Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES +18.


Recomiendo: Come Down When You're Ready – TENDER

Capítulo beteado por Melina Aragón: Beta del grupo Élite Fanfiction.

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Capítulo 8:

Perdición

"Baja cuando estés listo

(…) ¿A qué le vas a culpar esta vez?

(…) Todo terminará cuando llegue la mañana

(…) Ambos asustados de dejar nuestro sueño perfecto

(…) Espero nunca despertar del mejor error

Acércate, déjame verte

A primera vista, no es tan complicado…"

Sus labios encajaban con los míos y las caricias eróticas que me daban no se asemejaban a nada que había sentido alguna vez. Besaba con lentitud, pero con la pasión desbordante a la vez. Me devoró cada segundo, disfrutándome con su lengua y yo recibiéndolo con la agitación del deseo. La humedad entre nosotros solo hizo que la intensidad aumentara, que buscara sus caricias y que siguiera hundiéndome en su averno.

Gemí en cuanto me vi prisionera de él, entre la pared y el senador. Tomó mis muñecas y las apretó, atrayéndome más, soltando las cadenas que me conectaban a la cordura, pero luego me liberó y subió por mis brazos, mis hombros y acabó gruñendo ante el placer.

Me sentí húmeda, goteando de deseo y necesidad, en busca de más. No podía pensar, estaba perdida.

—¿De verdad creías que iba a dejarte ir después de…?

Dejó de hablar, mirándome a los ojos.

No soporté la separación y lo tomé desde la nuca para besarlo otra vez. Hundí mis dedos en sus cabellos, agasajando sus sedosas hebras.

—¿Papi? —preguntó una voz dulce e infantil.

Nos soltamos, respirando con mucha dificultad. Fue como un golpe de realidad, un golpe que se sintió tan duro como desesperante.

—Estoy aquí —exclamó, gruñendo de evidente frustración.

Cuando se separó, fruncí el ceño y me puse una mano en la frente, contrariada.

«¿Qué he hecho?».

Nos seguimos mirando, como si el beso aún siguiera picándonos en los labios. Y así era.

Había besado a Edward Cullen. Había sucumbido.

—Papi, no… no estabas co… conmigo —se quejó el pequeño Demian, su hijo.

Cuando se encontró conmigo, perpleja y en completo silencio, sus ojos verdes se mostraron sorprendidos.

—Hola —saludó. Pestañeaba de curiosidad.

—Hola —respondí.

—¿P… po qué estás sucio, p… papi? —le preguntó, mirándolo con mucha inocencia—. ¿Están ha… hacendo tavesudas?

Aquello por poco me hizo sonreír, pero seguía tan perpleja que no pude sacarla a relucir.

—Deberías seguir durmiendo, yo ya me iba —afirmé, queriendo revolverle los cabellos.

—Papi, ¿qué hacen? ¿Te quedadás con nosotos?

Edward estaba muy callado e ido, como si las interacciones de su hijo lo tuvieran en medio de una catarsis.

—Ve a dormir —insistí, algo contrariada a la vez por la naturaleza de mis palabras. Salían con mucha facilidad cuando se trataba de él—. Tu padre ya irá contigo.

Él seguía sin emitir una sílaba, por lo que me colgué el bolso, dándole una última mirada a las huellas del vino en su cara camisa.

—Hasta luego, señor Cullen —dije—. Adiós, Demian. Descansa.

El pequeño se despidió de mí moviendo su mano, mientras su padre seguía manteniéndose recto y con la expresión gélida. Cuando cerré la puerta detrás de mí, no pude moverme por varios segundos, como si mis tacones estuvieran clavados al suelo. Aun sentía sus besos, el sabor de sus labios, su manera de moverlos contra los míos, del disfrutar de su lengua, del aroma que venía de él… de sus manos…

Ah.

Sacudí la cabeza, devolviéndome a la realidad. No me había besado con cualquier hombre, había besado al senador, el peor de los enemigos, el hombre que podía usar todo a su favor para sacarme del medio. ¿Qué demonios había hecho?

Me mordí el labio y eché a andar, metiéndome en el ascensor cuanto antes. El vestíbulo seguía oliendo a él, clavándose en mi nariz, sentidos y en la piel. Cuando estuve en el ascensor, boté el aire, sujetando aún el bolso como si se tratara de mi propio salvavidas. Seguía preguntándome por qué había caído rendida a lo que me provocaba, por qué tenía que ser él el hombre que me hiciera sentir de esta manera, ¡por qué la persona en la que menos debía confiar…! ¿Por qué Edward Cullen?

—Señorita —llamó el guardaespaldas.

Lo ignoré.

—¡Señorita! —exclamó.

No quería usar los brillantes servicios del poder de Edward, quería salir de aquí cuanto antes y hundirme en mi mundo, buscando la manera de olvidar lo que había sucedido. Pero carajo, era tan difícil. Por más que cerraba los ojos, aun siendo segundos, volvía a revivir lo sucedido de una manera inconsciente y vívida.

—El señor ordenó que fuera yo quien la llevara a su…

Dejé de escucharlo mientras me daba la vuelta para encararlo.

—¡No soy suya para que decida cómo o de qué manera debo retirarme de aquí! —le grité—. ¡Dile que puede irse al diablo! No acataré sus órdenes.

La sorpresa de Félix por poco me hace bajar la guardia, pero no me contuve.

