Nota de Autor: Sé que es medio tonto aclararlo luego de 17 capitulos, pero… este fic no es un Elsanna.

Agradezco y maldigo a la enfermedad que me mantuvo en cama escribiendo estos días.

¡Siéntanse libres de comentar y compartirme su experiencia!

Frozen, Tangled y demás personajes pertenecen a Disney. Esta es una obra de ficción y no es una historia apta para niños.

...

Un corazón helado

por Berelince

18 La heredera perdida

...

—Debería llamarse Kyla para que triunfe en todo lo que se proponga realizar —exclamó mamá Jenell a medio camino de dar un sorbo a su taza de café, mientras su hijo Redmond parpadeaba con extrañeza a manera de expresar su desconcierto.

El comentario lo había soltado la sabia roja casi de la nada. Los Frei llevaban tres cuartos de hora sentados a la mesa que les gustaba tener dispuesta en los jardines de la propiedad para relajarse en el exterior durante el verano y, antes de la abrupta declaración, madre e hijo se mantuvieron hablando de las novedades de la corte de su majestad Frederic, por lo que la discusión del nombre de su posible primogénita tomó al parlamentario totalmente desprevenido.

Emma se encogió en su sitio al percatarse de las miradas escrutadoras que se enfocaron en ella y su redonda barriga. Giró los ojos como si juzgara intencional que eligieran prestarle atención justo en el poco halagüeño instante en que había decidido llenarse la boca de estofado y pan. La rubia les ofreció una sonrisa ocupada a su esposo y a su enigmática suegra, y con eso tendría que bastarles, ya que no pensaba disfrutar menos sus alimentos en el afán de responder con mayor elocuencia.

Mamá Jenell mantuvo el gesto pensativo unos segundos, pero se sonrió como si esa impertinencia tan característica y refrescante de su nuera lo hubiese decidido todo.

—¿Kyla? Ni siquiera sabemos si será niña o un varón —repuso Redmond enarcando las cejas con incredulidad.

—Es una niña, Red —contestó la matriarca, encogiéndose de hombros. Frunció los labios en un gesto enfurruñado—. ¿Cómo puedes poner en duda las habilidades de tu madre? Seguramente tu problema es que deseas tener un niño al que le puedas inculcar ese gusto tuyo por viajar... Aunque no creo que esta niña se aleje mucho de tu ejemplo —añadió prontamente con misterio—. Si... Será una trotamundos como tú —soltó finalmente con certeza, meneando la cabeza de lado a lado, como si aquello se tratara de una falta que desaprobara.

Redmond se estremeció en su silla y carraspeó ligeramente. Su madre siempre conseguía hacerlo sentir culpable por haber optado un puesto errante que le permitiese escapar de aquellos invasores ojos violetas. No soportaba mucho su escrutinio.

—Me gusta como suena, Kyla Frei —dijo Emma al esbozar una sonrisa mientras su esposo farfullaba, procesando aquella revelación, optando por distraerse rellenando el vaso de agua fresca que bebía.

—¿Lo ves? A mi nuera ya le gusta —canturreó victoriosamente la sabia inclinándose para murmurarle algo más en confidencia mientras la tomaba de las manos—. Se parecerá mucho a ti, Emma —le dijo con entusiasmo—. Eso es una fortuna. Aunque me temo que la melena negra de los Frei es un rasgo dominante, igual que los ojos azules... —añadió, como lamentando que los ojos verdes que la observaban con alegría no figuraran en el rostro de su futura nieta.

—Madre, la bebé no ha nacido aún. ¿Podrías esperar un poco antes de trazar toda su vida? —interrumpió Redmond con un bufido.

—Ah, ahora ya la tratamos de niña —sonrió Jenell alzando las cejas de manera perspicaz—. Me parece muy acertado de tu parte.

—No le veo lo malo al cabello oscuro —intervino Emma graciosamente—. Hasta creo que podría convertirse en un atributo interesante. Es lo que más me gustó de Redmond —dijo sin poder ocultar una ofuscada sonrisa—. Recuerdo lo guapo que me parecía cuando cabalgaba rumbo al palacio con sus ropas de emisario. Era cuando trabajabas de aprendiz con Herr Richter, ¿no es así? —se interrumpió la mujer al dirigirse hacia su elogiado esposo que le sonreía desde el otro extremo de la mesa.

—Así es —corroboró el parlamentario asintiéndole con un gesto—, y tu acostumbrabas impartir tutelaje a sus hijos por las tardes —rememoró agitando el índice en el aire mientras hablaba—. Pensé muchas veces que, si hubiese tenido una institutriz tan linda, habría sido más diestro en mis estudios.

—De alguna forma servía para poner un poco de comida extra sobre la mesa —soltó Emma manoteando alegremente como si aquello no hubiese tenido importancia—. A mi padre le encantaba enterarse de los pormenores de lo que ocurría en casa del alcalde, supongo que era su forma de pertenecer a la alta sociedad.

—Que modesta eres, cielo —intervino mamá Jenell palmeándole el dorso de la mano—. Fuiste la mejor adquisición que entró a esa casona, por mucho.

Emma se sonrió por el halago, lo correspondió con una leve inclinación antes de palmearse el vientre y dirigir la vista hacia su sonriente esposo.

—Viviendo libre, sin tiempo y encima saliéndose con la suya... —susurró la mujer torciendo las cejas castañas—. ¿Estás seguro de poder manejar algo como eso?

—Es mi hija y será una Frei —declaró Redmond inflando el pecho en una repentina muestra de orgullo paterno—. No tendría objeto darle un nombre ordinario...

—Aun así, me parece que habrá que equilibrarlo de alguna forma, ¿no te parece?

—Ya habrá tiempo para pensarlo, cariño... —Redmond arqueó las cejas, levantando en alto su copa—. Vamos a tener un bebé a principios de otoño... Una preciosa niñita según mi madre y eso es digno de celebrarse.

La pareja se sonrió en esa complicidad de los enamorados que se aventuran de la mano a lo desconocido. Mamá Jenell optó por ocultar su sonrisa experimentada en un sorbo casual del líquido de su taza humeante.

La tranquilidad de aquel momento se vio perturbada por una serie de golpes secos, los mismos que podría producir un guantelete metálico golpeando los nudillos contra una puerta de madera.

—¡Herr Frei! —se escuchó que alguien llamaba desde el exterior. Era una voz cargada de premura y preocupación que se acompasaba con el tañido de la campanilla dispuesta en el portón principal—. Herr Frei, abra por favor. Tengo una encomienda de palacio.

—¿Que ocurre? —inquirió el parlamentario cuando recibió a aquel extraño ante su entrada. Un soldado con el sol grabado en el yelmo y la pechera dorada.

—Su majestad Frederic solicita la presencia de Frau Jenell —soltó el joven con nerviosismo—. ¿Se encuentra aquí?

—Así es. ¿pero se puede saber a qué se debe este alboroto?

—Eso puede explicarse después —intervino la sabia a espaldas de su hijo cuando lo apartó del camino con un leve empujón. Se iba ajustando la capa escarlata mientras hablaba dirigiendo su atención al guardia—. Dime muchacho, se trata de la Reina Arianna, ¿no es cierto?

El soldado asintió frenéticamente sin apartar la sorprendida mirada de los orbes amatistas que lo estudiaban con fijeza.

Jenell chistó, pero se pasó la capucha encima, urgió al escolta a que se pusieran en marcha. Se montó al carruaje que había estado aguardando frente a la propiedad, girándose brevemente para dar una última indicación a su hijo antes de partir.

—Te informaré de todo cuando regrese, Redmond. Tu aguarda aquí y cuida de los tuyos. Esa es la obligación del Frei que se queda guardando Frösve.

Los ojos del parlamentario chispearon en su determinación al escuchar la encomienda de su madre. Le dedicó un firme asentimiento de cabeza mientras la despedía silenciosamente con una seña de la mano. Jenell se acomodó en su asiento, pero no se relajó. Se le podía apreciar tensa la figura, así como estaba con la pierna cruzada y el puño cerrado bajo el mentón. Cerró los ojos para aislarse de la vida nocturna que estaba dando comienzo en aquellas callejuelas de Berlín, nada extraño para la bulliciosa capital del imperio prusiano.

Los pensamientos de Jenell revolotearon entre los motivos por los que el Rey Frederic podría haberla convocado y todos apuntaban hacia la Reina y la princesa que llevaba en el vientre. La sabia suspiró apretándose las sienes como si se reprendiera por haberse ausentado tanto tiempo de palacio, sin poder manejar adecuadamente el entusiasmo de su amo, su majestad, quien le otorgara licencia en cuanto le llegó la noticia de que la esposa de su parlamentario más confiable estaba en cinta.

No era como si Jenell se guardara en secreto la predilección que tenía por Redmond. Se trataba del menor y más querido de todos sus hijos, el más parecido a su fallecido esposo, quien fuera en otros tiempos un ilustre capitán de guardia. Era buen mozo y siempre tuvo el mejor carácter. Había sido lo bastante ambicioso para posicionarse como alguien útil a la corona y hacerse cargo de la casona familiar, y ahora hasta darse a la tarea de llenarla con nuevos integrantes al clan Frei... sin embargo, no había nada en el nacimiento de su futura nieta que no pudiese averiguar más tarde; después de todo el poder de sus ojos le permitía conocer muchísimo más de lo que pudiese imaginar, si bien comprendía que el resto de las personas hiciesen todo tipo de cosas en su incapacidad por sobrellevar la incertidumbre de su propio existir.

Jenell curvó los labios en internalizado regocijo.

A pesar de no poder compartirlo con nadie, ya se había hecho una idea general de lo que podía esperarse de aquella nueva adición a la familia simplemente vislumbrando las posibilidades que brillaban en su madre.

La había visto.

En efecto, Kyla sería una morena extravagante en más de un sentido. Eso lo tenía muy claro. Su apariencia sería acompañada de una personalidad difícil y un gusto afectivo singular. Jenell se mordió el labio. Tendría que pensar bien cómo manejaría a una doncella que preferiría mujeres y no un hombre en su lecho... pero el concepto no le resultaba tan ajeno y tenía la certeza que estando Kyla conforme consigo misma sería como lograría desarrollar su máximo potencial. Veía en ella a una joven brillante y visionaria que llegaría muy alto y ese rasgo le gustó al recordarle un poco a sí misma. Jenell podía ver que sería capaz de ejercer una gran influencia en su nieta y por supuesto que pensaba encaminarla de buena manera, quizá colocándola como sabia de su alteza cuando esta alcanzara la edad para envestir a un académico con la capa roja...

Porque su camino en la Academia lo veía tan claro como el agua...

Jenell tuvo que frenar un poco su entusiasmo y recordarse que se estaba adelantando demasiado... Pero... curiosamente, parecía que el destino de la princesa de Corona y el de su nieta se encontraban muy relacionados y eso tal vez pudiese resultar provechoso de algún modo.

Siempre y cuando la criatura naciera en primer lugar, desde luego. Se recordó mentalmente la sabia frunciendo el entrecejo.

Ya había experimentado antes la decepción de ver cómo se apagaban otras oportunidades; pero Kyla... Ella iba a lograrlo, estaba segura.

Llegar al mundo podría contarlo como su primera victoria.

La mujer tamborileó los dedos sobre la madera de la portezuela. Ser abuela no representaba ninguna novedad para la sabia roja; pero Jenell intuía que el gesto real se inspiraba más en un sentimentalismo del Rey que en uno propio y ahora se perfilaba para encontrarse con las consecuencias de su falta en el castillo.

Al arribar al palacio, a Jenell le dio muy mala espina el nerviosismo y la preocupación que logró percibir de la servidumbre. Mucamas iban y venían en veloz trote como gallinas espantadas y las que la veían llegar solo alcanzaban a negar con las cabezas mientras se escurrían a otro sitio para cuchichear. Sin duda algo extraño estaba pasando, se pensó la sabia, arqueando las cejas de manera deductiva. Ni bien tuvo tiempo de aflojarse el broche de la capa, cuando le salió al paso su majestad de Corona en persona para recibirla en pleno vestíbulo.

—¡Jenell, sabia, mía! ¡Qué fortuna que estés aquí! —exclamó el monarca desde su poderosa altura.

—No lo sería de haber permanecido apostada en mi sitio, majestad —saludó la mujer inclinándose de manera cortés—. ¿Se puede saber a qué tipo de conflicto nos enfrentamos?

—A uno que francamente espero tus habilidades puedan resolver —respondió el hombre con seriedad. Se puso en marcha e hizo una seña para que la sabia roja lo siguiera.

—Tuvimos unos días apacibles cuando partiste a casa. —comenzó el Rey guiando el camino, contrario a lo que Jenell hubiera pensado, no subieron a las habitaciones reales, sino que deambularon rumbo a las cocinas—. No había razón para retenerte aquí ya que lo habíamos dejado todo preparado. Audiencias menores, papeleo de rutina. Lo necesario para mantener el reino funcionando. ¿Cómo está tu familia?

—Eh... está todo muy bien —soltó Jenell ante el abrupto cambio de tema—. Kyla... mi nieta —aclaró con una gesticulación de la mano—, esperamos su nacimiento por el mes de Octubre.

—Otra mujer a la fila de los Frei —sonrió el monarca al detenerse ante la habitación delimitada por un enorme arco de piedras.

Extendió la mano para que la sabia entrara primero—. Adelante.

Las cocinas eran amplias y se mantenían bien iluminadas pese a que estaba atardeciendo. Normalmente bullían en actividad como los guisos en las cacerolas, pero en aquel momento todo se encontraba vacío y en silencio.

—Seguramente te resulta familiar ese dicho que reza que el esposo debe satisfacer todos los deseos culinarios de su mujer embarazada por el bien de la criatura que está por nacer —comenzó Frederic, aferrándose las solapas del saco.

—Sé que esa es la creencia popular que se tiene al respecto —contestó la sabia encogiéndose de hombros. Su vista paseaba disimuladamente por los alrededores.

—Pues se ha hecho tal cosa con diligencia y me temo que en mi empeño algo ha salido mal —dijo el Rey cruzándose de brazos. Hizo una seña apuntando hacia las habitaciones superiores—. Ahora la Reina ha enfermado y nada puede mejorarla.

—Eso no tiene mucho sentido... —replicó Jenell arqueando las cejas—. Aunque... El capricho de la Reina fue comer ensalada con nabos montesinos...

—Sí. Precisamente —se enderezó Frederic prestando atención a la manera en la que la sabia hacía gala de su poderoso instinto.

Jenell caminó por entre las mesas, apreciando algo que no resultaba muy claro para el rey. La sabia veía las sombras de quienes estuvieron ahí trabajando algunas horas antes. Escuchaba el eco de sus murmullos conservados entre los muros. Finalmente se detuvo ante una cesta que lucía rebosante de hierbas recién cortadas.

—Campánula Rapunculus —susurró, acariciando las hojas—. No es temporada de estas plantas, ¿tiene idea de cómo se abastecieron en su cocina?

—No —admitió el Rey, frotándose la barbilla—, pero sé que fueron ciertamente difíciles de conseguir.

—Sólo ordenó por ellas y ya, ¡Qué vanidad!... —farfulló la sabia negando con la cabeza en gesto incrédulo. Frunció el entrecejo mientras inspeccionaba detenidamente las plantas con suma atención. Sus ojos eran un par de rendijas que seguían atentamente un borde brillante minúsculo que logró atrapar finalmente entre las uñas—. Aquí está... —susurró levantando una ligera capa que se iba desprendiendo de la legumbre para convertirse en una pasta blanquecina de olor sulfuroso que la hizo retroceder—. Esto no es normal —dijo ella en un murmullo reverente—. De donde provengan, ha habido alguna especie de tratamiento con magia de por medio. Es... Una especie de pacto... —concluyó al tiempo que arqueaba las cejas en un intento por comprender sus propias palabras.

Jenell entornó los ojos observando el momento en el que una figura encapuchada depositaba la canasta en su sitio para luego retirarse. La imagen se distorsionaba constantemente emitiendo un zumbido que hacía que la sabia se encogiera en su molestia.

—Es... extraño, no puedo distinguirla con claridad —declaró en su ensimismamiento—, es como si supiera ocultarse de una vista como la mía...

El Rey pasó saliva ante la idea. Hasta el momento había confiado en que nada se escapaba de la contemplación sobrenatural de su sabia. La frustración de Jenell también era evidente en la mandíbula constreñida y los dedos que se presionaba contra la sien. Nunca había experimentado la sabia tal humillación. De encontrarse ante su Rey y no tener las respuestas que necesitaba de su parte.

