocó sus manos sobre el metal, pudiendo sentir el frío.

Su corazón comenzó a latir mucho más rápido cuando las puertas empezaron a separarse, con un sonido tortuoso, y le mostraron el pequeño patio interior hasta la entrada oficial.

Apenas fue capaz de sentir y escuchar cómo el embajador se colocaba a su lado, no hasta que dijo las siguientes palabras.

—Adelante.

España dio el primer paso sin demasiada seguridad, aunque fue el único: don Luis soltó un bufido y pegó su mano en su espalda para incitarle a que caminase más rápido. Una vez hubieron cruzado la entrada de la embajada, llegaron a un discreto salón de espera.

Él tuvo la tentación de dirigirse hacia aquella puerta entreabierta que lo guiaría hasta los despachos de sus trabajadores, pero don Luis fue más rápido al sujetarlo del brazo y guiarlo hacia las escaleras.

—Si me disculpa, don Antonio, pienso que debería permitirme guiarle hasta su habitación y que se dé el baño.

—Pero…

El hombre suspiró.

—Esos son asuntos que tendrá que resolver con Herr Beilschmidt.

España frunció el ceño. ¿Acaso que hubiese enviado el telegrama en el ferrocarril había sido solo un sueño? Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, y de ahí extrajo la libreta, que abrió de inmediato. No, el de Francia estaba ahí. No había sido un sueño.

—¿Y el…?

—Don Antonio. —El tono de don Luis fue severo, y, aunque España no podía decir que le hubiese amedrentado, le hizo apretar sus dientes y focalizar su atención en él—. Déjeme guiarle a su habitación.

Él inspiró hondo, y terminó por asentir con la cabeza.

—Por supuesto.

Don Luis le dio la espalda, y se dirigió hacia las escaleras. Puso sus manos sobre la barra y comenzó a subir los escalones de piedra, con sus ojos fijos sobre España. Ante la incomodidad causada por aquella mirada —una pretendida por el embajador—, él fue obligado a seguirlo.

Los pasos del hombre le parecieron más ligeros desde entonces.

España tuvo dificultades para levantar sus piernas al pasar del escalón inferior al superior, aunque mantuvo la compostura hasta llegar al piso de arriba. Su embajador lo esperaba en el último escalón, en aquel que significaba el cambio entre la piedra y las baldosas, con una de sus manos apoyada en la bola que ponía fin a la barandilla de piedra junto a las escaleras.

Él intentó estabilizar su respiración, pero el ceño fruncido que le dirigía don Luis le decía que no lo había conseguido.

Sin embargo, su embajador no dedicó ni una gota de saliva para señalarle su estado y se giró sobre sus talones. España lo siguió con una mayor agilidad, girando su cabeza cada cierto tiempo para fijarse en las diferentes puertas por las que pasaban, y esperó a que el embajador se detuviese delante de aquella que correspondía a su habitación.

Don Luis no parecía dispuesto a darle ese placer, y continuaba caminando con la misma ferocidad.

Llegaron a las escaleras, y el hombre tuvo por fin el detalle de detenerse y girarse hacia él. El hecho de que estuviese evitando sus ojos le decía bastante.

—Con el fin de darle una mayor privacidad, he decidido colocar su dormitorio en la segunda planta. Nadie subirá allí para molestarle —señaló don Luis, y, al finalizar la frase, permitió que sus miradas se cruzasen—. Es otra subida, pero…

—Pero nada, don Luis, aprecio bastante su decisión. —Él intentó esbozar una sonrisa.

El hombre bufó antes de girarse y enfrentarse a las siguientes escaleras. España tuvo que inspirar hondo y mentalizarse antes de seguirlo, puesto que aquellos escalones se le antojaban más altos que los anteriores.

¿Y tendría que subir todo eso cada vez que quisiese volver a su habitación?

Llegó al segundo piso jadeando y resistiendo la necesidad de ponerse las manos sobre las rodillas, aunque de aquella sensación de humedad en su frente no consiguió librarse. Una parte de él deseaba limpiar la zona y comprobar que era sudor; otra sabía que debía mantener la compostura.

Abrirse ante alguien y permitirse un solo error sería mortal.

Cuando al fin pudo levantar su mirada y buscar al embajador, se dio cuenta de que este había desaparecido de su rango de visión. Se permitió quitarse el sudor de la frente con la manga de su chaqueta antes de avanzar, y, por suerte, solo tuvo que doblar la esquina para encontrarlo con la mano encima de un pomo.

Don Luis giró su cabeza de inmediato hacia él.

—Don Antonio. —Le hizo un gesto para que se acercase—. Esta es su habitación. —Giró su muñeca para que el pomo la acompañase con el fin de despegar la puerta del marco—. Entre.

España ya había apoyado su hombro en la pared antes de que terminase la oración, y lo único que le impidió entrar al verla entreabierta fue que el embajador todavía no lo había hecho. Cuando cruzó su mirada con él, don Luis arrugó su nariz y torció el gesto, para después señalarle el interior de la habitación.

—¿A qué espera? —cuestionó. España tragó saliva, e intercambió su mirada entre el interior de la habitación y el hombre—. No le voy a hacer una visita guiada. Tiene preparada la ropa encima de la cama, y probablemente el mejor baño que haya tenido más de la mitad de Europa.

