Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES +18.


Historia editada por Karla Ragnard, Licenciada en Literatura y Filosofía

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Capítulo 23:

Máscara rota

Sentía que mis pies se despegaban del suelo y luego comenzaba a elevarme por los aires.

Mi hija.

Retuve el aire y miré a Edward, quien me miraba de forma expectante y preocupada.

—¿Qué ocurre, Isabella? —inquirió con la voz dura, como si quisiera evitarme lo que me tenía mareada y a punto de salir gritando por el departamento.

Estaba congelada en mi posición, pensando constantemente en las últimas palabras de Serafín. Parecía un sueño hecho realidad y a la vez temía imaginarme que este atisbo de esperanza se convirtiera en cenizas.

Tragué y me acomodé al extraño frío que me recorría. Enfrentarme a la idea de verla significaba también enfrentar mi mayor temor: no poder tenerla a pesar de saber que era mi hija… y que ellos notaran que mi hija era mi única debilidad.

Sentí una ansiedad desesperante cubriéndome desde los pies a la cabeza. De pronto quería correr e ir hasta ella para asegurarme que era la hija que perdí hacía casi tres años.

—Isabella —insistió Edward, contemplándome.

Arqueé las cejas y miré por detrás de su hombro, no queriendo encontrarme con sus imponentes ojos verdes. Siempre era difícil asumirlo, pero a veces sentía que podía hipnotizarme con su mirada, haciéndome hablar.

—No es nada —musité y miré a Demian, que estaba comenzando a quedarse dormido con el biberón entre sus manos pequeñas.

Entonces me sujetó la mandíbula con suavidad y yo acabé perdiéndome, como esperaba, en esa sutil mirada penetrante.

—Necesitas descansar, Isabella —susurró—. Has tenido un fuerte día.

Asentí.

—Llamaré a Emmett para que me lleve a mi departamento…

—¿Y si te quedas aquí? —inquirió.

Tragué nuevamente.

—Claro, puedo ir a la habitación de invitados —respondí, porque en realidad no quería marcharme de su lado.

Negó.

—Te irás a mi habitación —afirmó.

—Pero… ¿Tú…?

—Me quedaré con Demian un momento. Ve, date una ducha.

Suspiré y asentí, de pronto sintiendo un fuerte dolor en mis músculos. Pero antes de que pudiera ir, Edward tomó mi brazo herido y lo examinó con los ojos brillantes.

—Rosalie ha hecho un buen trabajo —susurré.

Sonrió con suavidad.

—Estoy sorprendido.

No supe a qué se refería en realidad, pero no quise ahondar más.

—Necesitas algo para el dolor—. Se levantó con cuidado y caminó hacia el pasillo, perdiéndose en la oscuridad.

Cuando me quedé a solas con Demian, me mantuve por largos minutos mirándolo y sonriéndole mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Imaginaba poder volver a dar con ella y mi corazón se apretaba de una forma difícil de explicar; temía no poder volver a verla, temía que nunca la encontrara. Estaba aterrada. Entonces miré a la habitación del pequeño DeDe, recordando la primera vez que asumí realmente que sería madre demasiado joven y cuando menos lo deseaba. Me costó mucho verme como una, no había tenido el mejor ejemplo ni el cariño que anhelaba de parte de mi mamá, por lo que temía no ser capaz y repetir el mismo patrón que esa mujer. Pero, cuando comencé a sentir sus movimientos, supe que sí, que sería madre de dos pequeños y que, sin quererlo, habían llegado a mi vida.

Era difícil, había huido de casa, el padre había sido una mierda y ni siquiera se había interesado por la idea, enviándome al carajo a la primera oportunidad. Quería darles un mejor futuro a ellas, que tuvieran un techo y el amor de una madre, el que yo siempre deseé. En el instante en que Carlisle supo de mi estado, fue el primero en ofrecerme un departamento, pero yo le pedí que me permitiera a mí ganármelo. Como era un terco, no tardó mucho en ofrecerme un aumento para que pudiera comprar las cunas y decorar la habitación, que apenas era del tamaño de una caja de fósforos, a decir verdad; pero aquello me ayudó tanto que corrí hasta la tienda y compré las cunas más baratas y adecuadas que pude, pero fue con todo mi esfuerzo. Pasé tardes enteras ilusionándome con la idea de cuidarlas ahí, mientras las contemplaba a mi lado, pidiéndoles perdón por no darles más, pero prometiendo que en el futuro tendrían una madre profesional, dedicada y capaz de todo por ellas. Si tan solo las cosas hubieran sido diferentes…

La habitación de Demian era tan adorable y dulce que contrastaba enormemente con la decoración adulta y oscura de Edward. Parecía la cuna de la inocencia, en donde solo existía el color pastel y los osos de peluche, que evidentemente el pequeño amaba. Pero no solo eso, también estaba su diminuto violín y un equipo de música, el que quizá utilizaba para practicar o escuchar lo que le gustaba. Su cama era bastante grande para un pequeñito como él, los edredones eran muy coloridos, esponjosos y calientes, parecía el lugar más seguro y merecido para cualquier pequeño como Demian.

