Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES +18.
Capítulo en edición (¡te quiero, Karla!)
Recomiendo: Sonata n°6 – Niccolò Paganini
Capítulo 37:
Diapasón
"Ni uno solo de los principios morales que custodian el corazón de los hombres, me era accesible."
—Albert Camus (El extranjero)
Edward POV
Sentía que iba a estallar.
Él… Patrick…
Apreté los dientes y saqué mi teléfono, dispuesto a contactarme con mi investigador privado y hacer añicos a ese hijo de perra. Sin embargo, noté que él me había llamado y luego me había dejado otra fotografía, misma que no esperaba ver: era mi madre… besándose con su gran amigo y proveedor de drogas, el ginecólogo, el Dr. Weber. Miré con más detalle y noté que estaban entrando a un hotel en Londres, lugar al que mi madre solía ir para "calmar la sensación de soledad".
Sonreí con asco.
Si bien, las fotografías anteriores era solo de ellos subiéndose al avión privado para irse juntos, sabiendo ya que me había mentido desde la última vez que me dijo explícitamente que iría con amigas al caribe. Claro que tenía las sospechas, en especial porque dentro de todas esas fotografías anteriores, veía a Patrick Weber entregándole una bolsa y sabía que eso era droga… de las duras.
Desde ese instante recordé mucho de mi infancia, pero esto… ver a Patrick, quien era el médico familiar que se encargaba de ver nuestra salud desde que éramos pequeños, siendo amante de mi madre, visitando un hotel en el que, evidentemente, harían lo que llevaban repitiendo desde que era un infante.
Madre… Madre había traicionado a papá antes de que él siquiera…
Respiré hondo.
Sabía que había hecho cosas que toda mi vida dejé pasar, porque desde que cumplí cierta edad y comprendí que ella tenía un poder insoportable y tóxico para manejar mi vida y la de mis hermanas, vivía como Meursault, cobarde de más, involucrándome en parte de lo absurdo, el existencialismo, ocultando los sentimientos de lástima o arrepentimiento, blindándome en la apatía; era mi manera de defenderme de un sinfín de abundantes oleadas de dolor e intensas emociones que cruzaban mi mente, pronto cimentando lo que se convertiría en la metáfora de mi vida, comparándola con la única cosa que me servía de conexión con mi verdadera lejanía de lo absurdo, mi real pasión: el arte de la mitología, abandonada por los deberes impuestos por mi madre. En ello encubrí todo, en mi propio averno, a veces sintiendo envidia de aquellos que lograban vivir en el Olimpo, esos seres humanos que eran felices disfrutando de su vida sin el escrutinio público o la mirada incandescente de una madre que buscaba la manera de tenerme a sus pies. Pronto comprendí que le temía y por ello impuse aún más mi apatía ante cada una de las cosas que sucedían a mi alrededor, pero imponiendo mi carácter para demostrarle que no me asustaba, que ya era un adulto capaz de todo, pero ¿lo era?
A veces me gustaba mirar a los hombres que iban a por sus hijos que salían de la escuela pública de Brooklyn, un panorama oculto y que jamás había contado a alguien. Pensaba en sus vidas, en lo mucho que quizá se martirizaban por tener el dinero justo, por vivir de forma invisible ante todos, quizá observando el periódico y envidiando la vida de los adinerados, quienes podían costear una vida mejor para sus hijos, pero… ellos no tenían idea de que Edward Cullen los envidiaba profundamente.
Había tantas veces en las que miraba a mi hijo y quería esperarlo afuera de una escuela, abrirle mis brazos y que él, a salvo, corriera a los míos, mostrándome una sonrisa y luego devolverme a casa sin el miedo acérrimo de que alguien le volviese a hacer daño.
Demian había convertido mi apatía en ese escudo intangible que se disolvía al tenerlo conmigo, sí, desde la primera vez que lo vi. Fue como si, al tenerlo por primera vez entre mis brazos, viendo que lo habían dejado a la intemperie, comprendiera parte de mi existencia: no permitir que ningún otro niño viviera alejado de un verdadero padre.
Tragué al recordar lo que a mis treinta supe y miré hacia el horizonte, sintiendo el peso de la culpa por mis hermanas.
—¿Edward? —inquirió Bella, quitándome de mis pensamientos.
Recobré mi conciencia ante la realidad en la que me encontraba y mi corazón latió de forma rápida, sabiendo con quién estaba.
La miré y sentí paz. El aliento volvía a mí, las vicisitudes de mi vida dejaban de tener sentido y todo se reducía a ella.
Isabella.
Parecía asustada, ni siquiera había intriga solo… estaba asustada. ¿Por mí? Nadie… se asustaba por mí. Yo era quien causaba miedo, pero ella nunca lo tuvo, nunca le importó enfrentarme y ahora únicamente me miraba preocupada y asustada por mi bienestar.
—¿Está todo bien? —Se acercó a paso lento y finalmente me contempló a los ojos.
Sentí su calor, ese que desprendía de manera natural, luego el suave perfume que, al parecer, le gustaba llevar en ocasiones especiales, y luego, cuando tocó mi rostro de manera muy cuidadosa, sentí la suavidad de su piel, misma que siempre adoraba disfrutar, pulgada a pulgada, junto a la mía. En el instante en que me involucré en sus maravillosos ojos marrón oscuro, solté el aire que había dentro de mí y toqué sus mejillas rosadas y luego sus labios llenos, mientras admiraba sus pestañas largas y luego su nariz respingada.
Había sido difícil para mí permitirme tocarla con esta suavidad, sí, con estas mismas manos marcadas… Ahora volvían a la vida, tal como yo. Ya no había un absurdo, Isabella me hacía, incluso, pensar en lo mucho que quería dejar las tinieblas para involucrarme en la realidad humana, aun cuando ella venía de los cielos. Pero nunca iba a salir del averno y, a diferencia de aquel mítico Hades, a veces no soportaba la idea de sumergirla en este espacio doloroso; quería verla en el olimpo, con luz… o convirtiéndose en la humana que ella solía añorar, una humana de veinte años que ahora debería estar disfrutando de tantas cosas…
Volví a tragar.
—Solo… Me han comentado que mi jefe de gabinete ha sufrido un accidente —mentí.
Hablar de lo que acababa de ver era impensado, necesitaba que esto quedara conmigo mientras, pues iba a usarlo a mi favor. Aún era muy pronto abrirle estas cosas a Isabella, lo que abarcaba a mi madre era una situación dolorosa que todavía no lograba abarcar de la manera correcta… y era lo que más dolía.
