Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES +18.
Recomiendo: Lace – MOVEMENT
Capítulo 10:
El averno de Hades
"Sé que me escapo de ti, nena
No soy bueno para ti, dilo
(…) Estoy solo contigo
A la espera…"
Edward continuó con sus caricias en la piel de mi pierna, llegando hasta la nalga.
—Me gusta el dolor —gruñó—, la mezcla con el placer… El infierno lo es todo y te llevaré conmigo hasta él.
El dolor…
La sola idea hizo que me humedeciera.
—Tan suave —ronroneó, masajeando mi culo con mucha excitación.
Me hablaba al oído con su voz viril y depredadora. Me tenía a sus pies.
En medio de la semioscuridad, con las luces de la ciudad como único testigo de nosotros, me alzó en sus brazos y me abrazó, posando sus inmensas manos en mi espalda. Me sentía tan pequeña junto a él. Me devoró entre besos y caricias, moviéndose por el lugar. Estaba oscurecido, pero sus ojos brillaban como si fuera un felino al acecho. Me bajó con cuidado y con rapidez se soltó el amarre de la corbata, sin dejar de contemplarme con los labios entreabiertos. Sus besos se desparramaron por mis hombros y luego a mi pecho, abriéndose camino en mis pequeños senos.
—Hueles tan bien, Isabella —gruñó, buscando el amarre de mi vestido.
Me costaba respirar. Nunca me habían besado así, no con su forma de tomarme entre sus brazos, de mirarme y de sostenerme.
—Ah… Este vestido… No dejé de mirarte en toda la noche.
Liberó el hombro y tiró hasta que la prenda cayó con lentitud al suelo. Podía sentir el rubor en mis mejillas, aquel poco sutil calor creciendo desde ahí hasta llegar a mi intimidad. Y entonces comprendí que mi cuerpo estaba expuesto a sus viles ojos, que nadie me había visto así realmente, que mis únicas experiencias sexuales habían sido con chicos de mi edad, donde apenas me miraban porque lo importante era el acto en sí…
—Mmm… —ronroneó una vez más.
Podría escuchar el vibrar de su voz toda la maldita noche.
—Eres hermosa, Isabella —afirmó.
Sostuvo mi barbilla con una mano, impidiéndome el movimiento.
—Te ves tan inocente… —Tragó, frunciendo el ceño—. Si no conociera parte de ti, creería que lo eres.
«No conoces nada de mí».
—En realidad, apenas y conoces quién soy —musité, mirando sus labios y luego subiendo hasta sus ojos—. Y aunque lo intentes, jamás sabrás quién es realmente Isabella Swan.
Sonrió y me dio un beso tan intenso que acabé tambaleando en medio de sus brazos.
—No quiero hacerlo, no quiero conocerte —afirmó y me mordió el labio inferior—. Porque lo único que me importa es que hay algo en ti que no puedes controlar y eso, en definitiva, sí puedo hacerlo yo… contigo. —Bajó hasta mis senos y hundió el rostro entre ellos, sacándome un fuerte gemido de placer—. Eso que sale de tu boca… No puedes controlarlo, no puedes ocultarlo… Quizá nunca sepa quién eres, Isabella, pero sí sé lo que te provoco.
Se llevó uno de mis senos a su boca, tirando con sutil fuerza del pezón. La mezcla del dolor y el placer me hizo revivir espacios de mí que pasaron desapercibidos por demasiado tiempo. Edward era consciente de eso. Con la mano libre comenzó a pellizcar el otro pezón, torturando más de mí, sacándome gritos incontrolables, poco sutiles y agudos. Estaba en la completa gloria.
—Dios santo —musité, viendo su sonrisa maligna.
Lamió mi esternón y mis labios.
—Basta con que me digas Edward. Nunca he sido santo en mi vida.
Lo miré a los ojos, disfrutando de cómo bajaba hasta mi vientre, usando esa lengua caliente, húmeda y curiosa.
—Eres un bastardo —dije entre quejidos.
—Lo sé.
Nos miramos a los ojos una vez más y me tomó las mejillas con una sola mano.
—Déjate caer a la cama —ordenó—. Ahora.
—Oblígame —pedí.
Entrecerró sus párpados y su sonrisa nuevamente se hizo presente.
—Isabella —ronroneó, tirando de mi trenza—. Ten cuidado con pedirme esas cosas. Estoy moderándome por ti… Cayendo en tu juego.
Me sentó en la cama y me tomó la barbilla, mirándome desde su imponente altura. Al contemplarnos de aquella manera, sentí que siempre nos habíamos encontrado, que estábamos hechos para esto… él y yo.
—Pero haré lo que tú me pides, liberaré al Edward que no te atreverías a conocer.
Tragué.
—Lo quiero todo —musité, desconociéndome. Ni siquiera sabía qué quería y qué podría obtener al decirlo—. Hazlo.
Gruñó y comenzó a desabotonarse la camisa, mostrándome su anatomía centímetro a centímetro. Cuando se pudo liberar de ella, me quedé boquiabierta al tenerlo semidesnudo ante mí. Si bien, la oscuridad de la habitación me impedía verlo en su totalidad, lo que mis ojos acostumbraban a ver no se asemejaba a nadie como él. Era un hombre de muy bien llevados años, de torso amplio, duro… viril. Ver sus pectorales y abdomen hacía que quisiera tocarlo, lamerlo, disfrutar de cada espacio de él. Era grande, muy masculino y fuerte; yo apenas era un menudo polluelo frágil ante su imponencia física, un mal movimiento iba a destrozarme. Y entonces me quedé boquiabierta al ver el arete que colgaba de su pezón izquierdo.