Asintió con la cabeza con cierta torpeza, y, cuando se le quedaron las palabras trabadas en la garganta, procedió a entrar y murmurar un gracias antes de cerrar la puerta. Se dio cuenta entonces de que esta poseía un pestillo: una pequeña pieza de metal que ya había abierto un conducto a través de la puerta un poco más allá del pasador, que de inmediato puso en uso.

Después, se giró hacia el resto de la habitación.

La palabra «perplejo» era insuficiente para describir el sentimiento que le invadió al contemplar la estancia: una cama de dos plazas y con su propio dosel presidía la habitación junto a una alfombra que cubría la práctica totalidad del suelo, y una mesa redonda de madera acompañada de dos sillas. En un extremo, un espejo demasiado amplio.

Su mirada de inmediato huyó de su reflejo y encontró refugio en el traje que el embajador le había puesto. En vez de su chaqueta y su pantalón de un marrón claro, el hombre había querido que fuese de negro. Sus manos se extendieron con el fin de tocar el material, aunque sus ojos se distrajeron tras posarse en la camisa que acompañaba a las otras dos piezas de ropa.

Chasqueó su lengua.

El cuello no parecía que fuese a cubrirle lo suficiente, y mucho menos con aquella pajarita tonalidad burdeos junto a la camisa. Las mangas, sin embargo, eran más largas de lo que le hubiese gustado.

Sacudió su cabeza y contempló el reloj de pared, cuyo constante chasquido le estaba sacando de sus casillas. Ya eran las doce y media: el tiempo tampoco lo acompañaba tan alejado de su capital, y, por más permisivo que pudiese ser el embajador, su carácter germanófilo probablemente no le consentiría tardar para llegar a su compromiso.

Colgó las prendas de su brazo con cierta delicadeza, y después abrió la puerta del baño. De inmediato, una ola de calor en su rostro le hizo retroceder, pero no dejó que la sorpresa le distrajese por mucho tiempo y retomó su intento de pasar.

Una vez avanzó más pasos de los que había retrocedido, dejó las ropas sin demasiado cuidado sobre un perchero que había cerca del lavadero. Desde ahí, barrió la estancia con la mirada y encontró un taburete, hacia el que caminó para dejarse caer y por fin quitarse los zapatos.

Apenas sentía los pies, por lo que se despojó de los calcetines. Si bien apenas les había dado el sol durante los últimos años, el que estuviesen tan pálidos en algunos puntos se le antojó incluso preocupante. Sin embargo, él no se iba a morir de eso.

Lo siguiente que cayó al suelo sin ninguna clase de miramientos fue su chaqueta, junto a su chaleco, y, a pesar de que en ese punto sus manos habían cogido una cierta velocidad, se ralentizaron al descolgar los tirantes de sus hombros. Cada vez estaba más cerca de ese momento.

La caída del pantalón junto a las correas ocasionó un ruido seco.

Él inspiró hondo al llevarse sus manos hacia la corbata y comenzar a desatar el nudo.

El cuello de su camisa decayó ligeramente, dejando ver aquellas vendas amarillentas.

Sus dedos se posaron sobre los bordes inferiores de la camisa, y cerró sus ojos antes de empezar a levantar la tela con suma delicadeza. Cuando la sintió rozar aquella zona no pudo evitar inhalar con fuerza, y se apresuró a levantarla por encima de su cabeza y tirarla lo más lejos posible.

Después arreglaría el desastre que estaba causando.

Rozó aquella tela rugosa con las yemas de sus dedos, y buscó con el tacto el fin del vendaje. En ese momento también abrió sus ojos, asegurándose de que evitasen el espejo, y los dirigió hacia la tina. La condensación había llegado hasta la ventana que tenía a un costado.

En el primer paso, las plantas de sus pies se encontraron con el frío de los azulejos.

No era algo que le importase demasiado.

Avanzó con cuidado hasta la bañera, desenvolviendo cada vez más partes de su torso conforme iba andando. Sus dedos rondaron e incluso tocaron algunas de sus heridas de años anteriores: lesiones de las que incluso se había llegado a sentir orgulloso y que no había procurado tapar como hacía con aquellas.

Habían sido en otra época; habían tenido otro significado.

Él suspiró.

No merecía mucho la pena pensar demasiado en ello.

Cuando se quitó todas las vendas, levantó una de sus piernas y la introdujo en la tina, para después hacer lo mismo con la otra. La temperatura del agua en comparación a la del aire le hizo por fin ser consciente del frío que hacía, y se apresuró a sentarse en la base de la bañera.

De inmediato, el contraste de la temperatura le hizo inspirar hondo, aunque no tardó demasiado en acostumbrarse al calor y empezar a relajarse. Si hubiese sido por él, se hubiese tomado el tiempo de permanecer acostado con sus ojos cerrados hasta que cualquier factor externo lo despertase, como había hecho tantas veces, pero, se recordó, no estaba ahí por capricho.

Barrió sus alrededores con sus ojos hasta encontrar una esponja, aunque no lo tuvo tan fácil para el jabón: además de la pastilla correspondiente, tenía varios botes a su disposición. Dado que lo que menos quería era asistir con un mal olor, dedicó un rato a la selección del que mejor le pareciese. Al final, escogió la pastilla.

El calor y la comodidad le incitaban a dormirse, pero el frío que picaba sus mejillas le ayudaba en su labor de resistirse.