Edward estaba haciendo lo imposible por darle calor, amor y un lugar seguro, lo que siempre servía para contrastar con la imagen dura de aquel senador imponente e imbatible. A veces quería preguntarle quién era él en realidad, quién era el senador Cullen… y poder disfrutar de la imagen dulce que se podía esconder en su interior. Pero luego me arrepentía, recordándome que no me debía nada, ni siquiera su sinceridad. ¿Por qué debía hacerlo? Habíamos comenzado como enemigos y sabía que, por mi bien, por mi corazón, esa idea debía seguir; sin embargo, la imposibilidad de seguir conociéndolo me hacía sentir prisionera de continuar. Estaba distrayéndome de mi primer plan, de mi razón de vivir, de querer ser normal, porque estaba sintiendo cosas imposibles de describir hacia un hombre complejo, duro y radicalmente diferente a mí. Yo seguía siendo esa chica de veinte que moría por vivir un romance normal, mundano y común, pero Edward era el senador de la república, un hombre con demonios, con complejidades y que, sin duda, seguiría viéndome como la esposa de su padre.

Me toqué el pecho por un segundo, recordando todas mis primeras veces… Edward me estaba enseñando tanto, pero…

Boté el aire y acomodé a Demian en su cama, haciéndole arrullos para que no se despertara. Lo tapé hasta el cuello y le puse uno de sus osos a un lado, esperando que tuviera una noche perfecta y pudiera descansar como lo merecía. Demian era la representación de la inocencia.

—Tu voz suena muy bien cuando cantas —susurró Edward, haciéndome dar un brinco.

—¿Eso dices? —inquirí.

Sentía que caminaba hacia mí y a medida que la distancia se reducía, mi corazón martilleaba con locura, sintiendo irremediablemente su olor y su calor adictivo y maravilloso. Noté que puso una copa de cristal delante de mis ojos, la cual tenía agua pura y traslúcida, entonces mostró la palma de su mano, enseñándome dos píldoras de acetaminofén.

—Esto calmará el dolor —añadió.

—Gracias —respondí, mirando sus ojos verdes e intensos.

Se acercó a Demian y le besó los cabellos, lo que causó una fuerte sensación de estremecimiento en mí. Entonces le susurró algo al oído, quizá un "te amo", lo que no pude escuchar en realidad, solo imaginarlo… Y esas dos palabras unidas me estremecieron una vez más.

Me levanté de la cama, repentinamente agobiada. Tomé las cápsulas y me bebí el vaso, eludiendo la imagen más hermosa que podía ver en él.

—Te acompañaré para que te acomodes —musitó—. Volveré a por Demian después.

Asentí y lo esperé, caminando entonces junto a él hacia la que era su habitación. Si bien había estado antes en ese lugar, ahora era plenamente consciente de dónde me encontraba. Y aunque no era algo que quería reconocer, sí me intimidaba. Tal como lo era él, la decoración estaba muy bien cuidada, primaban las tonalidades cálidas que imitaban el fuego y el infierno a la vez, mezclando el negro en algunas aristas clave. Además de eso, había pinturas dignas de su estilo favorito, acercando el arte de una manera magistral. Dentro de la amplia habitación todo estaba iluminado gracias a las ventanas que había delante de la cama, mostrando la preciosa ciudad bohemia. Él era el dueño de todo, aquí arriba, sabiendo que podía controlarlo todo. Esa cama estaba puesta perfectamente en medio, con su cabecero inmenso con detalles preciosos y los edredones rojos cubriéndolo todo.

—Ponte cómoda, debes dormir —señaló, abriendo una puerta. Parecía ser la habitación en donde guardaba su ropa.

Regresó a los segundos con una camiseta amplia y holgada, al menos para mí, la que evidentemente era ajustada para él.

—Ponte esto —dijo. Era una orden.

—¿Continuarás dándome órdenes?

Tragó y miró hacia otro lado.

—Conmigo no funcionan las órdenes, Edward, nadie lo hace —susurré, tomando su camiseta y rozando sus manos en el proceso.

Vi su sonrisa, la sincera, humana y natural. Me gustó tanto que me quedé varios segundos viéndolo hacerlo.

—Esa sonrisa sí tiene poder en mí —musité.

Tragó, soltando el aire de a poco.

Me di la vuelta, intentando quitarme el abrigo, pero impedida por el dolor en mi brazo.

—Voy a ayudarte —me dijo cerca de mi oído.

Cerré los ojos, conteniendo el aliento en el momento.

Su mano me recorrió y me despojó del abrigo, dejándolo caer con cuidado a la cama. Llegó hasta mi vestido, el que desabrochó con lentitud. Sentía su presencia y el calor de sus ojos detrás de mí, lo que era difícil de controlar.

—Si no quieres que te vea semidesnuda, puedes decírmelo, sabes que nunca te ordenaré ni te obligaré a nada.

Sonreí con suavidad y ladeé mi cabeza para mirarlo.

—Si hay algo que jamás harás será ordenarme, lo sabes bien —susurré—. No funciona conmigo, en ningún sentido y cada cosa que hago, lo hago porque quiero, soy lo suficientemente adulta para ello, no me infantilices por esta diferencia de…

—Quince años, ¿no? —Me jadeaba en el cuello.

—Sí, quince años.

Volví a sentir que tragaba.

—No te infantilizo —aseguró.

Sentía el rastro de su dedo índice en mi columna vertebral, un calor que lograba penetrarme aun cuando no estaba tocándome en realidad.

—Eres una mujer para mí, no beso ni me acuesto con pequeñas, no toleraría algo así. Es…

—¿Asqueroso?

—Más que eso —susurró, de pronto muy asqueado.

Me giré a contemplarlo y vi a un pequeño Edward delante de mí. Me preocupé. ¿Qué le había pasado? Su rostro había cambiado, tornándose el niño que seguramente fue.

