Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES +18.
Historia editada por Karla Ragnard
Capítulo 26:
Tártaro
Hubo un silencio pesado. Nadie parecía querer respirar.
—Repítelo, Gianna, ¡repítelo ahora! —volvió a bramar Edward.
Mi guardaespaldas llegó tan pronto como pudo, usando sus gafas y una línea recta como labios.
—Señor Cullen —murmuró la mujer, todavía muy pálida.
—¿Le has dado órdenes? ¿Qué le has dicho?
El senador estaba tan furioso que no supe más que tomar su brazo para que se tranquilizara.
—Creí que era una intrusa y dado a que es ella… —Enfatizó aquel "ella" de una forma ligeramente mordaz—. Preferí adelantarme a los hechos.
—¿Ella? Se llama Isabella y es mi invitada. Hablaremos en privado, ¿de acuerdo? —Edward parecía comunicarse entre dientes—. No, es una orden.
Gianna agachó la cabeza y asintió.
—Sí, señor.
—¡No quiero que nadie se meta en mis asuntos! Menos con Isabella, ¿lo han entendido? —espetó, mirando a su alrededor.
—Sí, señor —dijeron todos, excepto Emmett y yo, por supuesto.
Edward respiró hondo y se giró a contemplarme, no sin antes arquear la ceja al ver cómo Emmett estaba dispuesto a cubrirme de quien fuera.
—¿Estás bien? —inquirió, suavizando su voz delante de Gianna, contemplándome con una notoria intención por calmarse.
Asentí.
—Veo que tengo una mala fama ante tus trabajadores —afirmé, mirando a la mujer.
Edward soltó el aire y cerró los ojos por unos segundos.
—Vamos adentro. Lamento lo que ha ocurrido—. Me entregó su mano enguantada y yo se la tomé—. Es hora de entrar, está haciendo mucho frío. Estaremos a solas —afirmó, mirando a los demás—, saben cuáles son los lugares en los que pueden entrar con mi previa autorización.
Un hombre educado abrió la puerta, vestido como lo habría hecho Serafín en su momento. Al recordarlo sentí muchas ganas de contarle todo, pero aún no me sentía preparada para decirle que nuestro camino por recorrer sería muy largo.
—Buenas tardes, señor Cullen… —Al verme también noté el impacto de mi presencia, pero luego se mantuvo quieto y sereno—. Señorita Swan.
—Buenas tardes —dije.
—¿La casa está caliente? Isabella, ¿tienes frío? —me preguntó.
—Un poco —susurré.
Se quitó el abrigo con rapidez y me lo puso sobre los hombros.
—Hemos preparado la chimenea y la calefacción central está encendida, ¿puedo servirle un té?
—Claro…
—Marco, mi nombre es Marco —respondió ante mi duda implantada en el rostro.
—¿Un chai? —me preguntó Edward al oído, provocándome una sonrisa.
Al separarnos, continuamos mirándonos a los ojos hasta que finalmente asentí. Cuando miré hacia adelante, noté que Marco miraba a su jefe con las cejas levantadas y los ojos muy abiertos.
—Ven por aquí—. Edward tiró de mi mano, haciéndome subir las cortas escaleras que daban al vestíbulo principal.
Era un lugar inmenso, no podía comprender cómo existía algo así que pudiera parecer tan colosal y tan bello a la vez. Para comenzar, el suelo era un color marfil ligeramente brillante, con un dejo de luz que parecía un verdadero diamante en bruto, pero las paredes estaban adornadas de colores nítidos muy fríos, como el negro, el ceniza, el azul oscuro y el plata. Sentía que me rodeaba un aura de misterio, uno que solo podía pertenecer a Edward Cullen. Me quedé en blanco cuando descubrí que algunas paredes, en especial aquellas que dividían pequeños sectores, estaban sutilmente talladas a mano con diferentes diseños. Las luces estaban apiladas tanto en el suelo como en el techo en pequeñas esferas enterradas en el material. Más allá, y tras un arco gigante, descubrí que el vestíbulo no era nada en comparación con lo que había frente a mí.
Tragué.
Había una escalera principal muy grande que dividía la primera planta con la segunda. Esta era de piedra, ennegrecida, con mármol y un toque de dureza en cada aspecto que generaba una visión siniestra del lugar. Esta estaba diseñada en espiral, perfectamente puesta. Daba escalofríos. Lo que había arriba estaba oculto tras un manto de eterna oscuridad, pero habían cosas que iluminaban el ambiente que podía ser demasiado agobiante para sostenerse, en especial si gustabas del color. Del techo colgaban diferentes piezas de arte, tal parecía porcelana. Desde mi distancia solo pude diferenciar mariposas y aves, dando la impresión de que estas volaban desde el techo hasta la primera planta.
—¿Te han gustado? —me preguntó al oído, sacándome de mi ensoñación.
—Le da luz a este lugar tan oscuro —susurré.
Sentí sus dedos acariciando mi espalda baja, por lo que disfruté de los escalofríos en cada parte de mí.
—Creí que esa eras tú.
Me giré a contemplarlo.
—Ya sabes lo que me generas, Isabella. ¿Es muy oscuro para ti?
Toqué su corbata y suspiré.
—Viene de ti y eso siempre me será atractivo. Y en realidad, a pesar de su oscuridad, tiene un aire misterioso que me fascina.