Me atreví a tocar, llevando mi mano al botón de su pantalón. Aunque este fuera oscuro, podía ver su erección queriendo brotar de la comisura de la prenda. Cuando lo tomé, sentí la dureza, su palpitación y el calor abrasante de su excitación.
—Ah, Isabella —gruñó.
Metí mi mano y besé su abdomen, sintiendo la piel suave de su miembro entre mis dedos. Pasé el pulgar por la punta y disfruté de la gota de humedad.
—Acomódate —volvió a ordenar, intranquilo por mis caricias.
Le sonreí y me dejé caer en la cama, deshaciendo mi trenza y esparciendo mis cabellos ante él. Edward comenzó a contemplarme, sin escatimar espacio en mí. Nunca me había sentido tan desnuda en mi vida.
—Eres tan jodidamente hermosa —dijo.
Liberó su miembro del pantalón, dejándolo caer y luego quitándoselo por completo. Ver su entereza me provocó ansiedad y el deseo incrementó. Cerré mis piernas para calmar la humedad y el goteo, ese imperante querer y súplica interna porque me hiciera completamente suya.
De pronto, tomó mis muslos y los abrió para él, agachándose ante mí sin quitarme los ojos en encima.
—Edward —gemí.
Jugó con la tira de mi tanga, moviéndola desde un extremo a otro.
—Hueles tan bien —repitió, esta vez hundiendo la nariz entre mis piernas.
Me sonrojé con fiereza.
—Quiero comerte esto —añadió.
Ladeó la ropa interior y le dio un beso a mi monte.
Nunca me habían hecho algo así.
—Estás muy mojada. —Su dedo recorrió la división entre mis labios—. Un jugoso manjar.
Se paró, otra vez imponiéndose ante mí y tiró de mi ropa interior para quitármela definitivamente. Una vez que mi desnudez fue suya, se quitó los guantes con los dientes, tirando de un dedo para liberarse de la única prenda que quedaba en él. Fue una imagen tan erótica que acabé tocándome, desesperada por sentir más.
—Sé que nos merecemos el infierno por esto —jadeó, besándome la quijada y yendo hacia mi boca—. Pero vengo de ahí. Desde luego, no regresaré si no es contigo, así sea lo último que haga.
Me abrió las piernas y me sostuvo con tanta fuerza que no pude moverme, era imposible. Se agachó ante mi intimidad y volvió a besar el monte, contemplándome desde abajo. Tocó mi sexo con lentitud y luego introdujo un dedo con el mismo ritmo.
—Muy estrecha —susurró.
Mordió la piel de mis labios externos y luego los internos, evadiendo el manojo de nervios endurecidos que clamaban por él. Cuando no toleré más, busqué sus cabellos para hundirlo, pero Edward me tomó las muñecas, otra vez reduciéndome.
—Edward —supliqué.
No fue necesario más. Su lengua hizo un recorrido largo desde el inicio hasta el final, sometiéndome a un grito tan desgarrador que pensé que el aire se me escapaba de los pulmones para no volver jamás. Esa misma lengua se hundió en mi clítoris, succionando, jugueteando y humedeciéndome mucho más. Él me mantenía quieta con la fuerza de su agarre, por lo que solo podía arquearme ante el poder que tenía sobre mí. Su boca rápidamente inició una succión, sacándome otro grito desolador. No sabía de qué manera explicar el placer que me generaba el movimiento de su lengua, esos remolinos, zigzags y presiones. Apenas podía respirar.
—Edward, ah, cielo santo, voy a acabar —grité, queriendo soltarme, pero sin poder.
Siguió con la succión, disfrutando de mi sexo en su totalidad. Edward movía la cabeza de un lado hacia el otro, muy dentro de mí, incluida su nariz, su barba, dando ligeras mordidas. Miré hacia el techo y luego cerré los ojos, aturdida por el placer y el orgasmo que poco a poco llegaba a mí. Quería tocar el cielo y caer al infierno a la vez. Y sí, alcancé un clímax tan singular que no tardé en sentir cómo todo de mí explotaba en su boca, derramándome y expulsando mi humedad en su rostro. Quería arquearme mucho más, lloriquear y clamar por clemencia; era incontrolable. Edward siguió, sin parar, sin detenerse a pensar en mi corazón, simplemente continuó con su boca hasta que otro más se hizo presente.
Era inconcebible.
Cuando acabó, dejándome en la cúspide de un terreno celestial sin nombre, lo vi besando mi ingle y yendo hacia mi vientre.
—Sabes muy bien, Isabella —susurró, encarcelándome a la altura de la cabeza con sus manos—. Podría comerte el coño toda mi vida.
Sus sucias palabras me excitaban como si nunca hubiera tenido los orgasmos bestiales de hace meros segundos.
Me besó la boca, haciéndome probar mi propio sabor.
—Abre las piernas para mí —ordenó.
Lo hice.
—Así me gusta. Eres tan pequeña —susurró, tocando mi botón—. Tan… frágil.
Miré su miembro fuerte, apuntando al cielo. En menos de dos segundos, Edward me rozó con él, metiéndose entre mis labios y frotándose para nuestro propio placer. Me estremecí. Su miembro chocaba con mi clítoris, mezclando nuestras humedades hasta que no tolerásemos más.
—Isabella —susurró, respirando con dificultad.
Busqué su boca, tirando de su cuello para acercarlo a mí. Nuestras narices se rozaban y nuestras miradas se mantenían cómplices.
—Sabes que lo quiero todo —insistí, tocando su pecho.
—Lo perderé todo también, ¿no?
No supe qué contestar, porque tan pronto como nos dijimos aquello, lo sentí entrar con rapidez, chocando con todo mi interior.
