16 de enero, 1917; Berlín, Imperio Alemán.
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El adueñarse de una cafetera alemana le había hecho mucho más amena la espera. Había conseguido una del mismo modelo que aquella que tenía en Madrid, por lo que no le fue demasiado difícil recuperar las viejas costumbres y conseguir de nuevo aquel sabor.
Durante la preparación del primero en medio mes, su mente lo había transportado a la conversación que había tenido con Irlanda referente a ello. De inmediato, había sacudido su cabeza y había intentado llevar sus pensamientos hacia otra parte: al olor que salía de la máquina mientras se encargaba de prepararlo, al borboteo que emitía… Todo lo que no fuese un maldito café con miel.
Por suerte, el embajador se había aproximado a él para preguntarle por su aportación.
—¿Es una manera de quedarse despierto por las noches?
España había negado con la cabeza, sin levantar sus codos de la mesa para mirar al embajador. La postura era… importante para que no se le pasase.
—Al contrario: es una manera de despertarme por completo por las mañanas. No quiero que se me pase por alto alguna solicitud.
—¿Y no puede utilizarla nadie más?
España había girado su cabeza hacia él, con sus labios apretados.
—Bueno… Es que, si se hace otra clase de café, se nota en la preparación del siguiente. No sabe igual. Aunque se limpie bien la cafetera. —Y él necesitaba aquel al que estaba acostumbrado.
Le había parecido que el hombre soltaba un pequeño bufido, pero no sabía si había escuchado bien: justo antes, había devuelto su atención a la cafetera, siendo consciente de que pronto tendría que interrumpir el proceso.
Sin embargo, don Luis había carraspeado.
—Y… ¿cómo va lo de Kirkland? Soy consciente de que lleva sin ver a Herr Beilschmidt desde que se personó en el despacho hace dos días.
España solo se había encogido de hombros.
—Bueno… Él no sabe nada. Es consciente de que está retenido, pero es el hermano menor el único que puede decir dónde y en qué estado está. —Había interrumpido sus palabras para apagar la cafetera y servirse el contenido en una tacita—. Así que solo me queda esperar a que vuelva del frente.
—¿Y no ha intentado ponerse en contacto con él por teléfono? —había cuestionado el hombre.
España, ya con su taza en mano, se había girado sobre sus talones y había negado con la cabeza.
—Todas las veces que lo he hecho he recibido la misma respuesta: que él no va a atender ninguna llamada, y que debo esperar a que venga.
El resoplido de su embajador se lo había dicho todo. Sí, España compartía aquel sentimiento. Pero, ¿de qué iba a servir demostrar su enfado? Nadie iba a arrastrar a Alemania hasta allí para que pudiese hablar con él, y España se negaba a ir hasta las trincheras para hacerlo. Entonces ya sí que se estaría arriesgando a ser acusado —esta vez con una cierta razón—, de parcialidad.
—¿Ruhleben?
—Sin duda, uno de los mejores lugares para estar en estos momentos. Ha permanecido como el hipódromo que era. Pero no estaba ahí, y me aseguré de preguntar. Había un escritor que lo conocía, un tal… —Había fruncido ligeramente su ceño y apretado sus labios. No, no le salía. Ni siquiera un pequeño sorbo a la taza parecía refrescarle la memoria—. En fin, que le enseñé la foto y me dijo que sí, que había tenido la oportunidad de hablar con él en Gran Bretaña, antes de la guerra, y estaba bastante seguro de que no estaba allí.
—En cierto modo, tiene sentido: Ruhleben fue organizado para la detención de ciudadanos de países en guerra justo al principio, no para soldados como tal. Aunque… —El hombre se había mesado las barbas, para después encontrar el borde de una mesa cercana como el perfecto lugar en el que apoyarse—. No sé, me parecía haber escuchado de traslados de oficiales.
—Puede. Pero Australia no tuvo esa suerte.
—¿Cuándo está estimado que llegue Ludwig Beilschmidt?
—Dentro de… —España había realizado los cálculos en su cabeza, sencillos al tener el calendario a la vista—. Dos días exactos.
Y fue justo aquella mañana, tras esos dos días, que España fue despertado por una serie de golpes en la puerta. Se restregó los ojos, ahogó un bostezo en su mano, y no fue hasta que volvieron los porrazos que España pudo identificar qué lo había despertado.
De inmediato, frunció sus labios y le echó un vistazo al reloj de pared.
Incapaz de enfocar su vista, necesitó quitarse las sábanas de encima y aproximarse a la pieza de madera para ver qué ponía. Según esta, eran las siete de la mañana.
¿Ya le estaba empezando a fallar el mecanismo o qué?
Intentó ignorar los golpes en su camino de vuelta a la cama, pero estos se volvieron cada vez más insistentes. Apretó sus dientes y dirigió sus ojos hacia el espejo.
Además de la camisa y el pantalón arrugados, su pelo no estaba en condiciones de ser visto por nadie. Sin embargo, en vez de caminar hasta el baño, se aproximó a la puerta.
—¿Quién es? —cuestionó, esforzándose por ocultar su enfado.
—Pensaba que te gustaría acompañarme a la estación. —La voz de Prusia sonó amortiguada a través de la puerta, y el corazón de España comenzó a latir con fuerza. ¿Acaso no entendía que quería evitarlo?—. Hablé con mi hermano esta mañana para coordinarnos, y, si me ha hecho caso, su tren debería llegar a los pocos minutos de que salga el mío.
Prusia hizo tamborilear sus dedos sobre el marco de madera, y él no pudo decir si lo estaba haciendo inconscientemente o para meterle presión.
España inspiró hondo.
—¿Cómo has entrado aquí? No puedes hacerlo sin permiso, y no creo que el embajador estuviese despierto a estas horas para dártelo.
Escuchó su resoplido al otro lado de la puerta.
—Eso no importa. ¿Vienes conmigo o no? Puede que sea la última oportunidad que tengamos de hablar antes de que te invite a Versalles a celebrar nuestro triunfo. —La confianza en su voz era algo que originaba todo lo contrario en España. Le recordaba a la de Francia—. Y entonces voy a estar muy ocupado.
—¿Tu hermano estará ahí?
España se despegó de la puerta y se dirigió hacia el baño, donde recogió el cepillo. Anduvo hasta la mitad de la habitación y se puso delante del espejo.
—Sí. —Prusia sonó bastante dudoso. Y, la verdad, después de lo que había pasado hace cuatro días, España no podía decir que confiase en él—. Estoy bastante seguro.
—Claro —musitó él, inspirando hondo. Después, alzó su voz para decir—: Voy contigo, Prusia, pero, por favor, dile a tu hermano que es importante que lo resolvamos cuanto antes. Y también que, si es necesario, estoy dispuesto a pagar por su liberación. —Caminó hasta su armario y abrió una de las puertas. Tenía mucho donde elegir, pero no tiempo para hacerlo. Sacó la ropa del día anterior.
Quizá era porque no había mencionado la posibilidad de un pago que no le estaban facilitando las cosas. Aunque había creído que era obvio. De hecho, ¿no se lo había llegado a decir en un punto?
Prusia soltó un bufido.
—Si le vas a ver tú antes que yo. Díselo tú mismo.
—Prusia…
—Él siempre ha sido un buen muchacho: siempre ha querido cumplir las normas y no meterse en problemas. Seguro que está dispuesto a ayudarte.
España terminó de anudarse la corbata, asegurándose de que el cuello de su camisa estuviese bien colocado. No le gustaba permanecer escéptico ante toda palabra que saliese de la boca de Prusia, pero… si era como decía, ¿por qué no le había respondido al teléfono? ¿Por qué había dicho que no iba a atender ninguna llamada? Podrían haber solucionado las cosas mucho antes si Alemania fuese un poco más como Prusia creía.
