Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES +18.


Recomiendo: Stand Still – Sabrina Claudio

Capítulo 9:

Apocalipsis

PARTE II

"El tiempo se detiene mientras estamos aquí

No quiero pelear contigo

Necesito lo mismo que tú

(…) Yo también quiero lujuria

(…) Yo también quiero esto…"

Mirarlo era mirar arte, una obra oscura, vil pero hermosa. Quitar mis ojos de los suyos era difícil, porque no solo su semblante me enloquecía, sino la desnudez en la que quedaba tras su penetrante iris, que a la distancia seguía intimidándome de mil maneras posibles.

Cuando notó que lo miraba, examinando también su oscuridad, el deseo en sus ojos y el análisis exhaustivo de su imponente mirada, simplemente sonrió de forma ácida y miró a las personas que lo acompañaban, elevando la barbilla con esa arrogancia propia de él.

«Bastardo».

—Oh, pero mira quién llegó —destacó Elizabeth, tomándome la mano para que me acercara a la gran cantidad de hombres que se reunía.

Conocía muy vagamente quiénes eran, pues los había visto en alguna que otra ocasión en la televisión. Todos políticos de renombre. Ninguno me resultaba particularmente atractivo, excepto el hombre que me sonreía, bastante interesado en mí.

—Quiero presentarte a uno de los hombres más importantes de la fundación —dijo Elizabeth, apoyando su mano en el brazo de él.

Tenía un cabello castaño que combinaba perfecto con sus ojos grises. Tenía una mandíbula masculina y una expresión calma que me mantuvo en vilo por varios segundos. Realmente era muy guapo. Llevaba un traje marrón y plata, muy adecuado y elegante para la ocasión.

—Mucho gusto, señorita Isabella. —Me tendió su mano—. Soy Adam Jefferson.

Levanté mis cejas.

El segundo senador del estado… junto a Edward. Debía tener cerca de cuarenta, pero nada de eso importaba porque, bueno, llevaba muy bien los años.

—Mucho gusto —respondí, sosteniendo la misma mano que me ofrecía.

Su sonrisa se hizo muy amplia.

—Adam siempre ha querido participar de este proyecto —señaló Elizabeth—. Es un agrado que haya aceptado venir.

—En realidad, es un completo honor para mí —afirmó el hombre, aún mirándome—. En especial porque tenía mucho interés en conocerla a usted, señorita Swan.

Elizabeth también sonreía.

—Es un encanto, ¿no crees? Y muy inteligente.

—No puedo estar más de acuerdo. Carlisle, un hombre al que respetaba y apreciaba, fue muy afortunado al encontrarse con usted. Verá, parte de todo lo que soy se lo debo a él y a sus enseñanzas.

—Era un gran hombre —afirmé—. Le habría encantado estar aquí y ver cómo lo que ansiaba se logra, una de sus mayores hazañas. Aunque aún falta mucho, claro está.

Cuando miré a mi alrededor nuevamente, vi a Edward desde esa misma lejanía, contemplándome y luego desviando la mirada. La fuerza con la que sostenía la copa me resultaba enormemente atractiva y ni hablar de su semblante tan oscuro y varonil.

—Denme un segundo, debo seguir saludando. Volveré pronto —se disculpó Elizabeth, alejándose y dejándome a solas con el senador Jefferson.

—Por alguna razón, creo que lo mejor ha sido verla en persona —confesó con suavidad.

—¿Y eso a qué se debe?

—Digamos que quería confirmar lo que dicen de usted en vivo.

Fruncí el ceño.

—¿Y qué dicen?

—Que es la mujer más hermosa que han visto en mucho tiempo —afirmó con total sinceridad.

Mi expresión debió ser tan certera que de inmediato bajó la mirada, un poco inquieto por lo que había dicho.

Alguien carraspeó en ese mismo instante, ocasionándome un sobresalto. Era él.

—Qué novedad verte aquí, Adam —musitó con su voz tersa pero grave a la vez.

El senador Jefferson apretó ligeramente la mordida y le dio un sorbo a su copa.