Seguimos caminando por el lugar y me mezclé rápidamente en impresionantes esculturas de piedra que parecían dignas de un coleccionista. Había muchas que no lograba comprender, pero las expresiones eran fascinantes y muy realistas. Sabía, por lo que había visto en los libros de papá, que la mayoría eran del estilo griego que tanto se admiraba desde tiempos inmemoriales, pero por obvias razones, jamás había podido ver algo así en la vida real.
—¿Te han gustado? —inquirió, otra vez hablándome al oído.
Si tan solo supiera que cada vez que lo hacía sentía que mis bragas se caían más y más.
—Siempre había querido ver una ante mis ojos —susurré.
Lo sentí reír.
—Es exactamente lo que dije cuando apenas cumplía diecisiete —contó—. Siempre has llamado mi atención, pero cuando supe que sabías muchísimo de mitología griega, me pregunté cómo. No me malentiendas, sé que puede ser un conocimiento adquirido por todo el mundo, pero tú eres…
—Demasiado joven, ¿no? —Me giré a mirarlo.
Tragó.
—Así es. Apenas tienes veinte años y a mis treinta y cinco sigo siendo mirado de manera extrañada cuando saben mi fascinación por la mitología griega.
—Es por mi padre —murmuré, bajando la mirada—. Él era… —Sacudí la cabeza—. Es un profesor de artes y humanidades.
—Eso es fascinante —dijo, tomándome la barbilla—. Ya veo de dónde ha salido tanto conocimiento.
—Era muy pequeña para entenderlo todo, pero a él le gustaba contarme lo que más le fascinaba y mientras me llevaba hacia los prados cercanos de nuestra casa de campo, hablaba de todo ello y yo lo disfrutaba tanto. —Suspiré, muy nostálgica—. Me habría gustado ser tan inteligente como él.
Frunció el ceño.
—Creo que eres más inteligente, mucho más —afirmó.
—¿Por qué lo dices?
—Me excita la inteligencia y el erotismo que emana ante la belleza que transporta el conocimiento, pero más aún si en ello hay arte. El arte es sensual y el arte solo lo ama un ser inteligente como tú, Isabella.
Me comencé a sonrojar con mucha intensidad, pero no podía dejar de mirarlo.
—Lo noté de inmediato y tu erotismo, lo que significas en el arte que amo, simplemente me ha prendado de ti en el segundo en que te vi —susurró.
Nunca me habían hecho un cumplido tan… sobrecogedor. Edward me calaba el alma, hacía que todo me estremeciera, incluso aquello abstracto que no sabía que existía en mí.
—Tienes una gran habilidad para galantear a las mujeres, Edward Cullen —quise jugar, dándome la vuelta para respirar y no temblar ante sus palabras y que él lo notara.
—¿Eso crees? —me preguntó, dándome su aliento en mi nuca y cuello.
Respiré hondo.
—Quién sabe —musité.
Di un paso adelante y tragué, mirando tan bella escultura.
—Es Démeter —aclaró.
—Démeter, la madre de Perséfone.
Suspiró.
—Tu padre debe estar muy orgulloso de ti —aseguró.
Aquellas palabras me llegaron al corazón.
—No lo sé, ni siquiera sé si sabe cómo estoy o en qué lugar me encuentro.
—¿Por qué lo dices?
Temblé; temía que supiera más de mí.
—Porque no supe más de él desde que mi madre me llevó con ella en contra de su voluntad —conté, cerrando los ojos con fuerza.
Edward se quedó en un profundo silencio.
—Nunca supe más de mi padre. Tenía solo ocho años. Luego quise buscarlo, consciente de su enfermedad e imaginando que eso lo consumió para que jamás lográramos encontrarnos.
—¿Qué enfermedad, Isabella?
Tragué, aterrada de imaginar, nuevamente, que ese había sido su final.
—Estaba luchando contra una importante enfermedad respiratoria, producida por un cuadro detonante severo de VIH —musité con el ceño fruncido—. Enfermedad que le transmitió mi madre cuando lo engañó por primera vez.
Sentí que respiró hondo.
—¿Nunca pudiste buscarlo?
Negué.
—Mi madre y yo nos mantuvimos viajando constantemente por el Estado y sabía que papá estaba en algún hospital, intentando recomponerse de un hongo que había infectado sus pulmones. No tenía mucho dinero, había perdido su trabajo en una escuela debido a los estigmas de su enfermedad. Ni siquiera sé si sobrevivió y… —Edward posó su mano en mi cintura y me acercó a él. Aquello me recompuso—. Madre lo dejó, culpándolo de todo, pero vi cosas que me aseguran que fue ella. Papá era muy bueno, demasiado, trabajaba todo el día y yo lo acompañaba siempre. Estaba celosa y me arrebató de sus brazos. Cuando volvimos al Bronx, madre se había encontrado una nueva pareja, un pastor cristiano, y entonces lo busqué como pude, pero jamás lo hallé. Ni siquiera tenía los medios para más, pero parecía que la tierra se lo había tragado. A veces pienso que realmente no quiso buscarme, pero me niego a creerlo, papá me amaba y yo a él.
—Y ahora, ¿planeas buscarlo?
Lo contemplé con los ojos llorosos.
—Me aterra ver lo peor.
Me cobijó las mejillas.
—Puedo ayudarte a encontrarlo.
Fruncí el ceño al escucharlo y lancé una bocanada de aire.