Se alisó las solapas de su chaqueta, y apretó sus labios.
Justo después de poner su mano sobre el pomo, forzó a sus comisuras a levantarse, de tal forma que, nada más abrir la puerta, fuese lo primero que Prusia viese de él. Cuando atravesó el umbral, sin embargo, se tomó un tiempo para sorprenderse por las ropas del prusiano.
Pero no por su ostentosidad, sino más bien por todo lo contrario: ya no llevaba el uniforme con orgullo, sino una chaqueta de un color marrón oscuro, siempre conjuntada con los pantalones, aunque se notaba la tela de bastante mala calidad. Venía también con una pajarita discreta que conjuntaba con ambas prendas, y una simple camisa bajo la chaqueta.
Una de sus manos sujetaba una maleta, algo normal dado que se iba de viaje, pero los zapatos… Los zapatos no brillaban.
—¿Qué? —cuestionó Prusia. España detuvo entonces su escrutinio, y facilitó el encuentro de sus miradas. Él había fruncido su ceño—. ¿Qué ocurre?
España sacudió su cabeza.
—No, nada. Vamos a la estación.
—¿Quieres detenerte un momento para un café?
Él se apresuró a negar con la cabeza. Lo que menos quería era volver a tener la misma conversación que había tenido con Irlanda en el ferrocarril.
—No, vamos directamente. Si has quedado con tu hermano no creo que lo indicado sea retrasarnos —comentó.
Prusia lo miró con fijeza por un momento, pero después se encogió de hombros. Se metió una mano en uno de los bolsillos de su pantalón, y le hizo un gesto vago con la muñeca para que fuese él primero. España se fijó en que sujetaba un objeto durante aquel movimiento. A pesar de no poder verlo bien, sí que fue capaz de detectar su color: el mismo que el de su chaqueta y su pantalón.
Sacudió su cabeza mientras bajaban por las escaleras en silencio, e intentó centrar su atención en los retratos que adornaban las paredes. Aunque… ¿a dónde iba tan de incógnito? A ver, por la conversación que habían tenido, y la… pregunta que le había hecho, podía intuir que su objetivo era cruzar el Atlántico.
¿Cómo? La situación en los mares europeos se lo dificultaba: ni siquiera en un barco que saliese de un país neutral estaba seguro. Y eso era culpa de las Potencias Centrales, al igual que de la Entente.
Pero no iba a sacar el tema. No quería repetir la escena.
A pesar de que había planeado hablar con el embajador sobre dicho asunto, la presencia de Prusia había hecho que sus pies evitasen deliberadamente la sala de los despachos. Lo dirigieron directamente a la puerta principal, a través del pequeño jardín, hasta la calzada.
Prusia entonces tomó el liderazgo, y le hizo un gesto para que lo siguiese.
Se puso la boina para tapar su cabello blanco, y España tuvo que resistirse para no comentar nada al respecto. Pero… ¿qué demonios?
Ya cuando habían salido del edificio habían sido recibidos por un ligero manto de neblina, que, en cuanto Prusia se había puesto delante y había avanzado las primeras zancadas, había ido aumentando de densidad hasta transformarse en niebla. España se había incluso restregado los ojos para comprobar si no se lo estaba imaginando, pero, en efecto: con cada paso que daba, su visibilidad se veía más restringida.
No ayudaba que fuese demasiado fácil que Prusia se camuflase en aquel ambiente.
Se le pusieron los pelos de punta, y aceleró su ritmo para aproximarse lo máximo posible a él.
Hubo un momento en el que, al dar el siguiente paso, calculó mal y pisó el zapato de Prusia. Este utilizó sus ágiles reflejos para mantenerse en pie, giró su cabeza hacia él y le enseñó su ceño fruncido, aunque de inmediato resopló y prosiguió con su camino.
España se detuvo e inspiró hondo.
Debía mantenerse tranquilo. Estaba en Berlín, y su objetivo era llegar hasta la estación y esperar a Alemania. Aquel episodio debía ser… algo normal en la ciudad. Después de todo, ¿qué sabía él al respecto?
Cuando llegaron a las puertas de la estación, el manto de niebla se había disipado casi por completo.
—Hablé con él bastante temprano por la mañana, cuando aún no había amanecido —explicó Prusia, haciendo que España lo mirase—. Estaba en territorio belga, y tenía cerca un ferrocarril, así que debe estar al caer. ¿Quieres… que le mande saludos de tu parte?
España negó con la cabeza de inmediato, consciente de que no le estaba hablando de Alemania.
—Solo quiero irme de aquí con Australia —le dijo, resistiendo sus impulsos de tirarse de los pelos—. No hay más que necesite de ti.
Prusia le mantuvo la mirada durante lo que le parecieron minutos, para después encogerse de hombros. A continuación, levantó su mano, le enseñó su palma, inclinando ligeramente su cabeza, y le dio la espalda.
Sus pasos lo llevaron hacia el interior de la estación, lugar en el que se perdió de sus ojos. España pensó en un principio en la opción de entrar y buscar el andén que llegaba desde Bruselas, pero, al barrer sus alrededores con sus ojos, optó por dirigirse hacia un banco.
Aunque su mirada quedó fija en la entrada.
Se peinó el flequillo con sus dedos, cruzó sus piernas y se planteó meterse en la tienda de café a la que le había echado el ojo antes. Pero se abstuvo de hacerlo. El hombre que estaba a punto de salir de la estación tenía las respuestas que llevaba buscando ya más de un mes. No podía desaparecer de un rango visible para Alemania.
Ya se tomaría un café más tarde.
Salió una oleada de gente de la estación a los pocos minutos de haberse instalado ahí. España estuvo bastante atento, buscando a Alemania en aquella multitud. Si estaba, no había podido encontrarlo.
Tras un intervalo mayor de tiempo, otra. De nuevo, no pudo localizarlo en ella.
Y a él no se le estaba acercando nadie.
Inspiró hondo, apoyando su mentón en la palma de una de sus manos. La espera se le estaba antojando eterna. Ya veía qué de inmediato se suponía que iba a llegar.
La tercera tanda de pasajeros que salió fue mucho menos numerosa, y prácticamente todos iban cabizbajos. Los hombres podían intentar esconder su chaqueta bajo un abrigo largo y sus manos escondidas en sus bolsillos, pero sus pantalones, de tonos que variaban entre el gris y un verde no demasiado llamativo, le decían de dónde venían.
Las mujeres, por otro lado, no tenían otra cosa que sus ojos esquivos, su mente en otros lugares, y su paso rápido. Había algunas que se acercaban a los soldados, les apretaban el brazo y se forzaban a sonreír.
Veía mejillas rechonchas en algunos, tanto en hombres como mujeres, inseguridad en sus ojos y un paso errático. Podía observar a algunos con muletas, con sus miradas en el suelo, que avanzaban con torpeza.
Más de uno casi se había caído.
España suspiró. Consciente de esa realidad o no por su trabajo, aquellas escenas siempre le tocaban una vena sensible.
No pudo despegar sus ojos de los soldados. Pudo detectar a un hombre, mucho más esquivo que los demás, que caminaba a mayor velocidad. Aunque no tenía una diferencia muy grande, podía asegurar que era un poco más alto que el resto. Escondía sus ojos detrás de la visera de su casco coronado por aquel pincho —un oficial—, aunque su mandíbula cuadrada y sus cabellos dorados, que conseguían escapar del refugio que les brindaba el metal, lo hacían bastante familiar…
Él quedó ojiplático cuando aquella descripción cuajó. Y, para más inri, Alemania parecía ni siquiera haber dedicado un momento a buscarlo; huía como si le fuese la vida en ello.