—No puedo verlo todo, pero sé que este envenenamiento no puedo tratarlo como uno ordinario. Su majestad, alguien ha hecho esto para propiciar esta situación —soltó Jenell saliendo velozmente de la cocina para dirigirse a los pisos superiores.

—¿Qué situación? —jadeó el Rey dándole caza.

—Cuando la vida de la nobleza está por extinguirse es Freyja la que reclama sus almas —soltó Jenell a trote por la escalinata—. Es su derecho como miembros de un estrato superior —explicó sin girarse un centímetro—. Los guerreros caídos en batalla parten con Odín, y quien fallece en el mar termina con Ran... —su cuerpo se tensó cuando logró razonarlo—, pero cuando morir conlleva una degeneración, cuando el cuerpo y la mente decaen por enfermedad y bajo métodos cobardes... es Hela la que los conducirá al inframundo y los conservará por la eternidad. Ese es el acuerdo que tienen los dioses en cuanto a la muerte.

Se detuvieron en el rellano al notar que toda la planta se hallaba en una penumbra total. El monarca y la sabia sólo podían ver las nubecillas de vaho que flotaban por sobre sus cabezas en pleno mes de Junio.

—¿Qué clase de embrujo es este? —soltó Frederic retrocediendo un paso. Su orgullo le impidió ceder al impulso de ponerse a tiritar.

Jenell se metió la mano en el blusón, se sacó un pendiente que emitió una tenue luz para alumbrarse los pasos. No había ni un alma por aquel extenso corredor que los engullía en esa terrible oscuridad. Finalmente se detuvieron ante una puerta doble de ostentosos acabados y detalles de oro. Esa era la entrada a las habitaciones reales, pero la sabia no se atrevió a ir más lejos.

—Está aquí —susurró estremecida—. La muerte se encuentra aguardando tras esa puerta —se giró para mirar al consternado Rey—. Yo no puedo entrar ahí. No se debe encarar nunca a Hela antes de tiempo —le explicó con seriedad.

—Aconséjame, Jenell —pidió Frederic ante las puertas bloqueadas—. ¿Cuáles son las opciones que tengo en esta situación?

Jenell se mordió el labio, meneó la cabeza, doliéndose por no tener algo mejor qué decir.

—Su majestad, usted no estará solicitándome usar mi vista para sortear una fatalidad —le dijo, leyendo perfectamente sus intenciones—. Sé que es terrible... Pero... La vida del primogénito lleva consigo mucho poder —explicó mientras el monarca parecía decepcionarse—. Son los receptores de magia más poderosos y por eso son tan codiciados en esas artes —la sabia frunció el entrecejo, observando fijamente el marco que notaba luminoso—. Con la muerte no se puede jugar. Hela ya está aquí lista para llevarse a alguien —anunció retrocediendo dos pasos—. No podría... lo que me está pidiendo es simplemente imposible.

Frederic sujetó a la sabia del codo, obligándola a quedarse.

—Pero la enfermedad de mi Reina no ha sido por causa natural —razonó casi para sí mismo—. Debe haber alguna forma de apelar por su vida si ese es el caso.

Jenell podía notar claramente cómo se encendía una chispa de obstinación en los ojos de su Rey.

—La única manera de enfrentar una maldición mágica, es por medio de la magia y me temo no poder actuar tan directamente con el tiempo que nos queda —se excusó la mujer de manera insegura.

—Inténtalo —la urgió él.

Jenell suspiró ante la situación que estaba desdoblándose ahí mismo. No le gustaban mucho las posibilidades que brillaban ante su vista. Intentó de todas formas complacer al monarca que aguardaba una respuesta de su parte.

—Veo dos caminos —declaró con firme certeza—. En uno usted ve crecer a su hija extrañando siempre a su majestad y en la otra, la Reina vive, pero pierden a su bebé y toda oportunidad de tener un heredero.

—¿Hay alguna forma de salvarlas a ambas? —soltó Frederic casi sin pensarlo.

—Alterar el futuro es peligroso, señor —advirtió la sabia lúgubremente—. No sabemos lo que pueda pasar. Podría perder a las dos si no actuamos con cuidado.

—Pero. ¿De qué sirve poder vislumbrar el destino si no se puede hacer algo al respecto? —soltó el Rey señalando enérgicamente hacia la puerta de su alcoba. La frustración en su expresión era evidente—. Jenell, por favor, no me hagas elegir entre mi esposa o mi bebé.

La sabia posó una mano delicadamente sobre el hombro del decaído monarca.

—No es tan fácil, es de la muerte sobre lo que estamos hablando —le recordó en un susurro apelando a su razón—. A ella no se le puede arrebatar una vida, así como así, su majestad. La afrenta no será perdonada.

—Correré con ese riesgo y aceptaré las consecuencias —respondió Frederic con decisión—. Por favor, ¿no hay nada? Por más descabellado que parezca, haré lo que sea. Lo juro.

Jenell estudió valorativamente al Rey. Se metió las manos en las mangas mientras en su mente una idea comenzaba a tomar forma.

—Hay algo... tal vez podría funcionar —soltó de manera ensimismada.

—Lo que sea —la respaldó el Rey.

Fue así como el Rey Frederic ordenó la desesperada búsqueda de la flor solar. La guardia y el pueblo se dieron a la tarea de peinar cada rincón del reino, sobre todo la costa lejana rocosa que Jenell había señalado como posible ubicación de aquel tesoro divino. La luz del sol imbuida en esa planta mágica se decía que tenía el poder de curar cualquier enfermedad y se trataba de la mejor alternativa para salvar a la Reina y a la princesa, a quién terminaron nombrando Rapunzel en honor a esas flores que casi le cuestan la vida.

Para conmemorar el nacimiento de su dulce y bella heredera, los reyes soltaron cientos de lámparas del cielo en celebración de aquel feliz milagro, y durante algún tiempo, todo fue dicha y alegría para la familia real.

Como la paz que puede reinar en un barco antes que lo embista la tormenta.

Jenell no pudo anticiparlo, pero la última noche de Octubre cayó un tremendo aguacero en el reino. Los truenos y relámpagos retumbaban en un cielo estremecido cuando Redmond pudo sostener entre sus brazos a la pequeña Kyla, que decidió llegar al mundo en aquel preciso momento, como un ave negra de mal agüero en plena celebración de los difuntos.

El día que en el palacio alguien tuvo la osadía de separar a una niña pequeña del lecho de sus padres.

No importó cuánto lo intentó Jenell. No pudo encontrar a la princesa raptada. Era como si el destino se hubiera reescrito con cruel ironía para demostrar que nada era superior a sus designios.

Ni siquiera sortear limpiamente las garras de la muerte.

Jenell se afanaba por encontrar algún indicio, pero al igual que cuando le ocurrió en las cocinas rastreando los nabos, el perpetrador parecía bloquearla de alguna manera. No comprendía qué tipo de reglas se estaban aplicando ahí. La sabia nunca se había enfrentado a una derrota semejante.

—Salvar a la niña para que ahora se encuentre en sabrá Dioses dónde... —soltó Jenell destrozando unos mapas que tenía delante. Tenían varios puntos tachados con una cruz y diversas anotaciones se leían en los bordes—. Han pasado meses ya, podría estar en cualquier parte —dijo la mujer aceptando malhumoradamente la taza de té que le acercaba un servicial Redmond.

—Necesitas calmarte, así no vas a poder pensar bien las cosas —advirtió el parlamentario sentándose a su lado.

La mirada violeta de Jenell permanecía fija, absorta en sus propios pensamientos que parecían correr a demasiada velocidad como para que su amable hijo pudiese comprenderlos.

—Le advertí que no debía alterar el destino —susurró como si se justificara—. No se puede tentar a la fortuna sin cubrir toda posibilidad y tal cosa es imposible... Era imposible con tan poca anticipación... Creí que había tomado el camino menos arriesgado...

—No fue tu culpa, madre —intervino Redmond tomándola de la mano—. Ni siquiera el Rey comprende tu decisión de dimitir a tu puesto en el concejo. Yo tampoco entiendo muy bien está decisión tuya. Creo que te estás precipitando.

—Debí ser más firme —respondió Jenell, apretándose el puño—. No debí intervenir.

—La princesa está viva en alguna parte, madre. Eso es lo que debería importarte. Estoy seguro que el Rey Frederic también lo ve de esa manera. Es solo cuestión de dar con ella.

—¿No lo entiendes, Red? —suspiró la sabia de manera agotada—. Ya no tengo la certeza de cómo se escribirá nuestra historia.

Madre e hijo se miraron tensamente cuando Emma entró atropelladamente a la habitación, llevaba a Kyla en brazos. La niña lloraba entrecortadamente a todo pulmón

—¡Mein liebe! Oh, gracias a Dios que tu madre está aquí —exclamó la mujer dirigiéndose directamente a ella—. Mamá Jenell, fui a ver a la niña, y está ardiendo en fiebre. No deja de toser, ¡se está ahogando!

Redmond y Jenell se pusieron de pie velozmente e hicieron espacio en la mesa para colocar a la niña. El parlamentario no lo pensó dos veces para acercarle a la sabia su arcón y los instrumentos médicos en lo que Kyla era examinada. Jenell la tentaba, palpó su pecho y frente percibiendo la temperatura muy por encima de lo normal, escuchó el dificultoso jadeo de su respiración y finalmente revisó el interior de su boca, alcanzando a notar algo en el fondo de su garganta, una especie de tejido grisáceo obstruyendo la cavidad que lucía muy lastimada.

—Esto es difteria... —exhaló Jenell atónita por el despliegue de los síntomas —se ve muy avanzada, esto... esto no se puede tratar en este punto.

—No puede ser... —jadeó Redmond con gesto incrédulo—, yo, no... Nadie... ella estaba bien, mamá. Kyla no tenía síntoma alguno. Ella estaba bien esta mañana. ¡Tú la viste!

—Yo lo sé, Redmond —respondió la sabia agachando la cabeza—. Pero una deuda tiene que ser saldada.

Kyla tosía incontrolablemente entre su llanto dolorido. Apretaba los dedos y su cuerpo no dejaba de temblar. El pequeño pecho le silbaba mientras hacía lo posible por llenarse de aire.

—Ella no tiene la culpa, madre —sollozó el hombre sujetando con dos dedos la manita de su primogénita.

Jenell observó a su nieta aferrándose a la vida como si supiera que aquella noche podía ser su última. Casi como si la criatura fuera capaz también de percibir el aterrador fin que le aguardaba. En la cabecera del mueblecillo, detrás de la afligida pareja había una figura que le causó escalofríos a la sabia.

Era una mujer sobrenatural que le devolvía una mirada intensa de ojos tan oscuros como cuevas sin fondo. Su piel era blanca como la leche y su rostro era hermoso y juvenil, o al menos así era lo que podía apreciarse, pues su imagen parecía cortada por la mitad. La parte derecha correspondía a una beldad etérea, mientras la izquierda se hallaba cubierta por una larga melena oscura y negros ropajes que colaboraban a crear esa extraña ilusión. Jenell la miró sobrecogida y de inmediato se sintió atravesada por la decadencia que cargaba consigo esa aparición. Comprendía muy bien lo que significaba su presencia en aquel sitio, que la suerte de su nieta ya había sido dictada.

Y de la mano de quien habría de llevar a cabo su ejecución.

Jenell apretó los dientes en su impotencia. Ella le había arrebatado una vida a la guardiana del Helheim y estaba presenciando el precio a pagar por aquel desafío. La sombría mujer esbozó una sonrisa burlona señalándose el ojo negro para posteriormente apuntar a la sabia y su aterrada mirada violeta.

Jenell negó con un movimiento de cabeza casi imperceptible. La muerte pronunció aún más su sonrisa.

—Es mi nieta, Redmond haré lo que pueda —declaró con firmeza rebuscando un fardo envuelto que contenía una serie de instrumentos quirúrgicos.

La sabia sujetó un tubo plateado que los consternados padres miraron posicionarse sobre la garganta de su hija. La mujer trazó una marca y procedió rápidamente a limpiar la zona. Fue solo un segundo lo que dudó en usar el bisturí sobre la tierna carne que cedió como si se tratase de mantequilla. La sangre le resbaló por la pequeña clavícula a la niña cuando su abuela insertó aquel instrumento por su garganta. La imagen era impactante, pero por horrible que pareciera, el color de la piel de la niña pasó del grosella al rosado como si aquello le permitiese recibir el aire directamente en los pulmones.

Jenell se dio a la tarea de cargar una jeringa con un líquido incoloro en lo que sus padres sujetaban los miembros de la niña. Todo era como una terrible pesadilla.

Del interior del manto de Hela emergió un brazo descarnado y podrido de apariencia maloliente y espectral. Los huesudos dedos como garras flotaron moviéndose cual araña hasta quedarse suspendidos sobre el pecho descubierto de la inocente bebé.

Kyla se puso a llorar con más fuerza en ese momento, la tos se apoderó de la niña en cuanto la mujer oscura le rasguñó la piel. Jenell ignoró completamente lo que pasaba y hundió la aguja en el cuerpo de su nieta. No pensaba dejarla a merced de aquel espectro que tenía la soberbia de reclamarla.

Emma desvió la mirada al tiempo que las lágrimas que lloraba en silencio se encargaban de expresar su resignación.

—Resiste, Kyla... —suplicó Redmond como estaba con la cara llorosa mirando los azules ojos de su niña tan abiertos y difusos como si la estuviesen librando de experimentar un dolor incontenible—. Dioses, no se lleven a mi niña, no a mi nenita...

Jenell abrió los ojos como platos en dirección a su hijo para luego desviar la vista hacia Hela, que se detuvo y se quedó unos momentos así, expectante, paseando la mirada entre las personas de la habitación como si algo importante hubiese ocurrido ahí. La sabia casi pudo escuchar los engranajes en la cabeza de esa mujer maquinando algo terriblemente inaudito y antinatural. Sintió cómo la rabia la impulsaba a echársele encima para impedirlo, pero tuvo que humillarse estremeciéndose cual conejo cuando la muerte prorrumpió en una carcajada y en su despliegue mostró su rostro completo, con la mitad izquierda cadavérica espeluznante. La mano pendiente sobre la niña se movió, pasando de su pecho hacia su cabeza. Los dedos extendidos se posaron sobre los ojos de Kyla y entonces una niebla negra entró por ellos como tinta chorreando sobre unas cuencas inundadas. Al derramarse un contenido que Hela pareció considerar suficiente, una luz blanquecina rodeó todo el cuerpo de la niña para luego replegarse en el interior de los parpados que la infante apretaba como si algo tras ellos le escociera.

Jenell arrugó el entrecejo, se tensó en un gesto de disgusto cuando la muerte se inclinó para depositarle a Kyla un delicado beso sobre la frente. Hela se enderezó, observando a la sabia antes de sonreírle con todos los dientes y entonces desaparecer por completo entre las sombras de la noche.

El llanto de Kyla se detuvo para dar paso a una respiración agotada que se fue haciendo más constante en su lánguida expresión. Sus padres prorrumpieron en risas nerviosas cuando Jenell les informó que todo lo peor ya había pasado y que se avecinaba una difícil recuperación. La pareja se desvivió en agradecimientos hacia la sabia que sólo negaba con un gesto de la mano, pues solo ella era consciente de lo que había presenciado y no pensaba compartirlo a los jóvenes padres en aquel momento de frágil esperanza.

Al quedarse sola en la estancia, la matrona acarició nerviosamente un mechón del pelillo oscuro de su nieta, la niña se removió por el toque saliendo ligeramente de su letargo.

Aller Anfang ist schwer, mein schatz (Todos los comienzos son difíciles, mi amor.) —le susurró en voz baja estudiando inexpresivamente el rostro de la niña que la veía con fijeza.

"Pero no hay camino más difícil que el que no se puede recorrer."

Los ojos que le devolvían la mirada a Jenell habían dejado de ser azul cielo y eran ahora de un color amatista muy intenso.

La sabia arrancó el tubo metálico para atestiguar cómo la piel y la sangre de la criatura se recogían hasta borrar todo rastro de la intervención previa.

...

Elsa se dejó caer sobre el suelo cubierto de blanco, jadeó satisfechamente mientras con dedos temblorosos recorría la marca grabada en piedra que tenía delante. Apartó ansiosamente la nieve con las manos liberando aquel tesoro previamente excavado.