—Oh, ¿pero él está bien? —inquirió preocupada.
Dolía mentirle y tampoco estaba acostumbrado a estos sentimientos. A ratos sí me sentía incómodo por la manera en que parecían brotar flores de mi interior, lugar en el que la apatía se había antepuesto a lo que un ser humano común y corriente debía sentir, pero la mayoría de las veces y ahora, más que nunca, toda incomodidad se esfumaba, porque cada paso hacia adelante era involucrarme más y más con Isabella, quien fuera la esposa de mi padre su último año de vida.
Cada día que pasaba me sentaba a fumar un cigarrillo de tabaco puro frente a la ventana, mirando a las estrellas. Era algo que frecuentemente hacía con papá, lo que más nos unía, además de la mitología griega y la lectura que compartíamos de ella. Antes de que muriera habíamos dejado de hacerlo por el inmenso quiebre familiar que significó la búsqueda de mi padre por el divorcio, cuando tenía treinta; a veces pensaba si mis decisiones desde aquel momento habían sido tomadas por mí o por mi subconsciente, en el que se escondía el niño que tuvo que ver el desastre que significaba… estar en su contra. O quizás era ese adolescente que encontró un tóxico apoyo de su parte cuando todo se iba cuesta abajo.
La última vez que me fumé un tabaco, con la soledad de la noche y el acompañamiento inequívoco de las estrellas y la luna, que estaban siempre ante mis ojos en ese espiral de odio hacia mí mismo y mi existencia, pensé en papá… pero por Isabella. Había ocurrido hacía ya unas semanas, cuando cada día estaba más consciente de todo lo que estaba sintiendo por ella, algo a lo que realmente no estaba acostumbrado. A veces claro que sentía culpa, otro sentimiento que había enviado a un escondite secreto dentro de mí, pero ahora brotaba sin parar. Ya no había escapatoria para Isabella, estaba en mí, causando estragos. Y entonces el recuerdo de papá seguía ahuyentando mis sentimientos, los que finalmente, y ese día, aquel último momento de silencio y de recuerdos de quien fuera mi padre, le pedí perdón. Nunca lo había hecho, ni siquiera por haberme involucrado en situaciones que no debí y pudieron dañar su reputación. Pero esta vez necesitaba pedirle perdón por lo que ya no tenía vuelta atrás: no iba a alejarme de Isabella, no iba a impedir que todo esto siguiera su curso y, aún menos, iba a culpabilizarme por desear y sentir todas estas cosas inexplicables que Isabella, su viuda, lograban causar en mí. Solo podía pedirle perdón, pero en realidad, no estaba ni estaría jamás arrepentido por dar los siguientes pasos. Bella había llegado a mi vida para recordarme lo que busqué por tanto tiempo y dejé a la deriva producto de esa apatía y de que, por supuesto, nunca la encontraba, por más que mirara hacia mi alrededor.
—Sí, está bien, solo fue un accidente pequeño. Creí que sería peor, pero me lo ha explicado y fue algo sin importancia —aclaré.
Sonrió.
—Me alegro mucho.
Toqué su rostro con suavidad, disfrutando de esa piel inmaculada tras las cicatrices de la mía. Cada vez parecía curarlas más, pero ella no era mi remedio ni mi centro de rehabilitación, sino mi lugar más seguro en el mundo. Hacía de mi búsqueda por mejorar… una realidad.
—¿En qué estábamos? —pregunté, acercándola con mi mano en su barbilla.
—Estábamos bailando —susurró.
—Pero aquel hombre…
—Edward, no quiero que vuelva a ser un tema entre nosotros —musitó, interrumpiéndome—. Él ahora vive mal, apenas gana lo suficiente. ¿No es ese su castigo? —inquirió.
—¿Cómo logro quitarme la rabia de saberlo? Lo siento, Isabella, yo…
—Siempre he querido ayudar a más mujeres que han tenido que vivir las cosas que yo misma he pasado, y aún así, a quienes les ha tocado peor —musitó.
Asentí, sintiéndome un idiota por entrometerme en sus propios temores y recuerdos.
—De verdad, lo siento, sé que no buscas un superhéroe, ya lo eres tú en tu vida.
Rio.
—Las mujeres no necesitamos un superhéroe, Edward, necesitamos que nos hagan vivir la vida de una manera maravillosa…
—Lo siento, por entrometerme en tus decisiones y en lo que te afecta como si tuviera la razón por sobre la tuya, en especial si se trata de tus vivencias.
Ella tocó mi rostro con suavidad y me abrazó desde el cuello.
—Me haces vivir la vida de manera maravillosa —dijo en voz baja—. Él… No me interesa. Y creo que tu poder conmigo no sirve de mucho.
Me reí también y la abracé desde la cintura para que continuáramos bailando.
—Aunque sé que esto lo has querido hacer por mi bien…
—Porque me mueve las entrañas lo que te ha sucedido —mascullé, sintiendo un nudo en la garganta—. Pero recuerda que te respeto, lo hago más que nadie en este mundo.
Bella pestañeó y puso su rostro en mi pecho, algo que hacía siempre con mucha precaución, quizás temiendo perturbar mi rigidez. No la culpaba y a modo de contención le besó los cabellos, algo que nació, otra vez, de un lado oculto de mí. No estaba acostumbrado a este tipo de demostraciones, pero desde que estaba con ella, todo salía de forma natural.
—Sé que cada cosa que has hecho, lo has hecho para que me sienta segura —volvió a susurrarme.
—El poder me generó apatía, Isabella, vivía del absurdo, de lo que sucedía y todo me parecía propio de la mera realidad —le expliqué—. El poder es un sucio aliado, todos te temen, nadie se acerca sin una orden y sé que sigo siendo un hombre dominante, no me gusta que se entrometan en cada situación si yo no lo he ordenado, pero… cuando te conocí sentí rabia, y eso, Isabella, era algo raro en mí. —Le corrí el cabello del rostro mientras nos contemplábamos—. Luego te deseé, te deseé tanto que no dejaba de pensar en ti y cuando pobre tu piel todo de mí se derrumbó y volví a sentir. Ahora te miro y siento más de lo que soy capaz de expresar con palabras. Y sí, quiero que te sientas segura, en especial conmigo. —Fruncí el ceño y acaricié sus labios—. Dejé de lado todos mis tropiezos y mis obligaciones por renunciar. Quédate conmigo esta noche y las que siguen, Isabella.
