Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES 18.


Recomiendo: Lace - MOVEMENT

Capítulo 20:

Ad ínferos

Parte I

A medida que continuaba mirándolo, él esbozaba una pequeña sonrisa, de esas genuinas, esas… que tanto me gustaban.

—Es un lugar que podría gustarte —añadió.

—¿Tengo que ir con pijama? —inquirí.

Su risa ya era automática, limpia de sarcasmos, cada vez más genuina.

—No hay problema si decides hacerlo, pero sé que te gustará verte muy bien en el lugar al que quiero que vayamos.

Estaba ruborizada, no había novedad en ello, pero también sentía que iba a hiperventilar.

—Solo debes decidir. ¿Quieres un panorama al aire libre e inocente… o a oscuras?

A oscuras… Solo pensaba en eso cuando se trataba de él. ¿A qué se refería? ¿Por qué me hacía elegir?

—Está bien, iré a ponerme algo más acorde a un panorama de noche —susurré, mordiéndome el labio inferior, muy nerviosa—. Y a oscuras.

Su sonrisa volvió a aparecer.

—Usa lo que más te guste —agregó.

Como estaba recién duchada, me quité todo y abrí el closet para decidir qué usar esta noche… a oscuras. No sabía a qué tipo de lugar iba a llevarme, menos aún si lo que usaría estaría acorde a la realidad de aquel ambiente. De todas formas, me había hecho decidir y me había ido directamente hacia el más misterioso de los panoramas. Seguía sintiendo cosquillas en el vientre al imaginarme de qué podría tratarse.

Revisé entre mis cosas y finalmente encontré la prenda que conectó conmigo y mi necesidad por sorprender. Fue instantáneo. Era un vestido de encaje semitransparente, con la única salvedad de que llevaba una cubierta sutil en los senos y la zona inferior; llegaba hasta las rodillas y se ajustaba de una forma fantástica a mis curvas. Cuando finalmente me lo puse, acomodando las tiras en los hombros, sonreí dichosa. Era un vestido juvenil, pero elegante, algo que usaría en una buena fiesta para celebrar un merecido momento de diversión. Finalmente, me calcé los tacones de charol negro, de suela roja y me puse unos aretes pequeños de oro, junto a un collar de la misma colección. Tomé mi pequeña bolsa de mano y un abrigo acorde, que llevé bajo el brazo. Me maquillé rápido, usando un delineado sutil, rímel y labial rojo; no necesitaba más.

Salí de la habitación con el corazón saltando en mi pecho, mirando a Edward. ¿Dónde estaba? Respiré hondo y lo busqué, primero en el pasillo y luego en la sala. Casi se me sale el hígado por la boca cuando lo vi sosteniendo una fotografía, la única que teníamos Carlisle y yo, mientras disfrutábamos de una pizza en un local familiar de la zona este de Manhattan.

—Estoy lista —musité, temblorosa.

Algo en su manera de relacionarse con la relación que teníamos su padre y yo me ponía muy incómoda. En especial porque él asumía que lo que habíamos tenido había traspasado cada palabra de lo que significaba estar casados… y yo moría por decirle que no era así.

El senador se dio la vuelta y enarcó una ceja. Sus ojos brillaban de emociones opuestas entre sí, entre la angustia, la lucha interna y un sinfín de emociones que también llegaban a la nostalgia. Pero cuando me recorrió desde los pies a la cabeza, su mirada cambió a la decisión, al deseo, a la necesidad… Todo ello hasta provocar que mis piernas temblaran junto a mis manos.

—Vaya —susurró, dejando caer la fotografía a la superficie más cercana, bocabajo.

Tragué, porque sus ojos verdes me estaban incendiando.

—¿Aún iremos? —inquirí.

Él seguía contemplándome con los labios entreabiertos, parecía poseso en mirarme.

—Sí —respondió con suavidad—. Nada me impedirá llevarte hacia nuestro destino, pase lo que pase.

Se me encogió el vientre una vez más.

Se acercó con lentitud y me ofreció su mano enguantada, invitándome a un peligro delicioso del que no quería ni podía escapar. Se la tomé y en el minuto comparé la diferencia entre mi mano y la suya, tan grande, tan… protectora.

—Has decidido la oscuridad, Isabella, ¿por qué? —preguntó, abriéndome la puerta de su coche.

—Porque lo quiero —susurré.

Sus ojos me encandilaban.

—Sabes que mi oscuridad puede hacer mucho daño —masculló.

—Dijiste que no me lastimarías.

Sonrió con suavidad.

—Estás confiando en mí.

—Sí —confesé.

Tragó.

—Sí… Jamás te haría daño.