—¡Dioses!, ¡Gracias, gracias, gracias! —exhaló en un chillido desmayado.

Abrió el cofre en cuyo interior encontró carnes curadas y secas acomodadas en fardos y envoltorios, abrió uno casi sin pensarlo para llevarse el contenido a la boca. No era el salmón suave al que estaba acostumbrada, pero no le importó.

Llevaba todo el día sin probar alimento, si hubiese sabido que iba a terminar subiendo una maldita montaña habría dejado su estúpido drama de lado para almorzar algo.

La Reina deslizó aquel bocado por su garganta, frunció el entrecejo cayendo en cuenta que ya no era una opción para ella regresar a Arendelle. No después de lo que había pasado.

Elsa cerró el envoltorio y se lo colocó bajo el brazo, cerró el cofre sopesando sus mejores opciones ahora que había localizado una posible fuente de alimento, ya que según lo que sabía, debían existir otros puntos como aquel rodeando la montaña y la ruta de los excavadores de hielo. Tendría que encontrar la forma de llevarse toda la comida después, una vez que encontrara un buen sitio en dónde instalarse. Lo lamentaba por los exploradores que llegaran hasta allí, pero sobrevivir se había vuelto su prioridad y aquel tema no pudo ganarlo su moral.

Después de todo ellos eran diestros en las montañas y ella no.

El aullido lejano de los lobos la hizo espabilarse y le dio fuerzas a Elsa para arrastrarse en busca de un refugio. Aún le quedaba mucho camino por delante (si bien el trayecto definitivamente se lo había facilitado Kyla al trazarle aquella ruta). La Reina era consciente que no tenía las capacidades adecuadas para lograr la expedición. Se metió en un hueco, en donde se dejó caer sobre un montículo de nieve suave que para ella se asemejaba más a un colchón mullido que a un montón de húmeda escarcha. Se sacó los zapatos para masajearse los pies. Su mayor ventaja era que no sentía frío y la baja temperatura no afectaba su cuerpo como podría haberle sucedido a alguien más normal; pero moría de cansancio. En aquel punto, sus miembros poco acostumbrados a las tareas físicas le estaban cobrando la factura por aquel insensato. Ahora comprendía que su sabia blanca fuera capaz de levantar su propio peso y contara con una buena condición. Ella llevaba unas cuantas horas caminando y ya sentía las piernas doloridas. No se imaginaba lo que habría sido llevar una vida errante como la suya en otros terrenos y pasar años de esa forma.

La muchacha siguió comiendo la carne hasta que logró saciarse el apetito, se arrebujó en su capa real (más para su comodidad que para protegerse del viento helado) y entonces sus ojos se cerraron.

Elsa no necesitó mucho para darse cuenta que había entrado en un trance. La sensación era semejante a la que llegó a experimentar de mano de su sabia cuando la transportaba al mundo espiritual.

Se puso de pie, notando cómo parecía encontrarse en el exterior inclemente. La noche era tan oscura, que el reflejo de la luna sobre el piso arrancaba hermosos reflejos multicolores al removerla al andar.

—La nieve brilla intensamente en la montaña esta noche —exclamó alguien a su espalda—. No puede verse una huella en kilómetros.

Elsa se giró al escuchar aquella voz. Una Kyla ataviada de rojo se encontraba ahí sentada sobre las rocas, observando la quietud del pico nevado en su traslúcido gesto pensante. La Reina caminó hacia ella para plantársele delante.

—¿Por qué continúas persiguiéndome? —le soltó de mala gana gesticulándole en la cara—. ¿Podrías hacer el favor de decidirte?

La morena no contestó. Se tocaba las puntas de los dedos con nerviosismo, mientras la rubia la miraba completamente ofendida.

—¿Qué es lo que esperas de mí? —le reclamó histéricamente apretando los dientes con rabia—. Lo di todo, Kyla, hice todo lo que pude y nunca te bastó. Nunca me dejaste ayudarte y te odio por eso —le dijo al tironearla de la capa para decírselo de cerca—. ¡Te odio, maldita sea! —gritó al empujarla contra aquella saliente, de donde la sabia no se movió ni pretendió quejarse—. Soy la Reina de la nada ahora, ¿Eso te place? —exclamó observándola desde su propia altura—. ¿Estás contenta? Dios sabe que intenté contener la tormenta que se arremolinaba en mi interior y lo único que obtuve fue este exilio humillante, ¡Qué otra cosa crees que deba perder para que me dejes tranquila! ¡Déjame sola! —chilló cuando la morena hizo el amago de extender la mano para tocarla—. Te vas y regresas como un espectro atormentándome, ¿Es que has muerto ya? ¿Será un castigo para ambas que me des caza por siempre?

Kyla se puso de pie trabajosamente, se estremeció ligeramente al querer enderezarse.

—¿Sería tan terrible para ti si ese fuera el caso? —respondió con un hilo de voz.

Elsa se tensó, sintiéndose de pronto muy culpable.

—¿Es verdad?

—No. Soy muy cabeza dura como para retirarme cuando me lo mandan —explicó Kyla al sonreírle mansamente.

—Pareces... actúas como antes —reflexionó la Reina, frunciendo el entrecejo.

—Me encuentro muy lejos de ti... y estoy bastante agotada —asintió la sabia dándole la razón a las ideas que Elsa se iba formando en la cabeza—. Siendo honesta, no sé cuánto tiempo pueda mantener esto.

—Es un hildring —concluyó la rubia—. pero tú estás en Corona ¿Por qué puedo verte?

—Por la runa que llevas encima —señaló Kyla cuando Elsa rebuscó en su guante y se sacó el cuadrito de pergamino que recordaba haber puesto ahí antes—. Todavía tengo asuntos pendientes contigo.

—¿Por qué hasta ahora?

—Hacer esto no es fácil —admitió la germana señalando los alrededores—. He tenido que guardar mi magia y mis recuerdos esperando por este día —Kyla se encorvó en ese curioso nerviosismo que la hacía parecer tan vulnerable y fue suficiente para que a la Reina se le ablandara el corazón—. No debería... pero no podía dejarte sola hoy.

Elsa avanzó hacia su sabia y la rodeó con los brazos porque era lo que verdaderamente había necesitado en todo ese día, que recordaría simplemente como el peor, junto con la desaparición de los reyes de Arendelle en altamar y la noche en que su poder hizo peligrar la vida de Anna. Eran simplemente cosas que no deseaba repasar en sus pensamientos como le ocurría constantemente.

Las manos de Kyla se sentían temblorosas y débiles, pero aun así la confortaron.

—Dios, Kyla todo fue espantoso... —le susurró recargándose en su pecho—. Realmente espantoso...

—Lo sé... —contestó la sabia acariciándole la espalda.

—¿Por qué lo permitiste? —inquirió la monarca alzando la vista para mirar dentro de esos ojos amatistas que la observaron con profundo significado.

—Tenía que ser así —respondió la morena con la voz seca.

Elsa torció las cejas sin sentirse muy conforme con esa respuesta. Nunca le había gustado la idea de depender de una misteriosa fuerza superior; pero de pronto le pareció innecesario saber nada más al respecto. Aspiró profundamente notando algo distinto en el aroma de la sabia, no percibía la canela o el tabaco en su cuerpo sino más bien otro tipo de hierba, eucalipto o tal vez alcanfor.

—No sé qué pensar de todo esto —dijo Elsa en voz baja—. Me siento tan sola, y tengo tanto miedo. No tengo idea de porqué siquiera estoy intentándolo. Quiero decir... ¿Qué es lo que pretendo lograr?

Kyla se inclinó para observarla, le arqueó una ceja de manera suspicaz.

—¿Quién eres tú, Elsa? —le preguntó colocando ambas manos sobre sus hombros—. ¿La Reina de Arendelle? ¿La heredera de los Arnadalr?, ¿Una temible seiðr? ¿Eres el corazón helado de una profecía o quizá es que eres algo más?

—¿De verdad piensas que te responda eso? —contestó la rubia resoplando desdeñosamente—. ¿Acaso esto es una lección? ¿Aquí en la montaña ya que no tengo nada mejor que hacer?

Kyla torció los labios en una media sonrisa alejándose un paso para admirarla en su atavío de coronación.

—No eres una niña pequeña para que debas recordarte ser una buena chica. Estás cumpliendo la mayoría de edad, eres una mujer adulta ya. Tú no eres solo un nombre, o una heredera, o una exiliada, así como no somos o dejamos de ser por tener o perder a alguien...

Elsa se acarició las manos mientras Kyla señalaba la cumbre sobre la que estaban paradas.

—Somos mucho más que eso, pero llegamos al mundo sin que nadie nos lo diga y averiguarlo casi siempre es demasiado aterrador para intentarlo. La vida se puede quedar corta si tratamos de alcanzar esa plenitud tan prometida que puede completarnos o matarnos en su indiferencia. ¿Y qué no es mejor idealizar lo que realizamos en lugar de realizar nuestros ideales? ¿No es mejor amar y perder que nunca haberlo hecho?

Elsa guardó silencio, escuchando lo que la germana trataba de explicarle en ese tono tan marcado de los seguidores del romanticismo alemán. Se preguntó por un momento si la sabia habría encontrado en la pasión de aquellos pensadores una equivalencia al embrujo que la había dominado casi toda la vida. Algún tipo de correspondencia en ese sentimiento de autosacrificio que gustaba tanto de coquetear con la locura y la fatalidad.

Ahora que lo pensaba, parecía casi predestinado haber nacido en la cuna de tal corriente de pensamiento.

—A veces en ese momento de dilación coincidimos con personas que se sienten tan perdidas como nosotros —continuó Kyla, tomándola de la mano enguantada—. Podrían ser amigos, mentores, o algo más. Podrían interpretar el papel de un gran amor sin el cual no podríamos ser capaces de vivir, y sin embargo... ¿Cómo es que subsistíamos antes de eso?, ¿Te lo has preguntado?...

—Yo... Casi no puedo recordarlo —admitió Elsa frunciendo el entrecejo.

Pero era cierto. Ella había sido distinta antes de aquel amor que descubrió y consumó en el verano. Se recordaba triste y miserable, pero también plenamente capaz y decidida a sobrellevar una vida en solitario.

—Éramos distintas antes de todo esto —corroboró la sabia asintiendo con la cabeza—. Antes de esta obsesión sé que fui alguien —dijo casi para sí misma observándose con curiosidad la mano abierta—. ¿Quién soy ahora que mi encomienda está por llegar a su fin? ¿Quién serás tú, Elsa Arnadarl? —le dijo mirándola intensamente—. Sé que recuerdas perfectamente lo que era vivir sin mortificarte por acciones que no estaban bajo tu control, cuando soñabas con recorrer el mundo y dejar tu marca, cuando no existía el temor en tu corazón.

—¿Por qué sigues hablándome en acertijos? —exclamó la Reina en tono demandante—. Veo en tus modos emociones muy distintas de las que expresas con palabras, ¿por qué? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué objeto tendría que estuvieras aquí sí es verdad que todo ha sido una equivocación?

—Es una carga muy grande que no puedo ponerte encima —respondió la sabia con firmeza—. Muchas veces me carcomieron por dentro la desolación y la incertidumbre tratando de ignorar los daños colaterales de cada paso. No tienes idea del peso que conlleva el saber... Y aun así en este momento ignoro tanto, que me aterra...

Elsa torció las cejas sin ser capaz de comprender muy bien aquello. Kyla se enredaba un mechón de cabello como si sopesara sus propias palabras. Hizo una pausa cuando miró a la Reina y se postró ante sus plantas.

—Pero por ti... Lo haría todo, Elsa —dijo sin vacilar—. Absolutamente todo... Entonces y ahora...

—Kyla... No hagas esto, por favor ponte de pie.

—Te idealicé tanto que mi adicción a tu cariño era peor que la que el opio ejercía sobre mi cuerpo. Nunca fue lo correcto, pero ahora comprendo que fue necesario.

—Te estás despidiendo. Por favor no lo hagas. No así.

—Yo... me convertí en todo lo que alguna vez opté por desdeñar. No puedo arrepentirme, pero tampoco me enorgullezco y no podía seguir arrastrándote en eso —susurró como si se encontrara pidiéndole perdón—. Estabas dejando de ser tu misma y te negabas a aceptarlo. Tu fuerza se diluía en ese tormento que erróneamente decidimos llamar amor.

—¿Como podía hacerlo cuando vivía una especie de sueño? —razonó Elsa encogiendo los hombros a la vez que le sonreía con tristeza.

—Estaba lastimándote —soltó la sabia lógicamente.

—Lo haces también ahora —remató la Reina con suma tranquilidad.

Kyla frunció el ceño contrayéndose en un gesto dolorido, se mordió el labio y se cubrió la boca con el puño, más no pudo evitar toser por lo que se estremeció brevemente encorvando el cuerpo. Las lágrimas habían comenzado a escocerle tras los párpados, pero las dejó correr libremente cuando sintió el toque helado de los níveos dedos que acunaron sus mejillas.

—No quiero que mueras —le ordenó enérgicamente la Reina con la voz entrecortada.

—Lo siento... —dijo penosamente la morena —pero tal cosa ya no depende de mí... He echado mano de todo lo que he podido ya...

Elsa le apartó a la sabia el cabello azabache del pálido rostro trigueño.

—¿Por qué me pides continuar en lugar de seguirte? —gimió la monarca sin ser capaz de comprender ese empecinamiento por parte de su trágica amante —Si te pierdo... ¿Cómo seré capaz de reconocer alguna vez el amor? ¿Cómo sabré cuál es su verdadera expresión?

—Porque así debe ser... —insistió Kyla de manera terminante—. El amor... es eterno... —agregó con un hilo de voz—. Sé que lo entenderás cuando llegue el momento.

La Reina unió los labios con los de la sabia en aquel espejismo que titiló como una vela y terminó por perderse en la oscuridad que lo envolvió todo. La joven cerró los ojos para grabarse en la memoria el tacto de aquel último beso.

Creía comenzar a comprenderlo.

Elsa abrió una mirada que sintió cargada de lágrimas al despertar. El corazón agitado lo tenía tan hundido en las entrañas que era plenamente consciente del hueco que se tensaba dentro de su pecho. El vacío la dejó sin aire por unos momentos que tuvo que tomarse para recuperar por completo el aliento.

A la Reina le dejó un sabor agridulce aquella especie de despedida. No estaba muy segura de poder procesar todo lo que estaba sintiendo en aquel momento. Sobre todo, porque comenzaba a hacerse a la idea de que a partir de aquel instante su viaje habría de desarrollarse en solitario.

O así lo creyó hasta que tuvo ocasión de levantar la vista.

En la entrada de su refugio se encontraba un brillante lobo blanco de lomo negro guardando la pequeña cueva.

—A ti te he visto muchas veces ya. —dijo restregándose los ojos. —Eres su fylgja, ¿no es asi?

El enorme can avanzó hacia ella y se echó a su lado permitiendo que la monarca le acariciara el suave pelaje.

—¿Por qué no estás a su lado? —razonó rascándole tras las orejas. —Deberías cuidar de ella. —le reclamó con un gesto de enfado. —Debe necesitarte más que yo.

Elsa observó fijamente dentro de sus ojos azul cielo. Se preguntó qué significado tendría aquello. No era tan versada en los asuntos sobrenaturales como para comprender todos los hechos relativos a la magia, pero sin duda la presencia de ese guardián obedecía a alguna encomienda por parte de Kyla si se trataba de su espíritu protector. ¿Quería decirle que podía prescindir de él en su momento de mayor necesidad o que era el símbolo de la eternidad de ese amor que acababa de profesarle?

El animal emitió un bufido y empujó el brazo de la muchacha, olfateándole el único guante que aún llevaba puesto.

—¿Es por esto que estás aquí? —le dijo mostrándoselo. —¿Este símbolo?

La bestia asintió, empujó a Elsa con la enorme cabeza obligándola a incorporarse. Se calzó los zapatos y salió de su escondite para presenciar que el paisaje nevado que se extendía por la montaña era muy semejante al de su sueño previo. La oscuridad seguía dominando la montaña, y la luna arrancaba destellos en la nieve que nadie más que ella podía apreciar en esa solitaria procesión, pero esa soledad era suya y ella por propia iniciativa se proclamaba como su Reina.