—¿Por qué harías eso? —inquirí.
Mantenía el silencio mientras nos mirábamos, como si se negara a responder.
—Nadie me había ofrecido algo así —susurré—. Nunca.
Tragó.
—Me gustaría apaciguar el dolor que veo en tus ojos gran parte del tiempo —respondió finalmente.
Sonreí con suavidad mientras seguía asimilando lo que estaba sucediendo entre los dos.
Si tan solo me sintiera lo suficientemente valiente para decirle que yo también quería calmar el dolor que veía en sus ojos y me desgarraba por completo.
—Piénsalo, Isabella, no querría lastimarte con eso, en absoluto —aclaró.
Encontrar a mi padre. A veces sentía que no tenía el valor para enfrentar una respuesta negativa o contraria a mis fantasías más internas, al igual que lo sucedido con mi hija. Me aterraba que los resultados fueran… insostenibles.
—Señor Cullen, imagino que querrán cenar —dijo Marco, poniendo ambas manos detrás de su espalda.
Edward me miró, como si esperara que fuera yo quien respondiera.
—Sí, es una buena idea. He dado el aviso de que pasaré la noche en un hotel —musité, para luego mirar a Edward.
—Por supuesto, señorita —respondió Marco, agachándose sutilmente.
Cuando se marchó, Edward siguió tirando de mi mano para continuar el camino.
Tras las esculturas, vi grandes piezas de arte colgadas en las paredes. El renacimiento y el romanticismo eran lo que más brillaba, centrando el foco de la atención en ellas. Al llegar al salón principal, miré hacia el techo y vi los cristales que mostraban la preciosidad del cielo. Era una vista preciosa.
—Ponte cómoda —susurró, quitándome el abrigo con suavidad.
Había una chimenea inmensa frente a los sofás, de un ligero tono azul oscuro, perfectamente puestos alrededor de una mesa de café negra como la noche. Las ventanas, que se complementaban con las del techo, mostraban la profundidad del paisaje que rodeaba a la estudiada arquitectura de la casa.
—Su té —dijo una mujer, caminando con suavidad hacia mí.
También vestía muy elegante y su cabello plata lo llevaba en lo alto de la cabeza.
—Muchas gracias. ¿Cuál es su nombre? —inquirí.
—Frida.
—Un gusto…
—El gusto es mío, señorita Swan.
Ella se alejó y se marchó, mientras Edward acercaba el té, arrastrándolo con cuidado hacia mí.
—Eres un nombre común para este mundo, Isabella, no debería sorprenderte —añadió.
—No acostumbro a llamar la atención, no desde…
—Desde que te casaste con mi padre —musitó, de pronto cabeza gacha.
No quise responder.
—Pero, aunque no hayas llegado a este punto, sé que llamarías la atención de cualquiera —siguió diciendo—, va más allá de un nombre, Isabella, va en quién eres… o lo que quiero ver de ti.
—¿Y qué ves en mí? —pregunté, queriendo acercarme a él.
—Señor Cullen —dijo una mujer, rompiendo con el ambiente en el que nos habíamos sumergido.
Al girarnos a contemplar, vimos a Gianna, quien seguía sosteniendo una tableta en sus manos. Sus ojos parecían muy serios y noté que estaba tensa.
Vi que Edward tensaba la mandíbula y respiraba hondo mientras miraba hacia el vacío, como si estuviera conteniéndose.
—¿Qué dije de las interrupciones, Gianna? —dijo con suavidad.
—Lo siento, señor, pero es importante para mí dar los balances…
—Y tú sabes que aquí quien da las instrucciones soy yo —agregó, respirando de forma serena.
—Sí, señor.
Se acomodó la camisa y la corbata y soltó el aire con cuidado.
—Mantén todo en silencio, Gianna, esta vez tengo una invitada y quiero que todo esté perfecto, ¿está bien?
—Por supuesto, señor, mantendré todo… en orden—. Me contempló con seriedad, haciéndome notar la negativa a verme aquí.
—Volveré en breve, eres libre de mirar las piezas de arte si gustas —susurró el senador.
Asentí y me acomodé a ver cómo él caminaba hacia adelante sin mirar si la mujer le seguía. Pero antes de que pudiera disimularlo, noté cómo lo miraba y marcaba sus pasos tras el senador, acomodándose el cabello y el vestido.
Fruncí el ceño y me posicioné en el sofá, tomando la taza entre mis manos para disfrutarlo. Como aún estaba caliente y no quería quemarme, me levanté y miré a mi alrededor, disfrutando de la hermosa visual.
—¿Qué quieres contar con esto, Edward? —pregunté en voz baja, viendo una pintura de un hombre que mordía el cuello de otro mientras este gritaba de agonía.
Pero más allá, donde la sala terminaba y se acrecentaban los pasillos oscuros en un ya oscuro lugar, vi en las paredes más obras esperando a ser contempladas, todas ellas de colores vivos, más modernas, pero con el color rojo como principal protagonista y el erotismo que calaba de una manera imposible de descifrar. Quizás era la manera algo surrealista de plasmar las emociones pasionales, o bien, el misterio que había en torno a ello.
Cuando iba a seguir mi camino, escuché la voz furiosa de Edward tras las paredes.
—¡No quiero que vuelvas a tomarte esas atribuciones! —exclamó.