Se puso de pie de un salto, y corrió con el fin de alcanzarlo.
Alemania mantuvo su paso rápido.
España no sabía si era consciente de que lo estaba siguiendo, pero, después de haberlo visto salir prácticamente escopetado de la estación, pudo reafirmar que Prusia le había estado mintiendo en varios aspectos.
Cuando lo alcanzó, momento en el cual sus pulmones prácticamente estaban ardiendo, sujetó su muñeca con fuerza. Alemania reaccionó intentando sacudirla de su agarre, pero España no cedió y logró girarlo hacia él.
Entonces, cuando sus miradas se encontraron, y Alemania dejó de resistirse debido a la sorpresa que expresaban sus ojos bien abiertos, España dejó su muñeca libre. No sabía en qué calle estaba, o quién les podía estar escuchando, pero le había hecho perseguirlo en vez de buscarlo.
Si Prusia ya había casi acabado con su paciencia cuando le había dicho que no tenía ni idea, a pesar de su estado en esos instantes, Alemania había consumido la mayor parte de la mecha sin siquiera dirigirle una palabra.
—¿España? —preguntó, ahora con su ceño fruncido. Se cubrió su muñeca con su otra mano y se la sobó, aunque España dudaba que le hubiese hecho en verdad algún daño—. ¿Qué haces aquí?
—Australia. Ahora.
Alemania fue rápido a la hora de comprenderlo: puso sus ojos en blanco y se metió las manos en los bolsillos.
—Acabo de volver del frente. Lo único que quiero hacer en estos momentos es llegar a mi casa y darme un buen baño para relajarme. Discutiré ese tema más tarde.
Se giró sobre sus talones, y, en cuanto le hubo dado la espalda, España lo sujetó del brazo y lo volvió a girar hacia él.
—Me hicisteis venir aquí con la promesa de que me diríais algo sobre Australia. Después de decirme que no sabía nada, Prusia me aseguró que tú podrías darme todas las respuestas. —A pesar de que la sangre le estaba hirviendo, España intentó mantener su tono bajo—. ¿Sabes quién todavía no ha podido volver a casa y darse un buen baño? Australia.
Alemania parpadeó.
—¿Mi hermano te ha dicho que no sabía nada? —Su ceño volvió a fruncirse—. Pero… Pero si le di todos los detalles en una carta. —Apretó sus dientes y más arrugas aparecieron sobre su frente—. ¿Puedes soltarme, por favor?
España entonces se dio cuenta de que había apretado su agarre en torno a su brazo, y soltó un murmullo a modo de disculpa antes de aflojarlo. Sin embargo, no lo soltó, cosa que se reflejó en el gruñido que soltó Alemania a continuación.
—¿Sabes dónde está Australia? —cuestionó.
Alemania asintió con la cabeza. España alzó la ceja. ¿Acaso lo creía ingenuo? Conocía los gestos de Prusia; podía saber más o menos por el tono de su voz o una mínima arruga en su rostro si estaba diciendo la verdad, y sus deducciones le habían demostrado que la situación no había cambiado demasiado.
Pero… ¿Alemania? Apenas había hablado con él, y, cuando lo había hecho, no se parecía nada al niño educado que Prusia le había descrito.
—Que sí, España, que sé dónde está. Yo mismo recogí su cadáver nada más terminar la batalla de Fromelles, cuando estábamos buscando a los heridos—masculló, entre dientes. La rabia se le disipó de inmediato, llegando incluso a sentirse algo mareado. Encima eso. Alemania aprovechó entonces para zafarse de su agarre—. Si te interesa, murió de una bala en la frente. Ahora… —Suspiró—. ¿Puedo irme por fin a mi casa para descansar un poco?
España asintió con la cabeza.
—A-Adelante.
Alemania lo miró por un momento con el ceño fruncido, y procedió a darse la vuelta para retomar su paso. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y volvió a encorvarse. España empezó a caminar a su lado, hasta que el alemán se dio cuenta y giró su cuello hacia él, mirándolo con la ceja arqueada.
—¿Qué haces?
—Llevo desde poco después del Año Nuevo fuera de mi país. No creas que ahora mismo te vas a librar de mí.
Las arrugas en su frente aumentaron.
—¿Piensas acompañarme hasta… mi casa?
Prusia lo había sacado de la cama para que hablase en esos momentos con él, y no iba a irse hasta que lo hubiese hecho. Asintió con la cabeza.
—O, si quieres, para librarte de mí, podrías decirme dónde está, negociar un momento las condiciones de liberación y, ya está, te dejo en paz. Simple, ¿cierto? —Elevó las comisuras de sus labios en un intento de sonreír. Una de las cejas de Alemania tembló, señal de que no iba a ser tan fácil.
—No pienso hacerlo —gruñó Alemania—. ¡Tengo derecho a estar tranquilo cuando me he visto obligado a pasar la Navidad en las trincheras!
—¿Y dónde ha pasado la Navidad Australia, eh? —le devolvió, con sus puños apretados con fuerza. España pudo contemplar cómo la nuez de Alemania resaltaba durante un momento en su garganta. De inmediato, el hombre carraspeó y apartó su mirada de él. España tragó saliva. El tembleque de sus manos regresó, aunque no fue precisamente por la ira en su interior—. ¿Cómo está? ¿Acaso…?
—Hablemos de esto en un lugar más privado.
—No, no me hagas perder el tiempo. ¿Dónde está?
Alemania soltó un suspiro pesado.
—Acompáñame a casa, España, y ahí podremos hablar de esto. Pero no aquí. No en medio de la calle. —Hizo un gesto con la muñeca hacia sí mismo. España se metió las manos en los bolsillos y lo miró con sus labios apretados—. ¿Qué ocurre? Antes te veías muy dispuesto a seguirme.
—Antes no sabía que Australia no estaba en… las mejores condiciones, precisamente.
Alemania resopló.
—No es eso, sino… —Abrió y cerró su boca repetidas veces, se pasó la lengua por sus labios secos y terminó por sacudir su cabeza—. Hablemos en otro lugar.
—Alemania, por favor, que no me vas a contar la estrategia de esta primavera. —Ante el ceño fruncido del hombre, España intentó esbozar otra sonrisa con el fin de que se notase su tono de sorna—. Es evidente que no me quieres aquí. Así que, ¿por qué no me lo dices ahora mismo? No es algo que no vaya a saber tarde o temprano.
—A mi casa —insistió.
Ambos se miraron durante unos cuantos minutos, aunque España terminó por apartar sus ojos de los suyos. No porque ese azul gélido le intimidase, sino porque sabía que eso no le estaba haciendo ningún bien.
Alemania se estaba enfadando —había salido así de la estación, así que España podía suponer que él no era la principal causa—, y de esa manera no le iba a decir nada. Lo mejor era permitir que se relajase, y hablar entonces.
Ya había cedido bastantes veces. No le significaba ningún problema, se decía, volver a hacerlo.
Aunque… necesitaba respuestas.
—Adelante —le dijo.
Alemania asintió con la cabeza, y casi le faltó tiempo para darle la espalda. Sus pasos, si ya al salir de la estación habían sido rápidos, se volvieron incluso más veloces. España no tuvo problemas para seguirlo, aunque dejó que se le adelantase una distancia prudente.
Ya no necesitaba estar demasiado cerca de él para seguirlo.
De todos modos, Alemania no lo tuvo caminando mucho. Deshizo el trayecto que España había recorrido junto a su hermano, llegando a pasar por delante de la fachada del Tiele-Winckler, y cruzaron por encima de uno de los cauces del río Spree.
Entonces, Alemania se adentró en una zona algo boscosa, que a España le resultaba bastante familiar. Quizá… ¿Prusia lo había llevado por allí en 1889? Teniendo en cuenta que estaba tan cerca de su embajada, no lo descartaba.