El lobo guio sus pasos guardando una distancia prudente, como si se mantuviera al tanto del ritmo al que ella quería avanzar, así como estaba aceptando que en un sólo instante su vida como la conociera había terminado.

¿Aunque qué clase de vida fue esa realmente?

Elsa no pudo dejar de pensar en lo que Kyla le había dicho a cada paso que daba. En lo importante que era vivir con un propósito mayor que debía descubrirse. Toda la vida ella no había hecho otra cosa más que ocultarse y limitar sus propias cualidades. Su magia, sus sentimientos, su capacidad de amar de la forma en que verdaderamente había deseado.

Acababa de cumplir los veintiún años y seguía sin tener certeza de saber de lo que era capaz.

Ella, quien tenía el poder del invierno en su interior y no se había atrevido a explorarlo luego de temerle y avergonzarse de él casi como la había mortificado tanto saberse una desviada inmoral.

Pero ahí arriba ya no importaba nada. Nunca había importado en realidad. ¿Cuál había sido siempre el temor en todo caso? ¿Que se supiera? Pues ya estaba más que dicho y ella se encontraba a kilómetros de distancia como para que intentaran reclamárselo.

Elsa se soltó la enorme capa que terminó siendo arrastrada por el viento. Se observó los dedos y se sacó el guante de la mano de un solo tirón lanzándolo hacia el cielo. El lobo brillante soltó un gañido y comenzó un trote veloz que la Reina se propuso seguir con nuevos bríos.

Mientras más avanzaba, más sencillo se volvía. Con más claridad lo razonaba. El peso de su identidad y su falsa pretensión se estaban quedando atrás con el pasado que planeaba abandonar en la medida de forjarse a sí misma. Todo lo que importaba a corto plazo era llegar a la cima que Kyla le había pedido conquistar en su nombre. Ante el temor inicial, aquel legado se estaba tornando en posibilidad, en todas las que su imaginación pudiera proporcionarle. Se estaba convirtiendo rápidamente en un propósito que logró alborozarle nuevamente el corazón.

Porque el futuro era incierto y era suyo y por primera vez nada parecía interponerse a su paso.

El lobo aulló como si le correspondiera al entusiasmo y la condujo por una pendiente escarpada que rodeó hasta desembocar en un abismo imposible de saltarse, alcanzar el otro extremo no fue cosa difícil para el fylgja, pero a Elsa le costó un poco más la perspectiva de atravesarlo. Estudió la situación por un momento como si se tratara de alguna especie de reto cuando la idea le vino a la mente. Con una pisada solidificó por completo la orilla como le pasara antes con el agua del fiordo durante su penoso escape y se lanzó entonces al vacío materializando una escalinata bajo sus pies al tiempo que cruzaba.

Por debajo de sus pies aguardaba una muerte segura, por encima de su cabeza el cielo estrellado iluminaba su andar. La joven sonrió con el cuerpo lleno de adrenalina sintiéndose flotar. Era una sensación alucinante que no podría ni sabría explicar, pero la llenó de una energía indescriptible que no había sentido jamás. Elsa Arnadarl no corría riesgos, nunca hacía las cosas que no debía y sin embargo ahí estaba surcando el cielo como si fuese una actividad natural. El pecho lo sentía retumbante cuando alcanzó el otro lado para reunirse con el lobo que la rodeó con alegría.

— Te crees que puedes llevarnos a todos, Hela —clamó Elsa apretando los puños desafiantes—. ¡Pero lo cierto es que estoy aquí y aquí seguiré!

La Reina dio un pisotón en el suelo estableciendo su nueva postura. De debajo de sus plantas comenzó a dibujarse un patrón geométrico que se entrelazó y se extendió hasta formar un emblema parecido a un copo de nieve de puntas afiladas. Elsa lo admiró de manera satisfecha casi como cuando estampaba el sello de azafrán sobre lacre dorado. La muchacha se giró, mirando alrededor las posibilidades que le ofrecía el terreno. Tenía literalmente un lienzo en blanco y carta abierta para demostrar lo que una estudiosa de la arquitectura y las ciencias exactas podía levantar ahí mismo de la nada. Se elevaron pisos que simulaban mármol, columnas y terraplenes nivelaron el suelo que habría de soportar una ambiciosa edificación. Se formaron escaleras, muros, habitaciones y ventanales. Acabados, detalles y mobiliario simulado completaron la suntuosa decoración. Habían pasado escasos minutos cuando un castillo entero de hielo cobró forma en la cima de la Montaña del Norte cual monumento en el que su recién autoproclamada Reina de las Nieves habría de instalarse.

Elsa se soltó el tocado, echándose la trenza francesa resultante por sobre el hombro como tanto había dicho Kyla que le gustaba verla, con los dedos helados peinó los mechones de su cresta en un rebelde e inusual estilo que seguro solamente le parecería apropiado a la princesa Rapunzel. Congeló las fibras de sus telas que le abrazaron las formas y le descubrieron la piel haciéndola sentir tan dueña de su sensualidad como cuando vestía las camisolas vaporosas con las que logró muchas noches hacer suya a su sabia anhelante hasta hacerla enloquecer.

Casi como si se tratara de ella misma, extendió los brazos para recibir de lleno los primeros rayos del sol. Aquel amanecer estaba siendo testigo del primer día de una nueva mujer que estaba decidida a explorar el propósito por el que había sido puesta en el mundo con ese mágico toque helado.

No tendría reparo en dedicarle tiempo a planear el resto de su vida en aquella inclemente ubicación.

Después de todo el frío nunca le había importado.

...

—Kyla, ven aquí, tesoro —llamó Emma desde la puerta de la cocina que comunicaba con el terreno exterior de la casa Frei—. ¿Cuántas veces te he dicho que tienes que abrigarte bien si vas a estar aquí afuera en la noche?

La pequeña de siete años se espabiló desde la posición que ocupaba sentada en el pórtico con las delgadas piernas pendientes entre la madera y la hierba del suelo. Hizo a un lado el montón de hojas que apoyaba sobre una tablilla y soltó el pedazo de grafito con el que se había estado entreteniendo todo aquel rato. Se puso de pie diligentemente para acudir junto a su madre que la aguardaba con un par de prendas listas en las manos.

—Muchas, pero es que no siento frío —se excusó la niña con simpleza.

—Eso dices siempre y luego terminas enfermando —contestó la mujer arqueándole las cejas—. Mamá sabe más. Ponte el saco y la bufanda y nada de replicar.

—Está bien —aceptó la infante extendiendo los brazos de buena gana mientras su madre se encargaba de vestirla.

—Eso es, ¡Mucho mejor! —le celebró Emma admirándole la carita sonrosada. Salió del todo para sentarse cerca del sitio de trabajo de su hija—. ¿Qué estabas haciendo? —inquirió con curiosidad.

Kyla se devolvió a recoger todas sus cosas y las ordenó cuidadosamente, colocándolas sobre la mesa.

—Estaba escribiendo —contestó de manera adorable colocándose junto a ella.

Emma apreciaba mucho los intereses nuevos que estaba desarrollando su pequeña, ahora que se enfocaba más tiempo en leer y estudiar con su abuela. Todavía era bastante ansiosa con las manos y había que traerla constantemente de vuelta a la realidad cuando se perdía en sus propias ideas, pero sin duda había tenido una mejora considerable desde el último año que regresara de su primer recorrido parlamentario con su padre. Podía decir que la niña había cambiado para bien. Kyla ya permitía que la tocaran mejor y parecía más alegre y atenta la mayor parte del tiempo. Seguía durmiendo poco y había que mantenerla vigilada, pero por lo demás casi era como una pequeña normal de su edad.

—Oh, ¿y qué escribes? —repitió su madre amablemente—. ¿Una carta nueva, para tu amiga, la princesa norteña?

—No. Quería escribirle a Elsa otra cosa, es un cuento que le quiero mostrar un día.

—¿Y se puede saber de qué trata?

Kyla dudó un poco repasando los dedos sobre las hojas estropeadas por un manejo constante.

—No está terminada y es un poco extraña y complicada —comenzó cohibidamente ensortijándose un mechón de cabello.

Emma se sonrió. Utilizó su paciencia y tacto de institutriz para brindarle confianza a su hija. Kyla era bastante buena en sus asignaturas y leía y escribía de manera correcta desde los seis años, si bien había comenzado a instruirla desde los cuatro. Solo que enfrascarse en pergaminos era algo que parecía dársele de manera natural, casi terapéutico. La mujer ya había notado que Kyla parecía plasmar mejor sus ideas siempre que las ponía por escrito. Sus arranques de ira habían disminuido desde que aprendiera a comunicarse mejor y todos en casa se sentían por demás agradecidos. Sobra aclarar que, en la residencia de los Frei, se encontraban bien abastecidos de papel y cuando aquello faltaba, a la niña le gustaba cargar por todas partes con su pizarra y un trozo de tiza.

—Puedes intentar explicarme —le propuso con simpleza.

—Bueno... Está bien —lo pensó la niña—, puedo hacerlo con dibujos —sugirió de forma un poco más resuelta.

—Eso me parece muy buena idea —consintió Emma.

La niña se acomodó repasando las páginas. Sacó de debajo el pizarrín que había estado usando de soporte. Emma presta le acercó la caja en donde guardaba los gises que tenían color.

Kyla sacó una barrita de color morado y comenzó.

—"Había una vez en un reino lejano una niña solitaria que vivía encerrada en una torre y que todas las noches soñaba con el sol. Lo veía desde una ventana muy alta que no podía atravesar porque le habían dicho que el mundo era peligroso para ella y la niña lo creyó, así que se conformaba con ver los días pasar desde el interior."

La imagen resultaba bastante clara. Una niña rubia miraba triste el exterior de su torre mientras el sol brillaba a lo lejos en el cielo.

—"Lo que la niña no sabía era que había sido llevada ahí por una bruja que la quería tener siempre cerca porque su cabello era mágico y podía curar cualquier herida o enfermedad cada vez que recitaba un hechizo que aprendió con una canción. Su pelo era muy importante y por eso nunca se lo habían cortado. Era largo, pesado y muy fuerte; tanto, para poder usarlo de escalera.

Todas las tardes, la visitaba la bruja, que le gritaba desde el suelo: Florecilla, deja caer tu cabellera para que pueda subir a verte, y la niña la obedecía porque era muy buena."

El dibujo esta vez representaba a la niña inclinando la cabeza por la ventana mientras una mujer de sonrisa malvada usaba su cabello como cuerda para afianzarse mientras trepaba.

Emma frunció el entrecejo imaginando como sólo en una ocurrencia infantil podría suceder algo semejante.

—Qué mujer tan mala —le dijo dándole la razón.

Kyla asintió y borró con un paño humedecido lo que recién había trazado.

—¡Si, era muy mala! —corroboró la niña en un gesto indignado—. Ella la cuidaba y la quería mucho y esa señora la insultaba y se burlaba de su aspecto o de su forma de hablar, pero la niña de todos modos era linda y obediente —Kyla se puso a chupar la tiza mientras pensaba—, yo creo que tal vez le tenía mucho miedo... Ooooo —añadió, alargando mucho el sonido de la letra o. —estaba tan sola que de verdad veía a esa bruja mala como a una mamá.

Emma le sacó la tiza de la boca a su hija y le hizo un gesto negativo con la cabeza mientras la pequeña se sonreía.

—Y tú que no te comportas aquí donde te tratan bien.

—Si me comporto, pero no siempre quiero —replicó Kyla encogiéndose de hombros.

—¿Y entonces qué pasó? —la encauzó Emma girándole los ojos.

—Bueno. "El sol siempre estaba lejos, persiguiendo a la luna en algún punto lejano y con el tiempo la niña se fue olvidando de él. Aun así la niña (que ahora era una joven doncella) seguía soñando desde su ventana buscando la luz, en la forma que fuera, casi como una luciérnaga que sigue cualquier cosa que brilla."

En el dibujo se veía ahora una figura femenina más larga, rodeada de una dorada cabellera aún mayor. Desde su ventana miraba lo que podría ser un cielo nocturno cubierto de estrellas hasta que Kyla dibujó las luces descendiendo al cielo y tocando el mar. Emma torció las cejas encontrándole el sentido.

—Esas parecen las linternas del cielo que lanzamos en Junio —comentó casualmente, aunque con ligera impresión.

—Ajá —asintió la niña borrando la escena de inmediato y muy dispuesta a dibujar otra.

Emma se humedeció los labios nerviosamente. Trató de imaginar que su hija no estaba inventándose un cuento inspirándose en la historia de las luces que se lanzaban cada año por la princesa que tenían perdida. Casi le dio mareo pensar que semejante cosa pudiera comentársela a alguna otra persona que en verdad pudiese ofenderse.

—No le contaré la historia a nadie si tú no quieres —le aseguró Kyla mirando los artilugios de la mesa como si fueran alguna especie de fechoría.

—No te preocupes por eso, cariño —la tranquilizó Emma sonriéndole maternalmente—. No quise pensar de esa forma. Tu relato está muy bien, continúa.

La pequeña se enredó los dedos, Emma le dio un golpecito con el codo que le sacó a Kyla una risita.

—"Un día subió a la torre un muchacho. Lo había hecho porque había escuchado un hermoso canto, pero terminó encontrando a la doncella y decidió acompañarla en una aventura fuera de casa. Aunque corrieron peligros, se enamoraron en el camino y ¡justo cuando la doncella estaba por encontrar por fin al sol!, pero la bruja los descubrió y tramó un plan para separarlos."

La imagen mostraba a un hombre y una mujer sentados en un pequeño bote rodeados de luces, ellos se veían felices y se tomaban de las manos. Detrás de unos arbustos podía verse el rostro enfadado de la bruja.

—Así que ahora esto es un romance. ¿Tú qué sabes del amor para empezar? —soltó Emma en su incredulidad.

Kyla se encogió de hombros.

—Bueno, ellos querían pasar todo el tiempo juntos, como me gusta pasar tiempo con Elsa, y ellos se sentían cuando se miraban del modo en el que papá y tú se sienten cuando se besan en los labios.

—Pero ¿cómo? ¿Quién te dijo esas cosas? —exclamó Emma abochornándose.

—La abuela —explicó Kyla como si nada—, pero también dijo que era más complicado que eso y que yo era muy chica para saberlo todo.

—Menos mal —suspiró la mujer masajeándose la sien. Miró de reojo a la niña que ya se encontraba trabajando en su próxima pieza—. Aunque tendremos que hablar sobre las cosas que te explica tu abuela.

—Son divertidas. ¿Quieres hablar de eso? —comentó interrumpiéndose.

—Mejor primero termina tu historia.

Kyla se sonrió.

—"La bruja se llevó a la doncella con engaños de vuelta a la torre y cuando el muchacho fue tras ella para rescatarla, la bruja lo mató y se llevó a la doncella a otro lugar, a una prisión más alta que esta vez nadie pudiera encontrar."

El dibujo mostraba a un hombre con los ojos cerrados, recostado en el suelo sobre una mancha roja mientras la bruja se llevaba con una cuerda a la joven de largo cabello que lucía una expresión de congoja.

Kyla guardó las tizas en su caja y suspiró.

Emma se habría quedado con la historia de amor de haber sabido que ahora trataban con traiciones, sangre, muerte y el mal saliendo vencedor.

—... ¿Y eso es todo? —dijo mirando de reojo a su hija. Emma se acarició nuevamente la sien sintiendo cómo se le iba produciendo la migraña.

—Si... Todavía no sé cómo terminarlo... —confesó la niña enredándose un mechón de la cabellera—. A veces hay cosas que puedo cambiar, pero luego salen mal, como que el muchacho es empujado por la ventana y cae sobre un montón de zarzas que lo dejan ciego y perdido en el bosque. En otras ocasiones es la doncella la que muere por protegerlo.

—¿Y cómo es que se te ocurren esas cosas? —exclamó Emma escandalizándose—. ¿Por qué ellos simplemente no pueden tener un final feliz?

—No lo sé, es muy difícil. ¿Como sería un final feliz para ti? —preguntó la niña con interés.

—Pues... —Sopesó la mujer tamborileando con los dedos sobre la mesa—, por ejemplo, que la doncella se libre de la bruja malvada y pueda ver el mundo de la mano de su amado. El amor verdadero debería poder triunfar al final, ¿No? —la niña se encogió de hombros por respuesta—. Así son todos los cuentos —exclamó la agobiada mujer—. ¿Qué otro sentido tendría todo el sufrimiento si los enamorados no pueden tener su "y vivieron felices por siempre"?