—Mi deber es mantener el lugar en secreto, señor Cullen, no me parece que…
—¿Qué no te parece? —inquirió, endureciendo su tono.
—Que… Que haya personas ajenas, señor. Además, según lo que se dice, es una enemiga de…
—No espero tus aprobaciones y menos que me digas qué hacer cuando se trata de este lugar. ¿Crees que no sé porqué hago las cosas? Soy un hombre adulto, ¿qué pretendes? ¡No te entrometas en esto! —gruñó—. Y de lo que hablas es todo lo que ves en televisión, ¡qué sabes tú de lo que sucede en mi vida y en mi familia!
Dios mío. Edward era impresionante cuando estaba furioso.
—Lo sé, señor, solo lo conozco…
—No me conoces, nunca lo harás. Haz tu trabajo y deja a Isabella en paz, es mi invitada y yo he decidido que ella se sienta como si este lugar fuera suyo. Si llego a saber que le has incomodado… prometo que este será el último día de trabajo que tengas, ¿está claro?
Hubo un profundo silencio.
—He sido fiel a usted por más de diez años, señor.
—Yo no soy fiel a ustedes, lo saben perfectamente. Si veo que algo ocurre con Isabella y que eso afecta su tranquilidad en esta casa, te irás en un segundo, ¿está claro?
Nuevamente hubo silencio.
—Sí, señor.
—Perfecto. Ahora vete y permanece en el lugar que te corresponde. Quiero privacidad con ella. Y recuerda, tienes un contrato firmado, si algo sale de tu boca, cualquier cosa, haré que te tragues las palabras.
—Sí, señor —volvió a decir.
De pronto, ella salió despavorida de la que supuse era un despacho, encontrándome frente a frente.
—Hola, Gianna —dije.
Tragó y contuvo la mueca hostil en su rostro.
—Hola… señorita. Con permiso.
Se marchó a paso rápido y desapareció, haciendo lo que Edward le ordenó que hiciera.
A los segundos, quien salió del despacho fue el senador, sorprendiéndose de verme en el sitio del suceso.
—Hola —saludé.
—Isabella… No sabía que estabas aquí.
—Soy muy buena para fisgonear —susurré.
Enarcó una ceja.
—Eres muy duro con quienes te hacen enojar —añadí.
—No me avergonzaré de ello.
—Lo sé.
De pronto sonrió.
—¿Qué buscabas por aquí?
Me encogí de hombros.
—Solo me dejé llevar por las maravillas que cuelgan de las paredes, entonces escuché lo que discutías con ella.
Suspiró.
—Gianna trabaja hace muchísimo tiempo aquí —susurró—. Era muy joven cuando comenzó.
—Ya veo, debe tener mucha confianza contigo.
Entrecerró sus ojos.
—La adecuada cuando se trata de mi Tártaro. ¿Quieres seguir mirando? La verdad, siento mucho orgullo de cada pieza que he puesto en este lugar.
—Quiero seguir mirando si eres tú quién me acompaña a hacerlo.
Acarició mi brazo hasta llegar a mi mano, la que repentinamente se llevó a los labios para besar de forma erótica y suave.
—Entonces estás de suerte.
Sonreí de forma genuina.
En medio del pasillo, Edward chasqueó los dedos y las luces comenzaron a encenderse poco a poco, siempre de forma tenue, y entonces una melodía comenzó a sonar.
—¿Qué demonios acabas de hacer? —inquirí, muy sorprendida.
—Es una casa bastante inteligente. Me fascina recorrerla, pero necesitaba sentir que la manejaba con un solo chasquido, así como tanto me gusta —musitó.
—El mundo en tus manos.
Se giró a mirarme.
—Sí.
—El poder.
Sonrió con suavidad.
—No puedo mentirte, crecí con un poder que acabó siendo mi zona de confort. Me gusta controlarlo todo, es… fascinante y enfermizo a la vez.
—¿Por qué? —pregunté, hechizada a la profundidad que lo caracterizaba.
Se quedó en silencio tanto tiempo que creí que no respondería, hasta que finalmente lo hizo.
—Porque siempre hay algo que no puedes controlar, Isabella.
Nos contemplamos en medio de esa música hispana que estaba robándome los sentidos.
—¿Qué es lo que no puedes controlar, Edward?
Sonrió, pero en sus ojos vi una inmensa tristeza.
—Lo que tú me produces —respondió, mirándome.
Nuevamente sentí que todo dentro de mí temblaba con furia, como si mi cuerpo pidiera de forma incansable que me moviera para estar en sus brazos.
—Ahí pierdo mi poder —musitó—. Me haces perderlo por completo, Isabella.
Yo estaba estática en mi posición, con los hombros caídos y los ojos llorosos.
—Dime cuál es la fórmula—. Se acercó y tomó mi barbilla—. ¿Qué tienes que cada vez que puedes me haces recordar que soy solo un mundano jugando con un poder que pierdo por completo contigo? Estoy condenado, ¿no?
—Solo soy yo, Edward Cullen. Eres el único que me ha llevado a sentirme normal como tanto sueño ser —analicé, contemplando sus hermosos ojos.
Botó el aire y cerró sus ojos por varios segundos.
—No podría considerarte normal, Isabella. Una mujer como tú no lo es ni lo será nunca.
—¿Por qué? —pregunté, agarrada de su pecho.