Se pasó la pastilla por todo el cuerpo, salvo por su pecho y espalda, en las que utilizó su mano como intermediaria para extender el jabón con cierta delicadeza. Durante el proceso, tuvo que morderse el labio inferior con fuerza para evitar pensar demasiado en aquellas heridas.

Entonces, se enjuagó y, a pesar de la pesadez de sus músculos, logró ponerse en pie y salir de la bañera. Por supuesto, se había olvidado de poner una alfombrilla, por lo que España se libró de resbalarse y de la posible lesión resultante de milagro, y logró llegar hasta las toallas colgadas cerca de la puerta sin ningún otro incidente.

Se secó primero el cabello, luego las piernas y brazos, y, para terminar, aquella zona de su pecho y espalda, con una mayor delicadeza.

Cuando se aseguró de que estaba seco, alcanzó uno de los armarios empotrados en la pared y abrió las puertas. Sonrió al encontrar en su interior un rollo de vendas, que de inmediato alcanzó y comenzó a desenrollar.

Dada su experiencia, volver a cubrirlas fue fácil y rápido.

No tenía ayuda de cámara, ni el embajador siquiera le había mencionado la posibilidad de una, cosa que agradecía y maldecía a partes iguales. Él no se creía capaz de mantener la camisa todo lo lisa que estaba.

Sin embargo, debía intentarlo.

Aquella prenda fue la primera que se puso, y, tras jugar con el lugar de colocación de la pajarita, logró que le asegurase la base del cuello y que no se viese demasiado intencionado. Volver a ponerse unas mangas tan anchas, con aquellos extremos tan voluminosos, fue reconfortante y desmoralizador a partes iguales, aunque intentó no pensar demasiado en eso.

El pantalón y la chaqueta fueron colocados con suma facilidad.

Al mirarse en el espejo, se alegró al observar que la cosa no había quedado tan mal. Lo único que destacaba en su aspecto pulcro —por primera vez en bastante tiempo—, eran su cabello y la palidez casi enfermiza de su rostro.

De todas formas, no fueron un gran problema: junto al lavadero tenía un cepillo, y el embajador había tenido a bien colocarle junto a él una caja de maquillaje. En su interior, encontró tanto tintes para el cabello como polvos que le ayudarían con ese aspecto.

Los aplicó sin demasiada dificultad, logrando un resultado más que aceptable, y luego tomó el cepillo para aplacar sus rizos y conseguir moldearlos como él quería. Una vez que terminó, se lavó las manos con agua, y, después de secárselas a conciencia con la toalla, se recolocó las solapas de la chaqueta.

Abrió la puerta del baño después de inspirar hondo, y cruzó la habitación a la mayor velocidad que le fue posible. Bajar los dos juegos de escaleras no le supuso ningún esfuerzo esa vez, y, ya habiendo alcanzado la planta inferior, abrió las puertas y se adentró en los despachos.

Localizó al embajador junto al teléfono de pared, y a Ana María cerca de él. Esta, al cruzar su mirada con él, le hizo un gesto para que se acercase a ella, deseo que España se apresuró a complacer.

Y más al captar el idioma en el que estaba hablando el hombre: alemán.

—¿Más tranquilo? —cuestionó la mujer, una vez que España se había aproximado lo suficiente para que no tuviese que alzar demasiado su voz—. Espero que la elección le haya gustado.

España apretó sus labios y asintió con la cabeza.

—Todo es mejor que las ropas que llevaba.

—Lamento que no haya tenido un momento para descansar. Pero sabe cómo son los alemanes.

España inspiró hondo.

—No pasa nada; prefiero resolver este caso y poder volver a mi país cuanto antes. —Suspiró, y se permitió apoyar su espalda en la pared—. Ni siquiera cuando les estoy haciendo un favor cesan las acusaciones.

Ana María se encogió de hombros.

—Así son —respondió, para después apartarle los ojos de encima y fijarlos en un muchacho que se había colocado al lado del embajador. Miraba al suelo con vergüenza mientras jugaba con un pequeño papel entre sus manos—. Disculpa —dijo, para llamar su atención—, ¿es un telegrama para el embajador?

El muchacho la miró y asintió torpemente con la cabeza.

Ana María extendió su mano con tal de que se lo diese, y el muchacho lo hizo de inmediato, para después escabullirse. La visión de la cuartilla de papel le dio cierta curiosidad, y le recordó a aquella que había enviado en el ferrocarril.

España tragó saliva, y tiró de las solapas de su chaqueta.

—¿Don Luis recibió un telegrama de mi parte? Era sobre las nuevas de Aus… Jack Kirkland que me dio Sui… Vash Zwingli en Berna… ¿Ha habido algún avance al respecto?

Ana María torció el gesto y negó con la cabeza.

—No hay nuevas noticias.

Él arqueó la ceja.

—¿Ni siquiera con la información del telegrama? —Ante la ceja arqueada de la mujer, él rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, y, en cuanto lo encontró vacío, se percató de que se había dejado el mensaje en el piso de arriba. Junto con todo lo demás—. Lo envié desde el tren. Vash me dio un papel que decía que los prisioneros australianos, o al menos aquellos apresados en la batalla de Fromelles, habían sido trasladados a Lille.

Ana María abrió su boca por un momento y asintió con la cabeza.