—Déjame en paz y dile al senador que nadie se antepone a Isabella Swan, sé cuidarme sola.

Me di la vuelta otra vez y seguí mi rumbo, saliendo cuanto antes del estacionamiento.

Sabía que era un riesgo salir a la calle a esta hora y siendo yo. Si antes el peligro era por ser mujer, ahora lo era porque, además de mujer, mi imagen estaba en el escrutinio público. Aun así, tomé el primer taxi que encontré, era demasiado orgullo para ocupar algo que siquiera tuviera algo que ver con Edward. Una vez dentro miré el paisaje con cierto resquemor, prometiéndome no volver a su departamento porque, para comenzar, jamás debí haber ido a la boca del león… o al averno mismo.

Serafín me había estado llamando, sin embargo, lo dejé en el olvido mientras analizaba todo lo sucedido hacía tan poco. Pero ¿cómo analizar lo que no se podía? ¿Cómo actuar con la cabeza si esto nacía desde un lugar que no podía controlar?

Había cometido un error, pero no podía sentir una pizca de arrepentimiento, lo que me llenaba de culpa respecto a mí misma. ¡Había prometido mantener la cabeza fría! Había prometido que, si debía destruir a Edward Cullen, lo haría.

Me llevé una mano a los labios, sintiendo otra vez esa dulzura de su boca con la mía. Aún quemaba, sus manos en mis caderas, sus caricias en mi rostro…

—Señorita, ya estamos aquí —dijo el hombre.

Salí de mi trance y pagué.

Cuando cerré la puerta de mi departamento, Serafín esperaba en el sofá con el rostro compungido. Al verme, aquel semblante se relajó notoriamente.

—Señorita Bella —exclamó.

—Hola —susurré.

—Me tenía muy preocupado.

—Lo sé, lo siento, pero ya estoy aquí.

Frunció el ceño.

—¿Le ha ocurrido algo?

Negué en silencio.

—¿Está segura?

—Sí —respondí de manera seca.

Serafín suspiró.

—¿Quiere algo para comer?

Volví a negar.

—Me iré a la cama. Descuida.

Él no dijo más y me permitió el descanso. Cuando cerré la puerta de mi habitación, cerré los ojos para recobrar el aliento, lo que me llevó, ya sin remedio, a esos deliciosos besos.

.

Había evitado pisar la oficina cuando sabía que el senador estaría ahí. No quería verlo, la sola idea me revolvía las entrañas de la manera incorrecta. Aun así, sabía por palabras de Jasper que él había dejado de ir desde hacía mucho, por lo que Rosalie Cullen iba a supervisar con tal de tener todo en orden. ¿Edward buscaba lo mismo?

De hecho, ya había pasado una semana desde ese beso, una semana en la que los sueños dejaron de tratarse de simples banalidades o convertirse en pesadillas, ahora había un demonio acechándome en mi descanso, pero ese demonio, lejos de asustarme, me provocaba un sinnúmero de emociones que distaban completamente del miedo y la incomodidad. Cada madrugada despertaba empapada.

Esta mañana debía retomar mis labores y encargarme de lo que prometí hacer en la compañía. Jasper me daba algunas novedades mientras me bebía un té Chai. A medida que iba resumiendo lo que debía hacer para la semana, recibí una llamada que llegó directamente al reloj de Jasper.

—Descuida, responderé de inmediato —le dije, levantando el aparato—. Hola.

Hubo una pausa larga en medio.

—Hola, Bella, cariño —respondió una mujer de suave y aterciopelada voz.

Me llevé una mano al pecho.

—Elizabeth.

Una sonrisa inmediata se dibujó en mi rostro, así como la presencia de lágrimas en mis ojos.

—Oh, cariño, no sabes cuánto extrañaba tu voz.

Arqueé las cejas.

—Y yo la tuya —musité.

Nos quedamos en silencio unos segundos, como si nos invadiera la nostalgia.

—Sabes dónde estoy ahora —añadió en medio de un largo suspiro—. Quiero que vengas.

—Eliz…

—Es momento.

Respiré hondo.

—Se abrirá, ¿no?

—Por supuesto que sí, era lo que Carlisle quería.

—Entonces me verás allá. En veinte minutos.

.

En la hecatombe dentro de mi cabeza, el transcurso del viaje fue como un segundo sin descanso. Cuando pude volver a la realidad, ya estábamos frente al lugar, aquel que Carlisle tanto amaba: la fundación para la preservación de los derechos infantiles en el país. Era un proyecto que siempre me llenó de esperanzas, que cada día quería ver cumpliendo sus grandes propósitos. Ahora, él no estaba para ver cuán inmenso estaba el edificio y lo que tenía por ofrecer.

—Buenos días —le dije al guardia y a la recepcionista—. Estoy buscando a…

—Bella —interrumpió ella.

Al girarme la vi, distinguida y hermosa como siempre. Su sola presencia me hizo correr a sus brazos, como si instintivamente la sintiera mi propia madre.

—Cariño, tanto tiempo sin verte —murmuró, tocándome las mejillas.

Elizabeth Masen. Ah… Verla era un aire cálido en medio del frío. Su mirada maternal me sostenía, como siempre. Era una mujer de aproximadamente cincuenta y pico, preciosa y dulce… pero frágil y tremendamente conciliadora. Era un dulce en lo amargo, una hermosura en la hiel. La mano derecha irrefutable de Carlisle Cullen.