—Y sí, eres toda una mujer para mí —agregó.

—¿Puedes ayudarme a retirarme el sujetador? —inquirí, mordiéndome la lengua en el intertanto.

Edward no respondió y cuando creí que no iba a hacerlo, sentí sus manos desabrochándolo en un segundo, soltándolo para mí.

—Gracias —fue lo único que pude decir.

El senador llevó sus manos a mis hombros y las deslizó con cuidado a medida que llegaba hasta mis brazos. Entonces tomó la camiseta y una vez abierta la deslizó por mi piel, acomodándola con cuidado hasta que estuve perfectamente vestida con ella. Era tan grande que me tapaba el culo y parte de los muslos.

—Gracias, senador —susurré, dándome la vuelta.

—Edward —dijo, tomándome la mandíbula con cuidado.

Jadeé.

—Espero que el medicamento te sirva. Estaré atento a todo, la habitación de Demian queda cerca.

Asentí.

—Que pase una buena noche, senador.

Entrecerró los ojos al escucharme nuevamente.

—Usted también, Isabella.

Se dio la vuelta y cerró la puerta detrás de sí, dejándome en un completo silencio.

Estar en un lugar tan íntimo para el Bastardo me hizo sentir tremendamente agobiada, quería mirarlo y tocarlo todo. No era fácil para una curiosa como yo.

Me acerqué conquistada por ello hasta las paredes, para apreciar el arte de tan bellos cuadros. Era un espectáculo fascinante. Quise tocar, aproximando mis dedos hasta aquella mujer que lloraba mientras miraba hacia el horizonte. Era una pieza de arte genuina. Entonces caminé hacia las demás esculturas, acariciando los detalles de tan preciosos espectáculos artísticos ante mis ojos. Más allá había dos butacas de terciopelo borgoña, majestuosamente puestos cerca de una puerta que llevaba a una biblioteca inmensa. Casi me desmayo ante tantos libros. Era su celoso despacho, donde posiblemente hacía sus maravillas. Caminé hacia adentro y seguí tocando, a ratos sintiéndome traviesa por estar mirando lo que no debía. Era como un pasadizo secreto hacia las mazmorras de Hades… o su averno. Todo gritaba calidez, infierno y llamas. Me estaba alejando de la habitación, pero no me importó, solo seguí caminando hacia aquel lugar al que me llevaba este gran camino. El recorrido estaba mezclado por luces tenues que colgaban en cristales diminutos desde el techo y las paredes. Estaba fascinada con lo que podía llegar a encontrarme más allá. Cuando finalmente llegué hasta una puerta de roble duro y oscuro, la abrí pensando que no encontraría nada más que algún tipo de ático o bodega; sin embargo, lo que vi delante de mí fue suficiente para abrir la boca y quedarme congelada en mi lugar.

Cualquiera que pensara conocer a Edward Cullen, el despiadado senador frío y controlador, creería que podía esconder cadáveres o centros de tortura, cualquier imagen cruel de él… pero no un hermoso lugar en el que se escondían cientos de lienzos apilados entre sí. El lugar era iluminado por ventanas apiladas en mosaicos perfectos, con la mejor vista de Central Park. Había un fuerte olor a madera y a pintura fresca, mezclado con algo de flores que no supe identificar. Había muebles organizadores de cristal, en los cuales se almacenaban cientos de tubos de óleo. Fue inevitable mirar con fascinación todos los colores tan bien ordenados en tonalidades. Pero lo que logró calarme hondo fue el violín puesto delante de las ventanas… junto a un piano de cola inmenso. Me llevé la mano al pecho y me senté ahí, tocando las teclas y luego alzando la mano hacia el precioso violín blanco.

—¿Todo esto es tuyo, Edward Cullen? —inquirí para mí, suspirando en medio de ello.

No podía creerlo, sentía que la delicadeza del romanticismo que se veía no era propio de un hombre como él. ¿Era así en realidad?

Noté el pequeño bar, las copas y vasos de cristal… y el atril que estaba puesto cerca de una fuente de agua pequeña muy bien iluminada. Caminé a paso lento hasta el atril, solo viendo la parte trasera. Cuando le di la vuelta y vi cual era el proyecto en ese lienzo, mis piernas por poco cedieron y mi corazón latió deprisa dentro de mi pecho.

Era yo.

Jadeé. No podía creerlo. Era un lienzo amplio y en medio de él estaba yo, con el cabello cubierto de flores. Aún no terminaba, pero mi rostro estaba inequívocamente puesto como una pieza de inspiración.

No supe cómo sentirme, estaba impactada ante lo que veían mis ojos. Y entonces noté que en mi rostro había una sonrisa dibujada, una sonrisa envuelta en una sensación de incredulidad.

—Pintas —musité para mí.

Edward estaba pintándome, lo que significaba que dentro de él había un… artista.

Los pinceles estaban sobre la mesa auxiliar, ya limpios y secos. ¿Cuándo había sido la última vez que había estado aquí?

Tuve que retroceder, demasiado sorprendida para continuar. Cerré detrás de mí y me quedé varios segundos ahí, con la puerta a mis espaldas. Todo había ocurrido de forma tan rápida que no lograba coordinar mis pensamientos. No dejaba de pensar en el piano y el violín, así como tampoco en aquel lienzo que, inequívocamente, estaba siendo creado por Edward… y en esa pintura estaba yo.

—¿Por qué, Edward? —dije.