—Ah, sí, ese telegrama. Lo recibimos hace tres días, supongo que poco después de que lo enviase.

España intentó disimular su perplejidad ante el detalle de los tres días, y arqueó la ceja.

—¿Y…?

Ella apartó sus ojos de España y suspiró.

—Nada. La ciudadela de Lille se revisa bastantes veces por año, y la última debió ser prácticamente en fechas navideñas. El nombre no aparece en ningún momento en la base de datos, y el embajador la revisó varias veces y con suprema dedicación. Créeme, lo que él ha podido hacer, ya ha sido hecho.

—Entonces… ¿seguimos dando palos de ciego?

Ana María se encogió de hombros.

—Todo depende de usted. Espero que la comida le resulte provechosa.

.

El embajador lo acompañó con el coche hasta la fachada principal del Palacio, y, ahí, se despidió de él con un simple «Buena suerte» antes de que el chófer le abriese la puerta y le dejase justo en la entrada. A su encuentro tampoco salió Prusia, sino un soldado con un uniforme azul oscuro y cuello rojo.

No había medallas en su tela.

Se inclinó ligeramente ante él, y después le dijo que Prusia le llevaba esperando un buen rato. El rostro serio que mantuvo el soldado no daba señas de que estuviese bromeando, pero a España le había parecido que en sus palabras había implícito una pulla hacia su tardanza.

Durante el corto camino hasta cruzar el alto arco ojival en el centro, España se tomó un momento para observar la fachada del edificio. Lo primero que llamó su atención fue aquella cúpula pintada de un color turquesa que se erigía en la cima, más allá de los dos laterales, y, si el objetivo era hacerse respetar, desde luego lo estaba consiguiendo.

Y no dudaba que hubiesen sido esas sus intenciones.

El hombre le hizo pasar más allá del amplio recibidor, hasta una habitación que bien habría podido ser el salón de baile por sus grandes ventanales, por los que entraba la poca luz que el sol cedía a Berlín, y por el material del suelo.

Había en el centro una mesa discreta, cuyo mantel blanco llegaba a tocar el mármol. Él se aproximó por indicación del hombre a la mesa, y se percató de que, de las dos copas, había una con un líquido color burdeos.

—Le diré a Herr Beilschmidt que está aquí. —Fueron las últimas palabras del hombre antes de salir de la habitación y cerrar la puerta tras de sí.

Recogió entonces la copa y la acercó a su nariz.

Vino.

Suspiró y la volvió a dejar sobre la mesa. No iba a beber nada hasta que Prusia entrase por la puerta. Dirigió entonces sus ojos hacia sus alrededores, y se fijó en las columnas de mármol entre cada ventanal, además de la lámpara de cristal justo sobre su mesa. Bueno, un poco más hacia la silla enfrente de la cual se había encontrado el vaso de vino.

¿Cómo se suponía que debía reaccionar ante ello?

Tal detalle le impidió percatarse tanto de la apertura de las puertas como del golpe seco de las suelas de sus botas. Y no se dio cuenta hasta que escuchó un carraspeo algo exagerado que quitó sus ojos de la lámpara.

España se encontró a la figura de Prusia con sus brazos abiertos, y aquella sonrisa dentuda, justo detrás de la otra silla.

Llevaba el mismo traje que el hombre que lo había guiado hasta allí, aunque de su cuello salía una cruz de hierro, y poseía una serie de condecoraciones a lo largo de su pecho. En la piel de su rostro, ya caracterizada por su palidez, se marcaban ciertas líneas azules, sobre todo en las zonas de alrededor de sus ojos, sus mejillas y sus labios, mucho más hundidos que de costumbre. Su cabello, que siempre se había mantenido corto, se había reducido en las zonas de sus patillas y la nuca, aunque tampoco estaba especialmente frondoso en su coronilla: no lo suficiente para rizarse.

¿Tenía siquiera el pelo rizado?

—Tú. —A pesar de su aspecto, su sonrisa permanecía sincera en su rostro—. El desaparecido.

España puso sus ojos en blanco.

—Exageras. —Apoyó sus manos sobre el respaldo de la silla.

—Llevas desde 1889 sin venir a Berlín, y desde el mayo de 1910 sin salir de tu país. ¿Sabes quién se pasó por aquí antes? El caballero de la brillante armadura. —Inglaterra, supuso, más que nada porque dichas palabras fueron acompañadas por un bufido. Prusia arrastró la silla hacia sí—. A Austria y a Hungría les hubiese encantado estar aquí, y me han dicho que te transmita sus disculpas. Aún se están recuperando de lo ocurrido durante el verano. Y mi hermano tampoco ha podido estar. Sin embargo, no te irás sin verlo: en cuanto yo me vaya de viaje, vendrá a sustituirme.

España arqueó la ceja.

—¿De viaje?

Prusia se encogió de hombros.

—Sí, bueno; asuntos para los que aún faltan demasiado tiempo. —No era eso lo que le habían dejado entrever sus palabras—. En fin, ¿qué tal? Siéntate, por cierto, que ahora nos servirán la comida.

España lo hizo: atrajo la silla hacia sí mismo y se dejó caer en el asiento, notando entonces lo mullido que resultaba. Prusia imitó su última acción, aunque luego se volvió a arrastrar para que sus piernas quedasen debajo del mantel.