—Lo mismo digo de ti, Cullen —dijo el hombre.

Edward rio de manera hosca.

—El hijo mayor soy yo, ¿o no lo recuerdas?

—Pues Carlisle estaba muy contento con mi elección para el congreso, que hayamos sido rivales de un mismo partido no significa que tu padre piense lo mismo de ti. —Jefferson le dio otro sorbo a su copa y siguió mirando a Edward, como si lo enfrentara constantemente.

En ese momento, me cayó muy bien.

—Vaya impresión le estamos dando a Isabella Swan —afirmó el senador Cullen, mirándome—. Aunque me parece muy bien que lo sepa, dos senadores por el mismo distrito ya es suficientemente nefasto como para soportarlo; espero algún día cambie semejante estupidez.

Oh, vaya. Edward sí que odiaba compartir las influencias. ¿Era una sorpresa que su deseo de poder sobrepasara hasta a la idea de cambiar las decisiones tradicionales del congreso? En absoluto. La rivalidad que veía entre los dos era quemante.

—Nunca cambias, Cullen. Me imagino todo lo que ha tenido que pasar Isabella contigo cerca. Soportarte un par de veces es suficiente, pero contigo detrás, buscando la manera de sabotearla con cada paso que da, debe ser insoportable.

Edward iba a responder, repentinamente tan molesto como explosivo, pero me impuse ante él.

—Insoportable es decir poco —aseguré—. Me alegra saber que hay más personas con las que compartirlo como enemigo en común.

La sonrisa del senador se hizo muy intensa. Me miraba detrás del cristal de la copa, bebiendo lentamente.

—Buena suerte con ello, sé que las mujeres con tanto poder asustan a los cobardes —añadió Adam Jefferson—. Ahora, debo saludar a los demás. Que tenga una buena noche, Isabella, volveré a buscarla.

Me guiñó un ojo y se marchó, dejándome a solas con el mismísimo rey del Inframundo.

—No creí que sería tan fácil para él llegar a usted, Isabella —murmuró—. ¿Le ha agradado el senador Jefferson?

Un hombre paró delante de mí con una charola llena de copas y yo tomé una de inmediato. Mientras le daba un sorbo, miraba a sus ojos verdes.

—Muchísimo. Aunque a este paso, cualquier hombre me agrada más que usted.

—¿Incluso Hitler?

¿Estaba tomándome el pelo?

—Si lo tuviera a usted y a él en la misma habitación con un arma y una única bala, creo que dudaría bastante respecto a quién de los dos se merece el disparo —susurré.

Sonrió y negó, elevando una ceja.

—Al menos el senador Jefferson parece mucho más interesado en hacer las cosas bien para su mismísimo padre, así sea respetar a la viuda —escupí, muy cerca de él.

El mismo hombre con la charola pasaba cerca de nosotros, ahora con esta vacía. Edward puso la copa sobre ella y apretó las manos delante de mí, utilizando como siempre esos guantes de cuero negro.

—¿Crees que soy imbécil? Dudo mucho que Jefferson esté interesado en respetar a la viuda —gruñó, mirándome los labios y luego subiendo a mis ojos—. Menos aún a mi padre.

Me reí.

—Quien me besó más de una vez fue usted. ¿De verdad me está hablando de respetar a la viuda?

Por poco se muerde el labio.

—Respeta a mi padre —insistió, jadeante.

—Comienza por ti. —Sonreí—. Ahora, espero que me deje a solas, yo decido con quién hablar y darle la importancia adecuada a quien se interese por mí —respondí.

Me di la vuelta y le moví el vestido, sabiendo que estaba mirándolo con total esplendor.

—Bella, siento haberte dejado a solas pero… —Elizabeth se quedó callada al ver cómo Edward pasaba por nuestro lado con la mandíbula muy tensa—. ¿Qué pasó? ¿Han discutido? Ay, Dios, sabía que podía molestarle, en especial porque Esme no iba a estar, así como tampoco Rosalie…

—No debes disculparte de que estemos rodeadas de imbéciles —afirmé, aun sabiendo que Elizabeth sentía un cariño muy especial por el Bastardo—. Sigue siendo la anfitriona, mientras menos hablen de mí es mucho mejor.