Conforme iba avanzando por aquel campo, un edificio se fue erigiendo ante ellos. A pesar de todas las reformas a lo largo de los siglos, España no tardó en reconocerlo: la casa de Prusia, que, en un momento dado, había compartido con alguien más.
Por supuesto, tenía otras casas repartidas a lo largo de su territorio, como todos, pero era la más reconocible por ser aquella en la que recibía a las visitas. Desde la última vez que había estado allí, habían pintado la fachada de dos pisos de un blanco con cierto matiz azulado, habían aumentado la cantidad de ventanales, y habían añadido un pequeño porche.
Alemania empezó a rebuscar en el bolsillo de su abrigo a escasa distancia de la puerta, y logró sacar las llaves durante la última zancada hasta esta.
Cuando España subió las escaleras y se detuvo ante la entrada principal, la puerta ya estaba abierta, y Alemania se adentraba en el vestíbulo. Nada más cruzar el umbral, fue recibido por un desagradable olor a polvo que le obligó a taparse la nariz. Aunque aquello no consiguió detener su paso hacia el salón.
La tapicería era antigua: tanto los asientos como los respaldos habían quedado descoloridos, perdiendo el azul oscuro que habían tenido sobre ellos. La pintura dorada de las patas se había fracturado, y parecía estar a punto de caer a pedazos.
Sobre la mesa, el jarrón permanecía vacío. El brillo de ambas superficies había quedado opacado por las espesas capas de polvo.
Mientras él revisaba sus alrededores, pinzándose la nariz para evitar estornudar ante lo descuidado del interior, Alemania había apartado las cortinas y había abierto las ventanas. A pesar del poco tiempo que había pasado ahí dentro, España recibió con gratitud la bocanada de aire fresco, además de la luz adicional. Alemania entonces se giró hacia él y apoyó su mano sobre el respaldo de una de las sillas.
—Toma asiento —le indicó, con su ceño perpetuamente fruncido—. Yo saldré en cuanto me haya… refrescado y cambiado.
Se escabulló entonces por las escaleras, dejando a España solo en la habitación. Le echó un vistazo a la silla que Alemania le había ofrecido para sentarse: tanto la pintura dorada de la estructura como los cojines del respaldo y asiento estaban fracturados. Él dudaba que fuese a sostenerse en pie si ponía su peso sobre ella.
Optó que lo mejor para pasar el tiempo era rondar por aquel salón, aunque ni se molestó en revisar los cajones. Era obvio que ahí no encontraría nada concerniente a la guerra. Ni a los meses anteriores a esta. Por su aspecto, no creía ni siquiera que Prusia la hubiese estado utilizando como residencia, por lo que tampoco estaría ahí la «famosa» carta de la que ambos hermanos le habían hablado.
La pintura de la pared también se estaba empezando a despegar, y España temía que con el simple hecho de apoyarse la haría caer a pedazos.
Solo había… una cosa en esa habitación que destacaba por lo limpio que estaba: el retrato de una mujer.
Cabello oscuro como el ébano, que contrastaba con el tono extremadamente pálido de su rostro y cuello, y ojos gélidos. El retrato solo la capturaba de cintura para arriba, por lo que lo único que se podía contemplar de su vestido era la parte superior, que combinaba el azul oscuro y el rojo, y la cinta que iba desde su hombro hasta el extremo contrario de su cintura.
Sus labios, finos e incoloros, permanecían cerrados en una línea recta, y su mirada… parecía querer fulminarlo. Por supuesto, España había conocido a la mujer, y, aunque no podía asegurar que su relación fuese demasiado cercana, se llevaban… bien.
(Prusia no había ni siquiera hecho referencia a ella ni una sola vez desde que ya no estaba.)
—Te he dicho que te sentases, no que te pusieses a curiosear.
Él se giró hacia Alemania y suspiró.
—Hacía bastante que no la veía —comentó, señalando a la mujer del retrato.
No desapareció ni una arruga de su ceño fruncido; es más, aumentaron en cantidad y profundidad.
—Siéntate —insistió.
España se apartó del cuadro, y no necesitó más que dos pasos para llegar hasta la silla que Alemania le había señalado antes. Torció el gesto ante el mal estado de la pieza, peor de lo que parecía de lejos, pero, después de que Alemania se hubiese sentado en el sofá, acompañado por un sonido de… ¿gases?, sabía que no tenía otra opción.
Se agachó hasta que notó que se sentaba en algo, y, cuando estuvo seguro de que era más o menos estable, se dejó caer sobre ello. La manera en la que tembló y crujió le hizo pegarse aún más a aquella frágil estructura.
Alemania lo observaba fijamente, sin que su expresión variase en lo más mínimo. Estaba encorvado sobre sus rodillas, con los codos apoyados en sus muslos. Su uniforme de combate había sido cambiado por el de gala: el mismo que había llevado Prusia en el Palacio. Su cabello había quedado por fin liberado del casco, y permanecía hacia atrás de una manera artificial y sucia.
España supuso por el silencio que le tocaba empezar a él.
Inspiró hondo y se recolocó el cuello de su camisa. En cuanto se movió ligeramente, la silla volvió a crujir, por lo que España se pegó más a ella por puro instinto.
—¿Dónde está Australia? —Intentó decirlo de la manera más calmada que le fue posible.
Alemania simplemente parpadeó.
—¿Por qué debería decírtelo?
España tardó un momento en procesar su respuesta.
—¿Por qué…? —Apretó sus labios. España podía jurar por su vida que estaba intentando no enfadarse—. ¿Quizá porque tu hermano me prometió que me daríais información a cambio de venir hasta aquí?
—Primero, no creo que fuesen esas las palabras que utilizase. Y, segundo, mi hermano prometió por él; yo no tengo por qué cumplirlo cuando la culpa de que todavía estés aquí es suya por no enterarse.
Se restregó los ojos con los dedos, y dejó escapar un bufido. ¿Por qué… por qué estaba siendo eso tan complicado? ¿Cómo era posible que fuese más sencillo encontrar a un desaparecido, a un soldado raso, que no tenía más que un nombre que fácilmente se podía perder, que a la maldita nación de Australia?
—¿Por qué demonios te importa tanto Australia? —cuestionó España, quitándose las manos de la cara para evitar tirarse de los pelos—. No es Francia o Inglaterra; él es… prácticamente un muchacho al que le han obligado a estar ahí.
Alemania se movió por primera vez desde que se había sentado: se reclinó sobre el respaldo del sofá, colocó sus manos sobre sus rodillas y soltó un resoplido. Sí, claro, él era quien se estaba frustrando.
—No es Australia, eres tú.
Él quedó con sus ojos bien abiertos ante la afirmación, aunque rápidamente su expresión se tornó en un ceño arrugado. Bastante arrugado.
—¿Y qué te he hecho ahora?
—Has ayudado a la Entente en diferentes ocasiones a lo largo de la guerra. ¿Acaso te has olvidado de tus barcos hundidos por ello?
España apretó sus dientes.
—No tienes ninguna prueba. E, incluso si hubiese sido así, vosotros habéis recibido también mi ayuda. ¿O acaso os habéis olvidado tan rápido de lo de Guinea Ecuatorial?
Alemania negó con la cabeza.
—Eso no es suficiente.
—¿Cómo que no es suficiente? —España se puso en pie impulsado por la pura rabia—. ¡Cincuenta mil personas, entre cameruneses y oficiales alemanes, que tuvieron que ser acogidos por apenas doscientas! ¿Acaso no eres consciente de lo que significó eso? Guinea incluso me llegó a preguntar si había una posibilidad de que no se quedasen en Camerún y cruzasen la frontera.