—Demasiado tiempo —afirmé.

Al verla de cerca, comprendí el dolor en sus ojos, el dolor de no haber podido estar presente cuando Carlisle fue despedido de este mundo, de no haberle dado ese último adiós, no desde que murió en sus brazos. Las marcas bajo sus ojos verde esmeralda daban cuenta del llanto, de la amargura de haberlo dejado ir, de asumir que no habría un mundo sin él…

—Pero henos aquí —añadió, siempre con optimismo—, la fundación que tanto queríamos llevar a cabo.

—Sé que contigo todo irá mejor.

Su sonrisa se apagó un poco, pero no quise darle importancia.

—Vamos a la sala de juntas —me invitó.

De camino, me maravillé con las postales de pequeños y algunos proyectos de engranaje. Iba a ser una fundación maravillosa y no tenía dudas al respecto. Carlisle me había prometido que iba a lograrlo y aquí estaba, a pesar de no existir de forma material.

—Estoy tan feliz de saber que Carlisle dejó todo perfecto para que tú puedas dirigirla —seguí diciendo.

Elizabeth abrió la puerta, donde ya había más personas esperando. Conocía a algunos, personas que solían tener la confianza necesaria para ser parte de esto. Aun así, no me importó absolutamente nadie más al ver la espalda ancha del senador Cullen.

No podía ser cierto. Estaba aquí.

—Buenos días —saludó Elizabeth.

Todos se giraron, incluido él. Cuando topó conmigo, parecía haber contenido el aliento. Me aguanté de contemplar a detalle parte de su traje, de analizar sus expresiones y con ello recordar lo que había pasado entre los dos hacía unos días atrás.

Finalmente, el senador Cullen acabó frunciendo el ceño, como si mi presencia fuera la que menos esperaba.

—Edward, estás aquí al fin —exclamó Elizabeth, caminando hacia él.

No imaginé verla alzar sus brazos para abrazarlo con cariño. Creí que el senador iba a evadirla, pero no lo hizo, apenas pudo la recibió con el mismo sentimiento, como si los uniera algo más. Ella jamás había hablado respecto a Edward.

—Tanto tiempo sin verte —susurró, separándose con los ojos llorosos.

Fruncí el ceño, mirando con cautela su forma de acariciarle el rostro de la manera maternal en la que solía tratarme a mí. Pero… con Edward era diferente, no sabía de qué manera explicarlo.

—Lo mismo digo, Elizabeth.

Cuando se separaron, ambos contuvieron el aliento y se dirigieron a nosotros.

—Bienvenidos a todos —dijo ella, viniendo hacia mí.

Edward seguía mis pasos, como preguntándose qué hacía aquí, lo mismo que me preguntaba yo. En sus ojos se dibujaba la discordia, la intriga y algo más que no distinguí.

—Ya estamos todos —afirmó, juntando sus manos—. Para mí era importante que se encontraran en este lugar, por el gran proyecto de Carlisle Cullen que al fin verá la luz. Estoy feliz de saber que estás aquí, Edward. —Lo miró—. Tu padre solo quería que un senador como tú tuviera el apoyo de nuestra fundación.

Ah, por supuesto. ¿Cómo no lo pensé antes? La fundación de Carlisle estaba destinada a preservar los derechos infantiles y Edward era el precursor de algo muy importante en esa índole.

—Muchos saben lo que significa esto para mí. —Elizabeth soltó el aire y vi en Edward un impulso protector que jamás había distinguido por parte de él. Lo hacía humano y eso era francamente difícil que sucediera—. Solo quiero que repercuta positivamente en nuestro país. Con Edward, el hijo de Carlisle, el hombre que siempre tuvo un sueño y al fin pudo cumplirlo, aunque no esté con nosotros, esto tomará fuerza y hará que el país conozca la importancia de preservar los derechos infantiles.

Todos aplaudieron mientras él se mostraba impávido, con un rostro de póker que nadie podría lograr descifrar.

—Es un agrado para mí, también, presentarles a Isabella, la viuda de Carlisle Cullen —musitó con los ojos llorosos.

Ese dolor al mirarme, el dolor de una mujer que jamás pudo gritar abiertamente su amor por él, era lo que me mataba por dentro. Aun teniendo que conformarse con haber vivido a la sombra de un amor oculto, tuvo que vivir con la idea de que jamás iba a poder disfrutar de ser la mujer que Carlisle Cullen amaba con fervor. Yo había tomado un lugar que era suyo, pero lo hacía para protegerla. Aun así, sentía culpa de no poder cederle todo lo que estaba sucediéndome, incluso cuando Elizabeth me miraba con ojos de madre, sin odio, rencores ni recelos.

—Su presencia aquí es primordial —afirmó.

Edward me contemplaba con los ojos brillantes de rabia, de locura y de deseo. Era una mezcla de intensidades que me desestabilizaba. Aun con todo, me hacía pensar que él odiaba saber que era la viuda de su padre, porque aseguraba que aquel renombre venía de todo lo que significaba serlo, desde amante hasta su gran amor. Qué equivocado estaba.

Ah. ¿Por qué seguía dándole importancia a lo que él podía pensar?

