Nota: Un diálogo de Shermie con Kyo, proveniente de material autorizado de SNK de las épocas de KOF'98: «Es algo que ya había notado antes. Ustedes dos son realmente extraños. Se odian mutuamente, pero son similares. Sienten repulsión hacia el otro, pero a la vez se atraen».
Éste es el tipo de material de calidad que me inspira 3.
Ahora que volví a escribir al Kyo del pasado, puedo sentir la ausencia de Masahiro Nonaka en las historias que publiqué post KOF XIV. Se me hace muy difícil explicarlo, pero Kyo me conquistó por su voz. Al Kyo actual lo amo más por lealtad e inercia, y me duele admitir que aquello que más me gustaba de él se ha perdido y me hace mucha falta.
[Antes de KOF'97]
Nada se comparaba con el placer que le producía ver al joven.
Iori no era ajeno a los reencuentros, a la anticipación de ver un rostro añorado, o a la insubstancial atracción física que alguna vez le había producido alguna mujer. Sabía lo que era encaminarse hacia un destino específico con la intención voluntaria de reunirse con alguien, y que, por unos segundos, todos los problemas del día a día parecieran aligerarse ante la promesa de un momento de distracción, escuchando las trivialidades de vidas ajenas que le permitieran olvidar sus tribulaciones, aunque fuera tan sólo por unos minutos.
Contrario a lo que se decía de él y su tendencia a la misantropía, aquellas particularidades de las relaciones interpersonales no le eran desconocidas, y por eso Iori sabía, con innegable claridad, que sólo una persona en el mundo conseguía hacerle sentir con su presencia el más completo y gratificante placer.
Cuando los ojos castaños se posaban en los suyos, cuando veía esa sombra de fastidio en su mirada…
—¿Qué diablos quieres ahora, Yagami?
Últimamente, la impaciencia en su voz llegaba matizada de cansancio. Llevaban más de dos años haciendo eso, y aquellos encuentros ya no estaban limitados a los confines del torneo del KOF. Avenidas, parques, estaciones de tren o similares, cualquiera era un buen lugar para salirle al paso y enfrentarlo.
A veces, Iori se conformaba con intercambiar palabras desagradables, reírse de él o amenazarlo de muerte. Había descubierto que disfrutaba de su molestia tanto como disfrutaba de fantasear con el día en que finalmente tomara su vida.
Los frecuentes encuentros lo habían llevado a notar los tenues cambios en su voz. La ruda aspereza de las primeras conversaciones había dado paso a inflexiones más suaves, utilizadas al insultarlo con más hastío que desagrado; al intentar disuadirlo de pelear.
Y una vez, sólo una vez, el joven le había hablado con el tono que utilizaba con sus amigos. Su voz había sido impaciente, pero también cálida y reconfortante al pedirle que respirara, al decirle que todo iba a estar bien, como si la sangre tibia que salía por entre los labios de Iori fuera sólo un mal pasajero, que sanaría con el tiempo y los debidos cuidados.
No había rastros de aquella calidez esa noche, pero Iori no la esperaba ni la buscaba. Tampoco pensaba sufrir el Disturbio delante del joven y tener que pasar otra vez por la humillación de recibir aquella actitud compasiva.
La respuesta a la pregunta que el joven había formulado era simple. ¿Qué otra cosa podía querer, si no era matarlo?
¿Qué otro motivo podía admitir abiertamente, salvo ése?
Y el joven ya sabía la respuesta de antemano, porque era la misma respuesta invariable de los anteriores encuentros.
¿Acaso no era obvio que había salido en su búsqueda a esas horas de la noche, para acabar con él?
—No estoy de humor, Yagami. El torneo está a la vuelta de la esquina, ¿no puedes esperar hasta que comience, en vez de venir a molestarme?
—Tú lo has dicho, no puedo esperar.
Pero, por la expresión de hartazgo del joven castaño, Iori supo que esa noche no pelearían.
Fue tras él cuando el joven dio unos pasos en dirección a una plazuela vacía. Estuvo a punto de pronunciar un «no intentes huir de mí», pero el joven se detuvo antes de que Iori pudiera hablar.
La mirada de los ojos castaños se dirigió hacia el horizonte, y luego se posó en él.
—Es probable que en este torneo tengamos que enfrentarnos a un dios.
Esta vez el tono era uno que Iori desconocía y no supo leerlo con claridad. ¿Cansancio? ¿Hastío? Pero en el rostro de Kyo vio una expresión que desafortunadamente le era muy familiar.
La resignación ante la posibilidad de perder.
La posibilidad de morir.
—No me interesa a cuántos dioses tenga que sacar del camino para llegar a ti.
Una risa sin humor de parte del joven.
—¿Pero acaso escuchas lo que dices?
—No usarás eso como excusa para no tener que enfrentarme, Kyo.
«Kyo».
—En verdad no tienes remedio, Yagami.
«Yagami».
Aquella era otra particularidad que Iori había notado con el paso del tiempo. Él llamaba al joven por su nombre, pero éste, obstinadamente, sólo lo llamaba a él por el apellido de su familia.
Iori no estaba seguro de en qué momento el joven dejó de ser «Kusanagi» y pasó a ser «Kyo», pero no había sentido la necesidad de volver a usar el apellido de su clan para referirse a él.
Porque ese nombre que no tenía nada fuera de lo común al ser pronunciado por los parientes, amigos o novia del joven, en labios de un enemigo adquiría un viso amenazante.
Y Iori sabía que, al momento de matar a Kyo, ése sería el nombre que llamaría.
Como había llamado tantas veces, incluso en medio del Disturbio, cuando la razón lo abandonaba y ese nombre se convertía, cual recuerdo primigenio, en el único resguardo que mantenía unida su consciencia fragmentada.
—¿Qué dices? ¿Lo dejamos para otra noche, Yagami?
—Estás de suerte. Te permitiré vivir un día más, Kyo.
Tomando un rumbo opuesto, Iori se conformó con saber que en un futuro no muy lejano acabaría con la vida de ese joven, y pronunciaría ese nombre, observando la luz apagarse en sus ojos castaños.