—Porque ante mis ojos eres una mujer que solo podría conocer en mis sueños —asumió, abriendo los párpados.
Temblé desde los pies a la cabeza.
—Eres increíble—. Reí con suavidad—. Llevo contigo la mitad del día y siento que mi energía se renueva, que lo sucedido en la mañana es solo un mal recuerdo y que todo mejorará… ¿Por qué me haces olvidar, Edward?
—No lo sé, pero estoy en paz sabiendo que he logrado calmar ese tormento en tu mente —musitó—. Quiero que sepas que estás en paz conmigo.
—¿En paz? ¿En el Tártaro?
Sonrió, ladeando una sola comisura de una manera enloquecedora.
—Solo tú —susurró.
Entonces me mostró las demás pinturas que había, las que me atreví a disfrutar con ese entusiasmo que me caracterizaba cuando era él quien me mostraba el arte.
—Tengo una gran adoración por El Bosco —contó, mostrándome la hermosura de un cuadro que abarcaba gran parte del lugar—, tiene una magia y una locura que no siempre es bien percibida. Ese es El Juicio Final.
Me acerqué queriendo tocar, pero preferí contemplarlo todo, desde los seres celestiales del cielo, hasta la locura, incoherencia y dolor.
—Le compré toda la colección a un antiquísimo español hacía muchos años. Nunca he estado tan en paz conmigo mismo hasta que pude ver sus cuadros ante mis ojos.
—Son fascinantes. Solo conocía El Jardín de las Delicias.
—Es mi favorito, ¿sabes? Lo más irónico de todo era que él pintó todo bajo una mirada críticamente cristiana. Alguien que se compró el infierno como yo debería repelerle la idea de ver algo que siempre estuvo pensado para criticar la maldad que el cristianismo exponía, pero eso es lo que más me gusta: lo irónico que es disfrutarlo desde este infierno en el que vivo.
—Tienes un infierno atractivo, Edward Cullen —dije.
Sonrió.
—Eso solo lo diría una mujer como tú. Vives en la luz, eres luz, eres… brillante como las estrellas, y aun así te gusta permanecer aquí.
—Imagino que a cualquier mujer le gustaría estar aquí.
Suspiró.
—Las mujeres que saben lo que es el infierno probablemente sí, pero tú no eres parte de él, lo comprendí en el primer momento en que te vi—. Cobijó mi mejilla con su mano enguantada—. Y aun así quieres quedarte.
—Sí, quiero quedarme —musité—. Muéstrame más —pedí.
—Mira eso de ahí—. Tomó mis hombros con suavidad y me hizo girar para que viera el cuadro más grande de todos.
Me quedé boquiabierta, analizando las imágenes con un dolor placentero en mi corazón.
—Es Caronte.
—Caronte —repetí en voz baja.
Era renacentista, con muchos colores y una suavidad impecable. Caronte estaba sobre el bote, llevándose almas al Averno. No sabía porqué, pero me resultaba enormemente perfecta.
—Es de Luca Giordano, otro de mis favoritos. No es tan famoso, lo que es una pena. Tiene pinturas fascinantes y con tanta historia descrita.
Me acerqué con mis manos en el pecho, analizando los trazos y las expresiones.
De pronto, Edward me quitó de la abstracción, tomándome de las caderas para besarme de manera apasionada. Cerré los ojos al instante, disfrutando ese calor saliendo de sus labios y su aliento.
—Nunca había visto algo más erótico que tus expresiones frente al arte —susurró.
Tomé su nuca y lo volví a acercar a mí para volver a besarnos de manera apasionada.
—Señores… ¡Oh, lo siento mucho! —exclamó la voz de Marco.
Nos separamos de forma abrupta y miramos al mayordomo, que parecía muy asustado.
—No fue mi intención…
—Descuide —susurré con suavidad—. ¿Qué necesitaba?
Edward me miraba, podía sentir la potencia de sus ojos.
—Quería invitarlos a la mesa, la comida está lista. Nosotros ya nos retiraremos.
—Perfecto —señaló el senador—. ¿Te parece ir ahora? —me preguntó.
Asentí.
—Gracias por todo, Marco —añadió él, sorprendiendo al hombre.
—Es mi deber, señor—. Se agachó ligeramente—. Ha sido un gusto conocerlo, señorita.
—El gusto es mío, Marco.
Él finalmente se marchó, dejándonos en silencio y a solas.
—Y de pronto Perséfone se hizo dueña del Tártaro —musitó, besándome el cuello y los hombros.
Cerré los ojos mientras sonreía.
—Llévame —pedí.
Edward volvió a conducirme por la casa hasta un lugar que, francamente, me parecía perfecto. Quedaba en la salida trasera de esta, al aire libre. Era un sitio techado y muy luminoso, pero oculto dentro de una vegetación perfectamente estudiada, dando el aspecto de encontrarse en un sitio tropical. La terraza tenía una mesa bastante grande de una madera aparentemente muy dura, pero las sillas eran amplias, cómodas y muy elegantes. En medio estaban puestos los platos, pero aún sin servir. A un lado de la mesa había una estufa de exterior muy grande, la cual lograba mantener el ambiente tibio y cómodo.
—Que lugar tan hermoso —susurré, dando un paso adelante.