Sus ojos brillaban, ah, esos hermosos ojos marrón oscuro.
—Claro que sí, Edward.
Suspiré, sabiendo lo que venía ahora.
—Me das paz, Isabella, me das… Mi corazón vive.
Tragó y apretó mi camisa.
—Sigue bailando conmigo —suplicó.
—Lo haré cuando gustes.
Ella siguió abrazada a mí y yo cerré los ojos mientras sostenía su cintura. Era tan pequeña entre mis brazos, de aspecto frágil… Sonreí. Pero su alma era más fuerte que, incluso, la mía.
A medida que nos movíamos, aproveché de oler su cabello, de sentir ese perfume especial, de mezclarme con su calor y de valorarla en su entereza.
—Quiero seguir bailando contigo en privado —musitó.
Sonreí otra vez.
—Está bien —dije.
—Iré al baño, no me tardaré.
Asentí y nos fuimos hacia adentro, para después verla caminar hacia el baño.
En medio de mi soledad, saqué mi móvil y vi las fotografías enviadas por mi investigador, lo que aumentó mis deseos rufianes por llamarla. No dudé ningún segundo en buscar su contacto y esperar a que me respondiera, corto de paciencia, harto de los recuerdos. Cuando escuché su voz, emitiendo esa dulzura que siempre tenía para mí, respiré hondo y contesté:
—Madre.
—Cariño —canturreó—. ¿Cómo va todo? Me ha llamado la atención tu llamada. ¡Me encanta cuando me llamas! No sucedía hacía tanto tiempo…
—Es para algo puntual, madre —interrumpí—. Imagino que tu viaje con amigas al caribe debe estar maravilloso.
Apreté los dientes mientras recordaba lo que le había dicho a Bella en el departamento y luego lo que buscaba con los medios. Era como si eso hubiera roto mi paciencia, la que estaba rebasada hacía más de diez años.
—Va maravilloso —afirmó—. No tienes idea de cuan bien te vendría salir un poco conmigo, como cuando eras pequeño. Con todo lo que nos ha sucedido como familia desde la aparición de esa mujer, te mereces un buen descanso…
—No sabía que en el Caribe estaba el hotel Mandarin Oriental Hyde Park —susurré.
Hubo un silencio tan sepulcral que apreté mi mandíbula.
—Cariño…
—Sé sincera… madre.
La oí suspirar y luego comenzó a llorar.
Miré hacia otra dirección, apretando los ojos de furia.
¡¿Por qué lo hacía?! ¡¿Por qué cada vez que hacía sus mierdas comenzaba a llorar?!
Mis manos comenzaron a temblar a medida que llevaba el teléfono entre mis dedos, recordando cuando lloraba después de… Yo solo tenía seis años. Solo… seis años.
—Edward, cariño, yo…
—Estabas con Patrick, el médico que te ha mantenido con medicamentos sin ser un maldito psiquiatra.
La escuché sollozar de manera tan sórdida que estuve al borde de cortar.
—Son amantes, madre. ¡Habla ya! —rugí.
—Lo siento mucho, cariño, ¡lo siento tanto! —insistía de forma desesperada—. Perdóname por hacer eso, sé que debe ser difícil enfrentarlo y yo también no sabía lo que estaba pensando… Perdóname por hacerte esto.
Fruncí el ceño al escucharla, volviendo a revivir otro episodio, aquel cuando tenía diecisiete.
Tragué y me repuse.
—Madre —insistí—. ¿Cuánto tiempo llevas siendo amante de ese maldito médico? ¿Hace cuánto tiempo engañabas a mi padre? ¡Dímelo ya!
—Él es solo… un momento de locura, no quería traicionarte así, cariño.
Mi barbilla tembló. Quería sacar esas imágenes de mi cabeza.
—¡Ya basta! —gruñí furioso—. ¡Estoy hablando de mi padre!
Salí hacia el balcón para que nadie me escuchara.
—Edward. —Su voz era un hilillo aterrado—. Debemos hablar, debemos… aclarar las cosas, no hay nadie más importante que tú para mí.
Sentí un nudo en la garganta y luego una sensación insoportable… Eran náuseas. Quería vomitar.
—Madre —enfaticé, usando un tono de voz aún más grave—. Te dije que ante estas actitudes te enviaría a la clínica…
—Edward —insistía—. Por favor…
—Voy a dejar pasar esta mierda, ¿de acuerdo? —exclamé—. Pero quiero que me digas desde hace cuánto engañabas a mi padre, eso es lo único que me importa, ¡lo único!
—Claro, cariño —musitó de forma sumisa—. Yo… yo… Tú sabes que él era muy importante para mí… Pero cuando supe que me engañaba con esa mujer joven que ahora se ha apropiado de todo… simplemente me dejé llevar. Te juro por el amor que tengo hacia ustedes, mis hijos, que es cierto.
Sonreí de forma ácida.
Claro que eso era mentira.
—Voy a creerte, madre —mentí—. Pero quiero que recuerdes quién tiene el poder aquí, ¿bien? Yo estoy a cargo de lo que haga con… la entrometida. —Respiré hondo al llamarle así—. Si vuelvo a saber que has metido tu nariz en esto…
—Prometo que no lo haré, ¿bien? No haré nada que tú no me digas —respondió de forma clara y desesperada.
—Ahora, por favor, vuelve al psiquiatra —insistí con el ceño fruncido—. Ya no quiero verte con tus crisis, madre. Debes asumir que tu trastorno limítrofe…
—Lo sé, lo sé —gimió—, solo… por favor, no me dejes sola, no dejes de amarme, para mí no hay ningún hombre más que tú. Por favor —suplicó.
Cerré mis ojos y apreté mi teléfono con todas mis fuerzas.
Más recuerdos volvían a mi cabeza.
—No lo haré —respondí—. Ahora… necesito que me dejes en paz, cuando vuelvas avísame y volverás al psiquiatra, y por ningún motivo vuelvas a actuar sin mis órdenes, ¿está claro?
—Por supuesto… Cariño.
—Hasta pronto, madre.
—Te amo con todo mi ser, Edward, siempre serás el hombre de mi vida.
Corté con las náuseas aún más densas y guardé mi móvil mientras miraba hacia el horizonte, sintiendo escalofríos, marginado en un estado en el que mis traumas volvían a mi vida.