—Pero…

—Ve tranquila, ya no tienes que cuidarme como antes.

Bajó los hombros y asintió.

Estaba furiosa, a pesar de haberle callado la boca, sí, ¡claro que lo estaba! ¿Qué respetara a su padre? ¿Quién demonios se creía si me había besado en más de una ocasión?

—Patán —gruñí, sacando otra copa—. ¡¿Qué es?! —le grité al mesero.

El chico pestañeó, muy intimidado.

—Ra… Ramazzotti.

—Gracias. —Bufé y me bebí un buen trago.

—Lo siento —musitó una chica.

Era Alice, usando un vestido pálido y corto.

—Lo digo por mi hermano. Vi que acaban de discutir.

—No tienes que disculparte por un hombre evidentemente adulto e incapaz de sostener la idea de que no todo sucede según su antojo.

—Es que… Imagino que no le ha caído muy bien que estés charlando con su peor enemigo.

Me reí.

—Ya sabes, la paranoia de creer que has venido a arrebatarles todo es bastante fácil de creer para él, en especial si de pronto comienzas a charlar con Adam Jefferson —aseguró.

Le di una críptica mirada, pero luego me arrepentí.

—No me interesa hacerlo. No todo el mundo gira en torno a él ni a los Cullen.

—Tienes razón —respondió con la cabeza gacha.

Relajé mi expresión y los músculos, no era justo que explotara con ella, siendo que apenas y podía considerarse de esa familia.

—Lo siento —murmuré mirándola.

—No, descuida, sé que estás molesta por cómo el mundo te ha tratado —afirmó con un suspiro—. Pero al menos yo no voy a hacerlo, no quiero actuar de esa manera porque no querría que eso me pasara.

Entonces se quedó mirando mi atuendo y sonrió.

—Pareces una diosa griega —afirmó.

También sonreí.

—Gracias.

—A papá le encantaba Grecia. Recuerdo muy bien cómo se sentaba en su sofá favorito y leía historias de la antigua Grecia durante horas y horas. Era muy pequeña y me gustaba ver cómo lo hacía, me transmitía mucha paz.

La manera en la que Alice hablaba de su padre daba cuenta de su profundo amor por él, mismo amor que su padre sentía por ella.

—Carlisle siempre te recordaba, especialmente cuando eras más pequeña. Espero que no te moleste que me haya contado algunas anécdotas inocentes tuyas.

Sus ojos se tornaron muy brillantes, el brillante del dolor y las ganas de llorar.

—No, no me molesta. Si él decidió compartir a su familia, aun sea a través de sus memorias, eso quiere decir que confiaba en ti y te amaba con todo su corazón. —Puso una mano en mi brazo, dándome a entender lo poco que le importaba la idea de que su padre haya amado a una mujer de mi edad.

Qué ganas tenía de aclararle que su padre amaba a otra mujer, que ella había tenido que vivir en las sombras por un miedo que ninguno de los dos podía controlar y que él solo quería ayudarme como ayudaría a cualquiera de sus hijos. Pero no pude hacerlo.

Elizabeth pasó por delante de mis ojos, sonriendo, demostrando cuán preparada estaba para ser la mujer que todos debían conocer, el gran amor de la vida de Carlisle. También estaba haciendo esto por ella, para salvarla de la maldad que rodeaba, sin lugar a duda, a toda esta familia.

—Señora Swan, qué agradable conocerla —dijo otro hombre, saludándome con elegancia.

Sonreí de forma educada.

Elizabeth me presentó a todos los miembros que estarían conformando a los benefactores de la fundación, gente realmente importante que, sin duda, quería lavarse la consciencia dando su dinero a la caridad de los pequeños más desprotegidos, y bueno, otros que velaban por su integridad de manera real.

—Es un verdadero honor conocerla —afirmó la primera dama, quien había llegado hacía muy pocos minutos para agradecer la labor a por el país.

—El honor es mío —susurré.

—¡Edward Cullen! —exclamó, pestañeando con notoria atracción.