Seguí mi camino, observando lo que había tras el suelo de la terraza. ¡Oh, Dios! ¡La fuente seguía aquí, rodeando la casa. Como esta estaba iluminada, pude ver los peces Koi, nadando de un lado a otro con sus variados colores. Sin embargo, lo que logró atraer toda mi atención fue un pequeño pajarillo junto a una mariposa, que se acercaron a paso rápido, para luego ir hacia la frondosa vegetación con flores de diferentes tonos luminosos.
Jadeé.
—Hey, no te vayas—. Me reí, viendo al pajarillo tímido que se escondía entre las flores—. Debes estar muy perdido.
Al verlo de más cerca, noté que su ala estaba rota y el vuelo que había hecho ante mis ojos quizá el último que pudo aguantar. Se me rompía el corazón.
—No suelen hospedarse pájaros por aquí —me susurró Edward al oído.
—¿De verdad? Míralo —gemí, atreviéndome poco a poco a acercar mi mano a su cabeza.
—Al menos, eso es lo que más ha llamado mi atención de este lugar.
Me giré a mirarlo y noté que él parecía muy concentrado en mí.
—Pues era el momento perfecto de encontrarlo. Está herido —dije, muy cabizbaja. No me gustaba que los seres inocentes sufrieran, en especial si jamás le hacían daño al resto como un pequeño pájaro.
—Es un gorrión común —añadió—. Aun así quieres ayudarle.
—No puedo evitarlo.
Sonrió mientras sus ojos brillaban.
—¿Sabes que hay muchos de ellos en el mundo?
—Es probable, pero no merece morir sin haber intentado algo.
Tragó y me acarició la mejilla.
—Te ayudaré —susurró.
Sonreí yo esta vez.
Lo tomó entre sus manos enguantadas y lo acurrucó junto a él.
—Tenlo, voy a buscar algo para cobijarlo —me dijo—. Y descuida, sé que no te hará daño, ellos… saben quiénes tienen un espíritu bondadoso.
Lo hice tal como me dijo y lo cobijé, mirando su ala rota y su tranquilidad en mis manos. Edward apareció al minuto con una almohada y una cobija pequeña, lo que me enterneció en demasía.
—No podrá volar hasta que esté listo, quizá un par de días más. Lo dejaré aquí, tendrá calor y podrá alimentarse de algunas semillas —susurró.
—Gracias.
No pude contenerme de decírselo, pero él no me respondió nada al respecto.
—Espero que tengas hambre… Y no me refiero al gorrión —comentó.
Me reí y él miró mis labios por varios segundos hasta que me sentí intimidada por su intenso iris.
—¿Vas a servirme la cena? —inquirí, sintiendo cómo mi corazón se desbocaba de forma voraz.
—Claro que sí —afirmó—, quiero que lo sucedido en la mañana se borre de tu mente por al menos unos segundos, que esas lágrimas se conviertan en sonrisas, sé que es difícil…
—Me has hecho sacar más de una hoy, sigue, por favor —supliqué.
No respondió, pero sí me quitó algunos cabellos del rostro, volviéndose a la puerta de entrada a su gran y misteriosa casa.
Mientras estaba en mi soledad, me rendí ante la naturaleza y disfruté de ella, mezclándome con las flores, sus colores, sus olores y a la vegetación húmeda. Entonces le mostré al pequeño gorrión que la belleza era sinigual, esperando a que pudiera volver a volar para mezclarse con su instinto libre otra vez.
—Isabella —murmuró la suave y masculina voz de Edward.
Me di la vuelta y noté que traía un impecable rosé de cuello largo.
—¿Gustas un poco? —inquirió.
Asentí con una sonrisa.
Edward me ayudó a cobijar al gorrión y lo trasladó hacia un lugar más caliente.
—No se marcha —dije.
—Se siente seguro. ¿Gusta sentarse, señorita Swan? —Tenía la silla principal a la espera de que la usara.
Cuando me acomodé en ella, él aprovechó de oler mi cabello, lo que alertó a cada espacio de mí para tornarse intensamente desesperado por más.
Edward abrió la botella con elegancia y dejó caer el vino en una copa de cristal brillante y pulcra, para luego servir la suya también. En cuanto se sentó a mi lado, se quitó los guantes con cuidado, pero… sus manos estaban temblorosas. Me sentí desesperada por tomárselas, pero me contuve.
—Espero que te guste esta cepa —musitó.
Tomé la copa desde el fuste y olí el sutil aroma ácido y dulce, mezclado en completa armonía. Edward también lo hizo, pero la manera en que su recta nariz se hundía en la copa para oler, luego analizar el color y finalmente llevarse un poco a la boca, era una imagen tan erótica que solo deseé verla todos los días de mi vida. Entonces bebí, queriendo calmar mis recónditos deseos por pedirle que me hiciera lo que tanto sabía y conocía.
—Es deliciosa —susurré.
—Le viene muy bien a las ostras en leche de tigre —agregó.
—¿Leche de…?
Sonrió enternecido, una mueca que estaba haciéndose frecuente cuando estaba conmigo.
—Es una delicia peruana que sé que te gustará. La primera vez que lo probé jamás lo olvidé.
Él puso otra copa delante de mí, esta vez la que al parecer tenía la tan curiosa Leche de Tigre. Estaba tan bien decorada. Él me instó a probar y de inmediato lo hice, hundiendo la cuchara en la copa para sacar un poco del aromático caldo y las ostras sin concha. Cuando la textura blanda entró en mi boca, por poco me caigo de la silla, pues era francamente delicioso. Tenía un leve sabor agrio que se mezclaba muy bien con la ternura de la ostra y las especias.