Madre e hija se observaron fijamente por un minuto.

—¿Podemos comer salchichas para cenar? —soltó Kyla sin inmutarse.

Emma resopló, dándose un poco por vencida.

—Supongo que puede arreglarse —concedió extendiéndole los brazos. La pequeña se acomodó contra su cuerpo y se dejó besar en la mejilla—. Deberías decirle a tu abuela que te ayude con tu historia la próxima vez. Solo dile que nada de asuntos de adultos, ¿De acuerdo?

—Está bien —aceptó la niña de manera dispersa.

Kyla recogió sus materiales y corrió al interior de la casa en cuanto se supo libre. Emma se acarició los antebrazos que sintió de pronto muy helados.

...

Elsa se había grabado la imagen de aquel estanque repleto de nenúfares y lirios desde su primera visita. Recordaba haber estado en ese jardín de forma traslúcida tal y como se encontraba recorriéndolo nuevamente. Minutos antes creyó haberse quedado dormida en el interior de su palacio congelado luego de proveerse de la comida que se había dejado en un cofre enterrado; pero sin duda debía encontrarse sumida en un trance si es que estaba en Corona, en la casa solariega de la familia Frei.

Sólo le hacía falta a la confundida rubia hacerse una idea del cuándo.

El recuerdo del miedo que experimentó la primera vez que se apareció ahí, cuando se encontró con Kyla siendo apenas una infante y tuvo que compartir con ella un aterrador encuentro con la mujer blanca todavía lograba causarle escalofríos.

Por lo que casi sintió alivio cuando vio de reojo que Titus se aparecía por el pasillo, cerrando una puerta tras de sí. Elsa lo siguió por la casa en su calidad fantasmal hasta una estancia en la que el noble se reunió con la madre de Kyla, Emma Frei, tan parecida a su hija, si bien la mujer lucía más bajita, regordeta y brindaba un aire maternal que la sabia no poseía. Los rizos dorados de su cabellera no estaban perfectamente acicalados en un moño, sino que le caían sobre los ojos cansados y enrojecidos que contemplaban la humeante taza de té que tenía enfrente. Ella se tensó ligeramente como si pretendiera incorporarse cuando escuchó al príncipe acercarse, pero el joven extendió las manos frente a su cuerpo para tranquilizarla.

—Se ha dormido por fin —explicó él en voz baja—. Estuvo hablando un rato, pero no lo hacía conmigo, así que sólo me aseguré que todo fuera bien con ella —Titus se sentó a la mesa, frente a Emma y se pasó la mano por el cuello y la nuca mientras se acercaba una rebanada de toastbrot con queso—. Parece muy agotada, pero de cierto modo se le veía satisfecha.

La mujer asintió, dedicándole un gesto generoso, se puso de pie para servirle al barbado una jarra de cerveza y un plato de bockwurst asadas. Elsa no pudo dejar de notar que ambos parecían extenuados.

—Seguramente estuvo soñando con su querida princesa... —dijo Emma, acercando el sauerkraut—. ¿O es que será Reina ya? —se preguntó distraídamente retornando a su asiento y a su taza de té.

Titus y Elsa exhibieron la misma expresión desencajada de espanto, si bien, sólo la del cretense podía apreciarse. El barbado se tensó en la silla, aunque le sonrió a la mujer con amabilidad, tomándose las palabras completamente como una broma.

—Me temo que no sabría especificarle, mi buena señora —comenzó el joven dando un inocente sorbo a su bebida—. Kyla viajó mucho estos años y sin duda afianzó buenas relaciones parlamentarias... Sólo tiene que tomarme de ejemplo y darse una buena idea.

—Es usted un buen amigo sin duda Titus, pero no tiene que ocultar nada de mi —comenzó Emma pacientemente encogiéndose de hombros—. Soy su madre. No necesito una mirada especial para comprender lo que sucede con el corazón de mi propia hija. Yo lo sabía desde que era así de pequeña —aseguró la mujer colocándose la mano a la altura de la cintura.

Titus asintió sonriéndole ligeramente. Elsa se apretó las sienes sin podérselo creer.

—Parece muy comprensiva con la idea —razonó el joven sin esconder su curiosidad—. Sé que ha tenido tiempo para pensarlo, pero sigue siendo muy inusual.

—Los Frei siempre se han jactado de ser inusuales —atajó Emma con un gesto de la mano—. Son tan especiales que el árbol familiar está lleno de personajes interesantes. Pero el capricho de mi hija no son las doncellas, estoy segura que usted podría dar buena cuenta de ello. No... —concluyó al acercarse la tacita de té hasta los labios—. Ambos sabemos que el capricho más grande de Kyla siempre ha sido Elsa Arnadarl de Arendelle.

El barbado se dio de golpecitos en el pecho al casi asfixiarse con el trozo de salchicha que había estado masticando. Hizo todo lo posible por serenarse, pero Emma prorrumpió en una alegre carcajada.

—¡No es tan terrible como parece, alteza! —soltó entretenida—. ¡Yo parí a esa niña! Es normal conocerlo todo de ella. De mi Kyla... —comenzó haciendo memoria—. Oh, yo sabía lo que esa pequeña quería de desayuno solo con escuchar la forma en la que bajaba los escalones de la casa —dijo al recordarlo con nostalgia—. Tenía que hacerlo. Ella era una niña muy silenciosa, ¿lo sabía?

—En realidad no puedo ni siquiera imaginarlo —admitió Titus con alegría.

—Ella casi no hablaba con otras personas —comenzó Emma frunciendo los labios—. Apenas podíamos sacarle algunas palabras nosotros mismos —explicó como si el recuerdo le causara gracia—. Kyla se la pasaba absorta en algo que debía ser más interesante que lo que ocurría a su alrededor —lo dijo como lo haría una madre que comenta que su hijo come vegetales—. Para nosotros siempre fue adorable, pero para otros probablemente mi hija simplemente estaba mal de la cabeza.

Titus resopló, exhalando un silbido impresionado.

—Es un juicio un tanto duro para una niña pequeña ¿No le parece?

—Qué va, más de una vez me sugirieron internarla —le dijo Emma a Titus como si aún le ofendiese recordarlo—. Pero a decir verdad Kyla si era como un animalito salvaje —tuvo que admitir a regañadientes—. Muy nerviosa, desapegada. Agresiva por momentos. Nada parecía importarle realmente.

—Pero Elsa Arnadarl sí que le importó —apuntó el barbado dando un sorbo a su cerveza.

—Fue como si en Arendelle la hubiesen cambiado por otra persona —contestó Emma sin contener la estupefacción que le provocaba—. Al principio creí que esa princesa de la que tanto se ponía a hablar mi hija debía haberla impresionado lo suficiente como para hacerla salir de su caparazón; pero no imaginé a qué grado se convertiría en lo más importante para ella. A veces siento que debí haber hecho un mejor trabajo como madre.

—¿Para que no terminara amando a otra mujer? —razonó lógicamente el cretense.

Emma negó con la cabeza.

—Para que no terminara amándola como lo hizo —corrigió la mujer con pesar.

Elsa habría preferido que la madre de Kyla le hubiese dado la razón a Titus. Que la mujer se opusiera a la relación por encontrarla aberrante le parecía más soportable que aquella decepción con la que había pronunciado su respuesta.

—¿Kyla le dio indicios de lo que pensaba hacer? —inquirió Titus con las manos entrelazadas bajo el mentón.

—No creí que llegaría tan lejos —admitió Emma de manera sombría.

—Pero sabía que estaba muy enamorada —Apuntó el príncipe arqueando las cejas.

La rubia se recargó en su asiento. Se dedicó un momento a observar lo que ocurría por la ventana abierta.

—Yo sabía que ella lidiaba con algo muy intenso —respondió Emma encogiéndose de hombros. Tanteó con las yemas de los dedos los bordes de su tacita de porcelana, frunciendo el entrecejo—. Para Kyla... —titubeó escogiendo las palabras que usaría para explicarlo—, los sentimientos eran un asunto muy abstracto. Muy complejo. Ella siempre quiso saber la razón de todo lo que pasaba, pero creo que nunca algo le molestó tanto como tener que batallar con su propia sensibilidad. No creo que porque su naturaleza la confundiera sino por lo que conllevaba. Siempre fue mi temor que interpretara las cosas de manera errónea; aunque... ¿Cómo culparla? Es así como siempre se habla del amor —concluyó con ironía.

—Concuerdo con eso —exhaló Titus dando una palmada sobre la mesa—. Admiro el poder que se le atribuye al sentimiento, pero no creo que su expresión verdadera sea tan limitada como la establecen los románticos. Sé que puedo parecer un poco cínico al respecto —añadió sin falsa pretensión—. Pero Kyla es una mujer muy inteligente. Creo que a pesar de todo ella llegó a comprenderlo.

Emma le sonrió amablemente por el gesto.

—¿Usted sabe si esa joven...?

—Ella la correspondía, sí —contestó Titus decididamente imaginando lo que Emma quería cuestionarle—. No me cabe duda de eso. No fue nada sencillo arrebatarle a su hija de las manos —concluyó con una sonrisa impertinente.

Por primera vez la expresión de Emma reflejó cierto dejo de satisfacción. Como si le complaciera la idea de que su hija se hubiese ganado de verdad los afectos de aquella heredera de noble cuna.

Elsa se enredó las manos en el regazo, sentía que las mejillas le ardían, aunque nadie la había acusado directamente a ella.

Titus y Emma miraron de reojo rumbo a la puerta cerrada que yacía ensombrecida al final del silencioso corredor. Elsa dedujo que aquel era el sitio en donde Kyla se encontraría descansando, ajena de todo aquello.

—Tal vez habría sido mejor que se quedara en su cercanía —susurró Emma amargamente con la mirada brillante por las lágrimas—. Hay días que me da la impresión que Kyla se niega a marcharse por su causa... Y sufre tanto que yo... He deseado que un día simplemente mi hija ya no despierte...—se restregó los ojos y sollozó cubriéndose los labios. Titus se enderezó para confortar a la temblorosa mujer—. Dios... No sé qué pensar...

—Usted ama a su hija, Emma —susurró el príncipe de forma comprensiva—. No hay otra cosa que explicar.

Un quejido seguido por un ataque de tos los puso sobre alerta. Emma se levantó y cruzó de prisa por el pasillo. Abrió la puerta, introduciéndose en la habitación. Elsa se quedó paralizada en su sitio, por lo que solo podía ver lo que dejaba ver el hueco entreabierto de aquel cuarto.

—Oma... —se escuchó que clamaba una voz que sonaba conocida, aunque rasposa y muy debilitada.

—Tranquila, cariño, todo está bien —la confortó Emma con dulzura.

—¿Dónde?... ¿estoy despierta? —exclamó la morena con somnolencia.

—Así es Kyla, estás en casa, en Corona —se escuchó el sonido de una silla cambiando de ubicación sobre un piso de duela—. Tienes diecinueve años y estamos en el mes de julio. —La mujer hizo una pausa. —A Elsa Arnadarl la coronaron hoy.

Hubo un momento de silencio.

—La coronación... —soltó Kyla finalmente con un jadeo.

Se escuchó el movimiento de los cobertores y un breve forcejeo, como si Kyla hubiese intentado salir de la cama y su madre se lo impidiera.

—Relájate. Sabes que no te hace bien alterarte tanto —le advirtió.

—Yo debía... —Kyla gruñó en su frustración—. No logro recordarlo... Yo... Yo...

La morena se interrumpió cuando la tos se apoderó nuevamente de ella.

—Shhh... Estás fatigada, mi niña —susurró Emma cariñosamente—. Duerme y quédate aquí. No te pierdas en tus sueños.

—Oma... No dejes que ella me vea así... —le pidió en un suspiro agotado—. Deja de pensar en esto...

Elsa frunció el entrecejo cuando el escenario a su alrededor se estremeció. La Reina mantuvo el equilibrio, disponiéndose a avanzar por el titilante corredor.

Un tirón en su codo detuvo su avance. Elsa giró la cabeza para encontrarse con una joven Kyla bastante consternada. Era más baja y delgada que la Reina, estaba toda vestida de gris, debía de tratarse de la versión académica de la morena a juzgar por los pergaminos y libros que afianzaba bajo el brazo. La miraba intensamente como si le sorprendiera mucho no solamente su apariencia, sino ser capaz de verla ahí. No la soltó ni un poco. Un gesto muy serio le tensó los labios. La muchacha negó, batiendo la oscura cabellera revuelta. Clavó la contemplación reverente en la puerta entreabierta de madera que tenían delante.

—No puedes entrar ahí, Elsa —advirtió afectada.

—¡Pero no es justo! —exclamo la Reina al borde del llanto, reclamándole a la muchacha que la afianzaba con suma tranquilidad —Esto no está bien, ¿Como pudiste soportar saberlo de esta forma? Todos estos años, Dios...

Elsa se cubrió el rostro, dejándose caer de rodillas sobre el piso. Kyla se inclinó junto a ella, rodeándola con un brazo.

—Eso no importa ahora. —le susurró de forma amable —Debes despertar, mein Schatz. Tienes visitantes en tu entrada.

Elsa abrió los ojos, jadeando en su sobresalto. Se enderezó, apoyándose en los reposabrazos del trono que se había construido y en el que había perdido momentáneamente la conciencia. La Reina se frotó las sienes mientras un golpeteo resonaba en el piso de abajo, trayéndola de lleno a la realidad.

—¿Elsa? —escuchó que una voz la llamaba a la distancia desde el interior de su palacio.

La Reina se incorporó y descendió la escalinata sólo para encontrarse de lleno con su hermana.

—¿Anna? —soltó Elsa en su desconcierto.

Recorrió de arriba a abajo el aspecto pueblerino que se había armado la princesa de Arendelle para darle caza en aquella cumbre nevada.

Anna por su parte la miraba completamente atónita sin saber exactamente qué decir. Casi había olvidado que la mujer tan hermosa que la estudiaba desde lo alto se trataba de su hermana mayor. La pelirroja tragó saliva como si de pronto se sintiera insegura de lo que hacía en aquel sitio; pero se espabiló casi enseguida.

—¡Elsa! Te ves... diferente —exclamó en su nerviosismo—. ¡En el buen sentido! —añadió prontamente en su torpeza—. Y mira este lugar... es tan hermoso...

Elsa se sonrió, encontrando dulce que, a pesar de no recordarlo, la reacción natural de su hermana fuera maravillarse por su magia de hielo.

—Gracias —le contestó la Reina elegantemente, al entrelazar los dedos—. No tenía idea de lo que era capaz.

Anna se pasó un mechoncito tras la oreja y suspiró.

—Elsa, en verdad lamento mucho lo que pasó... —le dijo de forma apenada. La muchacha dio un paso hacia adelante, pero la Reina se echó instintivamente hacia atrás.

—No, Anna —le dijo alzando las manos en negativa—. Está bien.

—Por favor Elsa, no me saques de tu vida de nuevo —pidió la muchacha como si le adivinara las intenciones—. No me cierres la puerta, por primera vez creo que lo entiendo todo.

—No —murmuró Elsa, negando al retroceder. El recuerdo de su hermana inconsciente y helada entre sus manos resplandecía en el mechón blanquecino de su cabellera—. No puedes entenderlo. Por favor vete, Anna.

—¿Pero, por qué? —soltó la muchacha, subiendo los escalones tras su hermana—. Tu secreto ha salido a la luz y no importa. No tienes por qué vivir con miedo.

—¿Por qué estás aquí, Anna? —soltó Elsa apretándose las manos—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

—Vine por ti, para que volvamos a casa —respondió la princesa con simpleza.

—¿Que dices? —barbotó Elsa en su incredulidad. Copos de nieve comenzaban a caer sobre sus cabezas—. ¿Estás bromeando? ¿Después de cómo tuve que huir de ahí?, ¿Luego de cómo me trataron? —exclamó con la voz cargada de ofensa—. ¿Tienes idea de lo que tuve que pasar para llegar a este sitio y levantarlo de la nada? ¿Qué te hace pensar que es mi pretensión regresar? Este es mi lugar —apuntó la Reina afianzándose sobre el alfeizar de su balcón—. Regresa tú a Arendelle si eso quieres. Abre las puertas y vive feliz allá. A mí ya no me queda razón alguna para abandonar esta cima.

—Pero me tienes a mi —le recordó Anna con un hilo de voz.