También había metido el dedo en la llaga, y le había preguntado cuál sería su respuesta ante aquella posible invasión. España había sudado frío en ese entonces, y se había visto obligado a contestarle que no lo sabía. Guinea le había recriminado que ambos eran conscientes de que no haría nada por ella, y España no se había atrevido a volver a llamarla, por lo que no sabía si estaba enfadada o no. Pero Alemania no tenía por qué saberlo.
Este, para su sorpresa, tragó saliva, aunque carraspeó y volvió a enderezarse de inmediato.
—A-Aun así, cediste ante las presiones de la Entente, y recluiste a mis soldados en la isla Fernando Poo. A pesar de que habían entregado las armas.
España se arrepintió entonces de haberse puesto en pie, aunque no hizo ningún amago de sentarse, y suspiró.
—«Recluidos» es un término demasiado fuerte e irreal. Muchos fueron llevados a mi país de inmediato, y fueron recibidos de una manera tan afectuosa que me volvieron a pegar un toque. Además, en la propia isla se instalaron hospitales y se intentó dar de comer a todos. La intención… —Chasqueó la lengua—. La intención siempre fue ayudar a esas personas y darles un refugio. Les aseguré a Francia y a Inglaterra que nadie utilizaría Guinea para un contraataque, ni siquiera el propio Camerún; os prometí a ti y a tu hermano que ellos estarían atendidos. Y así fue.
Alemania alzó su ceja. Su ceño se había relajado considerablemente.
—Pero… estás aquí, ayudándolos.
—Estoy ayudando a Australia. No al Estado de Australia, no al Imperio británico, no a la Entente, sino a la personificación de Australia. A… —Alzó sus brazos. ¿En qué momento la terminología se había vuelto tan complicada?—. Al que utiliza el nombre de Jack Kirkland. A su parte más humana. No me interesa quién gane esta guerra, sino que él pueda volver a casa y reunirse con sus hermanos. No para ayudarles en la guerra, sino para que él esté bien.
—P-Pero…
—No me interesa quién gane esta guerra, Alemania —reiteró—. No quiero ayudar a ningún bando; solo a los prisioneros, enfermos, desaparecidos, etc., y a sus familias.
Además, y eso no quería decirlo en voz alta porque no deseaba que Alemania se aprovechase de sus problemas, la situación de Portugal y las Italias le demostraban que hacerlo no tenía nada de bueno. Y si ellos estaban así, ¿qué sería de él?
Alemania dirigió sus ojos hacia el suelo, y se mordió el labio.
Se mantuvo así durante unos cuantos minutos, hasta que se puso en pie y lo miró. El ceño fruncido que le dirigió entonces se le antojó algo triste, más que nada por aquella inclinación ligeramente diferente que habían adoptado sus cejas.
—De acuerdo. Te ayudaré. A cambio de una cosa.
España alzó una de sus cejas.
—Tu hermano ya intentó eso. ¿Cómo sé que tú sí que vas a cumplir?
Alemania puso sus ojos en blanco, pero después suspiró.
—Debes abandonar Berlín, y Alemania en general, de inmediato, y necesito que se quede en tu país durante al menos un mes. Eso es todo lo que te pido.
España asintió con su cabeza.
—Sin ningún problema. —Inglaterra se quejaría, por supuesto, pero no tendría ningún derecho: España cumpliría la «promesa» que le había hecho, si sus cálculos eran correctos. Y él era el primero que deseaba ni siquiera haber puesto un pie en su país—. Supongo que necesitará recuperarse después de tanto tiempo detenido.
Alemania frunció sus labios, y volvió a rehuir su mirada.
—Sí —masculló, para después aclararse la garganta y peinarse su cabello con sus dedos.
España alzó su ceja, algo incómodo por el silencio.
—Y… ¿dónde está?
Alemania parpadeó.
—Por ahora, debemos dirigirnos hacia la estación. ¿Tienes algún documento que pueda asegurar que estás aquí para eso? —Alemania mantuvo su mirada fija en él hasta que España asintió con la cabeza. Rebuscó en su bolsillo antes de percatarse de que, de nuevo, se había dejado los papeles. Claro, como ayer no había salido y no había necesitado llevarlos con él…
—Tengo que pasar por la embajada para recogerlos, pero sí.
—Vale. Voy contigo. Así no perderemos demasiado tiempo al separarnos.
España lo miró de pies a cabeza, consciente de la pulcritud del traje que llevaba. Arqueó su ceja y esperó a que Alemania se diese cuenta de lo que le estaba intentando señalar; que le dijese que debía subir para cambiarse. Sin embargo, lo que hizo fue recoger su abrigo del perchero —España se dio cuenta entonces de que ni siquiera llevaba uno—, y mirarlo con la ceja arqueada desde el estrecho vestíbulo.
Él suspiró.
—Sí, vamos.
Se apresuraron a salir de la casa, y Alemania se detuvo para cerrar la puerta con llave. Después de haber forcejeado con el pestillo durante varios minutos, con tal fuerza que España temió que apresurase sus últimos días, reanudó la marcha mucho más rápido que antes.
Él metió sus manos en sus bolsillos, y esta vez procuró mantenerse a su altura.
Dado que le había dejado claro que no se lo iba a decir directamente, España intentó sonsacarle, por lo menos, a dónde iban.
—¿Está en algún campo cercano a Berlín?
Alemania ni siquiera se molestó en mirarlo antes de negar con la cabeza.
—¿En Alemania?
Esa vez sí que lo miró con sus ojos gélidos, con sus cejas amenazando por eliminar el espacio que las separaba.
—No —terminó por responder.
—¿Francia o Bélgica?
Los labios de Alemania se apretaron, y una de sus comisuras, la derecha, tiró de ellos para hacerle torcer el gesto.
—… Ya lo verás.
A pesar de que las preguntas seguían acumulándose en su mente, España se abstuvo de expresarlas en voz alta. Era consciente de que Alemania no le respondería, aunque él consideraba tener todo el derecho a saberlo. Y más teniendo en cuenta que no confiaba del todo en él.
Pero… ¿qué otra cosa podía hacer?
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17 de enero, 1917; Lille, Francia.
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Comparándolo con las esperas anteriores, parecía que aquella vez se habían invertido las tornas: el propio ferrocarril había estado ahí para él, quieto, cuando había llegado. El andén, si acaso se le podía llamar así, tampoco se parecía a nada que hubiese visto antes en su viaje; Alemania lo había llevado directamente a un edificio parecido a aquellos en los que se guardaban los trenes en desuso, con los techos altos y un aura de polvo que le había hecho volver a pinzarse la nariz.
Había diversos trenes, en cuyos contenedores de carga un gran número de hombres con rasgos que se le antojaban muy poco germanos —eslavos, si debía apostar—, depositaban vigas, tablas, y numerosos materiales a los que no les había prestado demasiada atención.
Casi le había resultado sorprendente encontrar que hubiese varios vagones de pasajeros.
Alemania le había hecho pasar al interior de uno de ellos, y lo que España había encontrado estaba lejos de ser un vagón de primera clase. Pero… algo era algo.
Justo después de sentarse en la última fila de asientos, en uno de madera, España había empezado a ponerse nervioso. Había tenido que poner una mano encima de la otra para evitar el tembleque.
¿Qué pasaba si aquello era una trampa?
Había dirigido sus ojos hacia Alemania. Este tenía su mirada fija en la ventana, a pesar de que lo único que había podido ver en esos momentos era la estructura del edificio, que parecía muy poco cuidada y a punto de derrumbarse.
A España no se le pasaba por la cabeza otra razón por la que estuviese planeado que él viese todo eso.