Cuando alcé la mirada, me di cuenta de que él me estaba mirando comer, lo que me sonrojó.
—¿Y qué tal? —inquirió.
—Está perfecto —señalé—. Es… ¡Delicioso!
Su sonrisa suficiente me pareció sospechosa.
—¿Qué ocurre?
Rio.
—Yo la hice —respondió.
Levanté mis cejas.
—¿Tú?
—Te ves muy sorprendida—. Alzó una de sus cejas y se apoyó suavemente de la mesa.
—Es que…
—Está bien—. Se veía divertido—. Te parece extraño que un senador haga cosas tan… mundanas, pero créeme que como tú, deseo de manera alocada poder sentirme normal.
Volví a sonreír.
—¿Cómo lo hiciste…?
—La Leche de Tigre debe reposar varias horas para poder disfrutarse de buena manera. Lo hice ayer.
—¿Demian quería comer?
Negó.
—Esperaba que tú lo probaras.
Mi vientre otra vez, revolviéndose de manera deliciosa.
—¿Por qué?
—No lo sé, nunca sé porqué, es… instintivo.
—Gracias —susurré—. Nunca nadie me había… agasajado así.
Frunció sutilmente el ceño y luego me acarició las mejillas con sus manos desnudas. Ah, cuánto me gustaba que lo hiciera.
—¿Padre jamás lo hizo? —inquirió.
Tragué.
No, su padre nunca me había agasajado como un hombre agasaja a una mujer.
—Edward —gemí en medio de una súplica implícita porque no tocara ese tema.
—No puedo culparlo, la verdad.
—¿De qué?
—De posar sus ojos en ti. Es imposible no hacerlo contigo —musitó.
Me quedé boquiabierta.
—Come. Te hará bien la vitamina C —añadió, tomando la cuchara para que siguiera probando.
Luego de disfrutar de la Leche de Tigre, Edward me enseñó lo que era la especialidad del mayordomo: risotto de camarones y azafrán. Los bocados me tenían fascinada.
—¿Por qué el orfanato, Isabella? —preguntó de pronto.
Miré mi plato, sintiendo la angustia de aquel episodio.
—No me gusta ir a ellos —añadió, llamando mi atención—. Quisiera no darle la razón a mi padre, pero siempre tuvo razón, era necesario crear esa fundación que tanto soñó.
Vi mucho dolor en sus ojos. ¿Era por Demian? Yo no debía saberlo, por lo que actué con naturalidad.
—Me ha partido el corazón —susurré—. Él quería que comandara la fundación, ir a un orfanato a solas no ha sido la mejor idea.
—¿Por qué?
—Porque me ha dolido tanto —gemí—. Esos pequeños solos, sin nadie que pueda darles una mano… No es justo…
—Podemos comenzar ahí —me interrumpió.
Levanté mis cejas.
—La fundación debe hacerse cargo, es el deber, ¿no?
No sabía qué decir.
—Lo haremos, ayudaremos a esos niños y a todos aquellos que han sido abandonados.
—¿De verdad?
Asintió.
—Padre te quería ahí y sé porqué —murmuró—. Tu bondad es perfecta para llevarla a cabo.
—Ni siquiera sé hacer…
—Te ayudaré. Estaré contigo.
—Oh, Edward, ¿harías eso por mí?
Suspiró.
—Créeme que sí.
Una vez que terminamos de comer, Edward me dio su mano para que me levantara con él. Luego de acomodar al pequeño gorrión cerca de la chimenea, me llevó hasta un lugar alejado, probablemente el otro extremo de la casa. El ver el inmenso pasaje delante de nosotros fue… alucinante. Me condujo hasta otra terraza mientras sostenía su copa y yo la mía. El estanque estaba más iluminado aquí y pequeños brotes de agua salpicaban con calma.
—¿Por qué tienes un lugar tan siniestro? —susurré, causándonos a ambos una carcajada, pero a él la alegría no le llegó a los ojos—. No imagino a Demian aquí.
Sus labios formaron una línea recta.
—No es un lugar para él. Aproveché de traerte porque estaría con Alice. A ambos les gusta pasar juntos algunos días de la semana.
—Imagino que todos tus invitados deben venir, no puedo creerte que no hayas traído a alguna mujer aquí.
Me miró a los ojos y me cobijó la mejilla con la palma de su mano desnuda.
—¿Por qué no me crees?
Miré a sus labios cincelados y preciosos.
—Tienes treinta y cuatro años, Edward, eres más adulto que yo…
—Es así, pero a pesar de eso, no he traído a ninguna mujer a este lugar, no de la manera en que crees. Es normal que creas eso, lo sé, apenas y tienes veinte años, eres demasiado joven y yo me siento un pervertido cada vez que te miro y… —Jadeó—. Quisiera evitarlo, eres todo lo que no debo, pero ansío con locura.
Me apoyé en su pecho y él corrió algunos cabellos de mi rostro, como era su costumbre.
—Nunca he vivido estas experiencias…
—Es lo que más me repito.
—Pero quiero vivirlas todas contigo —añadí.
—¿De verdad?
Esta vez fui yo quien acarició su mandíbula, disfrutando de su aspecto tan viril y atractivo.