Elsa miró a su hermana por sobre el hombro, así como estaba con la mirada cargada de un sentimiento tan inocente que podía escucharlo agrietándose como si se tratara de hielo delgado. Porque en su mundo ideal, bastaba con que bajara con ella la montaña para que todo se solucionara.

Sin importar que ella tuviera que enfrentar la humillación pública que había protagonizado.
Con tal de que regresara de buena gana a la oscuridad y a las ataduras soportando el peso de una corona que no soportaba llevar sobre la cabeza.

—Así no funcionan las cosas, Anna —contestó de manera terminante—. Lo siento, pero no puedo regresar.

—No entiendes —susurró la princesa como si temiera molestarla—. Tengo que llevarte. Arendelle está enterrado bajo nieve y si no te convenzo de llevarte el invierno, otros podrían pensar que TIENEN que obligarte.

—¿Qué cosa? —exclamó Elsa torciendo las cejas.

—Tenemos que volver y arreglarlo todo. —Insistió la pelirroja.

Elsa comenzó a entrar en pánico. Se observó las manos temblorosas en su frustración. Ella solamente había esperado ser libre para usar su magia sin restricciones. No pretendía hacerle daño a nadie. No sabía que había congelado todo Arendelle. Ni siquiera podía imaginar una cosa semejante. ¿Cómo podía ocasionar tanto daño en tan poco tiempo y sin percatarse? ¿Y si habían muerto personas? ¿Y si las cosechas se perdían? ¿Y si terminaba matándolos a todos?

—¿A qué otros te refieres? —soltó Elsa de pronto, cayendo en cuenta de lo que había dicho Anna—. ¿Por qué viniste tú a buscarme? ¿Quién se ha quedado a cargo del castillo?

—Hermana, no tienes idea de la crisis que estamos atravesando en Arendelle justo ahora. Weselton está al pie de guerra y tenemos dignatarios y miembros de otras casas reales prácticamente en calidad de secuestro. NECESITAS regresar.

Elsa apretó los puños, sentía que la sangre le hervía en la cabeza. No podía creer que esa situación estuviera aconteciendo ni que se estuviera manejando con semejante incompetencia.

—Pero yo no puedo terminar el invierno —soltó Elsa, afectándose por la responsabilidad que se le estaba endilgando encima—. No sé cómo, nunca lo he sabido —admitió con los ojos muy abiertos en expresión de espanto.

—No importa. Lo averiguaremos juntas —contestó la princesa positivamente con el fin de animarla.

—¿Cómo rayos lo vamos a averiguar? —soltó Elsa comenzando a enfadarse por su actitud. El viento comenzaba a aullar dentro de las paredes de aquel salón vacío—. No sabemos nada —escupió la monarca—. Nadie lo sabe. Y la única que podría saberlo nunca me lo dijo.

—¿Kyla? —adivinó Anna cayendo en cuenta de sus palabras—. ¿E-ella sabía de tu magia también?

—Claro que estaba enterada —contestó irascible la Reina—. Ella es mágica también. Lo sabe todo. Estuvo estudiando mi magia por años...

Las hermanas estaban prácticamente gritándose en medio de una tormenta que a cada momento parecía arreciar conforme se iba acrecentado la desesperación de la ofuscada Reina.

—Entonces, ¿por qué no te lo dijo? —exclamó la pelirroja manoteando en el vendaval—. ¿Qué no era tu consorte? ¿Por qué no se lo preguntaste?

—¡No lo sé! —bramó Elsa histéricamente—. Supongo que desperdicié mi tiempo acostándome con ella y luego sosteniéndole la mano mientras decaía por una enfermedad que no se puede curar. ¿Cómo te atreves ahora a culparme? Yo no planeé venir aquí. No planeé exponerme en mi coronación como una estúpida enfrente de todos. ¡No pedí nada de esto!

—¿Por qué sólo sabes ser desagradable? —chilló la princesa.

—¡Porque tu sólo sabes ser insistente! Anna, ya deja de hablar, ¡sólo lo empeoras! ¡Tú no me conoces, no tienes idea de quién infiernos soy!

—¡Sé que eres mi hermana y que no pienso dejarte sola!

Sucedió muy rápido en realidad. El hielo se desprendió del cuerpo de Elsa en cientos de haces de luz que salieron disparados a su alrededor como proyectiles. Anna se estremeció cayendo al piso cuando una de esas saetas la atravesó por el pecho.

—¡Anna!

Un joven montañista corrió directo hacia ellas y abrazó a la caída princesa, alzó entonces la vista con temor hacia la confundida Reina.

—No. Majestad, por favor no la lastime. —suplicó él, protegiéndola con su enorme cuerpo.

—¿Qué es esto? —soltó Elsa en su incredulidad—. ¿Ahora tienes otro?

Anna se desembarazó del agarre y se arrastró hacia su hermana quién ya había optado por alejarse.

—Estoy bien, Elsa. Por favor ven conmigo. ¡Déjame ayudarte!

—¿¡Y cómo vas a hacerlo?! —le espetó la monarca al volverse—. ¿Qué poder tienes tú para detener este invierno? —le gritó con desdén—. ¡Para detenerme a mí!

—No pienso dejarte aquí —repuso la pelirroja con firmeza.

—Sí... Lo harás —respondió peligrosamente la Reina cerrando los puños.

...

—Kyla... Ah... Dios... —Exhaló Elena aferrándose al cuerpo trigueño que la sostuvo con fuerza durante aquel estremecimiento placentero que la inundó durante su orgasmo.

—Me gusta cuando te pones teológica diciendo mi nombre... —le susurró su compañera de cuarto por debajo de su cintura, escalándole los costados—. Y haces esos sonidos... —añadió, saboreándose la vista que le brindaba la joven con los pechos descubiertos.

La morena forcejeó con la rubia como si pretendiera someterla por más tiempo, pero la muchacha se resistió.

—No... Si serás estúpida... —gruñó al patalearle—. ¡Anda, apártate ya!

Kyla rodó por el lecho de manera divertida. Se puso de pie, flexionando las articulaciones y se encaminó al lavabo en donde vació una jarra de agua limpia dispuesta para lavarse. El cielo aún se apreciaba oscuro por fuera de las ventanas. Elena resopló, estirando los miembros sobre la cama.

—Voy a morir de terror un día... —confesó cubriéndose la cara—. Todo el tiempo tengo pesadillas con esa puerta abriéndose, y un montón de académicos atrapándonos así.

—No seas tonta —se burló Kyla restregándose la piel con una toalla enjabonada—. Eso no va a suceder. Soy la mejor de esta sede y la nieta de Jenell Frei —se giró para sonreírle con suficiencia mientras se encogía de hombros—. ¿Tú crees que algún académico de tercera va a irrumpir en mis aposentos porque se olisquea algo? —la muchacha resopló—. Primero me ofrecen un puesto de titular de lo que sea... Mmm, ojalá sea de herbolaria... No me gusta nada más.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —bufó Elena mirándola ceñuda.

—Porque son idiotas, Elena —contestó la joven girando los ojos—. Todos. Todos y cada uno de los pobres diablos que se la viven aquí.

La rubia se levantó de la cama y caminó hacia la morena, rodeándola por los hombros.

—¿Debo recordarte que esta es la plaza en la que estas instalada, pobre diabla? —le sonrió al plantarle un beso en los labios—. Disfruta la humillación de saberte una de nosotros.

—Si, pero no por mucho —respondió Kyla devolviéndole el gesto—. Tengo otros planes en mente.

La morena se escurrió de entre los brazos de la rubia, y terminó de limpiarse. Luego se dirigió a la mitad de la pieza en la que estaban dispuestas sus cosas. Abrió un arcón de madera de dónde sacó varias prendas de color gris que comenzó a ponerse encima.

—Eras más humilde cuando iniciaste aquí —hizo notar la rubia que había comenzado a asearse—. Siempre me viene a la mente ver cómo te caías de culo en un charco de lodo cuando nos conocimos —le dijo sonriéndose de oreja a oreja—. Los académicos nunca debieron decirte que eras especial. Actúas como si lo fueras.

—Tal vez nunca debí exponerme a nada de esto —consintió Kyla calzándose las botas—. A mí no me habría importado terminar como ayudante de mi abuela, pero eso no concordaría con sus planes, ¿Verdad? Ella quiere que me salga con la mía. Lo dice mi nombre, Elena; y ella me bautizó, así que es casi su problema.

—No creo que tu nombre sea exactamente por eso —apuntó la rubia girándole los ojos.

—¿Entonces qué es lo que crees, Schneider? —sonrió la morena abrochándose el chaleco—. Ilústrame.

Elena la miró de reojo como estaba, ya toda ataviada con su uniforme gris y la melena azabache desordenada pendiente sobre sus hombros.

—Creo que eres como fuego, Kyla Frei —le dijo con significado—. Avanzas arrasando todo como un incendio. No te das cuenta de los destrozos que dejas tras de ti. Cuando un puente se quema, tal camino no puede ser transitado nuevamente —le advirtió poniéndose seria—. Te acercas peligrosamente a lograr tal cosa con Frau Jenell.

—Lo sé —farfulló Kyla tomando asiento a su lado—. No sé qué es lo que pasa conmigo, me he sentido extraña últimamente.

—Necesitas calmarte —sonrió la rubia, acariciándole la mejilla—. Trabajas demasiado en ese libro que llevas a todas partes. La intensidad que brilla en tus ojos cuando estas llenando pergaminos se equipara a la de los reclusos del asilo de la capital.

—¿Como una lunática, eso te parezco? —jadeó Kyla haciéndose la ofendida.

—No puedes negar que ofreces bastante material —se burló Elena, revolviéndole la cabellera—. Tienes todo un temperamento en ese pequeño cuerpo tuyo, ¿eh?

Los ojos de la morena se convirtieron en un par de rendijas.

—¿Vivimos una era de romanticismo y no eres capaz de reconocer la pasión cuando la tienes enfrente? —contestó Kyla en falso tono ofendido. Pronunció su reclamo con intensidad, pero por su estructura seguía pareciendo una chiquilla que hacía un puchero.

—¿Esa obsesividad que ha arrastrado consigo a tantos contemporáneos al suicidio? —le dijo Elena arqueándole las cejas de forma reprobatoria—. ¿A esa te refieres?

—Bueno, sí he de serte sincera, me parece muy complejo el sentimiento —se sonrió Kyla encogiéndose de hombros de manera inocente—. Puedo percibirlo, pero no estoy muy segura de sus alcances. Todo lo que he leído es tan poético que me parece que sería imposible una existencia semejante.

—Tal parece que nunca te has observado con detenimiento —contestó Elena con sarcasmo.

—No creo quitarme la vida por amor, si es lo que estas insinuando —repuso Kyla arqueando las cejas en su extrañeza.

—Eres tan impulsiva que la idea comienza a inquietarme.

—Creí que eran otras cosas las que te inquietaban de mi —apuntó la morena sonriendo estúpidamente.

Elena terminó de vestirse sin contestarle a eso.

—Deberías dormir un poco —le dijo la rubia a la morena, al pasarle la correa de su mochila de cuero por la cabeza y enderezarle el cuello del blusón. La observó detenidamente, estudiando su semblante—. Te ves más cansada que de costumbre.

—Tengo que ir a la oficina de mi abuela —contestó Kyla renegando un poco—. Me ha citado esta mañana.

—Así que te has puesto efusiva conmigo para molestarla —dedujo la rubia, reprobando un poco haber sido utilizada.

—En parte, además sabes que el descanso no es lo mío.

—Nunca lo será si sigues perdiéndote en diálogos mientras duermes —le dijo casualmente jugueteando con un mechón azabache—. Si he comprendido alguna cosa de lo que dices en sueños... ¿Es nórdico, acaso?

—¿Que? —soltó Kyla en su extrañeza.

—Lo que hablas cuando te da por soñar —explicó la muchacha colocando algunos libros en su propia bolsa—. No sabía que estudiabas el dialecto viejo.

—No lo hago —contestó Kyla encogiéndose de hombros—. Será que le encuentras significado a lo que me pongo a balbucear.

—Puede ser... —se sonrió Elena como poniéndolo en tela de duda—. pero me parece haberlo escuchado en algún lado... lo consultaré con Herr Fritz y te demostraré que no son maquinaciones mías.

—Por mi está bien. Pero no me responsabilizo si es que te traduce un montón de obscenidades. Si es así es porque me haces soñar contigo con frecuencia.

—Pequeña estúpida, lárgate ya —le dijo Elena al jalarla del cuello para besarla antes de despacharla fuera de la habitación—. Te veo a la hora de la cena.

—Puedes apostarlo —soltó Kyla saliendo al trote.

Las dos chicas tomaron caminos distintos. Una bajaría las escaleras, enfilándose al salón comedor, mientras la otra subiría dos plantas hasta la dirección.

La sonrisa se le fue borrando de los labios a Kyla conforme iba ascendiendo. El cuerpo se le tensó mientras en la cabeza solo le rondaban ideas que la hacían sentir hostil por algún motivo. Se haló el cuello del blusón encontrando que la piel la tenía caliente. El estómago se le revolvió. Kyla sacudió la cabeza al subir el último tramo. Se sentía de pronto muy mal. La muchacha tuvo que recargarse contra el marco de madera y tomar aire antes de ser capaz de llamar a las puertas doradas que lucían el escudo del sol, más finalmente logró hacerlo.

—Adelante. —se escuchó que una voz contestaba del otro lado.

Kyla abrió la puerta y entró desgarbadamente al despacho.

Al fondo, frente a un enorme ventanal y tras un escritorio de madera labrada estaba Jenell Frei vistiendo de negro. El anillo de oro de su dedo parecía tosco al contrastar con su propia fineza. El gesto en su rostro era severo cuando le hizo una seña con la mano a su nieta para que tomara asiento en una de las sillas vacías que tenía delante.

Ojos violetas fulguraron encontrándose con una mirada semejante, como un espejo.

—Imagino que sabes por qué te he hecho llamar —pronunció la sabia al ponerse de pie, Jenell se colocó las manos en la espalda, estudiando la postura impertinente de la joven que se había cruzado de brazos y piernas en su asiento.

—No realmente, ¿Qué hacemos aquí, abuela? —soltó Kyla inocentemente en su entretenimiento.

—Cariño, sabes bien que esos juegos no funcionan conmigo —exclamó la mujer, sonriéndole con paciencia—. Por ejemplo, estoy al tanto de lo que ocurre con tu compañera de habitación.

Kyla giró los ojos, pero le devolvió la sonrisa igualmente.

—Y si estás al tanto, ¿para qué perdemos el tiempo? —soltó poniéndose nuevamente de pie—. Disciplíname si debes hacerlo y volvamos a nuestros asuntos.

La mujer la empujó con un solo dedo, obligando a la morena a retomar su posición. Se inclinó sobre ella observándola de manera amenazante con el rostro a un palmo de distancia.

—¿Acostarte con esa chica te está envalentonando de algún modo? —le siseó entre dientes—. No recuerdo que tuvieras estas ínfulas antes de entrar a la academia. ¿Necesito recordarte que tu posición no la garantiza nada? Eres una Frei y necesito que te comportes.

—Lo recordaré, señora —murmuró Kyla con la mirada chispeante.

—El sexo es una distracción —sentenció la sabia enderezándose—. Es tu peor distracción por lo que puedo ver —le dijo con desdén—, y si no fueras mi nieta...

—Tu deshonrosa y desviada nieta —agregó la joven con ira.

Kyla apretó los dientes al recibir la bofetada. La vio venir y pudo haberla esquivado, pero escogió no hacerlo. De algún modo, el golpe le despejó las ideas que le estaban zumbando en la cabeza.

—No, no me importa lo que hagas con esa muchacha —resopló Jenell acariciándose la mano—. Mi pregunta más bien tiene que ver con—

—La princesa perdida —completó Kyla observándola de reojo. Los dedos se restregaban la mejilla que exhibía un ligero corte sanguinolento.

—Así es, con la princesa Rapunzel —corroboró Jenell, estudiándola de manera vigilante—. TU princesa. La que debería de importarte. Si es que eso que haces puede contar como hacer algo por ella.

Kyla se encogió en su asiento y se enredó un mechón de cabello de manera mortificada, parecía que ante aquellas palabras si había surtido efecto el tono condescendiente, pues su postura ahora era insegura y apenada.