No creía que intentasen nada, porque no podían atreverse cuando su embajador era conocedor de su viaje. Aun así, tenía los pelos de punta por lo que pudiese pasar. Ninguno jugaba según las reglas en una guerra, y mucho menos los alemanes.
Su nerviosismo había quedado a un lado cuando había visto que un pequeño grupo de trabajadores, cuyas pieles pálidas brillaban del sudor y sus camisas poseían manchurrones de aceite, se había subido y había permanecido en la otra punta del vagón en pie. Obligado, según había confirmado la presencia de tres oficiales que se habían subido detrás, con sus fusiles al hombro, y se habían sentado alrededor de una mesa: la comodidad que les habían negado a los otros.
A España le hubiese gustado preguntarle muchas cosas a Alemania sobre el estado de los prisioneros, pero no era nada que no se pudiese responder él mismo. Estaba seguro de que no estaban recibiendo una remuneración por sus trabajos.
Cuando los prisioneros habían tomado asiento en el suelo del vagón, que tampoco se veía demasiado cómodo o limpio, España había mantenido sus ojos fijos en uno de ellos. Su rostro, ojeroso, pálido y con las mejillas hundidas, le sonaba de algo.
Después de comerse la cabeza durante unos minutos, y obviar el arranque del tren, la razón se le había venido a la mente: su hermana había adjuntado una foto de él en la carta en la que se pedía que se le encontrase. Había venido junto a una descripción: cabello rubio pálido y ojos claros, azules, que se cumplía a la perfección.
Efectivamente, aquellos prisioneros eran eslavos; rusos.
Había desaparecido durante una ofensiva alemana en el Frente Oriental en 1915 para aliviar la presión del Ejército ruso sobre el Imperio austrohúngaro —objetivo conseguido con un rotundo éxito—, y desde entonces no se había vuelto a saber de él.
Recordaba que su nombre no había aparecido registrado en su base de datos. Pero ahí estaba; vivo. Se le había ocurrido entonces mirar al resto de sus compañeros, y se había preguntado cuántos de sus casos habían sido llevados por otros miembros de su embajada en San Pete… Petrogrado, y habían terminado con el sello de «No hallado».
No podía saberlo.
—¿Adónde vamos? —había susurrado España.
Alemania había despegado los ojos del cristal de la ventana, en el que por fin había un paisaje digno de ver. Los tintes de la noche se cernían sobre este. España había fruncido su ceño; ¿tanto tiempo había pasado desde que… desde que Prusia lo había sacado de la cama?
—Cerca del Frente Occidental. Prácticamente en las proximidades —había contestado, con la voz ronca—. Pero no te preocupes, ellos… —Había sacudido su cabeza en dirección a donde se habían sentado los prisioneros, la mayoría escondidos por los asientos—. Ellos no estarán al alcance de la artillería.
España lo había mirado con la ceja arqueada, pero se había abstenido de comentar nada.
En una época pasada, podría haber observado a través del cristal y haber reconocido los campos de Bélgica y Francia. Con las múltiples transformaciones a lo largo de los siglos le era casi imposible reconocer dónde estaba.
La mejor idea que se le había ocurrido para salir de allí, una vez que hubiese recogido a Australia, se la había comentado ya a su embajador. Para esos momentos esperaba que este hubiese ya contactado con su ministro plenipotenciario en Bélgica. Él les abriría una vía para volver a España sin ningún incidente.
Alemania había devuelto sus ojos hacia el cristal, con unas ciertas arrugas en su ceño. España no había podido saber cuáles eran sus pensamientos, no cuando los suyos debían estar demasiado alejados de estos.
La noche se le había pasado volando mientras intentaba escuchar de qué estaban hablando, y, justo cuando la luz del amanecer empezó a iluminar el interior a través del cristal, el tren se detuvo. España dirigió sus ojos hacia Alemania, que acababa de soltar un suspiro.
El alemán le devolvió la mirada.
—Ya estamos. Vamos.
Él observó que, ahora, a través de la ventana se veía el interior de una estación. El campo lo habían dejado atrás hacía tiempo.
España se tuvo que ayudar de la mesa para levantarse, y no fue hasta que hubo calentado sus piernas caminando por el interior hasta la salida que pudo recuperar el control completo sobre estas. La puerta del vagón estaba abierta, aunque él fue incapaz de irse sin antes dirigir sus ojos hacia los prisioneros.
Bueno, hacia él.
—¿Serguéi Novikov? —cuestionó. El muchacho alzó sus ojos azules hacia él, bien abiertos por la sorpresa. España inspiró hondo e hincó una rodilla ante él—. Una vez que llegues a tu destino, mándale una carta al embajador español en Berlín, o al ministro plenipotenciario en Bélgica, y cuéntales sobre tu situación. —Desempolvó todos sus conocimientos en ruso para decir eso. Después, alzó su rostro hacia los oficiales en el vagón—. Tiene derecho a mandar una carta. —Aquellas palabras deberían haber sido dichas en alemán, pero no sabía exactamente.
—¿Y qué les importa a los españoles que yo esté detenido?
La voz de Serguéi le hizo devolver su mirada hacia él. Tenía su ceño fruncido.
—Tu hermana Evelina te está buscando. Y mi… el Rey de España no quiere más que vuelvas con ella, así que su personal diplomático está a tu disposición.
Serguéi se quedó boquiabierto. Sus ojos quedaron fijos en España, y este no quiso más que poder llevárselo consigo. Pero la mirada de Alemania, que se estaba clavando en su espalda, le decía que no podía.
Inspiró hondo, deseando que Serguéi recordase lo que le acababa de decir, y volvió a ponerse en pie. Después de dar un pequeño salto para llegar hasta el andén, se restregó los pantalones. No se había equivocado: ese suelo estaba lleno de mugre.
Mugre que podía resultar peligrosa.
A continuación, pasó a observar sus alrededores. Era una estación; en algún lugar debía haber una pista que le dijese dónde estaban.
—No creo que le dejen enviarle una carta —comentó Alemania—. Es más… eficaz que tú te quedes con el encargo y se lo envíes a tu embajador, porque no se lo van a permitir.
España giró su cuello hacia él, para después suspirar y desistir de su ocurrencia de decirlo en voz alta. Pero no era más eficaz. Retomó entonces el barrido de todos los carteles de la estación, hasta que al final consiguió encontrar un letrero que podía leer perfectamente desde esa distancia.
Lille.
Él necesitó sostenerse en algo, aunque fuese en una barandilla. No, no era posible. Debía ser una broma. Ni su embajador ni ninguno de sus diplomáticos eran unos inútiles. Si Australia hubiese estado allí, ellos lo hubiesen encontrado antes.
—¿Qué pasa? —Alemania, al parecer, se había dado cuenta y lo miraba con el ceño fruncido.
—Suiza me dio un mensaje en Berna que decía que… —Inspiró hondo, y se reacomodó el cuello. No era el momento de tropezarse con las palabras—. Que decía que los supervivientes de la batalla de Fromelles habían terminado en Lille. Pero… Pero mis diplomáticos no pudieron encontrar nada.
—Hay una Lille en Bélgica. Quizá… Estaban buscando en el lugar equivocado.
España negó con la cabeza, aunque sus labios se apretaron ligeramente ante la suposición.
—No. No. Era en Francia. —No recordaba si eso lo ponía en el papel, porque hacía tiempo que había perdido el control sobre él. Suponía que había terminado sepultado bajo todos los documentos que había manejado en la embajada—. La ciudadela de Lille no tenía ni un solo registro de Australia.
España observó cómo la nuez de Alemania sobresalía por un segundo, y arqueó su ceja, soltando por fin la barra. Ante su mirada, Alemania suspiró.
—Ven. Te lo explico por el camino. Aún… nos queda bastante.