Grité.
Nos mantuvimos cerca entre besos y roces, pero Edward llevaba el ritmo a su nivel: increíblemente intenso. Su piel golpeaba la mía con brutalidad y aunque quería revolcarme entre sus brazos, no podía, porque él me sostenía con su cuerpo. Mis paredes eran estrechas y su masculinidad tal como él: fuerte, dura y viril. El dolor me llevaba a la cúspide, porque llevado al placer, la mezcla era la más intensa que había sentido alguna vez en mi corta vida. Me dio un último beso en los labios y se fue separando con lamidas, roces y jugueteos por mi pecho, mis senos y mis pezones, estrujándolos entre sus manos y dedos.
De pronto, vi dos marcas en su abdomen, específicamente en los oblicuos. ¿Eran tatuajes? Parecían anagramas o algo parecido. Quise tocar, pero Edward me quitó las manos tan rápido como pudo, pegándome a la cama como a una cárcel.
—Cuidado con lo que tocas, Isabella —gruñó, tomando una de mis piernas para subirla a su hombro.
Edward pudo entrar con mayor facilidad, generando otra ola de intenso placer y dolor. Me llegaba a las entrañas, hundiéndose con todas sus fuerzas.
Entonces miré sus manos, tan grandes, amplias y fuertes, y vi los pequeños dibujos grabados cerca del pulgar. Cuando quise comprobar qué tanto se relacionaban con los de los oblicuos, vi otros en la zona costal.
No pude continuar concentrándome en ello, Edward me penetraba hasta quitarme el aliento, jodiéndome la cabeza… Quitándome la razón.
Usaba su fuerza con mi pierna en su hombro, mirando la extensión de esta con excitación. Tan pronto como nuestros ojos conectaron una vez más, comenzó a recorrerla con besos, procurando distraerse con el empeine y el tobillo. Entonces, comenzó a quitar el amarre de mis tacones, soltando las tiras hasta liberarme completamente. Cuando mis pies estuvieron desnudos, besó la planta y los dedos, continuando con sus miradas intensas, directas y claras, explicándome su propio deseo por mí.
—Fascinante —susurró, cerrando los ojos mientras olía mi piel, con la nariz pegada a ella.
La imagen que tenía en frente era tan erótica. Estaba besando todo de mí, deleitándose, cubriéndome entre sus llamas, enviándome a un infierno lleno de misterio, ruina y deleite.
Hizo lo mismo con el otro pie, quitándome el tacón y repitiendo el proceso de delinearme la piel con sus labios y nariz, todo mientras estaba en mi interior, haciendo un sutil movimiento que me estaba haciendo temblar por completo.
—Mírame —ordenó, agarrándome del muslo para acomodar mejor la pierna en su hombro, moviéndome ligeramente hacia un lado para entrar con toda plenitud.
Gemí de dolor y placer, agarrándome desde las sábanas revueltas ante la magnitud de las sensaciones. Estaba completamente sudada. Edward tenía el ceño fruncido, con algunos cabellos en la frente y pegados a su piel perlada, mojando sus músculos, en especial los de su abdomen. Cuando me miraba, se mordía el labio, entrando y saliendo, marcando su propio ritmo, agarrándome la piel para marcarla sin temor y luego lamiéndola a su completo antojo. Era completamente suya en este momento y la idea resultaba genuinamente fascinante.
Apreté los párpados cuando el clímax comenzaba a enloquecerme, queriendo tocarlo, pero temerosa en el intento. Edward tenía un poder que me costaba dimensionar, marcando sus movimientos hasta hacerme artífice de cada espacio. Sí, parecía que siempre habíamos hecho esto, que cada mirada se compenetraba en un sinfín de sensaciones que solo los dos podíamos compartir. Era una locura, pero no podía parar.
—Edward —gemí.
Me tomó desde las muñecas y me apresó en la cama. Abrí mis piernas para él y entró una vez más, sacándome un grito ahogado, que culminó en su boca devorando la mía. Quería tocarlo, pero su agarre era en extremo furioso, manteniéndome en el lugar que él consideraba correcto.
—Acaba para mí —ronroneó y bajó para succionar mis senos—. Quiero ver cómo te corres conmigo dentro.
Apoyó mis manos en el cabecero, con ambos brazos extendidos. Este chocaba con la pared, dando golpes duros y furiosos.
—Estoy…
No pude formular palabra, no salían más que gemidos de mí. Edward me gruñía, contemplándome con los ojos brillantes pero oscurecidos, siempre viendo mis detalles como si nada más existiera en la habitación… ni en el mundo.
Llevó sus dedos a mi clítoris y lo masajeó mientras me embestía. Entonces me corrí, con otro grito callado por sus besos. Mis ojos lloriqueaban ante la imponencia del placer, sentía que mi cuerpo se elevaba y que luego caía hasta un averno, en los brazos de su dueño… rodeada de las espinas del pecado. Nunca… Nunca en mi vida había sentido la incapacidad de respirar ante el placer.
Edward explotó, dejando caer su simiente en mi vientre mientras se acomodaba a la respiración furiosa que salía de su cuerpo. Su expresión ante el culmen de nuestra revuelta era digna de una pintura, podía mirarla toda mi vida, disfrutando del color de sus ojos, de sus labios hinchados y llenos… de su sudor y su cabello pegado al rostro…
Estaba fascinada.
Soltó mis manos y dejé caer los brazos a la cama, con él sobre mí. Toqué su pecho y luego su cuello, mirando sus ojos mientras mi cerebro intentaba volver a su realidad. Él también lo hacía, respirándome en la cara, embriagándome con su olor delicioso y luego besándome con la misma pasión descarnada, despertando todo de mí.