—Es un honor estar aquí —pronuncié—. Fui testigo de los sueños de Carlisle y su deseo por llevar a cabo esta ardua tarea. Estoy segura de que Elizabeth Masen será una excelente directora para esta fundación…

—En realidad —interrumpió—, Carlisle dejó plasmado un deseo antes de marcharse. Era una sorpresa para ti y yo estaba de acuerdo. Si bien, tomaré parte de la directiva, él quería que tú fueras la voz.

—¿Qué? —exclamamos Edward y yo a la vez.

El ceño del senador se frunció tanto que parecía clavársele en la piel. Su ira le quebraba la rectitud; no pasaba desapercibido para nadie.

—¿De qué estás hablando, Elizabeth? —inquirió, tensando su mandíbula.

Ella suspiró, mientras entrecerraba mis ojos, disfrutando de su rabia. Cuando se encontró conmigo otra vez, levanté la barbilla. Volvía a tener poder sobre él.

—Fue la voluntad de Carlisle y yo estoy de acuerdo, quiero que esté conmigo en la fundación…

—Eso es inaudito —interrumpió el senador—. ¡¿La voluntad de mi padre?! —bramó.

—Senador, por favor —pidió Elizabeth, mirando al periodista que estaba en la misma sala.

Él respiró hondo pero su odio hacia mí era tan palpable que por poco cedí a aquello que brotaba de su mirada. Era como si una fuerza grotesca se hubiera apoderado de su cuerpo y mente.

—Elizabeth, no sé qué decir —afirmé.

Por un momento, estuve cerca de prescindir de tamaña responsabilidad, sin embargo, verlo tan colérico me hizo cerrar por completo aquella posibilidad. Edward iba a depender de mí, la fundación era su aliada para su proyecto, eso lo ponía bajo mi poder otra vez.

—Pero estoy agradecida —añadí—. Sé que a Carlisle le habría gustado verme en este puesto junto a ti. Con gusto haré lo que sea para que esta fundación logre sus cometidos.

Escuché su gruñido y cómo se marchaba de la sala, bastante abrumado con la situación. Quise sonreír, pero me contuve.

—Sabía que algo así podía pasar, Edward siempre ha tenido un carácter muy difícil —murmuró Elizabeth—. Gracias a todos. Ante cualquier eventualidad me comunicaré con ustedes. Esta semana daremos paso a lo más importante, ¿de acuerdo?

Cuando todos se marcharon, ella y yo nos quedamos a solas.

—Lo lamento —murmuró.

—¿Por qué lo lamentas? Sé lo que pasaría cuando se enfrentara a la idea, era mucho mejor que odiara a una extraña, no contigo…

—Lo sé —musitó—. Pero no quiero que pases por todo esto. Eres tan joven. Aun así, es impresionante cuánto has cambiado. —Sonrió—. Te has vuelto mucho más madura y decidida a cumplir tus objetivos. Carlisle nunca dudó de ti y ya veo por qué.

Hizo una pausa, como si pensara en alguien más.

—Edward…

—Es un completo cretino, pero no dejaré que me amedrante.

Tragó y sus ojos brillaron.

—Es tan parecido a Carlisle, solo que… su carácter. —Cerró los ojos unos segundos.

—¿Qué ocurre, Elizabeth?

Se encogió de hombros.

—No me hagas caso, extraño a Carlisle, eso es todo.

Tomé su antebrazo para que me mirara.

—Tú deberías ser llamada la esposa, tú debías ser parte de esto —afirmé—. Se amaban…

Elizabeth amenazó con el llanto.

¿Cómo culparla? Lo amó por más de treinta años, y aunque Carlisle quería salir de su vida con Esme, todo era imposible. Me pregunté cómo hacía para vivir a la sombra de otra mujer, cómo se sostuvo durante tantos años actuando como la mera asistente de Carlisle, todo eso cuando fue Esme quien la quitó del medio por veinticinco años. Ella había llegado a su vida hacía tan poco y su amor seguía siendo tal como antes.

—No puedo. Sabes perfectamente que mi lugar es aquí, en las sombras. Te agradezco todo lo que has hecho, cariño, solo ten cuidado, ¿sí?

Nos dimos un abrazo y finalmente nos alejamos, recobrando la compostura. Luego me invitó a seguir viendo las instalaciones mientras ella iba a hacer un par de cosas respecto a la fundación. Me quedé un buen rato mirando la fotografía de Carlisle en el vestíbulo, llevaba una sonrisa suave y vivaz, llena de sabiduría. Este era su sueño, poder hacer más por los demás que por sí mismo. Y eso hizo conmigo. Me sacó de la soledad y pobreza en la que estaba inmersa para ayudarme y darme su total confianza para completar todos sus propósitos antes de morir.

—Si tan solo vieras en lo que me estoy convirtiendo, Carlisle —susurré—. Sé que estarías orgulloso de mí.

Suspiré.

Seguí por los pasillos, mirando las paredes de panel achocolatado y las fotografías del gran repertorio de buenas causas del expresidente Cullen. Era un honor ser parte de esto.

—No puedo creer que permitas que esa mujer se siga apoderando de todo esto —bramó la voz de Edward.

Paré de caminar.

—Tu padre…

—Mi padre se encaprichó con una mujer más joven, ¿de qué hablas? Mi madre ha sufrido meses por esto. No voy a permitir que una entrometida como ella siga poniendo sus manos en la historia de mi familia, menos… esa…

—Ten cuidado con la manera en la que hablas.