Él sonrió y le dio un suave y muy confiado beso en la mejilla.

—Qué agrado saber que ha llegado —murmuró.

—No podía no hacerlo. Tu padre fue un ejemplo para nuestro país.

¿Cómo culpar a esa mujer? Edward era… encantador. Ni la primera dama podía sostenerse al mirarlo, aunque bien se supiera que su esposo, el presidente electo, era un gran amigo de él.

—Me gusta la idea de tener a una mujer a cargo —afirmó ella, mirándome y luego buscando a Elizabeth—. Habla muy bien de nuestra labor.

Edward enarcó una ceja, sabiendo que mi lugar en la fundación no era algo que apreciara, pues tendría que, nuevamente, estar a mi favor.

—Y bueno, saber que tenemos un senador como tú, con este proyecto tan grande a cuestas, nos mantiene muy contentos.

Él me dio una mirada sutil pero intensa, lo que me hizo estremecer. Preferí ponerme detrás de la primera dama y tomar otra copa de Ramazzotti. Edward dejó de contemplarme y se dedicó a escuchar a la primera dama. Me hice la desentendida, poniéndome de espaldas a él, y cuando quise averiguar si seguía pendiente de mis movimientos, me di cuenta de que estaba disfrutando del escote en mi espalda, un escote que por poco me tapaba el culo. Al instante, volvió a quitarme la mirada de encima.

Para calmar el ardor de esos ojos verdes, me fui con los demás, conociendo a las personas que estaban invitadas a la inauguración. Cuando aquello acontecía, Elizabeth se encargó de agradecer la asistencia de todos e invitó a dar los aportes de los beneficiarios al pozo, para dar comienzo a las bondades de la fundación de Carlisle Cullen. Al momento de dar mi aporte y mientras anotaba la suma en el cheque, Adam también lo hizo.

—Me complace saber que va a estar a cargo de la fundación —afirmó, ofreciéndome otra copa para mi deleite.

Sonreí y se la recibí con gusto.

—Elizabeth es la que estará al cien por ciento, es a ella a quien le debemos todo.

Asintió, manteniéndose de buen humor.

—Es cierto, pero también imagino que Carlisle quería que tuviera su lugar.

—Un lugar que no sabemos cómo llevará a cabo —afirmó Irina Denali, pasando cerca de nosotros.

La miré con los ojos entrecerrados y ella frenó para acercarse.

—No creo en absolutamente nada de lo que usted haga, Isabella —añadió—. Ha venido a arrebatarle todo a la familia Cullen, familia que, por si no lo sabe, pronto será mía también. —Miró a Edward de reojo, esperando a que él se girara para contemplarla, pero parecía pensativo, escuchando lo que los demás le decían con evidente respeto.

Me reí. Era tan obvio su deseo por ese bastardo.

—Señorita Denali —exclamó Adam—, no es el momento adecuado para hacer ese tipo de comentarios.

—No se preocupe, Señor Jefferson —interrumpí, contemplando a la mujer que me retaba—. No necesita defender a una familia que evidentemente no la necesita. Espero logre entrar, aunque lo veo difícil si su plan es… el senador.

Apretó las manos ante la evidencia que había en sus deseos más oscuros. Dio un paso adelante pero no me moví, por más que temiera cualquier enfrentamiento. Siempre fui una persona pacífica y apenas era una mujer desde hacía pocos años. Ella debía tener diez años más que yo, pero no parecía comportarse como tal.

—Antes de decir una palabra más sobre mí, tendrá que aceptar que la sacaré de la fiesta. La viuda soy yo y si deseo, seré la dueña de todo esto antes que usted pestañee —seguí diciendo, sin mover un músculo de más—. Ahora, por favor, actúe a la altura y déjeme en paz.

La mujer rechinó los dientes y se dio la vuelta, tan molesta que por un segundo casi chilla en llanto. Vi cómo se acercó a la salida, con Edward siguiéndola, y finalmente se perdieron entre los demás. Levanté la barbilla, imaginándome lo que él diría al saber que había quitado de una patada a la mujer que parecía… su amante.