Volví a seguir mi camino, algo entorpecida a decir verdad. Cuando entré a la habitación, temí encontrarme con Edward y que supiera que estaba fisgoneando en un lugar demasiado íntimo para él. Pero no, la habitación estaba a solas. Caí en la cama, mirando al techo por varios segundos, preguntándome constantemente qué era lo que acababa de ver y porqué esta nueva imagen de Edward estaba haciendo que mi corazón gritara continuamente por él.

Antes de decidirme a dormir, miré hacia su mesa de noche y me encontré con más de él. Fue francamente fascinante poder dar más con quién era realmente Edward Cullen. Había una figura preciosa de una pieza artística que no conocía, era nuevamente un ángel sosteniendo con su espada el cuello del que parecía ser un demonio. Era precioso y tenía varios significados, lo comprendía porque cada pieza de arte tenía esa usanza. Junto a tal pieza había una lámpara de noche de estilo gótico, el que hacía juego con el mueble que la sostenía, tallado con precisión y cuidado. Pero no solo era eso lo que llamaba mi atención, sino el libro que estaba ahí. Toqué la portada con fascinación, sonriendo en el instante.

La muerte de Iván Ilich —leí en voz alta.

En mis tiempos de soledad, cuando necesitaba escapar de la realidad, sumergida en la lectura en la biblioteca de la secundaria, había leído algo de Tolstói. Claro que parecía una lectura propia de Edward; sin embargo, el trasfondo parecía algo que también me hacía entender los intereses del senador. La muerte de Iván Ilich era una novela que narraba el análisis propio de la vida y la muerte, el enfrentarse a una vida vacía en la que has alcanzado el poder, pero con un alto costo, comprendiendo que todo lo alcanzado no llenaba la crudeza que existía en el interior; el llegar a lo que soñabas, pero darte cuenta de que, finalmente, queda un vacío inagotable, sin saber lo que realmente necesitas para ser feliz. Era crudo, angustiante y… ¿Edward sentía algo similar?

Lo abrí y me di cuenta de que él lo había leído más veces de las que eran posibles, todo el libro estaba subrayado y había papeles con frases escritas por Edward, lo pude notar por la hermosa caligrafía que le acompañaba.

—"Pero por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su vida y rechazaba esa peregrina idea" —leí—. "Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que solo es cuestión de semanas, de días… quizás ahora mismo?".

Las frases eran desgarradoras, no conseguía sentir algo más que mucha soledad ante lo que leía. Edward tenía más destacadas y escritas, pero preferí no continuar indagando.

Dejé a un lado el libro y me acurruqué en la cama, sintiendo sin temor el aroma de su perfume en la almohada. ¿Este era su lugar favorito para dormir? Suspiré y me acomodé mejor, mirando hacia la hermosa vista de la ciudad delante de mis ojos.

—Buenas noches, senador —susurré, recordando lo mucho que me recalcaba su nombre cuando lo llamaba así.

Y entonces me dormí.

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Quería escapar del manto oscuro que me seguía, eludiéndolo con mis pies. Veía un túnel que no acababa, por más que corriera continuaba ahí. A medida que me adentraba, los gritos de dos bebés instaban a mi horror a continuar, por lo que solo pude gritar sus nombres, buscándolas en donde sea que estuvieran.

¿Dónde estaban mis hijas? ¿En qué lugar se encontraban? ¡Mis hijas!

Por más que llorara y suplicara porque me las entregaran, nadie lo hacía y el manto no me permitía verlas.

¿Las había perdido para siempre?

Me toqué el vientre, sintiendo el fuerte dolor y entonces me miré las manos, descubriendo que estaban manchadas en sangre.

¡¿Dónde estaban?! ¡¿Quién se las había llevado?!

—¡Despierta! —exclamó alguien.

Me di la vuelta y me encontré con una de ellas, allá, llorando mientras elevaba sus manos para dar conmigo. Sonreí mientras continuaba sollozando y corrí a su encuentro, deseando poder sostener su calor conmigo. Pero cuando estaba por llegar, por poder llevármela y protegerla, ella simplemente desapareció con aquel manto, que me la arrebató, convirtiendo su imagen en una nebulosa inerte que voló hasta convertirse en cenizas.

Solo pude gritar de desesperación, dejándome caer al suelo, posando mis manos en el misma sangre que parecía brotar de mí.

—¡Isabella! ¡Despierta! —volvieron a gritarme—. Bella…

Abrí mis ojos mientras sollozaba. Miré a mi alrededor y descubrí que estaba en la habitación de Edward… en su cama. Apreté los edredones mojados producto de mi sudor y continué respirando de forma agitada mientras buscaba la forma de calmar mi llanto.

—Bella —susurró él.

Tragué, temblando a la vez.

—¿Qué haces aquí? —inquirí en voz baja—. Creí que estabas con Demian…

—Te escuché gritar —siguió susurrando—, parecía una pesadilla.

Arqueé la cejas y recordé la emoción de estar cerca de ella en esa maldita pesadilla. Entonces recordé lo que Serafín me había dicho, en poder encontrarla, en… llegar hasta mi hija otra vez. Sentía que algo iba a arrebatármela de nuevo.

No me contuve ante el miedo, así como tampoco a la angustia de no saber cómo estaría. ¿Alguien cuidaba de ella? ¿Estaba bien alimentada? ¿Alguien le había dicho que la amaban?

Sollocé con desesperación y me oculté en la almohada, no sabiendo cómo actuar.