Sus ojos, con un rojo más intenso que nunca, quedaron fijos en él, de manera que obligaban a España a proseguir con la conversación.

—Bueno… Bien. Nunca faltan las acusaciones de que estoy favoreciendo más a los unos que a los otros, pero… ¿Qué se le va a hacer? —España sabía que preguntar directamente por Australia no era la mejor jugada, a pesar de que quería hacerlo—. Quitando lo de principios de año, y el asunto que me tiene aquí, ha sido bastante… tranquilo.

Entró un hombre con el mismo uniforme que arrastraba un carrito a la sala. Les sirvieron una jarra de cerveza —Prusia pareció preguntarle con la mirada si aquello era lo indicado, y España solo se encogió de hombros—, y dos platos de carne que olían bien, pero él apenas tenía apetito.

—Gracias. —Él aseguró su mano en el asa de la jarra, y la levantó hacia su rostro. Cerró sus ojos y le dio un buen sorbo a la cerveza. La manera en la que se relajaron sus cejas hizo parecer a aquella cerveza como una bebida de dioses, a pesar de que no había manera de que fuese tal. Antes de proseguir, dejó caer la jarra sobre la mesa y exhaló, aunque procuró recuperar la compostura poco después—. Por lo de… ya sabes, este febrero. No queríamos meter a nuestras colonias de África en esto, y al final Camerún quedó en medio. Te agradezco el haberlos acogido.

—No es nada. Socorrer a todo aquel que se vea afectado por la guerra es mi labor durante estos tiempos —pronunció aquellas palabras con menos emoción de la ya poca que pretendía darles.

Se quedó mirando a Prusia, con el fin de transmitirle a qué se estaba refiriendo.

Él frunció sus labios, aumentando su volumen, y asintió con la cabeza.

—Ya lo veo. Es una buena iniciativa —comentó, aunque con cierta vagancia. Era una buena iniciativa de la que él se había llegado a beneficiar en ciertos momentos de la guerra—. De todas formas… —Tomó sus cubiertos y cortó el primer trozo de carne—. ¿Sabes aproximadamente cuánto tiempo vas a estar aquí?

—Eh… —Él arqueó la ceja—. Eso… depende de ti.

Prusia ni siquiera pareció escucharlo.

—En fin, da igual. He preparado un pequeño calendario para ver qué podemos hacer mientras te veas obligado a permanecer aquí. —El prusiano recuperó su sonrisa—. Hay mucho que hemos construido desde la última vez que viniste. Y aún me queda bastante tiempo para tener que viajar. —Se interrumpió un momento para llevarse el trozo a la boca, y fijó sus ojos en su plato—. ¿No vas a comer?

España inspiró hondo, y procedió a tomar los cubiertos en ambos lados del plato. Con la mirada de Prusia aún sobre él, procedió también a separar un trozo y a llevárselo a la boca. Tuvo que contener la arcada: era demasiado sabroso. Para disimularlo, se tapó la mitad de su rostro con la servilleta y sacó el trozo de su boca, para después doblar el trozo de tela según su forma.

Ante la mueca de confusión de Prusia, él dejó la servilleta a un lado y se forzó a esbozar una sonrisa.

—No ha sido nada. Solo que… tengo el estómago un poco revuelto.

Prusia lo miró con sus ojos entrecerrados, pero España no le había dicho una mentira completa.

—Oh… Entonces, ¿no te lo vas a comer? —Por encima de su confusión, a España le pareció ver cómo sus cejas se fruncían y su boca se torcía. Bueno, él debería haberlo supuesto por la manera en la que se había tirado sobre el filete y saboreaba cada trozo.

—Intentaré irle dando bocados. —Y lo que menos deseaba en estos momentos era enfadarlo. Debía tragarse su orgullo, además de sus pocas ganas de comer.

Prusia tampoco se vio demasiado convencido, aunque sacudió su cabeza y chasqueó su lengua. Su sonrisa volvió a su rostro, para después ponerse la mano en el mentón.

—Bueno, y, ahora que lo pienso, nunca has visitado Berlín de la misma manera que se hace ahora, ¿no? Siempre era por guerras en las que estábamos juntos, o gestiones de esa índole. Aunque yo tenga poco tiempo, me comprometo a darte una buena vuelta por la capital más gloriosa del mundo.

—Tengo… —Apretó sus labios, porque Prusia no parecía dispuesto a sacar el verdadero tema; aquel por el que se había dejado arrastrar hasta ahí. Supuso que él tendría que sacarlo por sus propios medios. Incluso, quizá… Sí. Se lo propondría al embajador en cuanto volviese—. Tengo que hacer gestiones en la embajada.

Prusia frunció su ceño.

—Tampoco creo que estés todo el día con eso. Sé que Francia se queja mucho, y que tu embajador suele aceptar sus quejas e interceder ante el káiser, pero no puedes estar todo el día atendiéndolo.

España retuvo sus ganas de tirarse de los pelos ante la frustración que le estaba naciendo en su interior. ¡Parecía como si no supiese el por qué estaba ahí! Y España era consciente de que él había sido quien le había ofrecido ir hasta allí: juraría haber escuchado su voz al otro lado de la línea.

Y, si no sabía nada, ¿por qué le había hecho perder el tiempo?

—Si lo considero necesario, sí que podré estar todo el día con eso.