Él no tuvo otra opción que seguirlo, aunque se vio obligado a mirar hacia su espalda antes de hacerlo. El ferrocarril acababa de emitir aquel sonido de despedida, y, en menos de lo que España intuyó que fue un minuto, se puso en marcha y se dispuso a salir de la estación. Durante su paso, él fue capaz de ver realmente todos los materiales de construcción que llevaban, y se preguntó si la ausencia de Alemania se había debido a lo que fuese que estaban creando.
Al igual que la confianza de Prusia.
De todas formas, una vez que el tren se hubo ido, lo único que le quedó fue observar la pared del andén paralelo, cosa que no estaba dispuesto a hacer. Cuando se giró sobre sus talones para observar dónde había ido exactamente Alemania, se dio cuenta de que ya no estaba ahí. Él bufó, y de inmediato procuró seguir sus pasos.
La última vez que le había puesto los ojos encima, se encontraba rondando la salida más cercana a ellos. España no necesitó más que pasar del umbral y adentrarse hacia el centro del pasillo para encontrarlo caminando a, por lo menos, nueve pasos de él.
No dejó que el sonido de otro ferrocarril atravesando la estación en tan poco tiempo le detuviese.
Durante ese sencillo camino hasta ponerse a su nivel, España no supo si agradecía o no que no hubiese ni un alma dentro de aquel edificio. Por un lado, no estaba teniendo ningún problema a la hora de seguir a Alemania, y que no hubiese una multitud que lo empujase hacia el exterior era de agradecer, pero… Había una inquietud que le hacía necesitar tragar saliva.
Era consciente de que no habría gente al salir de la estación. Él mismo se había encargado de procesar muchas deportaciones de esa ciudad, que había caído en manos alemanas al principio de la guerra, durante la fase de columnas.
Esa situación era justo la que había permitido que la ciudad permaneciese más o menos intacta, aunque se notase el deterioro de las calles y de los edificios al no haber apenas personas viviendo en ella. Y los que proseguían allí se encontraban escondidos.
—La ciudadela no es más que una prisión temporal. —La voz de Alemania lo sobresaltó, y España de inmediato llevó sus ojos hacia él. Recorrió la distancia que lo separaba del alemán, y se detuvo—. Los prisioneros quedan retenidos aquí hasta que se les puede llevar a campos en Alemania. No quería… —Tragó saliva, y apartó sus ojos de España—. No se quería eso para él.
España arqueó la ceja.
—¿A qué te refieres exactamente? —No sabía si deseaba escuchar la respuesta de sus labios.
Alemania le hizo, de nuevo, un gesto con la mano para que lo siguiese. España soltó un pequeño bufido, pero decidió complacerlo. El latido de su corazón se hacía más fuerte con cada paso que daba, sintiendo que cada vez estaba más cerca de Australia.
Que aquella búsqueda estaba a punto de llegar al final.
Ahora, su temor principal estaba saliendo a la superficie.
El paisaje de ciudad se quedó atrás cuando Alemania lo guio hasta la entrada de un parque. Había una señal donde el camino se bifurcaba en dos. Sin embargo, Alemania avanzó hacia la valla entre ambos senderos, y la bordeó. España se mantuvo cerca de él, y, tras sobrepasar aquel obstáculo, se dio cuenta de la existencia de una rampa que constituía el tercer camino.
Que el acceso estuviese tan escondido no le daba ninguna confianza.
La rampa estaba rodeada por paredes de ladrillo, que se hacían cada vez más altas conforme más descendían. En esos muros, se abrían pequeñas cavidades, en las que España no se atrevió a mirar. El horrendo olor que le llegaba ya le hacía arrugar su nariz con disgusto, y le daba cierta idea de qué era. Llevó sus ojos hacia Alemania, aunque este tenía su barbilla bien alta y su mirada fija en el frente.
Suspiró, al saber que sería inútil.
Tras una parte en la que habían tenido que subir una cuesta, se encontraron frente a un muro de hormigón atravesado por un túnel. España comprendió que era realmente la entrada por las escaleras que la bordeaban y la vigilancia que poseía. Por más que fuesen solo dos guardias.
Alemania se detuvo a pocos metros de la entrada, y extendió su brazo para que España hiciese lo mismo.
—Ten preparada la carta, por si acaso la necesitas.
A continuación, se adelantó hacia los soldados, a los que saludó con una ligera inclinación de cabeza. España dudó qué hacer a continuación. ¿Debía aproximarse a él o lo que quería Alemania era espacio? Dio un pequeño paso cuando vio que uno de los soldados había llevado su mirada hacia él.
Por suerte, pudo escuchar parte de la conversación desde donde estaba. No era tampoco nada del otro mundo; Alemania le estaba explicando a ambos soldados la situación, y les estaba pidiendo que, por favor, les dejasen pasar. A pesar de que no pudo escuchar la respuesta de uno de los soldados porque había bajado el tono, el hecho de que lo estuviese mirando de reojo le daba una ligera pista.
Y la respuesta de Alemania sobre que tenía permiso para estar allí no hacía más que confirmar sus sospechas.
Al final, el otro soldado suspiró, y Alemania se giró y le hizo un gesto con la cabeza para que se acercase.
España rebuscó en sus bolsillos para encontrar la carta de su Rey, aunque no terminó de sacarla.
En cuanto llegó al nivel de Alemania, este no le dijo nada sobre ella. Solo suspiró, mientras los dos soldados se apartaban y aquel horrible olor alcanzaba su nariz.
—El Fuerte MacDonald tiene una administración diferente a la de la ciudadela de Lille, por lo que probablemente era eso por lo que no fue posible que lo encontraseis.
España enarcó la ceja.
—¿Fuerte MacDonald? ¿Y esta es una prisión activa? No consta en los registros.
Alemania resopló. España inspiró hondo, porque podía suponer qué estaba pensando y sabía exactamente que su respuesta iba a ser repetitiva. Pero sí, tenían la obligación de informar sobre cualquier lugar que se estuviese empleando para retener a los prisioneros de guerra.
España captó a continuación cómo Alemania les preguntaba a los guardias por el nombre humano de Australia. La manera en la que ambos se miraron no le infundió demasiada confianza, e hizo que su corazón se acelerase.
Sin embargo, uno de ellos, el que lo había estado mirando antes, asintió con la cabeza.
—Seguidme. —Reacomodó la correa de su fusil sobre su hombro.
Por primera vez, Alemania le hizo un gesto para que él se pusiese delante, y España cumplió, pero no sin antes arquear su ceja. Tras atravesar aquel corto túnel, entraron en un pequeño patio interior. La pared de la derecha solo tenía una altura, pero la de la izquierda poseía dos. De todas formas, ambas formaban parte del mismo edificio de ladrillo rojo.
El suelo se notaba brillante, y, a juzgar por aquellos instantes en los que su pie se había deslizado y no había conseguido una pisada firme, debía haber llovido hacía poco.
Ese día no podía ser: el cielo permanecía sin una sola nube y el sol brillaba, sin que su presencia significase nada. Además, a su nariz solo llegaba aquel hedor, no el típico a tierra mojada.
Aquello se le antojaba… inquietante.
En el punto medio de la pared de la derecha, había un túnel cuya poca profundidad solo se podía percibir debido a la poca luz que llegaba del fondo de este. Eran finas líneas y perpendiculares entre sí, por lo que él asumió que se habían dejado abierta la puerta.
Sin embargo, no era asunto suyo lo que hubiese o dejase de haber al final de aquel pasadizo.
El guardia no dobló para llegar hasta allí, sino que siguió recto hasta otro pasadizo, colocado justo en paralelo respecto aquel al que habían empleado para entrar en el patio. Con cada paso más, proporcional al aumento de sus latidos por cada segundo, la intensidad del olor incrementaba.