Estuvimos cerca, nuestros alientos chocaban entre sí. Pero él se separó, dejándome en medio de un tumulto de emociones difíciles de controlar.

Me metí al coche, desesperada por besarlo, por más que me negara a la idea… ¡Demonios! Respiré hondo y vi cómo se metía en el lado del conductor, suspirando en medio de un incontable deseo por apretar el volante. Encendió la radio del vehículo y con ello el ambiente se armonizó con piano, solo que era increíblemente oscuro… como él.

—Es un compositor actual que cubre las emociones del día a día. Supongo que nos nubla con nuestra propia existencia hecha música —susurró mientras conducía.

—A pesar de eso, es hermosa.

—Lo es —agregó.

—Deberías añadir alegría a tu vida. La música puede hacerlo.

Me miró a los ojos y volvió a sonreír.

—A veces creo que he encontrado la alegría —confesó.

—¿Cómo? —inquirí.

Tragó y negó, enfocándose en manejar.

El viaje fue expedito a pesar de que era de noche y Manhattan relucía de vida bohemia. Edward manejó hacia los lugares más recónditos y exclusivos de la ciudad, con varios coches que nos seguían, entre esos el de Emmett. Cuando creí que ya llegábamos, él recorrió unos callejones, desde donde un local rojo e inmenso, con dos guardias en la entrada, llamaba la atención entre la oscuridad.

—Caronte —leí en voz alta, mirando el letrero elegante que brillaba con delicadeza.

—El guía de las sombras del averno —susurró, para luego salir del coche.

Un par de hombres vestidos de negro recibieron a Edward como un viejo amigo, pero con un respeto imponente para él.

—Ha venido… con alguien —dijo uno de ellos, mirándome con cautela.

—Sí. Está conmigo. Que ningún buitre le ofrezca algo, ¿bien?

—Por supuesto, señor.

¿Un buitre? ¿A qué se refería?

Edward abrió mi puerta y me ofreció su mano, la cual tomé. Al levantarme y salir, él aprovechó de acariciar mi cabello mientras me miraba a los ojos.

—Espero que te guste Caronte.

Tiró de mí y me llevó hacia la entrada, donde esperaba una fila gigantesca de personas exclusivas. No cualquiera entraba, de eso estaba segura.

—Señor Cullen, qué sorpresa verlo nuevamente aquí —dijo el guardia uno, un afroamericano inmenso de voz rasposa y muy grave.

—Vengo con compañía. Ya sabes que la quiero protegida, más que a nadie —respondió él.

—Como usted ordene, señor. —Le hizo un par de gestos a sus compañeros y todos asintieron.

Abrieron la cortina, roja como la sangre y me permitieron ver de qué se trataba el misterioso lugar. Era una discoteca muy diferente.

Él entró conmigo, resguardando mi espalda mientras miraba el vestíbulo. Era… vaya. Las paredes eran de color rojo sangre, como vertidas de pasión, acolchadas y de cuero; en cambio, el suelo era negro y brillante, con baldosas, marcando de inmediato un camino de oscuridad. La decoración era arte, con cuerdas, cuero y pinturas de carácter erótico. Desde lejos escuchaba la música, muy clara respecto a lo que quería hacernos sentir: placer y deseo.

Me temblaron las piernas.

—Vamos abajo —me dijo.

Las escaleras eran de caracol, con alfombra roja en las baldosas. A medida que bajábamos, la música se escuchaba mucho mejor y las luces rojas iluminaron nuestros pasos. Delante de mí había gente disfrutando de la noche, besándose, bailando, rozándose entre más de dos, alejándose de forma silenciosa mientras se iban hacia los pasillos lejanos, donde seguramente ocurría más. Todos vestían de forma singular y daba a entender que eran personas con muy buenos contactos. Tanto así que, al ver a Edward, solo se limitaban a sonreír con un evidente respeto, sin siquiera detenerse a pensar en que era un senador de la república… con la viuda de su padre.

Desde el techo había jaulas con mujeres y hombres haciendo bailes en ellas, usando cuero, mordazas, cables en sus muñecas y grilletes en sus piernas. Había algunas personas disfrutando del espectáculo mientras bebían, pero otras parecían más preocupadas de disfrutar del deseo que se tenían entre ellos.

—¿Muy asustada? —me preguntó al oído.

Tragué, impresionada con los detalles del lugar.

—¿Quieres que lo esté?

—En lo absoluto. Si lo estás, no es un lugar para ti y debemos marcharnos.

Me giré a mirarlo y vi su atención, esperando a que le respondiera si era así.

Sonreí.

—Me gusta —musité.

Sus ojos dieron un fulgor. Estaban rojos por la luz.

—¿Gustas venir conmigo a mi mesa?