Prusia bufó.

—Sabes que no te lo voy a permitir, ¿verdad? Porque… —Apoyó su codo en la mesa y levantó su dedo índice—. Tú y yo tenemos que hablar. Seriamente. De hecho, podemos empezar ya. ¿Qué sabes sobre M…?

La puerta se abrió, interrumpiendo de manera súbita las palabras de Prusia. Él de inmediato frunció el ceño, y dirigió sus ojos hacia el pobre hombre que había osado interrumpir sus palabras, que quedaba justo a su espalda.

—¿Qué ocurre?

El hombre no lo anunció en voz alta, sino que cruzó con ligereza la habitación hasta llegar a Prusia y se agachó para musitarle algo al oído. España no pudo captar lo que le había dicho: alemán rápido y en un mínimo volumen era uno de sus puntos débiles, pero logró que el prusiano relajase su expresión y llevase su mano hacia su servilleta. Levantó la pieza de tela de la mesa y la llevó hacia su boca, restregándose las comisuras.

Una vez que el hombre se hubo retirado, él dirigió sus ojos hacia España.

—Lamento decir que el káiser requiere mi presencia. —El sonido de la silla siendo arrastrada hacia detrás le dificultó la comprensión de sus palabras—. Tendremos que reunirnos en otro momento.

España se apresuró a ponerse en pie.

—¡Prusia!

Este acababa de llegar a la salida cuando España se había levantado de la silla, y, justo cuando él hizo el intento de detenerlo estaba cerrando la puerta. Su voz quedó superada por el portazo sin ninguna clase de duda, y España se abstuvo de golpear la mesa con su puño, aunque ganas no le faltaban.

—¡Joder! —Terminó por solo patear la silla, que mantuvo el equilibrio y evitó caer al suelo.

Inspiró hondo con el fin de calmarse, y se recolocó el cuello. Que sus manos se encontrasen con la tela de la pajarita fue algo que hizo que su corazón se acelerase, hasta que se acordó del cambio de ropa.

Recordó que en aquella chaqueta que había dejado tirada en el suelo estaba la foto de Australia.

Quizá debería haber ido al grano. Pero es que… ¿Por qué se lo tenían que poner tan difícil? ¿Por qué no podían cumplir las Convenciones de La Haya? ¿Para qué las firmaron entonces? ¿España era el único que recordaba los dieciséis artículos concernientes a la detención de prisioneros?

Decidió dejar la habitación y el Palacio lo más rápido que pudo, con rumbo a la embajada.

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12 de enero, 1917; Berlín, Imperio Alemán.

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Lo había preparado todo para irse a Ruhleben. Debido a que la reunión de Prusia con el káiser parecía durar hasta la muerte de este, España había tenido que encontrar otra manera de intentar localizar a Australia.

Su embajador había aprobado su propuesta: si hacía falta, visitaría todos los campos de prisioneros hasta descubrir dónde estaba.

Durante los días anteriores, se había instalado en el despacho que don Luis le había asignado. En él, se había encargado de procesar las solicitudes que llegaban desde Madrid y buscar los nombres en las bases de datos.

Aquellos nombres que no era capaz de encontrar se los apuntaba en su libreta, justo en la misma página en la que tenía la foto de Australia, y les asignaba el carácter de «urgente». En su ida a los campos, intentaría localizarlos para procesar sus liberaciones lo antes posible.

Esas conformaban la mayoría, aunque él tenía la intención de cambiar aquella situación.

De todas formas, de aquellos que sí hallaba extraía sus datos, y se aseguraba de mandar una carta a sus familiares para decirles que sabían dónde estaban y que volverían a verlos en muy poco tiempo: lo que tardasen en ser liberados. Si en la base de datos había incluido algún detalle más, como el que habían sido heridos de manera permanente, intentaba hacerles conscientes de que su recuperación podía ser difícil, pero debían estar a su lado. Habían sobrevivido, y eso era todo lo que importaba.

Esos casos los pasaba a los trabajadores que se encontraban en sus alrededores, quienes harían un mejor trabajo, y mucho más rápido, que él.

Fue bastante productivo durante esos días: parte de la culpa la tuvo el que estuviese durmiendo las suficientes horas, puesto que no había nada que pudiese hacer para acelerar las gestiones. Sus documentos para la revisión de los campos estaban siendo tramitados, y, a pesar de que odiaba dejar cosas en manos de la burocracia, no tenía otra opción.

Aunque el pensamiento de no estar haciendo nada y no avanzar seguía atormentándolo.

Tres días no era el tiempo que estaba esperando para que se resolviesen las gestiones. Era… bastante rápido. España había tenido que revisar él mismo los papeles que don Luis le había enviado aquella mañana, y, una vez que había confirmado que estaba todo en orden, había empezado a prepararse.

Debido a que el campo de Ruhleben estaba bastante cerca de Berlín, decidió ir junto a un militar que se conocía bastante bien el lugar. Además, le proporcionó un coche que él mismo se encargaría de conducir.

—Ruhleben es un campo modelo, don Antonio —le explicó el militar—. Si no llevasen uniformes de prisionero, no me creería que lo son. Los internos incluso hacen obras a los oficiales alemanes que controlan las cárceles. Sería una suerte que el muchacho estuviese allí.