Y entonces volví a pensar, a recobrar la realidad de lo que acabábamos de hacer. Edward me contemplaba, siempre a los ojos. Me estaba poniendo nerviosa.
—Es irónico —musitó, tirando de mi labio inferior con su pulgar—. Pero me pareces tan pura ahora.
Luego frunció el ceño al escucharse y se separó, saliendo de mi interior. Me sentí tan vacía sin tenerlo, que aquello me caló muy hondo. Siguió respirando con dificultad, acomodado a mi lado mientras miraba hacia el techo, muy pensativo. Tenía una mano detrás de su cabeza, desnudo ante mis ojos curiosos. Me recordaba a las esculturas grecas, surtiendo el mismo efecto: no podía dejar de mirarlo. Finalmente me di la vuelta, tomando un extremo de la colcha como si eso fuera mi salvavidas ante los cuestionamientos de lo que acababa de hacer.
Y de pronto me miró, primero el rostro, los cabellos aleonados y luego mi cuerpo, directamente en la curva de mi cadera, cerca del vientre, desde donde estaba mi pequeña y casi imperceptible cicatriz de cesárea. Edward frunció el ceño y se acercó, pero yo me hice a un lado, quitando mi mirada de él. De pronto, solo quería taparme y evitar que siguiera descubriendo más de mí. Ni siquiera sabía si estaba comprometido, quién era la madre de Demian y…
—Deberías irte —musité, sintiendo cómo me miraba de reojo.
—Claro que lo haré —respondió de forma frívola—. Tú puedes quedarte. La habitación ya está pagada.
Se sacudió el cabello y luego se levantó de la cama, mostrándome su atractiva anatomía. Pero luego se dio la vuelta y tragó, contemplándome con sus fuertes ojos verdes. Fueron segundos largos, segundos en los que nos mantuvimos entre miradas, suplicando nuestros besos y caricias. ¿Cómo mierda no era suficiente con esto? Porque, demonios, de solo tenerlo en frente quería que no se fuera y que se mantuviera con su calor a mi lado.
Sí, claro que imploraba por más.
¿Por qué carajos tenía que ser él? Mierda… ¡Mierda!
—Viviré con la culpa —afirmó, dando un paso hacia adelante. Agarró mi mentón y me sostuvo, agachándose para estar a mi altura—. Pero, aun así, ¿cómo sostenerme a todo lo que me provocabas?
Cerré los ojos y sentí sus labios cerca. Me dio un beso profundo pero lento, metiendo su lengua por última vez en mi boca y yo disfrutando de su sabor.
Se separó con frialdad y cerró la puerta del baño, dejándome sumida en mil pensamientos a la vez. Me dejé caer en la cama y luego miré la humedad en las sábanas, humedad provocada por el placer y los orgasmos. Me acomodé a la orilla de la cama, con el cuerpo adolorido y la sensación de sus besos aún en mi piel. Apreté los párpados y dejé que el cansancio de lo ocurrido me venciera, sabiendo que para arrepentirme sería demasiado tarde y que, además, el sentimiento no llegaba a mi cuerpo, porque no, no me arrepentía de nada y eso era lo que me martirizaba.
No, no podía volver a repetirlo, era inconcebible.
.
Desperté con el ruido de mi móvil. Me pasé las manos por el rostro y miré a mi lado, recordando lo sucedido anoche. Quise moverme, pero cada músculo parecía retorcido, como si hubiera corrido una maratón o hubiera estado horas en la sala de máquinas de ejercicio.
Él no estaba, simplemente se había ido sin decir más.
Al quitarme las sábanas de encima, vi las marcas en mis caderas, muslos y piernas, marcas que Edward había dejado en mi piel.
Me mordí el labio y luego sacudí la cabeza. El sonido del móvil seguía buscando mi atención. Al mirar quién llamaba, me sorprendí. Era Serafín.
—Diga —respondí.
—¿Señorita Swan? —preguntó Serafín.
Miré la hora en mi móvil y casi me caigo de la cama al ver que pasaba de las doce de la tarde. ¿Cómo demonios había dormido tanto? Nunca despertaba más allá de las ocho… si es que era posible dormir.
Seguía desnuda, así que me puse algo y saqué las sábanas, dejándolas en el cesto. Aproveché de levantar mi ropa del suelo, todo en descontrol. Serafín no podía saber lo que había pasado, suceso que aún no lograba internalizar bien. Me aseguré de que no faltara ninguna prenda, pero mientras más revisaba, más concluía que la que no estaba era la tanga que había usado ayer.
Fruncí el ceño.
Me vestí con lo que encontré y llamé al chofer, esperando a que llegara a la ubicación para llevarme a casa.
Cuando llegué al departamento, sentí sonidos en la sala.
—¿Señorita? —inquirió Serafín—. Tiene visita.
Mierda.
Me acomodé el cabello y luego me miré al espejo del vestíbulo. Vaya. Mis ojos brillaban de una manera… nunca vista. Aún tenía las mejillas rojas y los labios hinchados. Fue inevitable que recordara lo que habíamos hecho Edward y yo.
Respiré hondo y fui hasta la sala.
—¿Crees que esté bien? Me he preocupado tanto —gimió Elizabeth.
Oh, era ella entonces.
—¿Dice que se fue luego de que la vio hablar con el senador Cullen un rato antes? —le preguntó Serafín. Sonaba molesto.
—Sí —musitó ella—. No sé si le habrá dicho algo que le haya incomodado de sobre manera.