De pronto, quería volver a hablar con Elizabeth y suplicarle que me llevara a aquel especialista que me ayudó a entender, pero…
—¿Edward? —llamó la voz suave de Bella. Parecía muy tímida.
Respiré hondo para darme la vuelta, pero ella ya lo había hecho, poniendo su mano en mi brazo.
—¿Estás bien? —inquirió.
Boté el aire y la abracé hasta el punto de levantarla varios centímetros del suelo.
—¿Quieres que nos vayamos… a casa? —preguntó
Miré a sus hermosos ojos. La paz que me transmitía era tan profunda. El nudo en mi garganta se transformaba en solo un amargo recuerdo y mi madre dejaba de existir. Solo estaba Isabella, solo ella…
Me acarició las mejillas con cuidado, siempre contemplándome con una ternura que probablemente nunca notaba.
Aún me costaba decir esas palabras, todavía parecía difícil hacerme a la idea de sentir algo que nunca había entrado con tanta fuerza en mi corazón, no después de vivir mil infiernos, apropiarme de ellos y rodearme de mi apatía. Ningún ser poderoso podía dañarme, yo era dueño de mi averno, estaba ahí, en la meca de cada espacio que significaba lo más duro del mundo. Me odiaban, querían destruirme, pero no, ningún poderoso podía. Pero, incluso así, deseaba con fervor ser parte de los mortales, al menos, estar en el Olimpo… quizá, solo con el fin de tener a Isabella entre mis brazos, en un paradeiso, aquel que ella merecía, solo para hacerla feliz, alejada de esta mierda que iba a dañarla, incluido yo, con toda esta carga e imposibilidad de dejar atrás la oscuridad y la lúgubre realidad de mi vida. Nunca pensé que este sería mi peor tormento y mi mayor debilidad, porque en mi más profundo ser, en ese que escondía solo para mí, Isabella era la mujer que quería… Sí, la quería, tanto como inexplicable.
Solo pude mirarla, cobarde, acariciando su rostro, viéndola sonreír y lucir esa hermosura que no solo estaba en su exterior, sino dentro de ella y decirle entre mis pensamientos "te quiero, Isabella Swan".
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Isabella POV
Cuando llegué del baño vi su espalda en el balcón. Estaba muy tenso. Ya no resultaba difícil leer sus expresiones corporales, aun si estas estaban a metros de mí.
En cuanto le pregunté si estaba bien y sentí sus brazos a mi alrededor, supe que algo había ocurrido, y otra vez, atragantada con esto que teníamos, donde nuestros secretos no podían ser revelados, callé ante las inminentes preguntas que venían a arrebatarme el aliento, porque yo tampoco sabía de qué forma contarle… todo…
Luego de escucharme preguntarle si quería ir a casa, simplemente acaricié sus mejillas y, otra vez perdida en su mirada humana, con esos ojos verdes tan profundos y llenos de vivencias, asintió, y yo estuve feliz de poder estar más tiempo con él.
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Edward tomó mi mano y miró su reloj, esperando a que los guardaespaldas salieran de sus coches. Tanto Emmett como Félix, respectivos líderes de los equipos, se acercaron a quienes eran sus jefes.
—¿Vamos a destino? —preguntó Emmett, poniéndose sus gafas oscuras.
Era ya de noche, pero era su ritual.
Félix me contempló, como si esperase una indicación también de mi parte.
Sonreí.
—Sí, nos iremos a casa —ordené de forma clara.
—Tú eres la ama y señora, Bella —me susurró Edward al oído—. Al fin y al cabo, eres tú quien tiene el poder, incluido el mío.
Sentí escalofríos al escucharlo y me giré a mirarlo con la ceja enarcada.
—Lo sé —fue lo único que respondí, sonriendo.
—Perfecto, señorita —dijeron al unísono, dispuestos a tomar su coche junto a los demás.
—¿Nos vamos? —inquirió, ofreciéndome su mano desnuda.
Sonreí y se la tomé, sintiendo de inmediato el calor de su tacto.
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Al llegar al seguro y apartado apartamento de Edward, todo estaba oscuro y lo único que veía eran las ventanas de la sala principal, mostrando el lejano paisaje neoyorkino y el brillo de la piscina exterior. Él tomó un control y encendió la luz, pero antes de aumentar la intensidad de esta, se giró a contemplarme.
—¿Cómo la quieres?
—Tenue —respondí—. Me gustan los lugares con luces tenues, así puedo apreciar los colores burdeos de tu departamento.
—Siempre los has notado, ¿no? —inquirió.
—Siento que te caracteriza… O más bien, nos caracteriza.
Puso su mano en mi espalda baja y antes de dar un paso más, me acercó a su pecho, sosteniendo mis mejillas con suavidad.
Cada día, sus dedos eran menos rígidos, más tenues y delicados.
—Claro que nos caracteriza —afirmó, juntando su frente con la mía—. Es nuestra identidad.
Sonreí y nos besamos.
—Se siente tan silencioso sin Demian —dijo, mirando el lugar de manera nostálgica.
De solo recordarlo, sentí mariposas en el estómago.
—Quizá deberías llamarlo…
—No, descuida, Alice constantemente me estuvo enviando fotografías y ya está durmiendo —contó—. Él es muy feliz de estar con su tía.
—Alice es… muy especial —aseguré.
Se quitó el abrigo y suspiró.
—Lo es —murmuré—. Me gustaría ser más franco con ella respecto a tantas cosas, pero por el bien de su salud mental, espero que nunca sepa todo…
Se calló.
—¿Qué? —inquirí, acercándome a él para acariciar su pecho.
—Dame tiempo de decirlo todo, Bella. Quiero ser tan sincero contigo, abrir todo lo que tengo dentro, aterrado de intoxicarte y alejarte…
—No lo harás —interrumpí.
—Lo que llevo dentro es más de lo que podrías soportar, pero realmente quiero ser sincero, poder abrir este pecho envenenado y tóxico, pero para eso necesito…
—Todo lo que necesitas lo tendrás de mí —aseguré, subiendo mis manos hasta su cuello—. No puedo obligarte ni mucho menos exigirte algo que sé, por la manera en que tus ojos brillan, duele y seguirá doliendo. Te escucharé cuando y cuanto sea posible, solo… quisiera que también pudieras escucharme cuando sea el momento oportuno. A veces no sé cuándo será, pero a ratos quiero gritarlo.