—Hey —dijo Edward, dándome la vuelta para que lo mirara—. Fue una pesadilla, no es real.

Toqué su pecho y lo miré a los ojos. Edward se veía preocupado y angustiado, parecía querer saber más, buscaba entender, comprender qué me ocurría, pero yo apenas era capaz de respirar, no sabía cómo hablar, cómo sentirme o de qué manera explicarle todo lo que sentía sin seguir siendo vulnerable a él.

—Tranquila —musitó, conteniéndome entre sus brazos—. Estoy aquí —me dijo al oído—, estoy aquí —repitió.

Me apoyé en su pecho y luego me acurruqué, recibiendo sus manos en mi cintura y después en mi espalda baja. Sentir su calor hizo que poco a poco la sensación helada que había dentro de mí se convirtiera en un vivo calor, como si una llama de esperanza me cruzara el corazón. Miré a sus ojos y descubrí que también me estaba contemplando, y tan pronto como nos encontramos en la misma posición, Edward me corrió algunos cabellos del rostro, tornándose irremediablemente dulce, suave y…

Expulsé el aire mientras sentía otra vez ese sentimiento en mí, aquel que me hacía enormemente vulnerable a él. Cada vez era más difícil contenerme, porque ese lado humano, irremediablemente capaz de ilusionarse como si Edward fuera un chico, uno real, se metía en mi interior para no volver a salir jamás.

—No estás sola, Isabella.

Mi barbilla tembló al escucharlo.

—Esa pesadilla se acabó, estoy aquí. Nadie va a hacerte daño, no voy a permitirlo.

—Has llegado demasiado tarde, ya lo hicieron y es algo que no puedo arreglar.

Sus ojos se tornaron brillantes.

—¿Quién te ha hecho daño?

Estaba ahogada. ¿Cómo se lo decía? ¿De qué manera le gritaba que me habían arrebatado a mi hija y que la otra estaba…?

—¿Qué han hecho? —insistió.

Lo contemplé, buscando las palabras correctas para contarle de mis hijas.

—Edward, yo…

Apreté los labios y luego me escondí en su pecho otra vez.

No sabía cómo hacerlo, en realidad, tampoco entendía cómo narrar algo que me desnudaba por completo. Era como si hacerlo lo facilitara aún más para dañarme, ¡y yo no sabía de qué forma quitarme el miedo a que realmente lo hiciera! Había distintas formas de hacerlo, claro, y lo que menos me importaba era el daño físico, porque el daño emocional era algo que realmente podría afectarme, en especial si el gestor de aquello era él.

—Es difícil para mí —susurré.

Tragó.

—No quiero incomodarte —agregó.

Miré a sus ojos otra vez y recordé al hombre que descubrí tras esos instrumentos y luego la pintura en la que yo…

Ese nuevo Edward estaba formando algo en mi corazón, un sentimiento que me aterraba reconocer.

—Necesitas dormir, Isabella, ha sido una jornada extenuante.

Asentí.

—¿Vas a volver a la habitación de Demian? —inquirí.

Después de detenerse varios segundos en ello, Edward acunó mi mejilla y acarició mi piel con cuidado mientras me miraba. Fueron tantas mis emociones que cerré los ojos y me acomodé nuevamente en sus fuertes pectorales, buscando su irremediable calor.

—No —respondió—. Demian está dormido y si vuelvo despertará… Me quedaré contigo… si no te molesta, claro.

Su voz era un hilo fino.

No supe cómo describir las emociones que me generó escucharlo, comprendiendo que tras la fría apariencia del senador Cullen había también una emoción de timidez propia de aquel que no lograba exteriorizar correctamente sus sentimientos. Vi al mismo niño, aquel que quizá no mostraba con nadie. Me rompía en pedazos.

—Quiero que te quedes conmigo —dije, tan tímida como él.

Los desnudos emocionales eran siempre los más difíciles. Aunque solo me había acostado con un hombre en toda mi vida antes de Edward, no comparaba el desnudarme físicamente con él… a que me viera el corazón y mis emociones. Me volvía vulnerable, tanto que temblaba.

Sus ojos brillantes parecieron tranquilizarse y sus manos, repentinamente rígidas, se volvieron más relajadas y suaves que antes.

—Voy a hacerlo, para que te sientas segura… si es que es así —musitó.

—Saber que estás aquí me hace sentir más segura de lo que crees.

—Puedes dormir en paz, yo no me iré —insistió.

Tragué yo esta vez, acomodándome en su pecho.

—Todo estará bien, estoy aquí.

Suspiré hondo y me abracé a él, sintiendo esas fuertes emociones que, de pronto y dado todo lo que había podido ver en esa habitación oculta, me estaban haciendo sentir cada vez más prendada de su ser.

Nunca nadie me había reconfortado de la manera en que él lo estaba haciendo. Nadie.

—Me siento segura en tus brazos, Edward —confesé, otra vez presa de las emociones que nacían de forma floreciente y alocada—. En realidad, realmente nadie me ha hecho sentir así, bueno, solo una vez, una persona que…

—Que yo conozco, ¿no…? O conocí —enfatizó.

Miré hacia otra dirección, sabiendo lo que podría pensar al respecto. Él no tenía idea de que Carlisle había sido un inmenso apoyo, pero un apoyo que no comparaba al suyo, porque mientras a su padre lo veía como tal, a Edward lo contemplaba como una loca doncella ve a un príncipe…

—No quiero hacer alarde de eso —susurré.