—Sabía que esto podía sucederle, Elizabeth —bramó Serafín, muy molesto—. No quiero exponer a la señorita, ¿cree que no es suficiente con lo que está sucediéndole con su pasado? Creí que el señor Cullen no había cambiado tanto con los años, pero me doy cuenta de que cada vez se está transformando en…
—Serafín —gimió la mujer.
—Sé lo que siente por el senador, Elizabeth, pero eso no hará que cambie de opinión al respecto. Si bien él ha sufrido más que nadie en esa familia, eso no le da ningún derecho a hacer lo que hace con la señorita Swan, sabe que la adoro como a una hija, y si puedo, la protegeré con mi vida, así como no pude hacerlo con la mía hace tantos años.
Me mantuve rígida luego de escucharlos. Había demasiada información críptica en cada palabra. ¿Edward era el hombre que más había sufrido en esa familia? ¿Qué había sufrido? ¿De qué cambios hablaba?
—Hola —saludé, saliendo de mi trance.
Los dos cambiaron de expresión de manera radical.
—Bella, cariño, estaba preocupada desde que te fuiste de esa manera de la fiesta de inauguración —dijo Elizabeth, acercándose para darme un abrazo.
Me separé cuanto antes. Aún conservaba el olor de Edward.
—Lo siento, quizá fue demasiado exponerte así a sabiendas de todo…
—Descuida, Elizabeth, el senador… no hizo nada contra mí —musité.
Los dos fruncieron el ceño.
—Necesitaba irme, todo… —Suspiré—. Aún duele no ver a Carlisle, tú me entiendes, Elizabeth.
Sus ojos brillaron ante el tumulto de lágrimas que querían salir de sus ojos, pero parecía negada a siquiera dejarlas ir.
—Lo sé —respondió—. Pero tengo que dar una imagen que…
Dejé de escucharla. Estaba cansándome verla incapaz de gritar sus sentimientos por él, en especial porque yo tenía que ocupar un puesto que ella llevó por más de treinta años. Luego me generó culpa, porque sabía la razón de su actitud. Si alguien llegaba a saber que su mano derecha de tantos años era el verdadero amor de Carlisle Cullen, el escándalo sería…
Apreté los párpados y me acerqué a la cocina para beber un vaso de agua. Elizabeth me había seguido y yo de inmediato la abracé, no me importaba nada más.
—Gracias por venir —musité—. Solo estaba… Nostálgica.
—Le prometí a Carlisle que iba a cuidarte, así como siempre lo hará Serafín.
Elizabeth era una madre sin hijos. Jamás tuvo uno porque dedicó su vida a servir a la carrera de Carlisle, quien por mucho tiempo se vio obligado a vivir una vida junto a Esme por exclusiva petición de sus padres. Ellos se conocían desde tiempo atrás, cuando la madre de ella trabajaba realizando labores domésticas en la casa de los Cullen. La historia resultaba obvia, ¿no? ¿Cómo un hombre con el futuro prometedor de Carlisle podía casarse con una mujer que venía de estratos sociales bajos como lo era Elizabeth? Era doloroso siquiera pensarlo, pero así había sido.
Imaginarme vivir un amor sin poder gritarlo me parecía tan angustiante. Aunque, bueno, jamás me había enamorado en realidad.
Luego de la visita de Elizabeth, esta se despidió argumentando que necesitaba descansar luego de lo sucedido anoche. Serafín, por su parte, estaba preparándome el desayuno a pesar de mi negativa.
—Déjeme hacerlo —insistió.
Nos mantuvimos charlando un buen rato, él contándome respecto a su descanso y yo escuchando para distraer mi cabeza. A pesar de eso, a veces solía quedarme pensativa, recordando la noche anterior.
—Señorita, ¿está bien? —inquirió, sacándome de mi trance.
—Sí, claro que sí.
—¿Está segura? Ha llegado con la misma ropa de anoche.
Tragué.
—Por supuesto.
Serafín se quedó mirándome y finalmente asintió, no diciendo más al respecto, lo que agradecí, porque era notorio que mi cabeza no estaba aquí, sino en otro lado, donde el dueño de seguro ya había dejado esto en el olvido.
Edward POV
Salí del baño cuando ella ya estaba dormida. Me había costado hacerlo, porque de verla, volvería a hacer lo mismo, una y otra vez…
Me daba la espalda, con la mitad del cuerpo tapado con las sábanas. La curva de su menudo cuerpo era digna de un pincel, solo quería mirarla y olvidarme de todo.
Gruñí y me apoyé un momento en la pared, incapaz de irme. ¿Qué seguía haciendo aquí?
Carajo.
Me sacudí el cabello con rabia y tomé mi ropa, poniéndomela tan rápido como pude. Entre suspiros me acerqué y olí su cabello, cerrando mis ojos con el ceño fruncido.
Su olor… Era fascinante.
Seguí el recorrido de su cuerpo con mi dedo índice y finalmente sonreí con la mandíbula tensa.
—Eres la perdición hecha mujer, ¿no, Isabella? —murmuré, alejándome cuanto pude.
Había sucumbido a todo por sentirla, había probado el fruto del pecado, había perdido una batalla conmigo mismo, una batalla que no podía volver a derrotarme.
—Puta mierda —gruñí, botando el aire.
Ella sabía perfectamente su poder, no podía demostrarle que cada vez que la veía…
Ah, demonios.
¿Qué diablos me sucedía con ella? Era un hombre de treinta y cuatro años, estaba muy cerca de cumplir otro año más, ¡joder! Ella era solo una chica de apenas veinte años, ¿cómo mierda…?
Bufé y contuve el aliento, enojado conmigo mismo por ceder, por probar a una mujer que sabía sus efectos, que podía enviarlo todo al carajo y que, de pestañear, podía quitarnos todo, a mí y a mi familia. ¡Y era la viuda de mi padre, maldita sea!