Dejé a un lado su existencia y me dediqué a escuchar la música que sonaba, dando inicio a la magistral oleada de baile y celebración.

.

Estaba comiendo en el cóctel mientras escuchaba cómo aumentaba la cantidad de dinero de los beneficiarios. El animador se encontraba invitando a los demás a que siguieran dando sus aportes, ahí en el escenario de alfombra roja y con las luces sobre él. Desde lejos, el senador Adam Jefferson me sonrió y luego se quedó contemplándome como un hombre contempla a una mujer.

Sonreí también.

Vi un bocado de chocolate y jengibre y me acerqué para comerlo. De pronto, topé con una mano grande y de dedos largos; usaba guantes de cuero negro.

Tragué.

—Hemos dado con algo en común al fin —afirmó—. ¿Suficiente coqueteo con el senador Jefferson?

Subí mi mirada por su brazo hasta llegar a sus ojos verdes.

—No voy a responder a algo tan personal. A usted no le importa y a mí no me interesa hacerlo parte. —Le arrebaté el chocolate y me lo comí ante él.

Miró mis labios, cada movimiento y cada lamida de mi lengua. Eso fue suficiente para que mis rodillas cedieran tanto como su seguro desplante.

—¿Qué le ha dicho a Irina Denali? —inquirió con la mandíbula tensa.

—Lo suficiente. Si desea traer a esa mujer como una más de la fundación, tendrá que pasar por todos nosotros primero. No me interesan los Denali, no confío en ellos.

Rio.

—¿Qué está pensando?

—No tengo por qué decirlo, ¿no? Quizá usted y ella…

—No voy a responder a algo tan personal —repitió y se acercó para decirme al oído—: A usted no le importa y a mí no me interesa hacerla parte.

Cuando se alejó, sentí otra vez su aliento pasando por mi cuello, mi oreja y todo de mí.

Jadeé.

Nos contemplamos una vez más, no dispuestos a ceder ante nuestros demonios internos, pero fallando por completo en el intento.

—Queremos que el senador Adam Jefferson diga unas palabras por su inmensa donación —afirmó uno de los anfitriones.

Edward no miró, seguía pendiente de mí, enviando al carajo al que era su principal rival. Todos aplaudían, por lo que finalmente me giré a mirar.

Él dio un discurso enérgico respecto a su respeto por el legado de Carlisle y luego desvió la atención hacia lo cómodo que se sentía con mi presencia y con lo que estaba dispuesta a hacer.

—Estoy seguro de que la señorita hará que Carlisle se sienta muy orgulloso —añadió finalmente, guiñándome un ojo junto a una sonrisa.

Sentí una risotada pesada, furiosa y medio inquietante. Edward sostenía su copa con evidente resquemor, mirándolo como si fuera a soltar un gruñido y mostrar un colmillo de manera amenazante.

—Sé que no me quiere aquí —susurré, mirándolo—. Pero convénzase de que mientras usted me odia, diez más estarán a mi favor.

Tensó la mandíbula.

—Ahora, ¿por qué no me deja en paz y se dedica a buscar a su amante perdida? Quizá así deje de molestarme.

Me di media vuelta, elevando mi vestido y mi trenza por los aires.

La fiesta avanzaba y me sentía francamente fuera de lugar. Los Denali me contemplaban desde lejos y la mayoría no se atrevía a hablarme, siquiera para pedirme que me fuera de aquí por ser una entrometida. Elizabeth estaba dedicada a seguir complaciendo a los demás y Alice ya se había marchado.

De pronto, me embargó la nostalgia.

Salí un momento del salón, metiéndome a la zona abierta, donde algunos bailaban al son de la suave música en vivo de cuerdas. Había luces tenues que rodeaban algunos pilares grecos y una fuente hermosa que brillaba como si tuviera miles de estrellas a su alrededor. Me paré en frente, donde no hubiera nadie más que yo y la compañía del cielo nocturno junto a la fuente de agua. Toqué al hombre de mármol, que era arrastrado por un dios oscuro. Las alas eran inmensas y estaban mojadas debido a las gotas que salpicaban.