—¿Tu mesa? —Enarqué una ceja.

Se rio con suavidad.

—Sí. Mía.

Me ofreció su mano enguantada y la tomé, como cada vez, entusiasta por lo que sucedería.

Me encaminó por una zona apartada, la cual estaba decorada como si se tratara de un museo de temática sacra, renacentista y romántica; era oscuro, pero el rojo de las luces lo hacía erótico a la vez. Me sentía prisionera de mis propios deseos, unos que no sabía que existían en mí.

La zona del bar estaba ordenada en un rincón muy exclusivo, desde donde el barman, que usaba un traje de látex espectacular, hacía movimientos con las botellas y sus tragos, y detrás de él había llamas… de verdad.

—Esta es mi mesa —susurró.

Era la más oculta, donde nadie podía ver detrás de los cristales que conformaban la cortina que separaba el lugar del exterior. Dentro había butacas de cuero rojo y una mesa redonda de ébano. Había figuras con cristales y mármol, lo que acompañaba todo con elegancia. El barroco y el romanticismo estaban en su máximo apogeo, lo que junto a las luces le hacía parecer… el infierno mismo.

—Parece un lugar digno de ti —aseguré.

—Pues bienvenida a él —murmuró por detrás de mí.

Sentía las miradas de los demás, por lo que instintivamente contemplé a mi alrededor. Nadie parecía juzgar, eso era imposible, pero me miraban con cierta… envidia, en especial las mujeres. El resto de los ojos observaban a Edward con admiración, una que escapaba de su identidad de senador porque aquí eso no existía… lo admiraban, pero no sabía cuál era aquella razón, y algunas mujeres y hombres me envidiaban porque estaba con él.

—Toma asiento —me dijo al oído esta vez, tocando con suavidad mi espalda baja y cintura.

Solté el aire, muy jadeante.

Atravesé la separación de cristales, los que a simple vista eran carísimos, brillando en todo su esplendor. El sitio era amplio, pero desconectado del ruido exterior, permitiendo que la música entrara de forma sutil. Edward se sentó frente a mí, posando sus manos enguantadas sobre la mesa de ébano revejecido y fino.

—Por un momento creí que ibas a asustarte con lo que verías —musitó.

Ladeó sutilmente la cabeza mientras nuestro alrededor gritaba sexo y sodomía. Los grupos de parejas fácilmente disfrutaban entre dos, pero muchos venían a intercambiar experiencias, no importando el género. A veces veía caminar a un grupo de tres… o más, dirigiéndose a una parte desconocida.

—¿Por qué? —inquirí.

Entrecerró sus ojos.

—Todavía eres muy joven, Isabella, la primera vez que estuve aquí… me asusté —aseguró.

Levanté mis cejas.

—Fue un mundo diferente. Desde entonces, vengo cuando puedo.

Tragué.

—Debes traer mucha compañía nueva.

Sonrió de forma suave, casi maliciosa.

—¿Eso crees tú? —inquirió, acercándose a mí.

Contuve el aliento, esperando a que me tocara. No lo hacía. Estaba tentada a asumir la iniciativa, pero temía que no fuera lo que quería.

—Sí.

Bajó la mirada con el ceño fruncido por unos segundos, hasta que volvió a mirarme.

—Nunca traigo compañía, Isabella. —Me tomó la mejilla con suavidad y acarició mi labio inferior con su pulgar. Por un segundo quise cerrar mis ojos y llevarme ese dedo a la boca, sin embargo, me contuve—. Nunca —enfatizó.

Dejé de respirar en ese mismo segundo.

—¿Jamás has…?

—Me gusta observar. Para eso no necesito compañía.

—Pero hoy me has traído aquí.

Volvió a sonreír.

—Porque ya no quiero observar, quiero participar.

Sentí un enorme escalofrío en mi columna, comenzando desde la zona cervical.

—Bienvenida —susurró, terminando por dar una caricia más a mi rostro.

Era bienvenida a su infierno y a todo lo que aquello significaba. Quería participar, pero ¿de qué? ¿A qué quería llevarme? La sola idea me estremecía de deseo.

—Espero sorprenderte con la comida de hoy —murmuró, levantando la mano con suavidad—. ¿Algo especial para beber?

—Lo que quieras enseñarme.

Su sonrisa no dejaba de aparecer y me parecía preciosa.

—¿Qué te parece un vino amarronado? Revejecido, especial para esta noche.

—Sorpréndeme.

Su mirada oscura me prometía hacerlo.

—Señor —saludó un hombre muy elegante—. Oh, señorita.

Mi presencia sorprendía, lo hacía de verdad. ¿Realmente Edward jamás había traído a alguien aquí? Pues era notorio que así era y que yo era la primera que le acompañaba. La idea me revolvía la cabeza, pero no me permití analizarla.