Me tomó la barbilla y me contempló por varios segundos.

—Puedo ser muy diferente a mi padre, pero puedo demostrarte que protegería todo de ti y que cada sueño que tengas en mis brazos se convertirá en una experiencia grata, porque mientras estés aquí, en mis brazos, nadie nunca logrará dañarte, de eso puedes estar segura.

Al escucharlo mis ojos se llenaron de lágrimas y finalmente me escondí en esos pectorales para que no me viera emocionarme por sus palabras. Edward me abrazó con más fuerza, como si quisiera recordarme que él era capaz de más que la imagen incorrecta que creía de Carlisle en mi vida. Pero no sabía que su mera existencia había remecido todo lo que había vivido en mi corto ser y que se había convertido en el primer hombre que me había hecho sentir más de lo que cualquier mujer podría siquiera imaginar.

—Buenas noches, Isabella —susurró—. Descansa, aquí me tendrás.

Suspiré y cerré mis ojos, sintiendo ese calor especial entre sus brazos. Dormir así podía considerarse un privilegio que pocos podían tener… un privilegio que era mío ahora y que, a pesar de mi obtusa manera de evadir lo que sentía con él, amaría sentir el resto de mi vida.

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Escuchaba pajarillos de fondo, parecía un cantar inmenso y atractivo. Sonreí mientras me estiraba, sintiendo el descanso en mi espalda. Hacía mucho que no dormía tan bien. Me retuve un momento entre las sábanas y continué sonriendo, calentita y cómoda en mi lugar. Sin embargo, mi paz cesó cuando sentí el sonido de mi móvil. Arrugué la frente y tanteé la mesa de noche, buscándolo, hasta que finalmente abrí un solo ojo, encontrándome con la llamada ya perdida de mi guardaespaldas y un mensaje siguiente de él.

"Todo sigue estando bajo control.

No tiene nada de qué preocuparse.

Estaré esperándola para llevarla a casa cuando lo estime conveniente.

El lugar está seguro."

Después de leer me estiré y miré a mi alrededor, cayendo en cuenta de que estaba en la impecable habitación de Edward Cullen, el senador. En ese instante tuve todos los recuerdos necesarios para sentir el vibrar en mi columna, lo que siempre era provocado porque… significaba que él estaba cerca.

Era bastante tarde, la verdad, ya pasaba de las diez y treinta. ¿Cómo había dormido tanto?

Encima de la cama alguien había puesto una bata negra. Cuando la tomé, sentí su olor, lo que continuó haciéndome sonreír. Quizá había sido él…

Me levanté, no sin antes ponérmela y caminar por la acolchada alfombra que había bajo mis pies. Me asomé por el umbral de la puerta y de fondo pude oír el jazz, pero no solo eso, pues lo que también primaba era el olor a un té con especias y frutas. Era la combinación perfecta.

—Veo que te has despertado ya —dijo la suave voz de Edward, más serena que nunca.

Por poco me caigo al suelo al escucharlo, me había dado el susto de mi vida. Me di la vuelta con rapidez y me sostuve del umbral, mirando al espécimen masculino que estaba contemplándome. Siempre que lo hacía, sentía que era el hombre ideal para plasmar en un cuadro al óleo, ojalá desnudo, mirando al pintor de forma defensiva, sabiendo que era alguien digno de admirar. Esta vez, Edward me reafirmaba que observarlo era un regalo divino. ¿Cómo con un simple suéter de cuello alto y jeans podía verse tan endemoniadamente bien? Era… fascinante. Se notaba que se había duchado, su cabello aún estaba húmedo y la piel de su rostro recientemente afeitada.

—Perdóname, te he asustado —añadió, esbozando una sonrisa preciosa.

Por instinto me mordí la uña del pulgar y apreté las piernas, lo que no pasó desapercibido para él, en especial porque la mitad de mis muslos estaban descubiertos.

—Tiene especialidad para ser un completo espectro andante —susurré.

—Estoy seguro de eso. ¿Has podido descansar?

Esta vez sonreí yo.

—La verdad sí, me siento muy descansada.

Siguió contemplándome, lo que me mantuvo muy nerviosa.

—Te vi dormir tan bien que no quise despertarte, fueron varios minutos, parecías en paz y eso fue suficiente para mí, no quería romper con ello —aseguró, acercándose a paso lento a mí.

Me quedé esperando a que me tocara y cuando lo hizo, sosteniendo la piel de mi muñeca derecha, por poco cierro los ojos.

—Gracias por asegurarme aquí, fue un día difícil y sin ti no habría sido lo mismo —confesé.

Tragó por unos segundos y finalmente me acercó a él.

—¿Cómo va tu herida?

—Apenas la he sentido.

Parecía en paz con mis palabras, quizá más seguro, más… tranquilo de que nada me estuviera perturbando.

—¿Demian…?

Sonrió aún más.

—Aunque no lo creas, ha despertado muy bien. Lo que más ha querido ha sido saltar y ha preguntado mucho por ti—. Cuando decía lo último, su voz bajaba de entonación—. Creo que te has metido en su mente.

Levanté las cejas y luego me sonrojé, pensando de forma efímera si también había posibilidad de que me hubiera metido en la mente de su padre.

—Me alegra mucho saber que ha despertado tan bien, los pequeños suelen ser así.

Asintió.