España asintió con la cabeza. Además de un acto de buena fe de parte de Prusia y Alemania. Por supuesto, la duda seguía ahí: si Australia había sido internado en aquel campo, ¿por qué no estaba en ningún registro?

—Entonces… ¿cuándo salimos? —cuestionó el hombre.

Él se destapó la muñeca y le echó un vistazo a su reloj. Bufó al pensar la cantidad de papeles que debía ordenar antes de irse, pero tenía una cierta impresión de que no sería tan difícil como pensaba.

—Pues… en una hora o así. Tengo que volver al interior y hacer las últimas gestiones. —Señaló la fachada de la embajada, a la que se encontraba dándole la espalda—. Hasta ahora.

El hombre alzó su mano en señal de despedida, y España se sintió libre de volver a empujar los portones y abrirse paso hacia el pequeño jardín y el interior. Para su sorpresa, en la entrada fue detenido por Ana María, quien se había aproximado a él nada más cruzar el umbral de la puerta.

Era incapaz de leer lo que fuese que estuviese pensando en su rostro, pero podía intuir que no era una buena noticia al escucharla suspirar.

—Herr Beilschmidt ha venido aquí a hablar con usted.

España apretó sus labios.

—Y… ¿no puede esperar a que vuelva de Ruhleben?

—No. Ha insistido en que tiene que ser ahora. Y, siendo sinceros, don Antonio, es muy probable que en Ruhleben no lo encuentre. Ya ha hablado con el teniente Torres: él hace una revisión de esos campos cada semana, y, si él no ha encontrado ninguna pista, es muy poco probable que usted pueda.

—Pero… Tiene que estar en algún lugar. —Empezaba a sentir que se estaba ahogando.

Ana María puso su mano sobre su brazo y lo apretó. Eliminó cierta parte de su malestar, aunque solo había una cosa que podía hacerlo por completo. Y parecía que cada vez le era más imposible encontrarlo.

—Solo Herr Beilschmidt y su hermano parecen tener alguna pista —murmuró.

—La conversación de hace tres días con Pru… —Cerró sus ojos con fuerza por un momento, y los volvió a abrir antes de retomar la frase—. Con Herr Beilschmidt. En la última conversación que tuve con él me pareció que, o no tenía ni idea de dónde estaba, o estaba evitando el tema.

Ana María no pudo hacer más que encogerse de hombros.

—Pero son su última esperanza.

España asintió con la cabeza, por más que no le agradase para nada el pensamiento. Ana María le explicó que Prusia lo estaba esperando en el despacho, y que debía dirigirse hacia él cuanto antes.

Él inspiró hondo antes de dar el primer paso. Durante el corto camino desde el recibidor hasta su despacho, se dio cuenta de que había dejado una serie de papeles sobre el escritorio, por lo que tuvo que acelerar el paso para llegar cuanto antes. Se llevó la puerta por delante, y, desde la entrada, pudo contemplar a Prusia sentado en la silla detrás de la mesa principal.

Tenía entre sus manos una de las fichas, y miraba su contenido con el ceño fruncido.

España se detuvo en el lugar, y, tras un momento de dudar entre si llamar su atención desde la puerta o carraspear, optó por la primera opción. Él se aproximó con cuidado con el fin de extender su mano y arrebatarle la ficha, pero Prusia se puso de medio lado y la sacó de su alcance.

Aunque no tardó demasiado en bufar y tirar el papel sobre la mesa.

Él se apresuró a recogerla y colocarla donde había estado antes: en el montón de «no encontrados». Cuando devolvió su atención hacia Prusia, este había cruzado sus brazos y lo miraba con la ceja arqueada.

Ya no llevaba el uniforme con el que lo había visto en el Palacio, sino un traje de chaqueta y corbata azul marino.

—¿No te cansa eso de ser el lacayo de Francia? —cuestionó él, con cierta sorna.

España fijó sus ojos en él, apoyó sus manos sobre la superficie de la mesa y apretó sus labios.

—No, porque no lo soy. Os he hecho favores a todos en esta guerra, algunos con un mayor peso que otros. —Inspiró hondo con el fin de intentar calmar su ira—. Por favor, Prusia. Dime lo que hayas venido a decirme y permíteme irme.

—¿Dónde vas? —gruñó, a la vez que su ceño se fruncía.

—A Ruhleben.

Las arrugas de su frente desaparecieron durante un momento, y parpadeó con cierta confusión.

—¿Ruhleben? ¿Qué se te ha perdido ahí?

—Entonces… ¿no está allí?

—¿Quién? —Exageró su tono de curiosidad, lo que hizo que España tuviese que apretar sus dientes. Resistió también sus ganas de patear la mesa—. No, de verdad, ¿quién? Porque, si está en Ruhleben, no creo que quiera salir. Ese lugar es un paraíso comparado con lo que te encuentras en las trincheras.

—¿Está ahí?

Prusia se encogió de hombros.

—No sé.

Y, con eso, él se quedó sin paciencia.

—Prusia… ¿De verdad sientes que te merecen la pena estos jueguecitos? Tienes una guerra en marcha, y, aun así, estás aquí. Entorpeciendo mi búsqueda. —Formó puños con sus manos encima de la mesa—. ¿Dónde está Australia, Prusia?