—Quiero tu mejor vino —respondió el senador—. Y dos copas. Comienza con el aperitivo, quiero que ella disfrute cada bocado.

—Claro, señor.

Cuando él regresó con las copas y un vino francamente imponente en toda la expresión de la palabra, Edward no tardó en abrir la botella con elegancia, cuidando cada detalle como ninguno. Al servirme, pude ver un vino amarronado, tal como me prometió, con un fuerte olor a uvas, muy dulce y certero.

—Es una cepa maravillosa —agregó, dándole vueltas al tinto mientras me lo enseñaba—. Su color marrón es único.

Cuando lo escuchaba hablar de algo que demostrara su conocimiento de cosas generales, me parecía más y más atractivo. Podría escucharlo horas y no me aburriría. Parecía que todo aquello que le brindara satisfacción, especialmente si le recordaba a colores, formas y arte, lo hacía cada vez más único.

—Cuéntame por qué —susurré, deseando escucharle—. Debe haber una razón por la cual tenga ese color tan… diferente.

—Pues… un vino envejecido es cada vez mejor, cada vez más… delicioso.

« Como tú».

—Aquello lo hace el amarillo de la uva blanca, que tiene flavonoles, pero también se conserva con antocianos, que lo da el color rojo de la uva. Verás, da una mezcla divina, que se ve potenciada con el paso de los años —aseguró.

Me excitaba, cada palabra que salía de su boca era una invitación al sexo, al entusiasmo, al deseo y a la aventura. No podía controlar la humedad en mis piernas, el correr de mi excitación apegada a mis muslos, queriendo más de él.

—Sabes de vinos.

Se rio.

—No lo suficiente.

—Al menos, sabes más que yo.

—Puedo enseñarte.

Se me apretó el vientre.

—¿Quieres probarlo? —me preguntó, ofreciéndome la copa—. Es una maravilla de 1910.

—Oh… ¿Tanto tiempo? Vaya.

Me tendió la copa cerca de los labios y yo cerré mis ojos para beber, disfrutando del primer sorbo. Sabía tan bien, tan… exquisito. Era dulce, pero con un ligero toque ácido al momento de saborearlo; cuando el brebaje cayó por mi garganta hasta mi estómago, calentándome parte de mí, abrí los ojos para observar al gestor de aquel trago. Edward me contemplaba con las fosas nasales dilatadas y las venas de su cuello se habían hinchado.

—Sabe tan bien —musité.

—Vuelve a beber.

—¿No temes emborracharme?

Sonrió.

—No, no lo permitiría esta noche.

—¿Por qué?

—Porque una mujer ebria no puede consentir y yo quiero que seas capaz de eso. —Me quitó unos cabellos sueltos del rostro y yo me derretí bajo su mano enguantada—. Quiero que seas capaz de decir "sí".

—Borracha también puedo hacerlo.

Tragó.

—Pero no serás consciente de la realidad. Quiero que lo seas ante lo que verás y cuidarte en el proceso. Solo puedo hacer las cosas si el otro consiente, o de lo contrario no tocaría un solo pelo de ti.

Volví a sentir escalofríos. ¿A qué se refería con consentir lo que vería? ¿Cuidarme en el proceso? La sola idea podría asustar a cualquiera, pero yo… Diablos, yo solo quería saber más.

—El vino se bebe a sorbos suaves, una o dos copas, lo que será suficiente. Pero, si quieres beber más, eres dueña de hacerlo, en la libertad está tu atractivo, Isabella.

—¿Y perderme el misterio?

Sonrió.

—Quiero más —musité.

—Disfrútalo —susurró.

El sabor del vino era fascinante, pero lo era más si era Edward quien me proveía de él. Al cerrar mis ojos, sentía también su respiración pesada y su cercanía, cada vez más intensa. Solo quería que me besara, pero no me atrevía a pedírselo, estaba perpleja en mi posición, sintiéndome en el paraíso y en el infierno a la vez. Qué contradicción.

—Señor… Señora —dijo el hombre, haciéndome abrir los ojos.

Edward carraspeó y se acomodó en su asiento.

—Que disfruten el comienzo de la cena.

Puso una charola de plata y depositó con cuidado los platillos frente a nosotros. Se veían como si los hubiera hecho un artista. Cuando él se fue, Edward parecía meditar cada paso antes de hacerlo ante mis ojos.

—Quiero proponerte algo.

Tragué.

—¿Sí?

Me enseñó una venda de satín roja. Contuve el aliento.

—Quiero verte comer así. Sé que lo disfrutarás. Los sabores se sentirán cada vez mejor, lo prometo… ¿Confías en mí, Isabella?