—Como nuestra ama de llaves iba al supermercado, Demian suplicó ir con ella. Estuve reacio, ya sabes, estuvo con fiebre y aún tiene tos, pero he llamado a Royce y me ha dicho que, si en realidad se veía mejor, era bueno que saliera, nuestra ama de llaves va a cuidarlo y ha ido abrigado como si se tratara…

—De un esquiador —interrumpí, imaginándomelo.

Edward volvió a sonreír, esta vez con ternura, no supe si por Demian… o por mí. Pero, de cualquier forma, el brillo en sus ojos y su manera de mirarme me estaba haciendo temblar de la manera más intensa y deliciosa posible.

—Le he encargado que no tenga cambios de temperatura, además de recordarle que no podían pasar a ningún lugar más. Los guardaespaldas de Demian están educados para ello. Es increíble, pero siempre desea ser un pequeño normal —susurró, de pronto callándose en el intertanto.

Fue inevitable sentirme identificada con él. ¿Cómo no querer ser normal? Era una necesidad tan grande, tan fuerte, solo queríamos ser felices con poco y dejar atrás esto que consumía y te rodeaba de las personas incorrectas.

—¿Quieres lo mismo, Edward? —le pregunté, sabiendo que estaba pisando un terreno demasiado privado para él.

Miró hacia el suelo por unos segundos y finalmente desvió, dedicando su atención a algo más.

—¿Tienes hambre? —Cambió radicalmente de tema.

—Sí —respondí, sintiendo el remolino en mi vientre—. Quizá sea bueno que vuelva a mi departamento, te he dado muchas molestias y soy lo suficientemente orgullosa para no querer serlo más.

Aquello le hizo reír, otra vez, causándome una fuerte emoción de solo oírlo ser un hombre que sentía y explotaba sus emociones como cualquier otro… pero él ya no era cualquier hombre, no para mí.

—¿De verdad quieres volver?

Levanté mis cejas al escucharlo.

—Escuché tu teléfono, imagino que te necesitan en tu lugar.

—No —respondí.

—Entonces…

—Yo decido si realmente quiero estar allí.

—¿Y quieres volver?

Sentí el aroma de su boca, tan deliciosa y cálida. Se acercaba a mí, me tentaba de una forma tan compleja, me enredaba en sí mismo, incapacitándome para pensar de la forma correcta.

—Yo diría que no.

Sus ojos llameaban.

—Tú decides, Isabella, en eso siempre tendrás el poder —musitó—. Tú decides si quedarte, el placer está en el "sí", siempre en el "sí".

Boté el aire.

—Y si decides quedarte aquí, puedo darte el desayuno —añadió.

Me quedé sin habla por unos segundos.

—Estuve esperando a que despertaras para desayunar contigo.

Por Dios, sentía que estaba escuchando una frase irreal.

—¿De verdad?

—Ven conmigo.

Me enseñó su mano, desnuda, por supuesto, y me invitó a seguirlo. Y como quería verlo todo, la tomé sin siquiera dudarlo.

Edward me llevó hasta la amplia cocina, la cual estaba caliente y de ella expelía el dulce aroma del té con frutas y especias. Realmente no había mentido, pues estaba todo preparado para que los dos desayunáramos juntos.

—¿Y? ¿Qué has decidido?

Me di la vuelta para mirarlo y decir:

—He decidido quedarme.

Sus ojos verdes volvieron a sufrir un fuerte fulgor.

—Perfecto—. Se acercó a una de las sillas frente a la isla, que era negra azabache y tiró de ella para darme la bienvenida a sentarme.

Cuando lo hice, Edward le dio la vuelta y se sentó frente a mí, puso un poco de agua dentro de la fina taza y esta humeó de forma intensa delante de mis ojos.

—Té Chai, ¿no es así? —dijo.

No podía creer que lo recordara.

—Claro que sí.

—Te acompañaré con uno, si no te molesta.

—Para nada.

El té era también fino y estaba listo en la tetera de cristal, mostrando la belleza del color y ni hablar del olor, que expelía con fuerza y ambientaba todo el lugar de una forma difícil de explicar. Cuando vi que sacaba gofres de la sartén y las ponía delante de mí, esparciéndole banana y miel, mi vientre rugió con fuerza.

—Espero que no seas alérgica —jugueteó, volviendo a su lugar para comer conmigo.

—En absoluto. Amo comer, espero nunca ser alérgica a algún alimento en mi vida.

Su sonrisa no dejaba de existir. ¿Dónde estaba el hombre serio que vi la primera vez? Se veía más joven y más apuesto que nunca.

—Debe ser una suerte ser tan delgada como tú si gustas comer de esa manera.

Esta vez sonreí junto a él.

—Es un privilegio de pocos.

Me corrió el cabello de la cara y se mantuvo mirándome por varios segundos.

—Bueno, espero que te gusten los gofres de requesón y avena.

—Imagino que tu ama de llaves debe hacerlos muy bien —dije con inocencia.

Frunció ligeramente el ceño, soltó mi mejilla y cortó un poco, untándolo con la miel.

—En realidad, quien ha hecho el desayuno he sido yo —respondió, enseñándome el bocado, a la espera de que abriera la boca.

Oh, vamos, ¿de verdad había sido él? Dios santo, me removía todo con tan solo imaginarlo hacer algo tan sencillo como esto.

Y entonces comí, saboreando hasta la última miga del pedazo de gofre que había en mi boca. Para mi sorpresa, dentro estaba relleno con más banana y miel. Estupendo era decir poco, pues la textura, suave, cálida y dulce, no se asimilaban a nada que alguna vez hubiera comido. Pero lo que más me impactó de ello fue que, sin duda, sabía a hogar.