Debería haberse tapado la nariz hacía tiempo.
Pero no consideraba que fuese apropiado.
Al principio, después de cruzar el siguiente túnel, no sabía qué estaba ocurriendo. Aún le faltaba bajar una rampa para llegar hasta el patio, pero pudo ver a un gran número de hombres que portaban uniformes color caqui sentados en el suelo. No estaban en las mejores condiciones; algunos tenían vendas en sus frentes, manos, o en aquellas partes de su piel visibles.
Algunas seguían intactas; algunas se habían teñido con sangre.
Había unos cuantos guardias repartiendo lo que él suponía que era comida entre aquellos prisioneros. Algunos extendían sus brazos para recoger la mísera pieza entre sus manos; algunos solo la veían caer al suelo, con aquellos ojos vacíos, y ni se molestaban en recogerlo.
Pudo ver exactamente de qué se trataba cuando uno de los soldados más cercanos a él extendió su brazo, haciendo que su manga se apartase y dejase ver su muñeca, extremadamente delgada, para recogerla. Una simple rebanada de pan. Los estaban alimentando con eso.
El soldado en cuestión se la llevó de inmediato a la boca, y, a pesar de que sus ojos la miraban golosos, solo le dio un simple mordisco antes de sacar un paño de su bolsillo para envolverla con cuidado. Su nuez se había vuelto tan prominente que España fue capaz de ver, sin moverse de su posición, cómo se hundía y volvía a alzarse.
Ese muchacho no era Australia.
No podía hacer nada por él.
Tras bastante lucha, consiguió apartar sus ojos del prisionero y barrió sus alrededores. Los estados de los demás eran sobrecogedores, aunque ninguno correspondía con las facciones de Australia.
Sintió una presión sobre su hombro, y giró rápidamente la cabeza hacia su lado derecho.
—Vamos —masculló Alemania.
España soltó un suspiro al darse cuenta de que no había manera de que lo entendiese; no había ni un rastro de conmoción en su rostro.
Alemania le estaba señalando hacia delante, y España llevó su rostro en aquella dirección. El guardia que los había estado guiando antes había ya atravesado el corrillo de prisioneros, y se estaba dirigiendo más allá del patio. En las paredes limitantes había túneles cuya entrada habían tapado con rejas de un brillante color rojo. Si había prisioneros en su interior, no era capaz de verlos: estaban en la penumbra.
Pero el guardia pasó más allá de esas rejas, y se dirigió a una entrada que tenía un muro de hormigón detrás de la verja. España de inmediato dirigió sus ojos hacia Alemania, buscando una explicación.
Él parecía tan sorprendido como España, con sus cejas levantadas. Sin embargo, en cuanto sus ojos se cruzaron, carraspeó y volvió a formar las características arrugas en su frente.
—Habría que… —Carraspeó—. Habría que seguirlo. Pronto van a terminar… —Cerró sus ojos con fuerza, para después volver a abrirlos e inspirar hondo—. Pronto terminará el desayuno, y habrá mucho más movimiento.
¿Qué demonios iban a obligarles a hacer en ese estado?
A pesar de apretar sus labios y torcer el gesto, España caminó hacia donde estaba el guardia. La cantidad de candados le pareció incluso exagerada, porque, según lo que Alemania le había contado antes, no había tenido muchas oportunidades para resistirse.
¿Había cambiado la situación en todos los meses que había pasado allí?
¿Había intentado escaparse? ¿Había sido tan idiota como para atreverse a hacerlo?
Por supuesto, su resistencia estaba más allá de cualquier mortal. Incluso si las… «condiciones» lo habían dejado a la altura de los soldados que estaban en el exterior, continuaría teniendo fuerzas para tratar de hacer algo así.
Quizá por eso le habían puesto tantas excusas. Porque, al haber hecho el intento, no había convenciones que le amparasen, y…
El guardia tiró todos y cada uno de los candados al suelo, sin molestarse siquiera en recogerlos. España consideró el detalle una buena noticia. A continuación, abrió la reja y se encargó de empujar la puerta de metal, prácticamente indistinguible en tono al resto del muro de hormigón.
—Aquí está —señaló el hombre, y le hizo un gesto con la cabeza para que entrase. España, ya sí, no pudo evitar el arrugar su nariz ante la pestilencia desde su interior, mucho más intensa que en el resto de la prisión. ¿Cuánto tiempo había permanecido encerrado? ¿Y por qué no intentaba salir, ahora que tenía la puerta abierta?—. Puede llevarse lo que quede de él.
España ignoró el último comentario, y se abrió paso hacia el interior. Era un habitáculo tan pequeño que apenas tenía espacio para una cama, y suelo para dar vueltas en un círculo diminuto.
Él no pudo localizarlo en un principio.
Había, sí, visto por el rabillo del ojo algo en la cama, pero había supuesto que era alguna clase de deformación que tendría el colchón, y que Australia se había llegado a quitar el uniforme caqui por alguna razón, quizá desesperación. No fue hasta que llevó su atención completa hacia ella que lo reconoció.
Estaba tumbado en la cama, inmóvil.
Su cabello permanecía desparramado sobre el colchón, y sus brazos cruzados sobre su pecho. Sus mejillas hundidas, al igual que sus ojos en sus cóncavas. Los párpados que los cubrían se habían transformado en pequeñas capas translúcidas, que dejaban ver cada una de las venas de la zona. Ya no tenía labios, y de su nariz apenas quedaba la estructura del cartílago.
Aquellos dedos, entrelazados sobre su pecho, solo poseían un fino velo de piel que hacía resaltar los huesos bajo ella. Su uniforme, por supuesto, parecía grande en su extremadamente delgado cuerpo.
En su frente, se percibía una pequeña herida; un hoyo en su piel en el que cabía un casquillo, que no tenía ningún rastro de sangre. España no podía asegurar si estaba podrida o no, pero que lo que lo había matado no se hubiese curado para entonces, o que no hubiese nada de sangre, le decía que sus sospechas anteriores no tenían ningún fundamento.
No había intentado escaparse.
De hecho, dudaba que hubiese tenido la capacidad siquiera de hacerlo. ¿Se había movido siquiera desde que lo habían traído aquí? Él lo dudaba.
Conservaba vendas alrededor de su hombro izquierdo, su estómago, y su pierna derecha. Recordó entonces lo que le había dicho Irlanda al teléfono; Australia había recibido tres disparos en Galípoli. Pero, mientras que las otras dos estaban limpias, las vendas de su estómago tenían un ligero tinte rojo.
A pesar de que su asombro inicial lo había dejado paralizado en el sitio, España había conseguido hincar una rodilla en el suelo y presionar un dedo contra su cuello, prácticamente reducido a un tubo. Su piel estaba seca; rugosa.
Apretó sus labios. Si ejercía la fuerza suficiente, podía detectar un pulso, por débil que fuese.
Estaba vivo.
Su cuerpo se aferraba a la vida por su condición, pero, ¿a costa de cuánto sufrimiento?
—Necesita agua. Y comida —musitó, para después girar su cabeza hacia Alemania.
Este permanecía en la puerta, con sus ojos y boca bien abiertos, y su mirada fija en la forma de Australia. España soltó un bufido. ¿Qué creía, que si lo mataba de hambre deliberadamente se lo iba a encontrar como lo había dejado?
—¡Agua y comida, Alemania! —El grito de España pareció sobresaltarlo, y le hizo girar su cuello hacia el exterior por un momento, para después devolver su mirada hacia Australia—. ¡Deja de fijarte en lo que le has hecho y haz algo para enmendarlo!
Alemania pareció intentar hablar, pero de sus labios no salieron más que sonidos incoherentes.