Volvió a besar mi frente y aquello solo provocó que cerrara mis ojos y mi cuerpo pidiera sus brazos otra vez.
—No sabes cuánto me gusta cuando besas mi frente —susurré.
Era un calor que emanaba de sus labios que sencillamente me hacía sentir dichosa, en hogar, cobijada y especial.
—Lo haré siempre, Bella, antes no nacía en mí, ahora solo quiero repetirlo cuantas veces me lo permitas —musitó.
—Siempre —murmuré.
Tomó mi mano y me instó a que siguiera hacia adelante como si el lugar fuera mío. Luego sentí sus brazos, quitándome con suavidad el abrigo, situación en la que aprovechó de tocar mis brazos con delicadeza y suspirarme en el cuello.
—¿Quieres algo caliente para beber? —me preguntó, nuevamente tomando el mando para encender una chimenea eléctrica, que emulaba el fuego de una manera muy realista.
—Me gustaría algo relajante —susurré suspirando—, en realidad, no sé por qué, pero cuando tú estás cerca, siento que todo está bien y muero por intensificarlo aún más.
Cuando me giré, me di cuenta de que se había quitado el suéter. Llevaba solo su camiseta marrón.
—Eso debí haberlo dicho yo —jugueteó, volviendo a acariciarme, esta vez la barbilla—. ¿Te gustaría una infusión de lavanda?
—Me encantaría —musité en respuesta.
—Ven conmigo.
Una vez que estuve en la cocina de Edward, la cual era francamente preciosa, pulcra y de colores ocre, grafito y marfil, con una notoria decoración marmolada, él se movió con maestría en el lugar. De la alacena superior sacó una fina taza y un platillo negro, los que puso delante de mí mientras calentaba el agua en una sofisticada máquina. Cuando vi que ponía la lavanda dentro de una tetera, también negra, y luego dejó caer el agua ya caliente, comencé a sonreír. Verlo hacer cosas mundanas eran más atractivas que cualquier lujo que quisiera mostrarme; en realidad, era lo que menos me importaba, podía ver a un hombre haciendo algo tan dulce como una infusión para mí. ¿Alguien imaginaría que Edward Cullen, ese Hades aterrador, guardián del averno, el político poderoso con una historia de gran sustento gubernamental, blindado por contactos envidiables, capaz de hacer temer a quién sea y acostumbrado a que los demás realicen sus órdenes al pie de la letra, pudiera hacer algo tan sencillo como una infusión de lavanda para mí?
Sí, esto era más atractivo que cualquier otra pretensión lujosa, este Edward era mi perdición.
Se sentó frente a mí, los dos en la isla de la cocina, contemplándonos en silencio.
—Huele tan bien —dije finalmente—. No pensé que tenías este tipo de cosas en tu departamento.
Sonrió mientras miraba la taza y luego lo hizo conmigo.
—Elizabeth siempre tenía lavanda para la calma —murmuró nostálgico—. Desde que era pequeño.
Arrastré mis dedos hacia adelante, queriendo tocar las cicatrices y los pequeños tatuajes ininteligibles que había en el dorso y palmas de sus manos, pero me quité rápidamente, no queriendo incomodarlo.
—¿Desde cuándo ella ha estado en tu vida? No podemos negar que Elizabeth es una mujer muy maternal.
Suspiró.
—Desde que tengo memoria.
—Al menos ya sabemos que ella está bien en casa, sin problemas luego del ataque en la fundación —susurré—. Imagino que la lavanda debe mantenerla también tranquila.
Su sonrisa se hizo nostálgica.
—Elizabeth es muy importante para mí —confesó.
—Lo sé.
Nos contemplamos nuevamente.
—Ella te adora, Edward.
Tragó.
—Sin ella mi infancia habría sido aún peor.
La sola idea me hacía querer preguntar más, pero también me dolía la idea de saber qué había más allá. Ni siquiera podía imaginármelo tras esa mirada verde opaca que de pronto lo tenía embargado.
—Su infusión de lavanda es maravillosa, ¿no crees?
Sonrió.
—Me la daba cada vez que iba al psiquiatra —manifestó—. Era la manera de mantenerme calmo.
Apreté mis manos y esta vez tragué yo.
—¿Dónde estaba Carlisle? —Mi voz había aumentado su tono; estaba embargada en demasiados sentimientos.
—Intentaba hacer lo mejor, por eso confiaba en Elizabeth, su mano derecha. Su trabajo como vicepresidente lo consumía y la vida junto a mi madre…
No pudo seguir.
—Elizabeth me contuvo en muchos momentos —musité, recordándolo perfectamente—. De lo contrario, todo habría sido más difícil. Y con ella descubrí que la lavanda es lo mejor para lograr la calma.
Chocó su fina taza con la mía y nos sonreímos, cada uno con sus recuerdos intactos.
—Quiero llevarte a un lugar especial para mí.
Levanté las cejas.
—Nadie más que Anna lo conoce, pues… tiene que limpiarlo.
Me reí.
—Pues muéstramelo.
Se levantó luego de beberse la infusión junto a mí y me mostró esa mano desnuda llena de secretos. Cuando la tomé, Edward me hizo tocar suelo y me besó de forma suave.
—Por favor, no vayas a molestarte.
Arqueé las cejas.
—No lo creo. Muéstrame.
Suspiró y asintió.
Me llevó hasta la habitación, aquella en la que más de una vez dormimos juntos. Cuando noté que iba a abrir la puerta secreta que tenía en aquel lugar, supe hacia dónde nos dirigíamos. Entramos hacia la inmensa biblioteca, la que me dediqué a mirar unos minutos.
—Tienes tantos libros —susurré—. Siempre he querido tener algo así.
—Un día puedes leerlos, cuando tú quieras… De hecho, puedes sacar el que quieras antes de que te vayas… Aunque no me gusta la idea de que lo hagas —me dijo al oído, quitándome el peinado para dejar caer mis cabellos.
—Lo haré —musité—. Vendré a por uno todos los días, en especial si tienes algo que me haga entender un poco más lo que te gusta.
—Para ser justos, quisiera que me dijeras qué te gusta leer y te tranquiliza, sería un buen regalo, ¿no crees?
Sonreí.
—Muéstrame más —pedí, sabiendo hacia dónde nos dirigíamos.