—Está estupendo —señalé, saboreándome los labios en el momento.

Algunas migas y la miel cayeron por mi boca, lo que me avergonzó un poco. Edward, lejos de pasarme un pañuelo para limpiarme, simplemente usó su pulgar, llevándoselo luego a la boca.

—¿De verdad lo has hecho tú?

—¿Por qué las dudas? ¿Nunca habías visto a un político haciendo algo tan básico como cocinar?

Me reí.

—Digamos que no conozco muchos políticos.

—Cada vez me doy cuenta de aquello —susurró.

Edward y yo comimos los gofres en medio de una charla que cambiaba constantemente en adular la magia de la miel, el té Chai y Demian. A ratos no podía creer cómo podía estar hablando de ese tipo de cosas con él, pues era algo inimaginable para mí. ¿Por qué insistía en verlo como el demonio oscuro y vil incapaz de humanizarse? Ah, ahora estaba cada vez más cerca del Edward que siempre… había soñado con conocer.

—¿Qué te ha parecido? —me preguntó, mirando cómo tragaba el último resto de té.

—Ha estado magnífico. Has hecho un desayuno difícil de olvidar.

—Me quedo en paz con eso —susurró—. ¿Ya te marcharás? Puedo imaginar que tienes asuntos que atender.

Tragué.

No quería marcharme de su lado.

—Sí, la mayoría muy importantes —dije en voz baja—. Me ducharé en casa.

De pronto, mi corazón comenzó a alterarse de una manera difícil de controlar, sobre todo por la forma en que algo de mí ansiaba quedarse entre sus brazos por siempre. La idea efímera de estar sintiendo más de lo tolerable, más incluso de lo que alguna vez sentí en mi corta vida, estaba causándome una fuerte ansiedad y un miedo imposible de tranquilizar. Estaba a punto de hiperventilar.

—Claro —volvió a susurrar—. ¿Tu guardaespaldas te llevará?

Asentí.

—Él vendrá a por mí.

Mi primer instinto era huir, una forma demasiado cobarde de enfrentar el miedo inequívoco que estaba causándome el que mi corazón estuviese formando esto.

Me levanté de la silla y le di la espalda, respirando de forma desacompasada. Un pie adelante significaba marcharme y dejar esto en pausa… o continuar hasta mi perdición.

Me di la vuelta y lo encontré mirándome, esperando a que me fuera. Por alguna razón, lo vi realmente roto, quizá de la misma forma en que me rompería si decidía marcharme.

No lo toleré, no aguanté siquiera un minuto imaginándome lejos de él, no ahora. Solté el aire y caminé hasta su lado, agarrándome de su cuello, mirándolo a la cara y luego besándolo de una forma apasionada y desesperada. Edward no tardó siquiera un segundo en corresponderme, metiendo su lengua en mi boca. Un gruñido salió de él y tan rápido como pudo, me levantó entre sus brazos y me abrazó mientras seguíamos besándonos con locura.

—¿Por qué es tan difícil marcharse ahora, Edward Cullen? —le pregunté, acariciando sus mejillas mientras juntaba su nariz con la mía, cerrando los ojos con placer.

—No lo sé —respondió, metiendo sus manos por debajo de la bata y la camiseta que me había prestado—. Lo único que sí sé es que estoy rompiendo con todo por tenerte a mi lado.

Tragué y sentí mis ojos llenos de lágrimas. Una parte de mi alma quería que me sostuviera y me cobijara mientras luchaba con el exterior.

—¿Con todo?

—Incluso conmigo mismo —afirmó.

Nos contemplamos y él abrió con lentitud mi bata, quitándomela hasta dejarla caer al suelo.

—No quiero confiar en ti, pero contigo siento que… todo está bien —gemí.

Sus manos seguían entrando por debajo de la camiseta, rozándome de esa manera especial y única que tenía para mí.

—De alguna manera, el destino busca los medios para hacernos odiarlo. Tampoco quiero confiar en ti, pero desde que te tuve en mis brazos, viéndote dormir, comprendí que quiero repetirlo hasta el fin de mis días —musitó.

Él notó la manera en que comenzaba a llorar, intensificado aún más por la manera en que lo escuchaba decirlo.

—Tengo tanto que decirte.

—Y te escucharía y sostendría todo lo que podría. Quiero mejorarlo todo para ti, ¿por qué?, no lo sé, pero mi mundo está en paz cuando tú lo estás, Isabella.

Gemí una vez más y lo besé, sollozando en el intento. Edward apretó las carnes de mi cintura y luego mis muslos, para entonces abrazarme y repetirme en su lenguaje que estaría para mí… dispuesto a todo con tal de solucionar lo que tanto me martirizaba.

Quería decírselo todo, gritarle cuánto necesitaba su apoyo para todo… y estaba dispuesta, iba a hacerlo.


Buenas noches, les traigo un nuevo capítulo de esta historia, les pido disculpas encarecidas por haber demorado tanto, pero la vida adulta a veces no nos deja respiro, de todas formas, hice todo lo que pude con tal de traerles el capítulo, así que está recién salido del horno. ¿Qué me dicen de todas estas verdades a punto de salir? Estos dos ya no resisten y cada vez queda menos para explotar, ¿bajo qué costo? La verdad de sus hijas está por decirse, pero también lo que Edward esconde en sí mismo. ¡Cuéntenme qué les ha parecido! Ya saben cómo me gusta leerlas

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