Padre…
Me cerré el abrigo y una vez que le di una última mirada a la dueña de aquellos cabellos oscuros, largos y ondeados, me giré para marcharme. Sin embargo, en medio del camino me encontré con su tanga, prenda que me hizo recordar el sabor de su sexo. Aquello me tensó, enviando la sangre hacia aquella zona que no podía controlar. Así que la tomé, me la llevé a la nariz y sonreí, cerrando mis ojos.
—Supongo que conservar un recuerdo del pecado ya no importa, ¿no?
No quise mirar más, porque hacerlo era… una perdición para mí.
.
Aquella mañana desperté gracias a una pequeña persona que saltaba sobre mí. Al abrir mis ojos, encontré a Demian, quien bebía su biberón.
Sonreí.
—Boom, boom —exclamó, como si estuviera conduciéndome, como un coche.
—¿Qué haces despierto tan temprano? —inquirí, suavizando mi voz.
—Cansado —susurró.
—Ven aquí. —Lo tomé desde las axilas y lo puse a mi lado. Demian siguió bebiendo la leche y se apoyó en mi pecho.
Mi hijo era la única persona en el mundo que me hacía vulnerable de distintas maneras.
—Sabes que debes comenzar a hablar como planeamos —le recordé.
Se pasó las manos por el rostro.
—No quedo —insistió.
Boté el aire y de improviso le besé los cabellos.
—Nadie va a incomodarte porque hables así —señalé.
—Sí.
Me reí.
—Dejaremos esta conversación para después, ¿está bien?
Se acomodó en mi pecho, algo que no solíamos hacer con frecuencia debido a que… yo nunca estaba aquí.
Tocaron a la puerta.
—¿Señor Cullen? —inquirió una mujer, Jena, mi ama de llaves.
—Pasa —ordené.
Venía con una charola con mi desayuno.
Miré la hora y me sorprendí ante lo tarde que era. Tenía que ir a mi oficina para programar un viaje al congreso.
—Le he traído el…
—Lo siento, Jena, tengo que irme pronto. Debiste despertarme.
Me separé de Demian con mucha dificultad, como cada mañana, en especial cuando lo encontraba despierto y me instaba con pequeños gestos a que me quedara junto a él.
—Señor, perdóneme —dijo—, el pequeño se veía muy contento de despertar con usted…
—Debo trabajar —afirmé con la garganta apretada por cada palabra que salía de mi boca.
Si no lo hacía, Demian jamás iba a convertirse en el pequeño que yo nunca fui. Si la mujer que se decía ser su madre le falló, desde las raíces hasta quien juró amarlo sabiendo su fatídico origen, yo no podía hacerlo.
—Tiene razón —susurró, bajando la cabeza.
—Papi, n… no v… vayas —exclamó, bajándose de la cama para abrazarme desde las piernas.
Respiré hondo y endurecí ligeramente mi gesto.
—Tengo que hacerlo. Espérame en la oficina esta tarde. Dile a tía Alice que te lleve, ¿sí?
Sus ojos se tornaron entristecidos y muy brillantes, pero aguanté otro nudo en mi garganta y el inmenso dolor que me provocaba tener que dejarlo una vez más… por ser el senador.
—Jena.
—¿Sí, señor?
—Demian tiene violín esta tarde. No vuelvan a demorarse en llegar a la cita, ¿está bien? Iré a ducharme.
—Está bien, señor.
Debajo de la regadera, me apoyé un segundo contra los azulejos y dejé que el agua me diera en el rostro. Llevaba sintiendo esta impotencia desde que tuve que separarme lentamente de mi hijo, primero por todo lo que nos sucedió y luego para poder hacer mi trabajo.
No quería que lo dañaran, menos exponerlo, no quería que supieran de él porque… sabían que era mi punto débil, el más difícil de todos y con el que cualquiera podría destruirme. Y vaya que querían hacerlo.
Una vez que estuve listo, Demian vino con su oso entre las manos, parado bajo el umbral de la puerta, temeroso de entrar. Cada vez que actuaba así me comía la culpa. ¿No le había demostrado suficiente que era lo único que me importaba en mi vida?
—¿Qué haces ahí? —inquirí, sonriéndole—. Ven a despedirte de mí.
Aún llevaba el mameluco y el oso pegado al pecho.
Demian se acercó a paso lento y se paró a mi lado. Lo tomé y lo senté en mis brazos.
—Prometo que estaremos juntos más tiempo —susurré.
—Si… siempe dices e… eso.
Tragué.
—Esta vez será así —murmuré—. Recuerda siempre estar cerca de Jena… con los hombres que te cuidan constantemente a tu lado, ¿bien?
Asintió.
—Nos vemos más tarde.
Le besé la frente con apremio y Demian me abrazó desde el cuello, apretándome con mucha fuerza.
—Te amo —le susurré al oído.
.
—Señor Cullen, ¿qué tal estuvo la fiesta de anoche? —preguntó Sara, miembro de mi grupo de difusión.
No respondí. Pensar en ello me llevaba a Isabella y… aquello era incorrecto.
Sentí el calor de su tanga en mi bolsillo, porque por más que lo intenté, no pude no traerla conmigo.
—No vine a charlar. Hagamos esto rápido —ordené. Miré a mi alrededor y noté que faltaban varias personas—. ¿Dónde está todo el mundo? ¡Dejé una hora que deben cumplir!
—S… Sí, señor —respondió Sara, corriendo hacia la sala de juntas.
Estaba de mal humor. Tener que separarme otra vez de mi hijo, pero además enfrentar la idea de recordar a Isabella cada vez que era posible, no dejaba de empeorarlo todo.