Este se quedó mirándolo con fijeza, sin una sola arruga sobre su rostro que reflejase algún tipo de emoción. España agradeció que le diese ese tiempo: le permitió tranquilizarse y prepararse para la respuesta que Prusia estaría preparando en su mente.

—En… invierno avanzar es difícil. Es prácticamente gastar fuerzas sin ninguna clase de utilidad, por lo que se procura defender el territorio —explicó con cierto tono de seriedad, como si España no lo supiese—. Así que este tiempo se emplea para planear la estrategia que se va a seguir a partir de la primavera. Y eso es lo que he estado haciendo durante estos últimos días. Además, al Frente Oriental le queda muy poco tiempo, así que… —Se encogió de hombros—, no hay nada de lo que deba preocuparme especialmente. Todo sigue el curso que preveíamos.

España, durante aquella demostración —innecesaria—, de sabiduría militar de parte de Prusia, se había cruzado de brazos y se había sentado en una de las dos sillas frente a la mesa del despacho. No eran igual de cómodas que aquella en la que estaba sentado Prusia, pero algo era algo.

—¿Dónde está Australia?

Prusia puso sus ojos en blanco, pero pronto recuperó la compostura y cargó gran parte de su peso en el respaldo de la silla.

—Hagamos una cosa, España. Respondo esa pregunta a cambio de que tú hagas lo mismo.

España suspiró. Conociéndole, podía presentir cuál eran sus intenciones.

—No, Prusia, no te voy a dar información sobre cómo van las cosas para la Entente, al igual que nunca he revelado cómo está vuestro bando.

Prusia chasqueó la lengua y sacudió su mano.

—No, no es sobre eso. Es sobre un país neutral. —Prusia lo miró fijamente, y España tuvo que inspirar hondo. Por una parte, tenía curiosidad por lo que le podía consultar. Por otra, no se creía capaz de darle información sobre otros países neutrales, y mucho menos con lo que habían demostrado con Bélgica. Terminó por asentir con la cabeza, aunque dubitativo. Prusia esbozó una amplia sonrisa que no aumentó su confianza—. Dime… ¿cómo va México?

Él parpadeó. Había… había escuchado mal, ¿cierto?

—¿Q-Qué? —cuestionó, con menos fuerza en su voz de la que había pretendido.

—Que qué tal va México. Lo último que escuché de él fue que había perdido unos territorios a manos de Estados Unidos, y no sé… —Volvió a encogerse de hombros—, ¿acaso no le gustaría recuperarlos?

España sentía haber perdido la capacidad de hablar ante la pregunta, por lo que abrir su boca no servía de nada. Además, sus manos habían empezado a temblar de tal forma que tuvo que sujetarse a sus muslos para que se disimulase.

—¿M-México? P-P-Pues… c-c-como t-todos. Y-Y-Yo s-s-supongo q-q-que s-sí q-que le habrá a-afectado la pérdida. Él… —Se quedó un momento sin aire, y tuvo que inspirar hondo y cerrar sus ojos para recuperarlo. Intentó esbozar la sonrisa más verdadera en años, sintiéndose cada vez más nervioso—. Él e-es o-orgulloso, a-así que… —Volvió a inspirar hondo, pero no consiguió nada—. S-Supongo. P-Pero…

Cerró sus ojos con fuerza, no queriendo continuar.

¿No estaba en condiciones para recuperarlo? Sí. No… Bueno, no sabía. No era consciente. No tenía manera de serlo. Había seguido los últimos sucesos que habían ocurrido, con especial atención desde 1910, pero, aun así, con cierta distancia. No, no podía.

Pero no podía admitirlo delante de Prusia: no podía dejarlo de débil ante él. Aunque tampoco era capaz de ignorar que sabía a qué venía aquella pregunta.

Tomó la mayor bocanada de aire en bastante tiempo, y volvió a desplegar sus párpados.

Prusia había apoyado ambos codos en la mesa, con su mano derecha encima de la izquierda, y había dejado caer su mentón sobre el dorso de la superior. Tenía su ceja alzada, y se encontraba formando un pequeño mohín con su labio inferior.

Tuvo que apartar sus ojos de los suyos para continuar hablando, y tragó saliva.

—Pero n-no lo hagas, Prusia. N-No te atrevas a meterlo en esta guerra. N-No le des problemas. N-No los necesita. —La última vez que se había puesto de rodillas, gesto que no pensaba repetir ante Prusia, sus ruegos habían llegado a oídos sordos. Agachó su cabeza—. P-Por favor.

Escuchó cómo Prusia soltaba un bufido y su silla crujía. Les prestó atención a sus pasos, y apretó sus labios al darse cuenta de que se había detenido a su lado.

Se sobresaltó ligeramente al sentir su mano sobre su hombro, y aquella sorpresa aumentó cuando notó que él le daba un ligero apretón.

Prusia suspiró.

—Sinceramente, no tengo ni idea de dónde está Australia. Supongo que Alemania me lo habrá dicho en algún momento, en alguna carta, pero no me podría importar menos. —Mientras hablaba, proseguían sus pasos hacia la puerta. España seguía siendo incapaz de moverse—. Me voy de viaje en cuatro días: él volverá del frente entonces, así que tendrás oportunidad de preguntárselo y solucionar ese asunto.

A continuación, le musitó lo que suponía que era una despedida, y el portazo que dio le indicó a España que se había quedado solo en la estancia.