—Odiarte es fácil —murmuró.

Su aliento erizó mi piel. Estaba cerca, a milímetros. Su respiración chocaba con mi nuca y la piel de mi espalda.

—Odiarte es fácil —repitió—. Alejarme… imposible.

Tragué y me sostuve cuanto pude, cerrando los ojos por unos segundos.

—No entiendo lo que sucede —musitó, jadeante—. Cada vez que estás lejos… necesito traerte a mí.

Llevó su mano al escote de mi espalda, podía sentir su calor aun cuando ni siquiera me tocaba. Estaba a la espera de que me alejara, pero yo tampoco podía, para mí también era imposible y necesitaba que estuviera cerca.

«Tócame».

—Y eres la viuda de mi padre. —Su voz salía con rabia—. Mi padre…

Su dedo dio un recorrido por la parte trasera de mi cuello y yo mantuve los párpados cerrados, sintiendo cómo bajaba por mi escote, centímetro a centímetro hasta acabar en mi zona lumbar.

—No puedo dejar de mirarte —afirmó, con los labios frente a mis hombros—. Hoy… has despertado a alguien que necesitaba mantener muy dentro de mí.

Mantuve las manos empuñadas. Era irresistible.

—¿Es peor de lo que ya he visto? —inquirí con un hilo de voz.

—Has despertado a un demonio, Isabella.

Todo en mí temblaba de deseo.

—No puedo hacerlo —insistió—. Simplemente… no puedo.

Me afirmé de la fuente.

—¿Qué no puedes?

Sus labios se posaron en uno de mis hombros y yo eché la cabeza hacia atrás.

—Controlarlo.

Arqueé las cejas.

—Quiero poseerte —me dijo al oído—, llevarte al abismo y al averno a la vez. ¿Qué demonios hiciste, Isabella?

—Llevarme al…

—Al infierno —afirmó contra mi cuello.

Su mano recorrió mi cintura, metiéndola dentro del vestido desde el escote trasero y luego llegó hasta mi vientre, apretándome a él.

Gemí.

—Este vestido… —Me olió, tomándome con tanta fuerza que por poco me elevo con él—. El color… La pureza… Quiero hacerla mía… Quiero llevarte hacia el infierno.

Apenas podía respirar. Sentía su calor y su olor embriagándome.

—No lo conoces —afirmó—. No conoces nada de él y aun así quiero hundirte en ese lugar… ese que es mío.

Sujetó mi mandíbula y la delineó con la punta de su nariz.

—Me pregunto por qué mi padre… —No siguió hablando y me dio la vuelta. En una de sus manos sostenía un Ramazzotti con hielo—. Baila conmigo.

Me quedé de piedra, aún con la cabeza dándome vueltas debido a todo lo que me estaba haciendo sentir.

—Hagámoslo. —Me ofreció su mano enguantada y yo, sin siquiera pensarlo, se la tomé.

Edward le dio un trago a la copa y la puso en la orilla de la fuente, para luego llevarme hacia un lugar más apartado, con la música instrumental sonando a la perfección. Tomó una de mis manos y luego puso otra en mi espalda baja, acercándome una vez más a su cuerpo. Chocar con su pecho fue suficiente para sentir su aroma con mayor intensidad, así como su calor interior y el frío que salía de sus labios. La misma mano que tomaba la miró y luego fue subiendo por mi brazo, grabándose los detalles de mi piel hasta llegar a mis ojos. Los pasos comenzaron siendo lentos y nuestras narices se tocaban en cada paso. Llevó sus labios a mi cuello y fue oliendo, para luego besar. Había algo helado en su boca… El hielo de la copa.

Me arqueé y apreté su traje con todas mis fuerzas.

—Dime cómo paro —gruñó, bajando con una estela mojada por mis hombros—. No conoces lo que quiero hacer contigo.

Mis rodillas iban a ceder.

—No eres ni apenas consciente de lo que pasa por mi cabeza cuando… —Jadeó, sin terminar la frase.