Edward tenía sus dedos entrelazados a los míos y me llevaba por ese oculto pasillo, el que finalizaba en esa inconfundible puerta de roble oscuro.
¿De verdad iba a mostrarme este celoso lugar?
Respiré hondo en cuanto abrió la puerta, por lo que volví a encontrarme con esas inmensas ventanas, algunas con mosaicos, otras con la mejor vista al parque principal de Manhattan. Estaban los muebles de cristal que cuidaban perfectamente los utensilios de pintura, incluidos los tubos de óleo. Y entonces, ahí estaban, el violín y el piano de cola blanco. Todo era tan hermoso, había flores de diferentes tonos, pero las que predominaban eran las rojas y anaranjadas. Las pinturas que estaban colgadas eran impresionantes, tan impresionantes que solo pude imaginarme que habían sido hechas por él. Tenía un talento increíble, mis pies se fueron hacia adelante y solo bastó que viera su firma para saber que efectivamente sus manos habían hecho tal perfección. Cada pieza tenía un notorio estilo renacentista, pero también barroco… conjugado con la realidad del realismo. Mostraban la belleza de la desnudez, paisajes con notorias metáforas que podían considerarse como una comparativa a lo que había estado viviendo en el congreso… y ahí había un atril con un lienzo que me daba la espalda junto a una butaca de terciopelo rojo.
—Este es mi lugar secreto, Bella, vengo aquí cada viernes o sábado que puedo —musitó.
Nuevamente sentí deseos de llevarme una mano al pecho, pero estaba paralizada. Nunca estaría acostumbrada a un lugar tan lindo como este.
—Aquí puedo ser realmente yo —añadió.
Me giré y caminé hacia él. Puse mis manos en su torso y lo miré con una sonrisa triste. Edward, en cambio me dio una sonrisa muy dulce.
—Sé que corriste hacia acá a ver qué ocurría, señorita curiosa.
Me sonrojé al oírlo.
—Hay cámaras. —Apuntó hacia arriba. Ahí, justo en una esquina, pude ver una cámara diminuta apuntando hacia el lugar.
—Dios santo, lo siento mucho —gemí, mordiéndome el labio inferior.
De pronto comenzó a reírse de una forma tan atractiva que no tuve más remedio que mirarlo embobada, porque Edward… Ah… Lo quería tanto.
—Descuida, no me ha molestado, de hecho, me sorprendí de tu rostro al ver el lugar, era como si valoraras todo de mí —susurró.
Sonreí.
—Lo hago, realmente lo hago.
Suspiró.
—Ven.
Volvió a tomar mis manos para llevarme hacia adelante, procurando que pisara las escaleras con cuidado mientras encendía unas pequeñas luces sutiles, las cuales mantenían el ambiente realmente cálido.
—Ponte tan cómoda como quieras, sigue siendo tu hogar —musitó aferrándose a mi cintura esta vez.
—Dios mío, Edward, todo este lugar es… —Suspiré—. Es… No puedo creerlo realmente. Cuando lo vi pensé que estaba en un sueño.
Me acompañó hacia el armario de cristal, tocándolo con suavidad. Estuve varios segundos contemplando los tubos de pintura, maravillada con tantos colores. Había una gran cantidad de pinceles, así como parecía haber guardado varios lienzos para poder pintar, todos de diferentes tamaños.
—Eres un artista —susurré, mirándolo.
Él se giró a contemplarme y sus ojos amenazaron con las lágrimas.
—¿Eso crees?
Tragué.
—Se respira, Edward. Esos cuadros que nos rodean… fueron hechos por ti —gemí.
Me di la vuelta y comencé a contemplar las diferentes escenas apesadumbradas en el óleo, haciendo una mezcla impresionante entre el barroco y el romanticismo; nunca había visto algo similar… Nunca. Estaba todo tan bien hecho, había una identidad propia en cada cuadro, todo firmado por él.
De pronto sentí sus dedos en uno de mis brazos, acariciándome, mientras yo observaba uno de sus cuadros, un hombre sumergido en un apoteósico lugar, desastroso, oscuro, nauseabundo… Y él se protegía de un inmenso manto oscuro con forma femenina. Parecía que estaba viendo las ilustraciones lejanamente idílicas de Gustave Doré, pero no, había sido hecha por Edward.
—Siempre quise dedicarme a esto, desde que era pequeño. Mi paso por la universidad era con un único interés: seguir nutriéndome de las cosas que contemplaba mediante el arte y agregarle más sabiduría a mis creaciones. Nunca pude mostrárselas a nadie… excepto a ti —siguió murmurando cerca de mis oídos.
Me di la vuelta con los ojos también llorosos y toqué su pecho.
—Eres un artista y un hombre maravilloso, como senador has buscado hacer cosas por los niños de la mejor manera posible. Para mí, eres el hombre más especial que he conocido en mi vida —susurré.
Me besó de manera pasional y luego juntó sus labios en mi cuello mientras me abrazaba.
—No tengo tantas virtudes como imaginas, Bella, pero en este lugar plasmo, al menos una vez a la semana, en silencio, con todas mis horrendas inspiraciones. Me gusta lo oscuro.
—Yo creo que sí —dije.
Sonrió.
—Quizá pierdo el tiempo viendo las tuyas —musitó.
—Edward, yo apenas tengo…
—¿Y que seas joven significa que no tienes virtudes? Isabella Swan, has dominado el mundo más difícil de la compañía, ¿crees que eso no lo haría una mujer inteligente?
Sonreí yo esta vez.
—Y encima sabes tanto de todo. Serías experta en lo que sea que te propongas. Eso y el que me hayas enviado al carajo en un segundo, hicieron que no dudara por ningún minuto de lo peligrosa que eres.
Acabé riendo, pero luego me vi abrazada a su cuello, simplemente deleitándome de sus ojos y de la manera en que iba atravesando sus capas hostiles para dar con su verdadero corazón.
—Eres perfecta para llevar el legado de mi padre, y que él me perdone, pero te quiero conmigo, aunque hayas estado a su lado, ¡no me importa! —Me tomó las mejillas y me miró a los ojos—. Sé que te lo he dicho muchas veces, pero hoy sé con mayor certeza que de no haber sido tu esposo, jamás te habría conocido. Y quizá sea un pecado para los moralistas, pero yo no lo soy, a veces he considerado que soy el rey de los pecadores… o quien cuida las guaridas más sórdidas posibles; pero te quiero conmigo y quiero seguir siendo testigo de lo inteligente e impresionante que eres. No puedo dejar de admirar lo que haces tan joven. —Sonrió mientras yo intentaba respirar con normalidad—. Es francamente perfecto. Es un mundo tan duro y has estado enfrentándolo todo de una manera… impresionante. Eres maravillosa, Isabella, una mujer… La mujer que tanto esperé.