Edward gruñó, tan colérico que sentí un escalofrío en mi espina dorsal.

—No permitiré que esa mujer siga escupiendo ante mi madre y su orgullo, menos aún que siga pregonando su mierda ante mí. Soy el hijo mayor y haré lo que sea por quitarla del medio, ¿bien? Todo esto me pertenece y no cederé, cueste lo que cueste —sentenció.

—Edward, por favor.

—Basta, Elizabeth. No cambiaré de opinión. Destruiré a Isabella Swan, aunque sea lo último que haga.

Me escondí detrás de la pared y seguí manteniendo los ojos entrecerrados. La tenacidad en sus palabras resultaba aún más esclarecedora: él no iba a dudar en hacerme cuanto daño considerara necesario.

No iba a permitírselo.

Seguí mi camino, queriendo olvidar la existencia de Edward aquí. Lo maldije cuanto pude y mientras cruzaba los pasillos de las oficinas, sentí que alguien me tomaba del brazo. Era Edward.

—Vamos adentro —musitó con la ponzoña en los labios.

Sonreí de disfrute y lo seguí, cruzada de brazos ante su mirada inquieta. Cerró la puerta con un brazo tensado y luego se giró a mirarme con el gruñido a medio salir.

—¿Crees que vas a intimidarme?

Se acercó.

—Lo has logrado —musitó—. Has sacado lo peor de mí.

Me reí.

—Tú aún no has visto lo peor de mí —le recordé.

Me hizo chocar con la pared, interponiendo su cuerpo con el mío. Edward me tenía sujeta contra sí mismo, respirándome con tanta intensidad que enseguida sentí un calor avasallador, no solo en el cuerpo, sino en mi intimidad.

—Escúchame bien, Isabella —dijo con lentitud, poniendo una de sus manos a la altura de mi cabeza—. Tu tiempo está contado, tenlo muy seguro. Nadie me quita mi poder, ni aquí ni en el congreso, no sabes siquiera con quién estás hablando.

Su respiración era pesada a medida que su pecho chocaba con el mío. El suyo era tan duro y su aroma me comía los sesos. Quería quitarlo de encima, pero era imposible porque realmente yo no quería que eso sucediera.

—¿Temes de una mujer?

Esta vez fue él quien se rio.

—¿Mujer? —susurró, mirándome los labios—. ¿Crees que es por eso? Estás muy equivocada.

—¿Entonces? ¿Te desequilibro?

Tensó la mandíbula nuevamente.

—Sabías lo que ibas a causar.

—¿Qué?

—Por eso fuiste a mi oficina, querías asegurarte de todo.

Seguía jadeándome.

—No tienes idea de lo que hablas —aseguré, viendo cómo subía sus manos a la altura de mi cabello—. Estás tan cegado, tan… condenado.

Su nariz estaba tan cerca, sentía su aliento chocar con mi rostro, su pecho aún más cerca, apretando los míos de forma avasalladora.

—La misma condena que tienes contigo misma —musitó.

La punta de su nariz rozaba la mía.

«Aléjate», quería decirme a mí misma, pero no podía, era inconcebible.

—Ambos lo estamos, ¿no?

Gruñó, me tomó la nuca y me besó de manera apasionada, sacándome un gemido largo y tortuoso. Su mano se aferró a mi quijada, sosteniéndome para deleitarme con los movimientos de sus labios llenos. Sabía tan bien como la primera vez, era un roce excelso y sublime. Su lengua se metió en mi boca y yo lo recibí con hambre. El calor me subió hasta las mejillas, el mismo que me estaba torturando en mis zonas más íntimas. Sus dedos se marcaban en mi piel, me sujetaban para devorarme y quitarme el aliento. Quería más.

—¿Querías alejarte? —preguntó, insidioso y ruin—. Dime que lo haga y pararé.

Me mordí el labio y esta vez quien lo besó fui yo. Sus besos eran tan demandantes, rudos y hambrientos, que pronto bajaron a mi mentón, mi quijada y mi cuello. Tomó mis muñecas con fuerza, pero sin hacerme daño, y se las acercó a los mismos labios que me llevaban al éxtasis. Mientras me besaba la piel, veía sus guantes de cuero tomándome como su rehén, alimentando mis ansias. No comprendía el rumbo de mis pensamientos, pero ansiaba que me tomara con todas sus fuerzas, usando esas manos enguantadas y besando todo de mi piel.

Sus besos seguían en mis muñecas, mirándome a los ojos. Cuando menos me lo esperé, subió las manos a la altura de mi cabeza, sosteniéndolas para que no pudiera moverlas.

Cuando comenzaba a subir mi pierna, deseosa de poder sentir aún más, miré la fotografía que había en la sala y vi a Carlisle sonriendo, recordándome que este era su hijo, que las cosas no debían marchar de esta manera y que, de cierta forma, esto iba a llevarme por el peor camino que podía imaginar.

—No —espeté.

Él se separó, respirando con mucha dificultad.

—Necesito salir de aquí —susurré.

Edward se alejó rápidamente, comprendiendo mi "no" como respuesta. No iba a hacer algo que yo no quisiera.

—Esto es… No está bien —musité, pasándome la mano por la frente.

Edward tenía mi labial por todo su rostro, aún se veía inquieto, excitado y buscando el control de sí mismo.