Confiar en mi enemigo natural, aquel hombre que en primera instancia me prometió la guerra sin siquiera permitirme respiro. ¿Por qué, a pesar de aquello, sí confiaba en él? Nunca tenía sentido, pero lo hacía, de verdad.

—Sí, confío en ti —respondí.

Sus ojos se iluminaron por un segundo, dejando atrás la mirada devoradora y letal de antes.

—Entonces lo haremos.

Él se sentó a mi lado y me pidió que le diera la espalda. Deslizó la venda ante mis ojos y finalmente me cubrió de oscuridad, anudándola detrás de mí. No veía nada.

—Espero que te guste el primer plato —susurró, permitiéndome oler.

Dios, sí que era diferente. Podía distinguir algo de dulzor asociado al mar.

—¿Qué es? —pregunté.

—Vieiras y ostras al espárrago con salsa de granada —me dijo al oído.

—Edward —me quejé.

—Disfrútalo.

Tiró de mi labio inferior para que abriera la boca, recibiendo un pequeño bocado. Al contacto con mi lengua, me dejé ir ante el sabor de la vieira, que junto al espárrago y la granada, lo hacía todo mágico y especial. Era una delicia. El sabor a mar surtía efectos cada vez más eróticos, pero la granada me hacía recordar todo aquello que nos martirizaba y nos atraía a la vez. La magia de los sabores resultaba maliciosa y a cada momento me sentía más húmeda.

—Las ostras son mis favoritas, especialmente si están en su concha —musitó, otra vez cerca de mi oído.

Jadeé.

Pude escuchar cómo se llevaba una a la boca, lo que alteró todo de mí. Podía imaginarme que realmente lo que se estaba devorando era…

Mierda.

Él tragó y me llevó una a los labios, dejando caer la carne de la ostra mientras me rozaba con la concha. Era divina.

Nunca había disfrutado tanto de los sabores hasta ahora y acabé comiéndome todo junto a él.

—Ahora… nos espera un nuevo platillo.

Me mordí el labio inferior.

—¿Qué es?

—Algo muy fresco.

Olía a miel y queso fresco… con algo más.

—Ensalada de higos, rúcula, oliva, queso y miel. Parece una mezcla diferente, pero sé que te gustará.

Abrí mi boca para que me hiciera degustar y en el segundo dejé escapar un gemido de placer.

—Sabe tan bien —musité.

Qué mezcla de sabores. Sentía que cada vez se intensificaba la contradicción más absoluta que podía existir: estaba en el paraíso y en el infierno a la vez. La textura del queso, que tenía algo de amaderado en sus características, mezclado con la miel y el sabor de los higos, era un resultado fantástico para mi paladar. Era fascinante.

—¿Quieres postre, Isabella? —me preguntó al oído mientras aprovechaba de olerme.

Eché sutilmente la cabeza hacia atrás para sentirlo más.

—Lo quiero todo, senador.

—No soy un senador esta noche, solo… Edward.

Sonreí.

—¿Solo?

Él rio, pero no dijo más.

—Mi favorita es la fresa, es curioso que huelas a ella. —Jadeó, respirándome frente a los labios—. Prueba.

Estaba helado. Parecía un raspado de fresas con algo más… Mmm… Sí, menta.

—Pues… es mi favorita también.

El frescor del postre convivía con mi boca de una forma perfecta. Era la mejor manera de terminar una cena que, sin duda, jamás iba a olvidar.

—El chocolate también es mi favorito.

Llevó algo duro a mis labios, ligeramente amargo, con un toque de licor. Cuando mordí, sentí el intenso sabor del chocolate y la fruta al interior. Eran frambuesas.

—Dios… —gemí, aferrada al filo de la mesa.

Me saboreé, dichosa de más.

—No sabes lo hermosa que te ves disfrutando de tus sentidos, Isabella.

Sostuvo mi barbilla y la acarició con su pulgar, tirando luego de mi labio inferior.

—Me ha encantado todo —afirmé.

—¿Vino?

Jadeé yo esta vez y asentí, incapaz de hablar.

—Abre los labios.

Así lo hice.

—Bebe.

Lo hice, disfrutando de los tragos que me daba. Sin embargo, acabé botando parte de él, creando un riachuelo de vino en una de mis comisuras.

—Oh —musité.

Edward se quedó en silencio y sin meditar un segundo tomó mi quijada y lamió los restos de vino, llegando hasta mi boca, donde lo esperaba sin siquiera pensar en consecuencias. Unió su lengua con la mía, degustándome y haciéndome gemir una vez más producto de sus besos. Dios, le necesitaba tanto, como el aire. Finalmente me quité la venda de los ojos y lo contemplé, queriendo mucho más. Él juntó su nariz con la mía y volvió a besarme, esta vez con el esmero adecuado de hacerme ver su deseo imperante por mí.