Nos abrazamos y continuamos besándonos. No había espacio para el respiro, simplemente éramos uno solo. Cuando nos separamos, solo me dediqué a mirarlo, perdida, incapaz de poner mi atención más que en él.
—Nunca dudes de ti. Padre siempre ha sido sabio y desde que te vi supe por qué estás en la cabeza de todo lo que siempre le correspondió —susurró—. La compañía y la fundación tienen una inmensa líder… y sé que serás capaz de mucho más, solo a veces quiero protegerte de todo este mundo de mierda, no porque seas débil, sino porque no quiero que vivas lo mismo que yo.
Acaricié su rostro una vez más y él besó mis manos.
—Dime que aunque vivamos un infierno en algún momento… siempre recordarás esto —musité, sabiendo lo que sucedería en algún momento.
Las paredes tenían ojos, los rincones visiones y el cielo una luz que apuntaba hacia nosotros… La noche era nuestro único refugio.
—Haré todo lo posible porque ese infierno se convierta en nuestro lugar y no un tormentoso y explosivo escándalo…
—Edward —gemí.
Tragó con los ojos brillantes.
—Siempre lo recordaré —dijo al fin.
Mi barbilla tembló.
—Tú también hazlo.
Tragué.
—Por supuesto que sí.
—Y dime que confías en mí —pidió, abrazándome desde la cintura.
Sus ojos parecían tan desesperados… No sabía cómo tomarlo o descifrarlo.
—Confío en ti, Edward, ¿cómo no hacerlo? ¿Acaso tú no confías en mí?
Sonrió con tristeza y me acarició el cabello con cuidado para luego hacerlo en mis mejillas.
—Confío perdidamente en ti, Bella… perdidamente en ti —musitó.
Me acurruqué en sus brazos, sintiendo un fuerte frío en mi interior. Edward puso su barbilla en mis cabellos y luego olió las hebras, como si quisiera grabarse mi aroma.
—¿Y? ¿No vas a mostrarme eso? —pregunté, apuntando a su piano y al violín.
Se rio.
—Eso era precisamente lo que quería hacer. Ven.
Nos fuimos juntos hasta aquellos majestuosos instrumentos, escalones más abajo, dispuestos frente a la mejor vista. Edward tocó el piano con cuidado, frunciendo el ceño. Este era blanco y tenía detalles dorados que lo hacían una obra de arte en su máxima expresión.
—Mi padre me lo regaló a escondidas —susurró—. Fue cuando entré al conservatorio Juilliard.
Me sorprendí enormemente.
—Edward… ¿Juilliard?
Tragó y asintió.
—Entré por el programa de Diploma de Artes Musicales —me contó—. Era enormemente feliz. Impedí que papá, quien era muy influyente, pusiera un dedo en ello. Estaba tocando piano por mi padre, pero siempre me gustó el violín, ¿sabes?
—Tu padre era un gran pianista —musité.
—Lo era. —Sonrió con nostalgia—. Pero no era tan bueno como él, lo supe cuando estaba en mi tercera semana y un gran profesor me escuchó tocar el violín a escondidas, de noche, en una de las salas. Recuerdo muy bien que tocó mi hombro y lancé el arco. Cuando lo vi le pedí perdón cientos de veces. —Rio y en sus ojos vi la añoranza que probablemente le producía aquel recuerdo—. Él comenzó a carcajear y volvió a tocarme el hombro, de una forma amistosa y paternal. —Suspiró, mirando al horizonte—. Recuerdo tan bien lo que dijo, como si lo tuviera en frente.
—¿Qué dijo? —pregunté.
Me ofreció el banco del piano y me senté, mientras él se mantenía encuclillado frente a mí, con uno de sus codos apoyado en su muslo y la mano en su barbilla.
—"¿Por qué audicionaste con el piano?" —respondió—. Me quedé de piedra, ¿sabes? Pero seguía carcajeando y movió la cabeza de forma negativa y después exclamó "¡estás tocando a Paganini, chico! ¡Esto es lo que debiste llevar a la audición!". —Contuvo el aliento y luego bufó—. Lo entendí todo, ¿sabes? Constantemente hacía lo que creía que estaba correcto para mi madre, pero no solo para ella… sino también con mi padre. Aquel profesor me pidió que fuera a primera hora con uno de los más grandes violinistas del equipo docente… Y ahí estuve tres años, convirtiéndome en el primer dueño de aquel diploma.
Sonreí, imaginando a ese chico tan lleno de sueños.
—Padre y madre estaban ensimismados en la carrera presidencial, estaba en la gloria. —Tragó nuevamente—. El grupo corporativo de instrumental de Juilliard me preguntó si buscaba ir más allá y yo lo sabía, quería el arte en mi vida… Y con Paganini volví a audicionar, esta vez para entrar al grado. Sabía que era difícil, pero estaba ensimismado, quería demostrar que Edward Cullen estaba lejos de las influencias y de… la política. —Su mirada se volvió deprimida—. Pero lo logré, entré.
—Estoy segura que lo lograste.
Sus ojos se tornaron llorosos y bajó la mirada.
—Solo faltaban dos meses para acabar, estaba en la gloria… Pero… me vi obligado a dejarlo —musité.
Sentí un nudo en la garganta.
—Padre era presidente y… —Suspiró—. Comencé a ser el foco de personas inescrupulosas que hicieron de mi vida un infierno. Fue el peor momento de mi vida.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Aún no puedo hablar de ello, aún… —Su barbilla tembló y sus ojos se tornaron acuosos.
Lo abracé e hice que pusiera su rostro en mi cuello.
—Esperaré… Si quieres contármelo, con gusto escucharé.
—Quiero hacerlo, pero… tengo miedo —musitó.
Estaba tan vulnerable.
Acaricié sus cabellos y respiré hondo, oliéndolo y sintiéndolo respirar.
—Tócame una canción —insté—. Muero por escucharte.
Se separó para mirarme.
—Con una condición.
Sonreí.
—¿Cuál?
—Báilame.
—¿Bailar?