—Es un error. No debe repetirse. Eres un imbécil, yo no me relaciono con imbéciles —le aclaré, acomodándome la blusa—. Ten un buen día, senador Cullen.

Entrecerró sus ojos, guardándome rencor por mis palabras.

—No vuelva a amenazarme porque no servirá —sentencié—. Téngalo claro. Se está enfrentando a alguien que no quiere.

—Yo no amenazo, Isabella, actúo.

Me limpié las comisuras de mis labios y le sonreí de forma altanera, devolviéndome hacia la puerta para marcharme.

—Pues tenga claro que esto que ha pasado no me hará cambiar de opinión respecto a lo mucho que me desagrada. Además, no crea que he dejado pasar el aroma a perfume que tenía en el cuello la vez que fue a mi departamento. Si quiere saciarse, busque a esa mujer —gruñí.

Una sonrisa sensual apareció en sus labios.

—Tiene razón, puedo decir lo mismo.

—Con permiso.

Cuando crucé la puerta, tuve que correr al baño para lavarme el rostro. Sí, sus besos seguían en mí, me comían por dentro, no dejaba de pensar en ellos, en cómo me miraba, en cómo…

—No —musité, arrugando el ceño con todas mis fuerzas—. ¡No!

Edward POV

La vi marchar, moviéndose con feminidad puertas afuera. Su soltura, su inteligencia y su lengua filuda me tenían obsesionado.

—Puta mierda —bramé.

Tenía su perfume marcado en mi piel.

Era irrespetuosa, pero grácil a la vez. Cada vez que me enfrentaba quería nalguearla, marcar mis dedos en su piel mientras la contemplaba retorcerse de… placer. Y a la vez, temía dañarla con mis manos, temía siquiera acariciarla, como si fuera frágil. ¿Cómo atreverme? Era menuda, de un aspecto tan juvenil, femenino y… Francamente preciosa.

Era un martirio. Esa lengua me destrozaba por dentro. Jamás permitiría que alguien, sea quien sea, se atreviese a desafiarme de esa manera, ¿por qué carajos me quedaba en amenazas? ¿Por qué decía actuar y no era capaz de ponerla en su sitio como correspondía? Lo único que deseaba era vengarme de ella hundiéndome en su ser, disfrutarla… dominarla tras cuatro paredes llenas de fuego, llevarla a mi propio averno.

Y acababa de besar a la viuda de mi padre.

—¿Qué carajos me pasa? —sostuve sin aliento.

No podía controlarlo, cada vez que estaba cerca sentía un impulso grotesco por devorarla, olvidando mi odio, el resentimiento, las razones de por qué estaba aquí y el que se hubiera involucrado con Carlisle.

Mierda.

Era una mujer excepcionalmente inteligente, demasiado para tener veinte años. Mi perdición eran las mujeres inteligentes.

No me sostuve ante el deseo y busqué pensar en algo más, en enfocarme en la rabia, en el resentimiento que seguía teniendo por ella… En el agónico intertanto en el que debía buscar la manera de sacarla de en medio. No iba a permitir que estuviera tres pasos adelante, nadie lo hacía y no dejaría que fuera la primera persona capaz.

Pero cada vez que lo intentaba, recordaba su maldita y deseosa boca. Ese sabor tan dulce…

Me apoyé en la pared, sin reconocerme. Besar era lo que más prohibía. ¿Por qué deseaba tanto hacerlo? ¿Por qué estaba dispuesto a romper mi principal regla cuando se trataba de Isabella? ¿Por qué me negaba rotundamente a perderme un beso de esos labios que tanto me enloquecían?

Debía controlarme.

Cuando pude bajar la erección, respiré hondo y salí de la sala, sintiendo aún su perfume, lo que me recordó inevitablemente a sus palabras.

De seguro había olido la estela que había dejado Tanya cuando… intenté ceder a mis instintos, no pudiendo por pensar en Isabella.

Gruñí y seguí mi camino, odiando los efectos de esa viuda.

.

Le daba vueltas a la manzana de cristal, un regalo de mi padre hacía algunos años. La había comprado en Paris y fue un momento significativo para ambos. Aunque a veces quería asumir que lo extrañaba, mi orgullo era más grande. No podía perdonarle el que hubiera engañado a mi madre, no con la mujer que había llegado a nuestras vidas. Fueron dos años exactos de sufrimiento.

—Al menos decidiste hacerlo cuando era mayor de edad —espeté con rencor.

Nunca creí que mi padre, un hombre intachable, ingenuo en ciertos aspectos e idealista, podía hacer algo así. Lo admiraba tanto y ahora…

Suspiré y seguí mirando la manzana de cristal, sosteniendo la fruta del pecado. Irónico.

—Isabella —murmuré.

Me tenía pensando en ella día y noche. Qué locura. No podía seguir sosteniéndome a la idea, era inconcebible. Pensaba en mi padre, en la demencia de desear a la mujer que él…

Demonios.

Tanya entró a mi oficina sin pedir mi autorización, sacándome de mis pensamientos y sumiéndome en la cólera.

—Señorita Denali, usted no puede entrar —le decía mi asistente de gerencia.

—Puedo entrar cuándo y cómo quiera —afirmó, mirándola por sobre el hombro.

Levanté mi ceja mientras la contemplaba.