—Ha sido la cena más maravillosa que he tenido en mi vida —susurré, jadeante.

—No tienes idea de lo mucho que me ha encantado a mí —me gruñó contra los labios y luego consumió de ellos a su antojo.

Sus besos eran una delicia, un manjar erótico muy difícil de evadir, capaces de elevar mis sentidos hasta la desesperación.

—Ven conmigo —agregó, sosteniendo mi mano con la suya.

—¿A dónde?

—A bailar. Eres libre de sentirte la chica joven que eres —me dijo al oído.

Bailar… Tenía tanto que no lo hacía. Parecía otro sueño hecho realidad… gracias a él. ¿Por qué con Edward Cullen ser yo misma estaba resultando tan fácil? ¿Por qué con el hombre más complejo que podía conocer, tan elegante, difícil y… atractivo, ser una mujer sencilla, jovial y divertida, lo hacía parecer tan fácil?

Él se quitó el abrigo y me enseñó su camisa negra desabotonada, mostrándome parte de su pecho masculino. Hice lo mismo que él y me deshice del mío, mostrándole mi piel y la transparencia. Edward finalmente besó mi mano y me llevó hacia adelante, dirigiéndome hacia la pista de baile donde los demás bailaban de forma erótica entre sí.

—¿Quieres otra copa? —me preguntó.

Asentí.

—No tardaré. Dame un minuto.

Lo vi marcharse por un camino oscuro de sudor, piel y roces, mientras yo miraba a mi alrededor. El rojo penetraba mi piel, todo era muy intenso y la música cada vez más sugerente.

—Ha llegado con una mujer —escuché que dijo una chica.

Me giré a mirar y encontré a tres mujeres vestidas de forma muy provocativa, sentadas en una barra cercana a las escaleras.

—¿Quién es? —preguntaron.

—La viuda, ¿no?

Tragué.

—Vaya suerte —dijo una.

—Sí, vaya suerte. ¿Creen que esta vez deje de ser espectador?

—Estoy segura de que sí. No comprendo por qué…

—Lo dices porque te rechazó como señor —le respondió la otra.

—Ha rechazado a muchas.

—A la viuda no.

—Ya la ha encontrado, ¿no es así?

—Sí, la ha encontrado. Supongo que quedará en mis deseos haber sido su lienzo en al menos una oportunidad.

—Yo no me daré por vencida —aseguró la mujer—. Nunca lo hago.

Miré hacia otro rincón, un poco inquieta por la conversación, y me encontré con cuatro hombres que me miraban en su rincón, saboreándose mientras se sumían en quién sabe qué imágenes indecorosas conmigo. Uno de ellos se acomodó la entrepierna, mientras escondía una soga de púas… como si quisiera llevarme consigo.

Dejé ir el aire.

—Tal como lo imaginé —me dijo él al oído.

Al escucharlo sentí una inmensa sensación de protección.

Me giré y él de inmediato me devoró ante los ojos de todos los que nos contemplaban.

—¿Qué imaginabas? —inquirí mientras intentaba respirar.

—Que serías el blanco de esos buitres —susurró, acariciando mi piel.

—¿Los…?

—Hombres en busca de placer, especialmente cuando son mujeres como tú.

—¿Cómo?

—Profundamente hermosa —aseguró, dejando besos por mi cuello.

Cerré mis ojos y me agarré de su camisa.

—Las hay en todo el lugar —aseguré.

—Para mí no hay ninguna que se te parezca, Isabella.

Dejé de respirar.

—Si deseas participar con ellos, eres libre. Pero no voy a mentirte, soy capaz de marcarte como mía aquí.

—No quiero ir con nadie más que no seas tú, Edward —afirmé, sintiendo otra vez su respiración.

Tiró de mi labio inferior con su pulgar y finalmente me ofreció la copa, la que acepté con mis labios en el cristal.

La música dio un giro más profundo, mientras que Edward bebió de su copa también. Volvió a tirar de mí y me condujo hacia la masa, donde nos vimos enfrentados a nuestros mayores deseos. Me hizo chocar con su pecho y ambos jadeamos en el intento, sumiéndonos otra vez en nuestra conexión. El vino era nuestro camino, bebíamos en medio de movimientos, hasta que finalmente dejamos a un lado las copas. Me vi de frente a él, con mis brazos a cada costado mientras la música me instaba a pecar. Edward me ofreció su mano, como cada vez y cuando creí que me llevaría hasta su lado con lentitud, simplemente choqué con su pecho mientras me respiraba en el rostro. Subí mis manos por su cuello y acaricié su cabello, temerosa de que me fuera a quitar y esto le incomodara; sin embargo, él cerró sus ojos… como si mis caricias le dieran paz.