Encontrarme con Irina era la cereza del pastel. En cuanto me vio se acomodó el escote y vino hacia mí.
—¿Qué ocurre? —inquirí.
—Quería… que habláramos de lo que sucedió anoche, en la fiesta de inauguración de la fundación.
—No estoy de humor para eso.
—Debes entenderme…
—¿Entenderte? —Alcé la voz—. Era un momento para recordar a mi padre y a ti te importaba hacer un berrinche.
—Quería estar de parte de tu familia, mostrar mi apoyo y demostrarte que estoy para ti —aseguró.
Sonreí.
—Que mi madre te quiera como algo más en mi familia no quiere decir que lo serás —aseguré, acomodándome en la silla para dar comienzo a la reunión—. Creo que quedó claro que no soy un hombre de compromisos y que lo que menos me importa es tener estos… problemas.
Tragó y asintió.
—Claro, señor.
.
No dejaba de mover mi pierna, pensativo, quebrantado por lo que pasaba por mi cabeza. Estaba costándome controlar el flujo de recuerdos, yendo y viniendo, siempre deteniéndose en lo sucedido la noche anterior.
Estaba en mi oficina, siempre en solitario, mirando los cuadros como si eso fuera a calmar lo que me estaba sucediendo. Craso error. Encontrarme con la imagen de Perséfone me hizo contener el aliento, rememorando el cuerpo de Isabella, su olor, su vestido cayendo con suavidad, su cabello aleonado y sus expresiones de placer, conteniendo el aliento y luego soltándolo entre suaves gemidos. Me pasé el dedo pulgar por los labios, replicando sus besos y luego mis manos en su cuerpo.
Fruncí el ceño.
Me levanté de la silla y me acerqué al cuadro.
Anoche había venerado a una diosa… a la diosa Isabella. Pura, pequeña, suave y grácil. Había besado unos labios que no podría olvidar nunca… y esa piel…
Cerré mis ojos, contrariado. No acostumbraba a fluir en pensamientos, emociones ni sensaciones, menos aún en recuerdos. Isabella estaba apoderándose de muchas cosas, en especial de mi… control. ¿Por qué deseaba besarla tanto desde que la conocí? ¿Por qué quería quitarme los guantes y apoderarme de sus caderas, de sus senos, de su piel…? ¿De todo? No era el tipo de hombre que permitía los besos, no era aquel que liberaba sus manos para las sensaciones. Isabella… Con ella quería hacerlo.
Gruñí y contemplé la imagen de Hades.
—Ni él pudo contenerse a ella —sostuve en voz baja.
Entonces me recordé que era la viuda de mi padre, que lo era en toda la extensión de la palabra, lo que significaba que él la había tenido en su cama…
Fruncí el ceño.
—Padre —murmuré.
Estaba desesperado por la inquietud.
Tuve que levantarme de la silla, sin saber cómo demonios sostener la afluencia de cosas que pasaban por mi cabeza, tan distintas a la vez.
Jamás debí permitir que mis sentidos se nublaran con una mujer, menos con ella. Pero ya estaba hecho, ya me había acostado con la viuda de mi propio padre y… por más que no quisiera, necesitaba verla de nuevo.
Necesitaba poseerla otra vez. ¡Necesitaba tocarla!
—¡Mierda! —espeté, dándole un golpe a mi escritorio.
Puse mis dedos en el puente de mi nariz, sin comprenderme a mí mismo.
Me ardían las manos por sentirla, los labios por besarla y, finalmente, el deseo por disfrutarla una última vez.
.
Isabella POV
—Señorita Swan —llamó Jasper, sacándome de mis pensamientos.
Levanté la cabeza para mirarlo.
—¿Estás bien? —inquirió.
Claro que lo preguntaba, si estaba fuera de mí desde que llegué terriblemente tarde a trabajar. A ratos me obnubilaba, siempre pensando en el maldito Bastardo.
—Sí, estoy bien —respondí.
—¿Segura?
Asentí.
—Bien. —Jasper no se veía muy convencido—. Mejor vendré más tarde.
—Claro.
Una vez que estuve a solas, me dejé caer en el respaldo de mi silla, mirando al techo por un buen rato, dando vueltas en mi propia mente, rememorando a Edward. De solo someterme a los martirios de mis recuerdos, comenzaba a sentir calor, a desearlo, a… necesitarle. En momentos efímeros, volvía a revivir la sensación de su lengua, de él dentro de mí, de sus movimientos furiosos y de su rostro excitado, el sonido de su boca al exhalar el aire mientras estaba sobre mí. Y cuando reviví su olor, tuve que cerrar mis piernas para no decaer y seguir humedeciéndome producto de mi propia cabeza.
Esperaba que él no viniera hoy, que no lo hiciera en mucho tiempo… que todo quedara en el olvido. Lo suplicaba, por mi salud mental.
«No vengas. Por favor, no lo hagas».
Me metí al baño y me mojé las mejillas, cerrando los ojos en el intento. Me mordí el labio, desesperada e inquieta por cada recuerdo, cada deseo que se repetía en un bucle sin fin. Seguía necesitándole, seguía estando clavado en mi piel, como si nunca se hubiera ido en realidad, como si las marcas de sus manos, sus caricias, sus besos y su posesión, siguieran conmigo… para siempre.
Apreté los párpados, buscando la manera de olvidarlo, sabiendo que eso jamás iba a suceder, porque lo quería nuevamente, lo ansiaba con tanta desesperación que iba a volverme loca.
—Bastardo —me quejé, apoyándome en el escritorio para no decaer.