—¿Quién te dio la autorización de entrar así como así a mi oficina? —inquirí con seriedad—. Jim, déjanos a solas.

La mujer asintió mientras que Tanya se cruzaba de brazos, intimidada, pero tenaz.

—No quiero que vuelvas a hacer escándalos en mi oficina —afirmé—. ¿No te das cuenta del lugar en el que te encuentras?

—Te he estado llamando —insistió.

Dejé la manzana a un lado y me levanté de la silla.

—¿Es para algo importante? —inquirí, esperando novedades.

—Es sobre… nosotros.

Fruncí el ceño y miré hacia otro lado.

—Creí que desde el comienzo habíamos quedado en que sería algo meramente casual. ¿Tengo que repetirlo? Estabas de acuerdo.

—La última vez…

—Lo sé —espeté, recordando aquella ocasión en la que estuvimos en el hotel y yo no pude tocarla porque… pensaba en Isabella.

Recordaba la sensación del champagne y la incomodidad de enfrentar aquella idea. Deseaba a Isabella Swan y no podía enfocarme en otra mujer, porque la pensaba.

Me cruzó la furia conmigo mismo.

Aquel día en el que utilicé a Tanya para olvidarme de Isabella, simplemente tuve que parar, acongojado por la manera en que mi cuerpo y cabeza la pedía a ella. Ver a una mujer tan diferente entre mis brazos me hizo alejarme y simplemente le pedí que no me buscara. Desde entonces, no había podido parar de desear a la señorita Swan, día y noche, bajo los designios de mi mente, mi inspiración y mi excitación.

"Mientras sostenía a Tanya desde las muñecas, atada a mi cinturón, verla fue suficiente para darme cuenta de que no estaba pensando en nadie más que Isabella Swan.

¿Qué hace, senador? —inquirió.

Vinimos a hablar de tu trabajo, no a hacer… esto —musité, alejándome con la respiración agitada.

Ni siquiera mi cuerpo reaccionaba de la manera correcta, porque no era la mujer que deseaba.

Edward —insistió, queriendo besarme.

La sostuve con la fuerza necesaria.

Dije que no. Sabes bien que no permito los besos, ¿queda claro? No permito los besos —repetí.

Tragó y miró hacia otro lado mientras se acomodaba la blusa.

Necesito la información de Isabella, para eso estamos aquí. Ahora… tengo que irme.

¿A dónde vas? —inquirió.

La miré a los ojos.

¿Por qué tengo que darte explicaciones?

Me acomodé la corbata, inquieto por ir a por Isabella.

Una vez que me marché del hotel, me subí a mi coche, pidiéndole a mis guardaespaldas que me dejaran a solas. A la mierda todo. Mientras divisaba su coche, sabiendo que era un demente por hacer esto, la vi salir con aquel tipo.

Sentí un fuego voraz en la boca de mi estómago.

Jasper Whitlock —musité, gruñendo a la vez que apretaba el volante con todas mis fuerzas.

Habían entrado a su departamento mientras seguían manteniéndose cerca. Aquello me enojó tanto que no me reconocí. ¿Por qué actuaba de esta manera? ¿Y por qué demonios, mientras sentía esto, tampoco era capaz de tocar a otra mujer sin pensarla?

Mierda —gruñí.

Moví la palanca de cambios y me dispuse a avanzar hacia mi departamento, nublado por las emociones negativas. Sin embargo, antes de hacer una acción adicional, me mantuve quieto mientras pensaba si hacerlo o no… si ir tras ella. Unos minutos más tarde, me bajé del coche y fui a su encuentro, olvidándome de todo raciocinio."

—¿Quién es? —inquirió.

¿De verdad estaba pidiéndome explicaciones?

—No tengo por qué decirte algo al respecto —bramé, tomando mi abrigo.

—Es una mujer, senador —acusó.

—Estás equivocada —afirmé, acercándome a ella—. Las cosas entre nosotros terminaron mucho antes, te recuerdo que también estás comprometida.

Sonrió con los ojos llorosos.

—Y aun así te necesito —insistió, subiendo sus manos a mi cuello.

Iba a besarme pero la detuve, sosteniendo su muñeca.

—No besos, ¿qué parte nunca te quedó clara? Veo que todo, en realidad. —Suspiré y la solté, alejándola.

—¿Te molesta que tenga prometido? —Veía ilusión en su mirada.

Sonreí, bastante incrédulo. ¿De verdad estaba pensando algo así?

—Lo que hagas me vale una mierda mientras no me afecte. —Le tomé la quijada—. Escúchame bien. Esto se acabó, ¿entiendes?

No respondió.

Me marché de la oficina y le pedí a mi asistente que cerrara… con Tanya afuera, por supuesto.

Manejé con los guardaespaldas en el otro coche. Los kilómetros que faltaban para llegar a la oficina de mi compañía fueron suficientes para desatar mi impaciencia. Cuando ya estuve allí, me pregunté si Isabella también lo estaba.

—Buenas tardes, senador —saludó una de las recepcionistas.

—Buenas tardes —dije por lo bajo.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, lo primero que vi fueron dos largas piernas semi flectadas mientras le indicaba algo a Jasper, ese maldito imbécil…

Isabella. ¿Quién diría que una mujer tan joven podía tener tantas habilidades? Cuánto la odiaba… y cómo me costaba dejar de mirarla.