—Bienvenida al infierno, Isabella —me susurró, juntando su nariz con la mía.

—Me has raptado sin miramientos.

Sonrió.

—Y tú no quieres marcharte.

Negué.

—No, no quiero.

—¿Estás segura?

—Completamente.

Nuestros movimientos fueron cada vez más cercanos, donde las caricias eran menos sutiles, más… claras.

Me di la vuelta en una oportunidad y acabé rozando mis nalgas con su entrepierna. Por poco gimo de más necesidad. Edward me rodeó con sus grandes manos, tomándome desde el vientre mientras hundía su rostro en mis cabellos.

—Isabella, Isabella, Isabella —jadeaba—. ¿Por qué simplemente no puedo negarme a ti?

Me giré un poco para contemplarlo, sudando entre sus brazos.

—Somos una miseria —musité.

—Lo somos —susurró.

Llevó sus manos hasta mis senos, que cobijó con suavidad. Eché la cabeza hacia atrás, acomodada en su pecho de una manera cálida y amena.

—Es una perdición —le dije.

—Lo es. Ya he asumido que lo serás para mí y yo seré la tuya.

Me tomó la mandíbula con más fuerza y me hizo ladear la cabeza para tener mejor acceso a mi cuello, el que besó con mucha suavidad.

Nos seguían mirando, pero ¿qué me importaba? Nada en este momento, pues el resto no tenía sentido para mí.

—Así que ahora estamos hablando de asumir, ¿eh, Edward Cullen?

Volvió a darme la vuelta, sujetándome con fuerza de la mandíbula para luego besarme de forma apasionada. Sus manos volvieron a bajar, tomándome con su poderío natural.

—Hay un lugar que quiero que conozcas —musitó, tentándome con su mirada.

Contuve el aliento.

—Te dije que antes solo era un espectador, pero ahora… quiero ser partícipe.

Tragué, con el corazón en la mano.

—Y para ser espectador solo se necesita uno, ahora necesito de ti. —Besó mi mejilla con suavidad, agasajándome.

Boté el aire y contemplé el lugar, sabiendo que exudaba sexo, perversión y un sinfín de cosas más. Cualquiera tendría miedo de estar a solas aquí, sin saber si el otro… o los otros, iban a cuidar de ti, porque no solo era tu cuerpo, sino también tu integridad. Miré a Edward y afirmé una vez más que quería disfrutar esa experiencia que, con sus ojos, me instaba a vivir.

—Quiero ir contigo —susurré, mirando su iris verde.

Su mirada se encendió de tal forma que las luces rojas no eran nada a su lado. Sentí un escalofrío en todo mi interior.

—Ahora conocerás el lado más profundo de mi infierno, Isabella —agregó, tendiéndome su mano enguantada.

Lo miré una vez más, primero desde los pies a la cabeza, repasando su vestimenta oscura, los pantalones entallados a él, su camisa ajustada a aquel torso masculino y amplio, con dos botones abiertos para mostrarme su piel… y aquellos guantes de cuero negro. Él, atractivo, viril, expectante y mirándome de tal forma erótica que mis rodillas querían ceder, iba a llevarme a un lugar donde el infierno resultaba más intenso que nunca. Y yo creía que ya lo conocía.

—Iré contigo —musité, tomando su mano tendida para mí.

Sonrió con suavidad y me la acarició, pequeña y menuda junto a la suya.

Entonces caminamos en silencio, aunque quien me dirigía era él. A medida que nos alejábamos del ruido y de la fiesta erótica, veía a diferentes personas pasando por nuestro lado, como aquel hombre vestido de cuero junto a tres chicas con correa en cuello, mujeres mayores de antifaz con hombres caminando de rodillas mientras tiraban de las púas en su cuello, o aquellos grupos de parejas que evidentemente se habían intercambiado para disfrutar de distintas experiencias. Pero también había parejas en solitario que gustaban de ver a los demás o bien aquellas que venían a disfrutar de una forma diferente de ver el sexo. Había diversidad, todo consensuado entre adultos.

La decoración volvía a ser netamente barroca, artística y maravillosa. El arte sacro erotizado era divino, me sentía en el Louvre, pero más oscuro, más… sodomizado. Edward me llevó hacia un pasillo, desde donde había una escalera imperial lujosísima, decorada con una alfombra persa que llevaba el camino hacia dos tramos, uno izquierdo y el otro derecho. En medio había una figura de mármol, al parecer, tallada a mano. Era la figura de una pareja tocándose de una forma íntima envidiable.