Me mordí el labio inferior en cuanto el hielo siguió su recorrido por mi piel, subiendo por mi mandíbula y luego cediendo en mi boca.

—Cuando… ¿qué? —insistí.

—Cuando te miro —finalizó.

Me besó, metiendo su lengua fría entre mis labios. Hundí mis dedos en su cuello y tiré, lo hice una y otra vez, queriendo más. A medida que nos besábamos, olvidaba el mundo que nos rodeaba, me arrastraba a las llamas y yo no quería salir de ellas. Sus manos recorrieron mi espalda y acabaron en mi culo, apretándolo con tanta fuerza que acabé gimiendo contra su boca.

—Estoy haciendo esto en la celebración de mi padre —jadeó, respirando contra mi boca y juntando su frente con la mía.

No podía hablar, me había quitado el aliento.

—Pierdo la cabeza —afirmó, tomándome las mejillas con una sola mano.

Acarició mis labios con el pulgar, tirando de ellos con mucha suavidad.

—No hay cabida para los errores, ¿no? Contigo… no.

—¿Errores? Son pecados, senador —dije.

Me dio otro beso tan furioso que acabé mareada entre sus brazos, sintiendo la adrenalina de las emociones y el calor que me embargaba.

—Aun así, no permitiré que ejerzas control sobre mí —susurró—. Nadie lo hará jamás. Sé que embaucaste a mi padre, sé que no lo quisiste y sé lo que planeas hacer conmigo. Demonios… Y aunque lo sé, sigo aquí.

—Tú tampoco tendrás control sobre mí —musité—. Jamás. Porque soy Isabella Swan y nadie ejerce su poder por sobre ella.

—¿Eso crees? —Se pasó la lengua por los labios mientras me miraba.

Apreté los dientes y me solté, repentinamente nublada por la culpa de estar fallando a la palabra de Carlisle. Estaba cediendo con su propio hijo. Apenas estaba respetando su nombre porque, aunque no fuera eso en su total realidad, seguía siendo su viuda.

Dios mío.

—Tengo que irme —dije, alejándome de él.

No me permití mirar hacia atrás, así que corrí hacia adentro y busqué a Elizabeth.

—¡Bella! ¿Dónde estabas? —inquirió con una sonrisa.

—Debo irme. —Le tomé las manos—. Ya se me hace tarde.

—Pero… Bella…

—Lo siento, tengo que irme. ¿Te veo pronto?

Se quedó un momento en silencio y luego asintió. Le di un beso en la mejilla y le marqué al chofer para que partiéramos cuanto antes. Por alguna razón, sentía que ver a Edward otra vez iba a llevarme a hacer lo incorrecto, que iba a ceder… que cedería a todo lo que me provocaba.

Cuando el chofer llegó, no esperé a que saliera del coche y me abriera la puerta, simplemente me metí dentro y me mantuve en silencio. Había comenzado a llover con mucha fuerza y no me quedó más remedio que distraer a mi mente mientras miraba las gotas cayendo por la ventana.

No podía, simplemente seguía en mi mente.

Me mordí el labio inferior y seguí aferrada a la idea de que todo iba a pasar, que esto que no podía controlar pronto iba a transformarse en algo pasajero y que pasaría al olvido.

¿Iba a ser así?

A medida que avanzábamos, sentí una intensa desesperación por no haberme separado de él, de haber continuado, de…

—Mierda —gemí, pasándome una mano por el rostro.

Dejé el bolso a un lado y me abracé a mí misma, esperando a calentar el vacío que había quedado en mí luego de separarme del dueño del mismísimo calor.

Era incontrolable.

Desde la ventana se veía la fuerte lluvia que de pronto había caído, como si el cielo llorara los pecados y nosotros hubiéramos desatado el apocalipsis.

Mirando el paisaje noté que el coche cambiaba de rumbo, saliendo del recorrido habitual hacia mi departamento. Fruncí el ceño y toqué el vidrio que daba a la zona delantera, donde se encontraba el chofer.

—¿Qué ocurre? —inquirí, esperando a que lo abriera.