Ella subió su mirada y se corrió el cabello hacia un hombro, esa larga melena castaña oscura, de suaves ondas que tapaban sus senos. Era fascinante.

—Buenas tardes —dije.

No me miró por muchos segundos, por lo cual me comenzaron a picar las manos ante el deseo de nalguearla por ignorarme.

—Buenos días —respondió por lo bajo—. Te veo más tarde, Jasper.

—Claro, señorita.

Ella se dio la vuelta sin mirarme y siguió el recorrido hasta su oficina. El movimiento de sus caderas era coordinado y bien curvado gracias a su naturaleza y a los tacones que llevaba. Tenía dos nalgas redondas, grandes y esponjosas. Intenté divisar la ropa interior detrás de su falda, pero aún quedaba un poco de decencia en mí, así que me fui hasta mi oficina, queriendo ocultar la erección que me estaba creciendo.

Caminé hacia el mueble y saqué la botella de whisky, aprovechando para calmarme.

Estaba enardecido.

.

Llevaba mirando una de mis pinturas por cerca de media hora, sosteniéndome la barbilla y clavado a mis deseos más internos… Hasta que la escuché.

—Con permiso, señor Cullen —dijo ella, abriendo la puerta.

Enarqué una ceja y la contemplé. Nunca una falda y una blusa me habían parecido más sensuales en toda mi vida… hasta ahora.

—Necesito que revise su correo electrónico, el personal —afirmó con vehemencia.

Ese ímpetu tan irreverente. Cómo quería tomarla y sostenerla para probar sus labios otra vez.

—Es importante —insistió.

—¿Está ordenándome?

—Tómelo como quiera. Quiero hacer bien mi trabajo y es importante que usted revise lo que he enviado. Las ganancias…

Dejé de escucharla, fascinado con su manera de mover los labios. El cuadro de Perséfone estaba justo detrás de ella y me fue imposible no compararlas, como si la visión de aquella diosa se cumpliese en la realidad, con Isabella como representante de carne y hueso.

—De lo contrario, tomaré las decisiones junto al concejo y usted quedará marginado, ¿está claro?

Se dio la vuelta para marchar, pero se contuvo durante varios segundos al ver las pinturas. Se veía fascinada al explorar el arte de los cuadros. Me levanté de la silla y caminé hacia su lado, hipnotizado. Verla mezclarse con ellos era un espectáculo que no quería desperdiciar. Me paré detrás de ella, oliéndola y clavándome en la hiel de la desdicha. Cada respiro que disfrutaba a su lado era una daga para mí. Seguía perdiéndome en ese olor, en la imagen de su piel al descubierto, de su cabello cayéndole por la espalda y de verla contemplar el arte con tanta admiración.

—No sabía que le gustaban las pinturas —le susurré al oído.

Ella dio un ligero salto, pero no se giró a mirarme.

—Sí —respondió con suavidad—. Tiene muchas.

Cerré los ojos unos segundos, disfrutando del calor de su cuerpo.

—Cada una es especial para mí —afirmé.

Sentí que ladeó la cabeza, contemplándome de reojo.

—¿Cuál es su favorito? —inquirió.

Pasé mi brazo por sobre su hombro, apuntándole al mismo que miraba. Estaba encarcelándola con mi cuerpo, centímetro a centímetro menos entre nosotros.

—Ese que ves ahí.

—Hades y Perséfone.

Sonreí, fascinado.

—Lo sabías.

Asintió.

—Lo conozco muy bien.

—Pues es mi favorito —seguí diciendo, mirando sus hombros y su cuerpo menudo delante del mío—. La ambigüedad de los colores, opacos en Hades y… brillantes en Perséfone, las emociones contradictorias, la pasión de dos polos opuestos…

No soporté lo que nos separaba y llevé una de mis manos a su brazo, tocando la mano descubierta. Isabella jadeó.

—Hades era un monstruo pero Perséfone se hipnotizaba por ello —dijo.

Seguí el recorrido con mis dedos y finalmente bajé por la curva de su pecho hasta concluir en el vientre, desde donde la sujeté. Mi mano cubría toda la extensión de aquel pequeño cuerpo.

—Los monstruos sentimos fascinación por la mirada de las diosas —susurré, oliendo su cuello sin parar—. En especial si nos enfrentan día a día —finalicé.

Le di la vuelta y la sujeté desde las caderas, devorándola con mis labios y mi lengua. Bella subió sus brazos por mi cuello y tiró de mí, suplicando más.

Su gemido fue suficiente para que desatara mi completa locura por ella.

Ah, Isabella, cuánto me gustaba.

Estaba perdido.


Buenas tardes, les traigo un nuevo capítulo de esta historia. ¿Me extrañaron? ¡Ya estoy de vuelta! ¿Qué les pareció el espiral de deseo de estos dos? A mí se me hace que ya no queda nada para que todo culmine en un momento erótico sinigual, ¿se imaginan cómo? ¿Alguna idea? Edward y Bella están cada vez al borde de la locura y los secretos más oscuros que nunca. ¿Cuándo el POV Edward? Pues muy pronto, yo diría que no queda nada (próximo capítulo). ¡Cuéntenme qué les ha parecido! Ya saben cómo me gusta leerlas

¿Quieren el pronto ya? Pues eso depende de ustedes y lo saben, estaré pendiente de su entusiasmo

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