—Aunque no me creas tampoco, Isabella, me has hecho experimentar por primera vez más de lo que he hecho en toda mi vida —susurró—. Pero siempre he pensado que estoy llevándote a un lugar que aunque lo quiera, no soportarías.
—Estás equivocado —dije con convicción—. Quiero quedarme aquí, contigo, es un lugar oscuro, es tu Tártaro, pero me siento en paz… porque sé que estoy contigo. Quiero experimentarlo todo, pero solo si eres tú el dueño de mis emociones y mis sentidos.
Edward jadeó y me tomó con fiereza para besarme, sacándome un fuerte suspiro. Cuando nos separamos, vi en sus ojos una tristeza que seguía produciéndome una nostalgia muy dura.
—Este lugar fue hecho para fines asquerosos, Bella, fines que ni siquiera quería compartir, era solo… parte de una sociedad que veía el sexo como un juego.
—¿Qué sociedad, Edward?
Cerró los ojos unos segundos y luego los abrió.
—Tenía diecinueve. Estaba en la mejor universidad del país y del mundo. Madre quería que fuera el mejor senador, siguiendo los pulcros pasos de mi padre. Estaba enardecido, tuve dinero, ese propio que te vuelve loco. Supongo que lo mejor que pude hacer fue interesarme por esa morbosidad vacía que te trae el sexo y esa sociedad promovía el disfrute de clase, escondido, rindiendo culto al placer carnal sin ningún sentido. No puedo mentirte, Isabella, creí que era lo único que podía lograr, sobre todo para deshacerme de la idea de pulcritud que padre quería que tuviera. Vi las relaciones carnales como un juego tan vacío… No sentía nada, no sentía lo que los pintores y los artistas quieren que sientas a través de sus exposiciones. Si te soy sincero, no supe qué hacer con ese dinero hasta que decidí hacer esta casa con el fin de que esa sociedad se encontrara aquí. Aún guardo todo, pero…
—Pero ¿qué?
—Pero era tormentoso siquiera pensarlo, Isabella. La perversión sin esa abstracción que concedes a otra persona, viviendo experiencias que solo dos pueden disfrutar. Era un escape fácil y personas así no pueden tener un lugar tan… bien creado para vivir solo lo que dos seres humanos desean. Luego de ello, y tras varios años, conocí Caronte. En cuanto pude adueñarme de él, lo mejoré para hacer que las experiencias y sensaciones fueran como tanto quería, y aun así no supe cómo hacerlo sin sentirme desganado y desgastado, hasta que…
—¿Qué?
—Hasta que te llevé hasta ahí, Isabella.
Arqueé las cejas.
—Siempre fui un atento testigo y aunque he tenido encuentros que no me enorgullecen, así como algunos sin importancia, contigo quiero repetirlo todo y vivir cada una de las ideas que crucen tu mente y la mía.
—Hagamos de este Tártaro nuestra burbuja de experiencias —supliqué, mirando a sus ojos.
—Ya eres dueña de él —añadió, para luego besarme con pasión, uniendo su lengua con la mía.
A medida que lo hacíamos, acaricié sus mejillas y bajé sus brazos hasta que miré sus manos desnudas. Sin aguantarme más acaricié el dorso con cuidado, causando un fuerte brinco de su parte.
—Lo siento —dije, muy nerviosa, llevándome las mías hacia el pecho.
Me contempló mientras respiraba de forma desesperada.
—Sigue haciéndolo —pidió, sorprendiéndome.
—¿De verdad? Edward, yo no quiero…
—Hazlo —insistió con el ceño fruncido.
Volvió a besarme mientras jadeaba.
Acaricié con suavidad su muñeca, disfrutando de la textura. Él cerró sus ojos y acomodó su frente en mi hombro, respirando hondo. Con un nudo en la garganta seguí tocando su piel, llegando hasta sus palmas y luego el dorso, buscando poder calmar el dolor que existía en su interior. Cuando iba a continuar, dispuesta a entrelazar mis dedos con los suyos, Edward se soltó con el pecho agitado, trastabillando mientras caminaba hacia atrás.
—Edward —gemí.
—No —suplicó, temblando desde los pies a la cabeza.
Chocó con un sofá y se escondió con ambas manos en su rostro, gimiendo de dolor mientras algo en su cabeza no lo dejaba estar en paz, algo que lo tenía realmente aterrado mientras gemía como si en su mente alguien estuviera mortificándolo hasta causar su más profundo sufrimiento.
Buenas tardes, les traigo un nuevo capítulo de esta historia, gracias a todas las personas que esperan la actualización con cariño y paciencia, lamento mucho que sus comentarios se empañen con lo que día a día me hacen llegar. Bien, no les gusta la historia, es aburrida para muchas, es la "alargo" y que no tienen paciencia para esperar que actualice al ritmo que me permite mi trabajo de enfermera. Gracias, soy una persona que se esfuerza mucho en traerles lo mejor que puedo y esos comentarios, que han sido constantes y he tenido que borrar por salud mental, me han hecho pensar que quizá estoy haciendo un esfuerzo triple por traerles algo cuando lo que más se reciben son insultos. Tienen más historias en la plataforma para leer, una falta no hará la diferencia, ya sé que perdieron el interés, muchas gracias por escribirlo todos los días acá, han mermado mucho el entusiasmo que tenía por entregarles esto
Gracias a todas
Espero tener el valor de volver otra vez