Finalmente, el senador me hizo subir, siempre con lentitud. Mis tacones eran el único sonido que retumbaba en el inmenso salón. Así como también mi corazón, que no dejaba de latir hasta alcanzar mi garganta. Cuando llegamos hasta el medio de los dos tramos, él me contempló a los ojos y dijo:

—Sé que te gustará.

Recorrimos el pasillo derecho, amplio y también decorado con hermosas pinturas al óleo de distinto calibre. De fondo había música, una tonada erótica y muy oscura. Edward sacó una llave de su bolsillo interior y paró frente a la puerta del fondo. Una vez que la abrió, vi una habitación amplia y al rojo vivo.

—Bienvenida —me susurró al oído, parado detrás de mí.

Contuve un jadeo ante lo que veía. Era un lugar especial, de eso no cabía duda. Había espejos por doquier y una pared inmensa con un vidrio oscuro, justo frente a una cama inmensa, llamativa y preciosa, la cual tenía pilares a cada extremo de ella, pilares que podían servir para… atarte a ella. Esta estaba sobre una escalera elegante, como si fuera una escultura de adoración al sexo.

—Ponte cómoda.

Jadeé esta vez, sintiendo sus manos en mis brazos, rodeándome de él.

—¿A dónde irás? —musité, viendo cómo abría otra botella de un vino revejecido, con dos copas a un lado.

—Iré a buscar algo. No tardaré… ni te dejaré a solas.

Me tendió la copa y yo olí, maravillada. Para cuando me giré, él ya se había esfumado sin posibilidad de ver más.

Bebí, temblorosa, excitada y fascinada. Me senté en el sofá que había en medio de la habitación y acaricié el cuero con cierta necesidad. Sentía las bragas húmedas, lo que era incontrolable para mí. No sabía qué pasaría, qué haría y… de qué manera iba a tocarme, pero quería que lo hiciera, estaba desesperada y ya nada me importaba. Estaba aquí, en el infierno, en su guarida y en su… esencia.

Entonces sentí su calor.

Mi respiración estaba agitada. Sabía que estaba aquí.

—Ahí estás —dijo.

Entonces, ya no respiraba.

—Nunca había sentido tantos deseos de hacerlo hasta que te vi por primera vez, Isabella.

—Edward…

—Lo sé.

Tragué.

—Pasé gran parte del tiempo buscando mi lienzo perfecto hasta que llegaste. —Se saboreó, causando mi agonía—. Nunca necesité de nadie aquí, mi interés estaba en el placer de observar. Pero tú Isabella, haces que quiera hacerte partícipe de mis bajos instintos.

Sus bajos instintos.

—Hazlo —pedí.

Escuché sus pasos y la puerta cerrándose.

Mi corazón iba a desgarrarse.

Edward caminó directamente hacia mí y sostuvo el aliento. Sus manos enguantadas se mantenían tensas, a la espera de mi confirmación. Me arrodillé ante él y supliqué, con agonía, que lo hiciera.

—¿Estás segura? —inquirió, acariciando mis cabellos.

Asentí, mirando sus ojos oscurecidos.

Sonrió y se agachó delante de mí, acariciando mis labios. Cerré los párpados y lamí sus dedos, sabiendo que había perdido mi batalla hacía mucho tiempo. Edward comprendía que esta lucha seguiría su camino y no importaba cómo, uno de los dos perdería sin remedio. Solo que, justo ahora, nada de eso nos importaba.

—Estamos hechos el uno para el otro —murmuró, oliendo mi cuello y besándome en el instante—. Tú eres mi perdición y yo tu miseria.

Temblé al sentir sus manos grandes apretando mis senos y bajando con lentitud por mi cuerpo.

Quería decirle que no, quería ser fuerte y olvidarme de lo que me provocaba. Nada de eso era posible, su solo olor me enloquecía.

—¿Sigues estando segura de esto? —preguntó a mi oído.

Me estremecí.

—¿Tienes alguna duda al respecto? Te odio —musité—. Pero quiero todo contigo —sentencié.

Tragó y sonrió de forma muy débil.

Entonces, me besó.

Estaba hundida en el infierno y no iba a escapar, porque el dueño de él me había hecho su prisionera.


Buenos días, les traigo un nuevo capítulo de esta historia, ¿qué me dicen de lo que está sucediendo con estos dos? Ya sé, viene mucho más y por Dios, necesitarán ventilador, las cosas entre estos dos ya llegaron a un punto sin retorno. ¿Qué imaginan que se acerca entre estos dos en la habitación misteriosa? ¡Cuéntenme qué les ha parecido! Ya saben cómo me gusta leerlas

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