Asintió.
—Que la melodía te haga sentir… Quiero ver a mi gran obra de arte.
Pasé mis pulgares por debajo de sus ojos y seguí sonriendo.
—Pues eso haremos. Pero para bailar necesito quitarme las medias, ya me está dando calor —susurré.
Continuamos sonriéndonos y él fue quien me quitó las gruesas medias, poco a poco, no sin antes depositar besos en mis muslos. Me acomodé descalza en el suelo y él me ofreció su mano. Al pararme seguíamos contemplándonos y me hizo sentarme en uno de los preciosos divanes que decoraban el lugar, el cual, por supuesto, era de color rojo sangre.
—Espero que te guste este pequeño concierto —musitó, tomando el violín, el que al ver de cerca simplemente me impresionó.
Recordaba haber visto uno similar cuando era pequeña… junto a papá.
—Un Stradivarius —dije.
Edward me regaló una media sonrisa.
—Los conoces.
Asentí, acercando mi mano para tocarlo, temerosa por su importancia y poder adquisitivo. Edward me lo acercó aún más, por lo que me dediqué a acariciar la madera y sentir su olor, así como apreciar que, en las efes del instrumento, estaba el logo y el característico sello.
—Mi padre tenía un amigo —conté nostálgica—. Era un músico coleccionista que solía ir por el mundo buscando los instrumentos predilectos por su historia y… —Suspiré—. Eran amigos desde la escuela. Un día me llevó a ver su colección y me contó con entusiasmo que delante de mí estaba uno de los violines más importantes y maravillosos del mundo… y que esperaba que algún día escuchara las melodías que podían salir de él. Nunca pensé que eso sucedería, papá simplemente me instaba a entender que todo lo mejor del mundo podía sucederme.
Miré a los ojos de Edward, que me escuchaba con total atención. Vi admiración y sentimientos contenidos.
—¿Sabes por qué te instaba a ello? —inquirió—. Porque sabía que todo lo que quisieras lo harías de la mejor manera posible. Tienes una mente privilegiada, Bella.
Sonreí.
—Todo lo que haces y te planteas lo ejecutas de la manera más impresionantemente posible. Ya lo he visto, y de hecho, no puedo dejar de pensar en que al fin te he encontrado.
Tragué con un nudo en la garganta. No supe qué decir. Cada palabra que salía de sus labios se hacía más y más sincera.
Se posicionó el violín con mesura y delicadeza, para entonces pasar el arco con suavidad en cada una de las cuerdas. La simple prueba del sonido me hizo cerrar los ojos y suspirar. Y entonces, una melodía suave comenzó a escucharse en cada rincón del lugar, una melodía de lamento, de sufrimiento y desdicha, que invitaba a un viaje de dolor, de recuerdos y de arrepentimiento. Edward tocaba con los ojos cerrados, moviendo el arco y los dedos con maestría; no podía dejar de mirarlo. Era una imagen fantástica, preciosa, me llenaba el corazón, elevaba cada vello de mi cuerpo y hacía que ese lugar abstracto que muchos llaman alma, llegara a cada rincón de mí.
Entonces él me contempló, dejando ir la melodía con los ojos intensos de lamento, esos ojos verdes que, en cuanto se encontraron con los míos, cambiaron a un estado de paz, calma y alivio, como si un dolor interno, tan calcinante y urente, dejara de existir ahí, en su corazón.
Fue en ese momento en que comencé a sentir las lágrimas en mis mejillas, mientras caía en cuenta de lo que no quería: estaba enamorada de Edward Cullen.
Buenas tardes, les traigo un nuevo capítulo de esta historia, como ya saben, nos vamos acercando al final de la parte I, lo que significa que pronto estallará un sinfín de sentimientos, intensidad y realidades que podrían provocar un huracán, tormenta o terremoto, ¿qué piensan de lo que ha sucedido en este lugar oculto de Edward? Ahora sabemos la realidad de sus sentimientos escondidos, aquellos que por obligación ha tenido que ocultar, viviendo lo que él llama "un absurdo". ¿Qué sucede con Esme? ¿Qué pasa con esta relación que ella sostiene con su hijo? ¿Qué sucederá con todo esto que Edward vuelve a abrir desde su subconsciente, apagado para no vivir el sufrimiento de sus recuerdos? Y este final... ¡Cuéntenme qué les ha parecido! Ya saben cómo me gusta leerlas
Agradezco los comentarios de DanitLuna, Wenday14, Pancardo, Belli Swan Dwyer, CelyJoe, nydiac10, krisr0405, merodeadores1996, tocayaloquis, Pam Malfoy Black, Elizabethpm, lolitanabo, Ana Karina, Anita4261, almacullenmasen, Lore562, morenita88, kathlenayala, Adriu, Cinthyavillalobo, NarMaVeg, ari Kimi, twilightter, Liliana Macias, cavendano13, angeladel, saraipineda44, Mime Herondale, lolapppb, Mapi13, Angelus285, Teresita Mooz, SeguidoradeChile, Tereyasa Mooz, Valevalverde57, CCar, Gracia, Evelin, Alexandra, gabomm, MarielCullen, ELLIana11, MariaL8, patymdn, Liz Vidal, Eli mMsen, sandju1008, Santa, shinygirl12, Rerp96, Jocelyn, barbya95, Anabelle Canchola, Jade HSos, Jen1072, Elizabeth Marie Cullen, Angielizz, Noriitha, calia19, Ady, paolaflores00000, Angel Twilighter, Franciscab25, Karensiux, bbwinnie13, Marken01, AnabellaCS, Tata XOXO, dana masen Cullen, MakarenaL, jupy, beakis, miriarvi23, alyssag19, Iva Angulo, Valentina Paez, Jimena, Veronica, Fallen Dark Angel 07, somas, Agradecida, diana0426a, Freedom2604, Ceci Machin, EloRicardes, Naara Selene, JMMA, assimpleasthat, natuchis2011b, Vanina Iliana, agnes redhead, Claribel Cabrera, Gan, miop, sool21, Clary98, Mentafrescaa, Angeles Mendez, seiriscarvajal, valem0089, luisita, Maribel hernandez Cullen, Aidee Bells, chiquimoreno06, Veronica y Guest, espero volver a leerlas nuevamente, cada gracias que ustedes me dejan es invaluable para mí, sus comentarios, su entusiasmo y su cariño me instan a seguir, de verdad gracias
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