—Yo... no me es muy claro el panorama —explicó la muchacha nerviosamente—. He visto cosas. Cosas muy confusas cuando estoy cerca de ti. Me enfadan —dijo torciendo las cejas en su frustración—. Por alguna razón me hacen sentir muy molesta, abuela. L-lo siento —tartamudeó con los ojos llorosos—. Sabes que no soy así... yo... Siento que algo extraño está pasándome. Sé que suena terrible, pero estar con Elena me... calma.

Jenell se tensó lamentando un poco sus acciones. Endulzó su voz cuando volvió a hablarle a su nieta.

—Kyla, tranquilízate y pon mucha atención. Eso no tiene importancia en este momento. Concéntrate. Dime, qué es lo que puedes ver sobre la princesa Rapunzel. No estoy molesta contigo por eso, cariño. De verdad.

—Está bien... —asintió la morena enredándose los dedos—. L-lo intentaré.

—Buena chica —sonrió la sabia.

Kyla cerró los ojos y tomó aire. Una luz blanquecina rodeó su cuerpo arrastrándola a otro sitio y otro tiempo cuando por fin logró entrar en trance.

Al abrir la mirada violeta se vio rodeada por los fantasmas de un montón de niños que jugaban en el patio de una casona vieja. Kyla se movió por el lugar, estudiándolos. Algunas monjas se encargaban de vigilarlos a la distancia. Un niño de pelo negro se mantenía apartado, se movía con el cuerpo pegado a la pared por entre los setos, tratando de perder de vista a unos chicos mayores. Su luz brillaba con más intensidad que las de los otros. Kyla lo siguió sin dudarlo.

—Veo... Un niño, está en una casa hogar muy grande, debe ser el orfanato de Tempelhof. Está con otros pequeños, es... Su nombre es Eugene Fitzherbert. —dijo la Kyla que estaba en trance, siendo observada atentamente por Jenell Frei.

Eugene fue notado por unos abusones que lo rodearon, comenzaron a agredirlo y a burlarse de él mientras lo empujaban. Kyla meneó la cabeza con molestia. El pequeño acabó en el suelo polvoso y con un corte en el labio. Para cuando el niño logro girarse, el mayor de los bravucones estaba siendo sujeto por una Jenell Frei más joven. La sabia vestía el negro de la academia, halaba al chiquillo de los cabellos y con el bastón que llevaba ya había golpeado a otros dos.

Kyla torció los labios al comprobar que no solo con ella la sabia aplicaba disciplina física.

La mujer los amenazó y los bravucones se alejaron espantados. Se inclinó para ayudarle a Eugene a levantarse. El niño le sonrió agradecido y caminó con la sabia cuando ella se lo pidió. Se sentaron en una banca lejana, debajo de un frondoso manzano. Entonces Jenell se sacó un libro del bolso y le sonrió mientras se lo mostraba.

—Estás ahí, lo confortas luego de un mal momento —informó Kyla presenciando la escena—. Le obsequias un libro que llevas contigo... "las aventuras de Flynn Rider"

Jenell torció las cejas, aquello no era lo que esperaba escuchar.

—Veo... —Kyla entornó los ojos cuando muchas líneas se extendieron por el camino—. Las posibilidades del niño están cambiando. Todo apunta a que algún día se convertirá en un ladrón... —exclamó la morena, mirando con desconcierto al fantasma de su abuela que se aleja—. Eso no debía ser... él...

—¡Bruja maldita! —escupió Kyla con los ojos vacíos, aún en trance. Se levantó de golpe, abalanzándose sobre Jenell.

La mujer utilizó su bastón de metal para detenerla. Se mantuvieron forcejeando.

—Kyla, despierta —le dijo la sabia entre dientes—. Tienes que despertar ahora.

—Haciendo que la chiquilla haga el trabajo sucio... —espetó la morena con desprecio. Sonrió maniáticamente pasándose la lengua por los colmillos—. No tienes idea de la dicha que sentiré el día que te mate, anciana...

—No lo harás hasta que me devuelvas a mi nieta, bestia repugnante.

—Arranca sus ojos si te atreves —le dijo en tono burlón—. ¡Quítaselos y será toda tuya!

Jenell desequilibró a kyla con el pie y la golpeó fuertemente en la sien. La mujer tuvo que ver con horror como el cuerpo de su nieta giraba y se desplomaba en el suelo para quedarse ahí tendida, como muerta. La sabia se mantuvo vigilante en todo momento hasta que pasado un minuto la vio retorcerse.

Una gota de sudor le resbaló por la sien. Su nieta hacía mucho tiempo había perdido la cualidad humana de morir y tenía que asegurarse de estar en paz con quien fuera que se levantara de ese momentáneo rigor mortis.

—Abuela... ¿Qué... qué salió mal? —gimió la morena al pasarse los dedos por encima de la oreja. Se veía muy confusa, así como estaba, con la mirada enceguecida y la sien y las manos tintadas de sangre.

Jenell suspiró de manera aliviada, relajando su postura.

—Nada... Tómate el día libre y olvídate de todo esto. ¿Cómo te sientes? —preguntó, inclinándose para ayudar a la muchacha a incorporarse.

—Me siento... mejor, de alguna forma —balbuceó Kyla, poniéndose de pie dificultosamente—. L-lo siento, abuela. No debí distraerme...

—Si vuelves a soñar con el bosque congelado, debes venir a verme. No indagues por tu cuenta —le advirtió—. Te vienes derecho conmigo, ¿está claro?

—Si, eso creo... —exhaló ajustando la vista que le estaba retornando.

La morena revisó el estado de sus cosas. Le dedicó una insegura inclinación a la sabia antes de enfilarse a la puerta para retirarse. Jenell la observó a la distancia, su nieta iba encorvada y con desánimo.

—Kyla —llamó la mujer, deteniéndola en la puerta—. Tu cercanía con Schneider... mantenla así —le dijo escuetamente.

Kyla se giró, arqueándole las cejas. Los nerviosos dedos estrujaban el tirante de su bolsa.

—¿Estás segura? —soltó en su incredulidad—. Creí que...

—Somos familia —la interrumpió, asintiéndole ligeramente—. Nuestro deber mutuo es apoyarnos.

...

Elsa despertó lentamente en una cama mugrienta que no era más que una loza dura de piedra. Se enderezó poco a poco, con lo que la manta que le habían colocado encima se deslizó por su espalda. Un detalle muy humano para tomárselo con una seiðr de hielo recién lanzada a una oscura mazmorra, se pensó con ironía. La Reina constriñó los dientes. Le dolía el cuerpo, sentía ardor en la mejilla enrojecida que se había golpeado contra el piso al caer.

Había sido sacada a la fuerza de su palacio. Ese maldito de Westergard con su juego de caballero de brillante armadura la había jodido bastante. Su elocuente discurso no había evitado que él infeliz atinara con tanta puntería al enorme candelero de hielo que le pendía a la Reina sobre la cabeza. Se sintió estúpida. A pesar de haber dado pelea y casi perder el control debido a la ira que la invadió por toda la situación. Elsa se encogió en sí misma deplorándose. Nunca había utilizado sus poderes de esa forma. Jamás creyó que por su mente correría con tanta determinación el crudo deseo de asesinar. Concluyó que había sido muy imprudente. De haber pensado antes que podrían atacarla de esa forma se habría construido una fortaleza; si bien el daño estaba hecho.

Intentó incorporarse, pero las cadenas que le sellaban las manos se tensaron, recordándole que así era como todo el mundo la percibía en realidad.

Como la hechicera maligna que había decidido condenarlos a todos al infierno.

Elsa miró el daño a través de los barrotes de su ventana sin podérselo creer. En la vida presenció la heredera de Arendelle un invierno semejante.

Esperaba que de las embarcaciones enterradas que podía notar bajo el fiordo, ninguna tuviese tripulación a bordo.

Fue casi poético que Westergard se apareciera con todo un teatro montado intentando negociar su liberación. ¿Con qué derecho se creían todos esos extranjeros cobardes a tomar decisiones en su propia mesa gubernamental?

Si lograba salir con vida de aquello, se aseguraría de recordarlos.

No le dio buena espina que le negaran ver a Anna. Lo que la hizo pensar que Westergard ni siquiera tenía idea de en dónde se encontraría. Esperaba que aun vagando sin rumbo por las montañas. Si el grandote que la había guiado hasta la cima de la montaña del Norte todavía la hacía de su guardaespaldas, bien tenía oportunidad de ponerla a resguardo en lugar de llevarla ahí como trofeo para ese inmundo usurpador.

Porque Elsa no necesitó más que ver el brillo de sus ojos para imaginar que el príncipe había subido a establecer las compensaciones que recibiría de los testigos que lo viesen retornar con su cabeza.

No pensaba permitirlo.

Westergard necesitaría de Anna primero para poder nombrarse el Rey consorte.

Y la necesitaría antes muerta a ella para autoproclamarse el salvador de Arendelle.

El hielo reptó por sobre sus cadenas, extendiéndose por el techo y las paredes. Elsa jadeó siguiendo con la vista la dirección que pretendía que tomase. No planeaba debilitar toda la estructura si podía bastarle uno solo de los muros. La argamasa terminó cediendo cuando se resquebrajó, abriendo un boquete por el que la Reina se precipitó arrancándose los grilletes de cuajo.

En el exterior, la nevada había pasado a convertirse en una tormenta implacable. Aquello sin duda parecía el fin del mundo. Elsa tuvo que revisar bien en donde pisaba porque la caída desde donde se encontraba hasta el fiordo congelado podría haberle roto el cuello tan sólo sumando la fuerza de la velocidad que llevaba el viento consigo.

El suelo lo percibió tan sólido como roca una vez que se dio por liberada y le impresionó mucho recordarse que hace menos de un día todo eso había sido agua. La Reina alzó la mano para hacerse pantalla. No podía ver nada. El aire estaba tan tupido de copos de nieve precipitándose con furia por doquier que le fue muy difícil distinguir lo que tenía delante; sin embargo, no importaba hacía donde avanzara por el momento, mientras se tratara lejos del castillo.

Elsa recorrió lo que pensó se tratarían de varios metros, pero no pudo saberlo del todo considerando que avanzar era terriblemente dificultoso. La Reina se dobló sobre las rodillas recuperando el aliento. Los músculos los tenía tan tensos que sentía que sus piernas no iban a soportar ese ritmo por demasiado tiempo. De pronto otra idea la estaba llenando de dudas y era que, si no alcanzaba pronto una orilla, sus pasos a ciegas la llevarían a perderse en el mar abierto si este también se hallaba congelado.

Reuniendo todas sus fuerzas en una sola oportunidad de desplegar toda la potencia física de la que se sentía capaz, Elsa escogió una dirección y se lanzó de frente, ayudándose de la corriente que la empujó a que su delgado cuerpo atravesara esa cortina inclemente como si se tratara de un cuchillo afilado.

En esa blancura imposible Elsa vislumbró una figura encapuchada de cabellos azabaches que permanecía incólume mientras sus ropas blancas eran azotadas por el viento. Elsa se lanzó hacia ella justo cuando la sabia extendía una mano señalando hacia otro punto que la Reina siguió casi sin pensarlo.

Miró por sobre su hombro sólo para cerciorarse que el fantasma de Kyla Frei había desaparecido tan rápido como se hubiera materializado. Elsa meneó la cabeza sin detenerse. No quería pensar si aquello era un hildring o se trataba ya de la realidad de la sabia que parecía negarse a abandonarla.

—¡Reina Elsa! —exclamó Westergard por sobre los aullidos del viento al salirle al paso.

Elsa se giró, intentando perderlo, pero el príncipe sureño se mantuvo decidido a mantenerse pegado a sus talones.

—¡Déjame sola! —gritó Elsa en su desesperación sintiéndose perdida nuevamente. El camino era simplemente indescifrable.

—¡No puede escapar de esto! —soltó el joven haciéndose oír. Su tono comprensivo casi la hacía olvidar que se refería a su ejecución y no a la tormenta.

—Escucha, has lo que quieras —le respondió Elsa dispuesta a hacer sus arreglos luctuosos en lo que le quedaba de vida—, pero ocúpate de mi hermana...

—¿Tu hermana? —barbotó el príncipe con un gesto entretenido que no pudo disimular—. Ella vino a mi sin fuerzas y helada como un témpano. Tenía el cabello blanco. Dijo que le habías congelado el corazón.

—No... —jadeó Elsa negándoselo mientras el joven la cercaba—. No es posible...

—Ella murió en mis brazos —le confirmó con la verde mirada muy atenta a sus acciones—. No había nada que se pudiera hacer.

—¡No!... —Exhaló Elsa presa del terror.

—¡Tu hermana está muerta por tu culpa! —bramó el príncipe como lo haría un cazador que clava su lanza contra una bestia agonizante.

Elsa contuvo el aliento como si aquellas palabras hubiesen sido un disparo que se impactara directo en su pecho.

No podía ser posible que ella la hubiese matado. No podía tener una suerte así de maldita. No había pasado toda la vida escapando de ese momento para que finalmente se le revelara de semejante forma en la cara. La expresión de Elsa pasó de la incredulidad al desasosiego en menos de un segundo. Se tambaleó con los puños cerrados como si buscara castigarse por no haber sido capaz de evitar que su magia por fin se hubiera cobrado el asunto que había dejado pendiente con su hermana hacia trece años.

La Reina cayó de rodillas sobre el hielo con una exclamación que suspendió en un solo instante el feroz vendaval, apaciguando la tormenta.

Y sobre el helado suelo, Elsa lloró. Lo hizo por su hermana querida que yacía muerta por su culpa. Porque lo último que hizo fue discutir con ella y detestarla. Porque era tan retorcida que había cometido un pecado tan imperdonable, que la espada de acero brillante que Westergard desenvainaba a sus espaldas lo sintió casi como un consuelo.

...

—No era así como debíamos encontrarnos, oma —soltó Kyla exhalando una nubecilla de humo con languidez.

La muchacha exhaló una risotada, arrebujándose en los cojines sobre los que se hallaba recostada. La ropa blanca la llevaba estrujada y en desorden. Una joven semidesnuda que parecía igual de intoxicada que la morena se encargó de secundarla en su diversión al tiempo que se restregaba contra el cuerpo de la sabia que se estremeció en su deleite. Jenell Frei la observaba estoicamente, los delgados dedos aferraban tensamente su bastón.

—No era así como esperaba que terminaras tampoco —respondió finalmente en un tono sosegado como si le diera la razón. Le hizo una seña a la acompañante de su nieta, extendiéndole un puñado de monedas. La chica le sonrió a Kyla y la besó en los labios antes de encogerse de hombros y separarse de su lado para tomar el dinero y retirarse. Jenell acercó una silla y se sentó apreciando el estropicio de aquel agujero de mala reputación—. Alcoholizada todo el tiempo, frecuentando mujerzuelas, fumando opio y metiéndote en problemas. Creí que podías ser mucho más que todo esto —exclamó en su decepción.

—Es solo un contratiempo que estoy solucionando —contestó Kyla llenándose la boca con un puñado de nueces que se puso a mascar con torpeza—. Me está costando trabajo —admitió con la mirada desenfocada. Se estremeció como si algo de aquello le causara mucha gracia—. Nunca tuve necesidad y ahora parece que tengo demasiadas —soltó muriéndose de la risa.

—¿Qué fue lo que hiciste con tu cuerpo? —la zanjó Jenell tranquilamente recorriendo con la vista los largos miembros de aquella enorme necia que se asemejaba mucho a su nieta.

—Tuvo que cambiar para ser mejor receptor de mi magia —dijo la morena tanteándose la sien con el extenso índice—. No lo planeé así, pero al menos mi apariencia sigue siendo bastante humana —pronunció, señalándose con pereza—. No hay cuernos ni colmillos filosos. Sigo siendo atractiva para las chicas lo suficientemente inmorales como para enredarse con alguien como yo.

—No pudiste evitarlo, ¿no es cierto? —soltó la académica entre dientes—. Tenías que salvar al plebeyo que se había enamorado de la princesa —le reclamó de manera acusatoria—. Tenías que ser tan estúpida para creerte que su historia hablaba de ti.

—Era una linda historia como para que no tuviera un final feliz —respondió la morena al encogerse de hombros.

—Siempre tienes que salvarlos a todos, pero así no funcionan las cosas —repuso Jenell con seriedad.

Kyla bufó girando los ojos. Se cruzó de piernas, estirando la mano para darle otra calada a su pipa encendida.

—Tú dime, abuela —le soltó al expulsar el humo—. Tu siempre pareces saberlo todo.