El tiempo pasó y ya quedaba menos para marcharme. Jasper vino a verme luego, sosteniendo la mirada intrigada.
—¿Qué ocurre, Calabacita?
—No me digas así aquí. —Me reí.
—En serio. Estás muy extraña.
Me mordí el labio inferior, sin saber qué responder.
—¿No quieres hablar? Mira, sé que esto es nuevo para mí y que apenas me estoy adaptando, pero puedes decirme qué te preocupa, ahora estoy aquí, dispuesto a ayudarte en lo que sea, soy tu mejor amigo.
Aquello solo me hizo sentir peor, porque era en él en quien confiaba cuando pasaba algo a mi alrededor, al menos cuando tenía diecisiete. Pero esta vez era diferente. ¿Cómo le explicaba que tenía un conflicto interno que me estaba matando? ¿Cómo le decía que no se trataba de ningún chico, sino de un hombre catorce años mayor que yo, hijo de Carlisle y quien más quería dañarme de esta familia? ¿Cómo lo decía? ¡No podía hacerlo! No podía contarle que anoche me había acostado con él, que había sido divino, que me había hecho sentir increíble y que, por más que no lo quisiera, moría por repetirlo una y otra vez.
—Solo estoy cansada —mentí—. Todo esto a veces me supera.
Odiaba mentirle a mi mejor amigo. Habíamos retomado nuestra relación hacía muy poco.
—Lo sé, es difícil, la gente aquí lo es —musitó, pasando su mano por mi espalda—. En especial si tienes que lidiar con ese imbécil del senador.
Boté el aire y enarqué una ceja, sin saber qué demonios contestar a eso.
—Estoy contigo, Bells, no voy a permitir que nadie te haga daño, incluso si es ese estúpido senador —afirmó.
Aquellas palabras consiguieron culpabilizarme aún más, así que lo abracé con fuerza y me quedé junto a él, cobijándome como lo haría con un hermano. Jasper me sostuvo la barbilla y me besó la frente, muy cerca de mí.
En ese instante, abrieron la puerta de par en par, situación que nos hizo soltarnos con rapidez. Al comprobar de quién se trataba, furiosa de que irrumpieran de esa manera en mi oficina, el mundo se me cayó a los pies al ver a Edward, usando sus guantes, manteniendo las manos apretadas y los brazos fuertemente tensados. Su expresión era una furia descarnada, a punto de explotar.
—¿Interrumpo? —inquirió, con una voz repentinamente suave como el terciopelo.
Jasper se levantó y se estiró el traje, mostrándose respetuoso ante su presencia. En cambio, yo me mantuve en la silla, cruzada de brazos y enfrentándome a su mirada a pesar de lo mucho que me cosquilleaba el vientre al verlo.
—Sí, interrumpe, señor Cullen, ¿qué pretende entrando así a mi oficina? Soy la presidenta y me debe respeto —afirmé.
Acomodó la mandíbula, ahora mirando a Jasper. Dios, sus ojos llameaban como rubíes incandescentes; el verde se había esfumado.
—Déjenos a solas —espetó.
Sentía que solo bastaban unos segundos para que corriera hasta mi mejor amigo, directo al cuello, como un oscuro dios viviendo en las tinieblas.
—Ahora —ordenó entre dientes.
Jasper prefirió aceptar, dándome una mirada tranquilizadora.
Una vez que estuvimos a solas, dio un paso adelante, mirándome de pies a cabeza. Hoy en específico, mi falda estaba mucho más corta de lo común. Volví a presenciar el calor de aquella noche juntos y rememorar lo que me hizo sentir con cada parte de su cuerpo.
—¿Qué pretendes? —exclamé—. No puedes tratar así a las personas. No voy a permitir más interrupciones y faltas de respeto hacia quienes confío, o juro que te haré la vida imposible, aún más de lo que ya lo hago, ¿me has entendido…?
No seguí hablando porque me tomó desde la nuca y me dio uno de sus besos profundos, metiendo su maldita lengua en mi boca. Gemí sin siquiera quererlo. Se sacó el cinturón y golpeó el suelo con él. Me lamió los labios y luego el cuello. Un segundo después usó el mismo cinturón para acercarme aún más a su cuerpo, sujetándome de la cintura y mirándome profundamente a los ojos.
—Aléjate de mí —dije en un hilo de voz.
Jadeaba.
—¿Lo quieres realmente? —susurró.
Cerré los ojos, saboreándome.
—No —respondí—. Maldita sea, no.
Su beso volvió a consumirme, sacándome un quejido intenso. Me tomó desde la quijada, furioso, excitado y dominante, metió su mano libre por debajo de mi falda y buscó las marcas que había dejado en mí.
—No hay escapatoria para el infierno, Isabella, no puedo llevarte al Olimpo, ya no —murmuró, abarcando una de mis nalgas con fuerza.
El cinturón me mantenía prisionera de él.
—Y tú tampoco quieres escapar —finalizó.
Negué con lentitud.
—No, no quiero, no si en el infierno estás tú.
Con las manos en mi cintura me sentó en el escritorio, separó mis piernas y se agachó delante de mí, dispuesto a hacer maravillas con su boca.
Cerré los ojos, perdida… y aliviada de quemarme otra vez en sus brazos.
Buenas tardes, les traigo un nuevo capítulo de esta historia. Y ya está, han cedido a sus bajos deseos, han llegado al infierno y no hay quién los detenga. ¿Qué seguirá hacia adelante? Les espera un sinfín de momentos increíbles, se los aseguro, porque el Bastardo y la Viuda entraron en una tentación imborrable. ¡Cuéntenme qué les ha parecido! Ya saben cómo me gusta leerlas
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