Cuando este lo hizo, no vi al hombre de siempre, sino a Edward Cullen conduciendo el coche, con una mano enguantada apoyada en el volante, manteniendo el aspecto oscuro en sus ojos, que brillaban con las llamas del deseo reflejadas en ellos.

—Senador —musité.

—No voy a dejarte ir —jadeó—. Vendrás conmigo.

El coche paró, aparcando en un lugar oscuro y oculto. Era el estacionamiento de un carísimo y lujoso hotel a las afueras de la ciudad. Él salió y abrió mi puerta, mostrándome su mano enguantada.

Estaba llevándome a su oscuridad. Era un secuestro sin aviso, una locura de la que no podía ni quería escapar.

—Quiero condenarte junto a mí —añadió—, poseerte… Te llevaré como sea al infierno.

Tragué.

—Porque sé que lo quieres.

Bajé los hombros, sin tener razones suficientes para negarme a lo evidente.

—Aunque no conozcas nada de él, te llevaré al infierno… donde conocerás quién soy realmente.

No lo soporté. Fue imposible. Tomé su mano sin siquiera pensarlo más y él tiró de mí, haciéndome chocar con su pecho. En el instante, nuestras respiraciones se rozaron en promesas difíciles de sostener. Me tomó desde las caderas y devoró mis labios sin permitirme respiro, disfrutando de mi boca con su curiosa, húmeda y cálida lengua.

Ya no podía decir que no.

—Llévame —pedí—, quiero conocerlo todo. Hazlo ya.

Sus ojos se oscurecieron y su expresión cambió de forma rotunda, transformándose en Hades, aquel dios despiadado y ruin ser, robándose por completo mi aliento con su sola presencia.

Al llegar a la habitación, un lugar de decoración rojiza, apasionada y muy sofisticada, nuestras miradas seguían siendo partícipes de lo evidente pero que no podíamos gritar. Cerró la puerta detrás de él y caminó hacia mí, mostrándome con sus ojos todo lo que quería hacer conmigo. Mis rodillas iban a ceder, pero me contuve tanto como pude o acabaría arrodillada ante el deseo que me generaba.

Puso su mano en mis mejillas, sosteniéndome con fuerza, pero sin hacerme daño. Sentía su respiración, su olor y su jadeo. Y de pronto, tomó mi trenza y me hizo arquearme, besando y mordiendo mi cuello mientras metía la mano libre por debajo de mi largo vestido, buscando apoderarse por completo de mí.

Nada me importaba. Pensar era ridículo; sentir, una realidad que viviría sin miedo.

Lo quería todo.

Sus guantes rozaban la piel de mi muslo, agarrándolo con la fuerza necesaria para marcarme.

—¿Estás segura de querer hacerlo? —inquirió, mirándome a los ojos.

Su iris se había oscurecido debido a la excitación y a la sensación de poder que tenía sobre mí.

—¿Y tú? ¿Estás seguro de que lo quieres? —dije, poniendo mis manos en su pecho.

Sonrió con maldad.

—Lo quise desde que te conocí —jadeó, rozándome los labios nuevamente.

Dejé ir el aire.

—Sí. Lo quiero —murmuré en respuesta—. Lo quiero todo.

Sus besos en mi barbilla fueron suficientes para que, aun en medio de la locura, siguiera deseando todavía más.

Y entonces cerré los ojos, dejándome llevar, sin pensar siquiera en las consecuencias.

Estaba perdida e iba a dejarme caer en las llamas más recónditas del averno.


Buenos días, les traigo un nuevo capítulo de esta historia. Como verán, las cosas entre estos dos ya llegaron a un límite imposible de borrar, el apocalipsis se ha desatado y no queda absolutamente nada para que dejen ir todos sus más oscuros deseos. El próximo capítulo es una verdadera bomba nuclear que ni se imaginan. ¡Cuéntenme qué les ha parecido! Ya saben cómo me gusta leerlas

Gracias a todas las personitas que me dan su mano, sin ustedes no podría

El próximo capítulo las espera, ya pronto vendrá, pero eso depende de ustedes y su entusiasmo

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Cariños para todas

Baisers!