—El muchacho debía morir —sentenció, fulminándola con la mirada—. Flynn Rider debía morir para que Rapunzel regresara al castillo con su cabello intacto. Eso era lo que tenía que haber sucedido, pero lo alteraste...

—Flynn Rider no existe —gruñó Kyla apretando los dientes—. El muchacho se llamaba Eugene. Y pudo haber sido cualquier cosa hasta que decidiste utilizarlo como una pieza desechable de tu juego —le reclamó cargada de resentimiento—. Si la princesa Rapunzel no tiene problemas con desposar a un delincuente, no veo por qué tu si cargues tal prejuicio.

—¿Cómo puedes vivir pensando esas estupideces? —soltó Jenell ante su propio escándalo.

—Si te he de admitir algo, en realidad es bastante complicado —atajó Kyla con gracia—. Me es muy difícil vivir ahora. Me es difícil vivir, pero tampoco puedo morir... —canturreó la muchacha mientras su abuela se tensaba—. Imaginarás la sorpresa que me llevé al enterarme... Siempre me pregunte por qué no podía leer mi destino y de pronto... resulta que nunca hubo uno para mí... que me fue arrebatado.

—¿Quién te ha dicho tal cosa? —exhaló Jenell con el gesto contrariado.

—Tú sabes muy bien quién fue — murmuró la sabia jalándose el cuello del blusón, mostrándole a su abuela una herida que estaba cerrándose a la altura de su corazón.

—Pactaste con ella... —jadeó la mujer cubriéndose los labios—. ¿Cómo pudiste? —le inquirió con voz temblorosa.

Kyla se enfadó irguiéndose de pronto en toda su altura. Sus nuevas proporciones la hacían ver aún más fiera que antes. Más cercana a su realidad de lo que a Jenell le hubiese gustado verla.

—¿Cómo pude? —jadeó la morena en su incredulidad—. ¿Cómo pudiste tu? ¡Yo era una cría! —escupió con rabia—. No tenía manera de escoger lo mejor para mí. Debí haber muerto y ahora estoy aquí con este futuro fabricado y aberrante. Confié en ti, ¡confié toda mi vida en ti! —chilló Kyla destrozando la mesa de madera que se interponía entre ella y su abuela que no se movió un sólo centímetro.

—Tienes un don prodigioso, niña mía, pero no puedes saberlo todo... —susurró con tristeza—. ¿Cuánto tiempo te queda? —inquirió con gesto preocupado.

—No lo sé, pueden ser unos meses —respondió Kyla al replegarse con molestia—. Tal vez sean años si es que la he ofendido lo suficiente.

—Tienes que volver a casa —concluyó la mujer con firmeza.

—Voy a hacer algo útil con lo que me resta de vida —soltó Kyla sin volverse, ajustándose la ropa mientras revisaba sus pertenencias con toda la intención de marcharse.

—Aunque adaptaste tu cuerpo, no va a ser suficiente —explicó Jenell recorriendo a su nieta con ojos fulgurantes—. El poder comenzará a consumirlo pronto. Cuando estés más vulnerable te retornará a lo que te llevó a encontrarte con la muerte en primer lugar.

La enfermedad que terminó con tu tierna vida.

Primero será la tos —enumeró en un susurro al incorporarse y avanzar hasta la tensa morena—. Una carraspera incontrolable que no podrás frenar, aunque lo intentes. Luego la debilidad incapacitante. El sudor frío. Te congelarás ardiendo en fiebre mientras inútilmente tratas de llenar de aire los pulmones. Tu garganta quedará destrozada. El dolor te impedirá comer o dormir hasta que termines en los huesos... —la mujer hizo una pausa como si pronunciar aquello le causara una pena muy profunda—. Puedo ver en tu semblante el rastro de esa mujer decadente que aguarda tomar tu sitio. Será muy lenta esa agonía y estarás sola hasta el final.

Kyla no expresó respuesta alguna, pero en su mirada se podía apreciar la angustia de una terrible realización. Apretó los dientes y cerró los puños, doblándose sobre sí misma, parecía estarse conteniendo de exclamar su temor y rabia en una ristra de juramentos; pero entre ese cúmulo de emociones algo se abrió paso y rasgó la superficie. La morena se tensó tanto que los engarruñados dedos parecían los de una gárgola, resopló sin atreverse a abrir la boca, manteniendo los molares tan juntos como podía soportar el zumbido que le atronaba en los oídos.

La morena entrecerró los ojos. De nuevo esa furia que se arremolinaba en su interior se agitaba bajo el comando de Jenell Frei como si fuera capaz de reconocerle la voz. Una gota de sudor le resbaló por la vena que le palpitaba en la frente. La sangre le hervía bajo la piel.

—¿Cómo se atreve a condenarte de esa forma? —susurró una voz burlona desde el fondo de su cabeza—. No tiene derecho. No la escuches más —la azuzaba con desprecio.

Kyla se encorvó apretándose las sienes.

—Deberías simplemente matarla y entonces todo acabaría —canturreaba con simpleza.

—No... —jadeó la morena, tambaleándose.

—Te ha mentido todo el tiempo —insistió.

Kyla levantó la vista enfocando a su abuela que sólo la observaba con calma.

—Sería muy fácil hacerlo —la animó.

—No puedo... —resopló la morena con el rostro pálido y sudoroso.

—Yo te daré la fuerza para romper su cuello, te daré la voluntad para hacer todo lo que has querido...

Jenell se sacó una cadena dorada con el emblema del sol y se la pasó a Kyla por la cabeza mientras la joven se estremecía batallando mentalmente con aquel siseo que en ese instante se apagó, como si el metal precioso lo hubiese silenciado por arte de magia, probablemente aquella suposición no estaría muy errada. La muchacha cayó sobre las rodillas, resoplando en su agotamiento. Abrió los ojos como percatándose de lo que ocurría en realidad.

—Abuela... —exhaló Kyla casi sin aire.

—Ahora sabes la razón de tu cadena... —pronunció la sabia desde la posición superior que ocupaba—. Te recomiendo que no vuelvas a perderla o el jöttun terminará por dominarte.

Kyla jadeó con los ojos muy abiertos procesando su humillación. Su abuela no la había envestido con el sol dorado en Corona por sus capacidades como sabía sino para mantener a la bestia contenida en su cuerpo. Se giró a lo que quedaba de la mesa de trabajo en donde yaciera su anterior cadena partida en pedazos y luego miró a Jenell que la observaba desde lo alto, como si siempre hubiese sabido que aquello ocurriría. Kyla chistó al sopesarlo, era la única explicación que justificara su presencia en Inglaterra en ese momento. Jenell demostraba seguirle llevando la delantera a cada paso que daba a ciegas sobre su propia senda.

—No eres una pieza para mí, cariño —susurró Jenell inclinándose junto a su nieta para acunarle la mejilla—. Pero yo no puedo arreglar todo esto con el fin de convencerte. Ahora sólo queda esperar que esas instrucciones que sigues sin cuestionar te lleven a buen puerto.

Más he de decirte que indudablemente extinguirás tu vida en el proceso y cuando eso suceda, no pienses que vas a descansar en paz, Kyla. Hela te quiere con ella por una razón y no hay manera de apelar ante un corazón tan frío como el suyo.

—Puedo imaginarlo... —completó la joven con la cabeza gacha—, pero he tomado mi decisión.

—¿Vas a matarte por amor? —la inquirió en su desconcierto—. ¿Piensas que el amor es eso en primer lugar? ¿Que tu princesa se sentirá bien llorando tu partida?

—Ella no podría llorarme... —repuso la morena con tristeza—. Ni siquiera sabe nada de esto... Yo... soy solo una sabia que resultó conocerla de joven. Hace ocho años que ni siquiera nos vemos en persona —Kyla torció los labios en una sonrisa resignada—. Soy... solo su amiga por correspondencia... No debería convertirse mi partida en otra cosa que en una lamentable noticia que reciba por carta algún día... A menos que tu sepas algo que yo desconozca...

Jenell miró dentro de los brillantes ojos de su nieta, apartó la vista con tristeza casi de inmediato.

—Has lo que tengas que hacer y luego vuelve a casa. Se lo debes a tus padres —sentenció al retirarse.

Kyla se quedó en el suelo, sobrecogida por lo ocurrido, los efectos del opio comenzaban a cerrarle los párpados que sentía tan pesados.

Apretó con fuerza el medallón de su cuello hasta que las puntas agudas del sol metálico se le incrustaron en la carne. La piel se cerró instantáneamente en cuanto la morena aflojó el agarre.

...

Elsa escuchó el filo de la espada cortando el aire. Cerró los ojos, conteniendo la respiración.

Ya no le quedaba razón alguna para resistir. La dinastía Arnadalr se perdería con ella, pero contaba que también con ello se terminara la maldición de aquel mágico invierno. Y en su muerte podría reunirse con sus seres amados si los dioses les permitían el capricho de encontrarse.

Un breve instante de dolor y entonces todo se terminaría.

Unas pisadas tambaleantes repiquetearon contra el hielo de manera presurosa.

—¡No! —escuchó que alguien gritaba a su espalda.

Una fuerte onda de choque le sacudió a Elsa el ropaje y los cabellos. Pudo escuchar el bufido que emitió Hans al ser repelido con fuerza para terminar de bruces en el suelo. La espada cayó con un ruido sordo partida en pedazos. La Reina abrió los ojos para presenciar boquiabierta el metal congelado hecho añicos.

Miró por sobre su hombro solo para presenciar con horror la figura de su hermana Anna completamente congelada. La muchacha era una escultura de hielo perfecta, como si algún maestro experto la hubiese tallado conociendo de antemano el amor que la pelirroja princesa sentía por la Reina. Su brazo derecho lo tenía alzado en un intento de frenar el golpe que iba dirigido hacia ella, mientras el izquierdo tocaba la espalda de su hermana en su afán de protegerla.

—¡Anna! —chilló Elsa, levantándose con aflicción para encararla—. No... Dios... ¡No!

Con manos temblorosas, La Reina pudo por fin tocar a su hermana sin temor a dañarla, y le pareció tan cruel esa posibilidad bajo esas circunstancias, que simplemente no fue capaz de soportarlo. Tal como Kyla se lo había vaticinado, los ojos abiertos de Anna no devolvían expresión alguna; aun así, Elsa fue plenamente capaz de sentir su compasión y dulzura.

Una lágrima le descendió por la mejilla a la Reina antes de que sin reparo alguno se echara sobre el cuerpo inerte de la princesa y sollozara amargamente en su pecho helado.

Porque solo entonces Elsa cobró conciencia de lo mucho que la amaba. Que su partida de esa forma la sentía tan errónea y tan injusta como la que sentía por sus padres o por Kyla Frei. Y fue en el dolor de ese momento, de ese impulso que llevó a su hermana a saltar entre ella y la espada, que razonó que el amor verdadero no podía concentrarse en una sola persona, sino en un conjunto de actos que podían venir de donde fuera sin requerir un momento especial para demostrarse.

Elsa exhaló al recordar a su morena mencionándoselo.

Que el amor se manifestaba en las decisiones más difíciles, y que tal sentimiento traspasaba el tiempo y la muerte misma.

Fue en ese momento que Elsa sintió los brazos de su hermana rodeándole el cuerpo.

La Reina alzó la mirada enrojecida para sonreírle nerviosamente a la pelirroja que le devolvía una expresión conmovida.

Fue en medio de aquel fiordo congelado que las hermanas de Arendelle se abrazaron fraternalmente después de trece largos años.

Elsa se había jurado no volver a llorar la noche que se exilió a la montaña del Norte, pero las lágrimas que le humedecían el rostro correspondían a una sensación de alivio que no creyó experimentaría nunca.

La maldición de hielo había abandonado el cuerpo de su hermana y Arendelle sorteaba de alguna forma milagrosa su temible profecía de una vez por todas.

—Arriesgaste tu vida por salvarme —jadeó Elsa completamente impresionada.

—Te amo —contestó con simpleza la pelirroja al encogerse de hombros—. Los trolls me revelaron que un acto de amor verdadero sería la forma de salvar un corazón que ha sido congelado. Pensaba que yo era quien debía recibir esa muestra; pero resultó no ser así. Eras tú quien debía comprenderlo... —razonó con alegría la muchacha.

Era tal y como se lo había dicho Kyla, se pensó la pelirroja al sentir las lágrimas inundándole la mirada. Que la enseñanza sobre el amor provendría de sus labios. Ella misma estaba comprendiendo el significado de aquella fuerza tan poderosa e invisible, que no era exclusiva del romance y el deseo. Lamentó con todas sus fuerzas haber sido tan ingenua en el pasado y haber juzgado tan duramente a su hermana cuando ella misma carecía de la madurez que Elsa le aventajaba.

—El amor lo hará... —susurró Elsa aferrando aún a su hermana mientras lo meditaba—. ¡El amor! ¡Por supuesto!

—¿Elsa?

La Reina extendió las manos, abrazando sus poderes no como una carga sino como algo meramente suyo. Esa chispa divina que la hacía única y valiosa, así como el artista que pinta o el ave que es capaz de volar. Elsa se sonrió porque ahora veía la forma en la que Kyla y su hermana podían apreciar su magia.

Era el amor lo que en el pasado había sosegado su tormenta interna. Cuando de manos de su hermosa sabia se dedicó a explorar tal sentimiento, Kyla intentó enseñárselo en muchas ocasiones, pero Elsa no había podido separarlo de su cualidad romántica y erótica. Había crecido sin notar que las alegrías vividas con quienes la rodeaban, el cariño familiar, el calor fraterno, el orgullo personal, también eran expresiones del amor más sincero.

La nieve se ablandó recogiéndose de todas direcciones. El hielo se convirtió en agua brillante y cristales azulados que ascendieron en obediente armonía ante el mandato de los dedos de la Reina que así lo comandaba.

Elsa comprendió que la profecía no se refería a un corazón afectado por el hielo, sino a uno que era incapaz de amar correctamente.

Porque para poder amar a otros, primero Elsa debía amarse a sí misma.

Los barcos hundidos emergieron como creaturas marinas y se alzaron orgullosos en su poderío restaurado.

Anna rodeó a su hermana por la cintura y asintió bastante orgullosa por la hazaña.

—Sabía qué podías hacerlo.

Entre vítores y aclamaciones el pueblo de Arendelle recibió a la heredera que habían dado por perdida. Le tomó un par de horas a Elsa resolver aquel conato de conflicto internacional, pero no fue nada que unas cuantas proclamas reales no pudiesen arreglar.
Una vez siendo testigos de su poderoso despliegue mágico, la mayoría de los dignatarios extranjeros reforzaron sus intenciones de mantener los buenos términos con el país de los fiordos y más de una nación se ofreció a repatriar a los que la Reina consideró evidentes conspiradores.

Los habitantes del valle alzaron las copas por su valiente Reina que no solo era hermosa e inteligente, sino que había sido bendecida con la fuerza del invierno como la diosa de la caza por la que fuera bautizada toda Escandinavia.

En la ciudadela se había montado una nevada particular con una pista de patinaje incluida. Los súbditos y los nobles se mezclaron en aquel inusual entretenimiento invernal montado en pleno verano.

Elsa y Anna lo admiraban todo desde la entrada, en donde las puertas de roble que se erguían a sus espaldas se mantenían abiertas de par en par.

—¡Reina, Elsa! —llamó la princesa Rapunzel, acercándose desde el interior del castillo con una sonrisa de oreja a oreja—. Me alegra tanto verla con bien. —Le informó al dedicarle una efusiva inclinación —lamento tener que separarla de este alegre momento, pero me parece pertinente que tratemos de inmediato el motivo que me ha traído hasta su reino.

Anna le hizo una seña afirmativa a su hermana, quien consintió a separarse de su lado.

—Por supuesto, alteza, ¿Se puede saber a qué razón debo encomendar mi agradecimiento?

Rapunzel la miró intensamente con sus enormes ojos verdes al tiempo que extendía la mano hacia la sabia roja que había estado siguiéndole los pasos.

—A una promesa —contestó recibiendo de las manos de Elena un volumen grande sellado forrado todo de cuero. La princesa Rapunzel lo sostuvo entre las manos, lo ofreció reverentemente a la pálida monarca que lo admiró estupefacta.

—Esto es... —se dijo conteniendo el aliento.

Elena le asintió.

—El legado de una sabia blanca agonizante dirigido expresamente a usted.