—13—. HUYENDO.
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N/A. Advertencia para este capítulo: pensamientos oscuros y suicidas.
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Draco se quedó en medio de la sala de estar viendo la puerta cerrada de Granger por varios minutos. ¿Cómo es que había permitido que ella le hablara así? ¿Quién se creía ella que era para dirigirse a él de esa manera? ¡A un Malfoy! Estaba enardecido de cólera pero a la vez, desconcertado por lo que había pasado. Hermione Granger siempre había demostrado tener un carácter firme y con esta actitud lo reafirmaba.
El dolor de cabeza hizo de nuevo su aparición y estaba haciendo un gran esfuerzo por no derrumbarse y ponerse a llorar o gritar para dejar salir la furia que sentía en su interior. Se acercó al mueble en donde ella había dejado la caja de las pociones, pero luego de observarla por unos segundos, prefirió sentarse en el piso y conjurar un poco de ron como lo había acostumbrado los últimos siete meses de su vida. Para variar, su ánimo estaba por los suelos y empezó a tomar como si no hubiera un mañana. Se sentía patético, y estaba seguro que se veía aún más deprimente.
Ella le había dado un ultimátum, y en su mente no pudo encontrar algo que fuera más absurdo que eso. Hacía meses que nadie le decía qué hacer, pero había sido precisamente la hija de muggles Granger quien lo había puesto a elegir entre dos únicas opciones: o se iba o se quedaba.
En todo caso, estaba cansado de mentir y de huir; además, sabía que estaba enfermo, no precisamente de algo físico; sobre todo, estaba agotado de sobrevivir.
Desde que nació había visto el mundo girar alrededor de él. Su madre no dejaba de decirle que era el niño más hermoso e inteligente del mundo, que nunca nadie estaría por sobre él jamás. Para empeorar la situación, la única forma en que su padre sabía demostrar amor era dándole dinero a manos llenas y cumpliendo cada uno de sus caprichos, aunque por supuesto, a cambio de un comportamiento impecable, de una estricta obediencia a cada una de sus órdenes y sin debatir nunca. Eso lo había convertido en alguien frío, envidioso, siempre buscando desacreditar a quienes, le habían enseñado, tenían menos que él, y por ende, eran inferiores. Él era el niño de papi, el hijo de los poderosos Malfoy, el intocable heredero de dos poderosas y antiguas familias sangre pura de Gran Bretaña, la arrogancia brotando por cada poro de su piel.
Sus preocupaciones en Hogwarts se habían limitado a hacer tareas, burlarse de los profesores y alumnos de otras casas y esperar con ansias los entrenamientos o partidos de Quidditch para vencer a Harry Potter y los estúpidos Gryffindor.
Nunca había envidiado la amistad del trío porque siempre había tenido a Theodore Nott en su vida. Podían considerarse hermanos, cómplices, y durante muchos años habían sido solo ellos dos. Posteriormente, en el colegio había conocido a Pansy Parkinson y a Blaise Zabini y su relación había llegado a ser casi tan estrecha como con Theo. A Daphne la había conocido también siendo niños, pero su amistad se había hecho más unida a raíz de Pansy. Con Gregory Goyle y Vincent Crabbe había algo diferente; eran amigos porque les convenía serlo. Los mismos ideales y entrenamiento debido a sus padres como mortífagos, las mismas responsabilidades al ser todos sangre pura… Draco tenía claro que ellos siete eran capaces de morir por el otro sin dudarlo. Eran leales entre ellos y desconfiaban por naturaleza del resto del mundo.
Sin embargo, llegó un momento en la vida en que, con escasos dieciséis años, tuvo que convertirse en un hombre de la noche a la mañana, dejando atrás lo que ahora sabía, habían sido preocupaciones menores, para encargarse de una misión suicida pues era claro que Voldemort esperaba que fracasara para con eso justificar su muerte y la de su familia.
Tuvo que convencerse a sí mismo que el mundo estaría mejor sin Albus Dumbledore interfiriendo en los planes del Señor Oscuro para poder cumplir con su misión. Aunque el profesor Snape había omitido que él había bajado su varita debido al discurso del director de que podría ayudarlo y más bien había alabado su habilidad para arreglar el armario evanescente y con eso permitir la entrada de los mortífagos al colegio, los Malfoy volvieron completamente desacreditados a su propia casa. Se les permitía sentarse en la misma mesa por ser los dueños, pero ya no se encontraban entre la élite de los mortífagos. Por el contrario, estaban entre los más despreciables y él, el otrora orgulloso niño mimado de su madre, se había convertido en el constante blanco de la furia del mago oscuro, quien además, lo humillaba obligándolo a realizar tareas que no era capaz de llevar a cabo con el sentimiento profundo e intenso de repulsión que se esperaba, siendo así motivo de constante burla por parte de los demás.
Por si lo anterior no fuera suficiente, estaba su tía Bellatrix, casi tan malvada como a quien ella adoraba y que disfrutaba torturándolo física y mentalmente con el pretexto de entrenarlo, de hacerlo más fuerte, de hacerlo digno. Aún podía sentir sus asquerosas uñas sobre su rostro, el fétido aliento sobre su piel, sus ojos llenos de odio cuando le gritaba que no merecía su linaje y se adentraba en su mente destrozando todo a su paso a tiempo que se reía como la desquiciada que era. Su merecida muerte a manos de Molly Weasley se había sentido casi como una liberación. Ni siquiera Narcissa la había llorado. Aunque para ser sinceros, no habían tenido ocasión para hacerlo pues con los juicios a la vuelta de la esquina, las prioridades fueron otras.
Cuando lo absolvieron de ir a Azkaban, no se sintió aliviado. Bueno; al principio sí, más que todo por su madre, pues sabía que ella hubiera muerto de tristeza si él hubiera sido refundido en esa prisión, sobre todo sabiendo que si había actuado como lo había hecho, era por salvarlos a ellos, sus padres, de una muerte segura a manos del Señor Tenebroso. Pero ya después de toda la algarabía del momento, en medio de la soledad de su dormitorio, en aquella casa que había servido de cuartel para los mortífagos y donde tantos crímenes se habían cometido, sintió todo un mundo de culpa caer sobre él.
El cargo de conciencia era demasiado grande y sentía que merecía un castigo por sus actos, por todo el dolor y sufrimiento que había causado en los demás, presionado a hacerlos o no; por las muertes que casi provoca por accidente, como las de Katie Bell y Ron Weasley. Cierto, este último había sido su enemigo pero tampoco era como para querer que muriera.
Él le había hecho cosas horribles a personas inocentes y esa culpa lo perseguía, sintiendo que lo único que merecía era estar encerrado en una oscura y fría celda por el resto de su vida o mejor aún, recibir el beso de un dementor aunque Shacklebolt hubiera quitado esa sentencia una vez que llegó al puesto de Ministro de Magia. Jamás se atrevió a decirlo en voz alta pues sabía que expresar lo que pensaba hubiera horrorizado a su madre más que tener a diez magos tenebrosos viviendo en la mansión.
Debido a que con la absolución de los tribunales del Wizengamot, él no tendría ese castigo que sentía, merecía, había llegado a la conclusión de que no valía la pena seguir viviendo en un mundo donde nadie olvidaría los errores que había cometido, por lo que justo después de volver a casa posterior al día que dictaron su sentencia, se dirigió como tantas otras veces en los últimos meses al rincón más alejado de la biblioteca de la mansión, ese lugar que siempre había estado restringido en su infancia pero que él igual había frecuentado y al que su padre lo había llevado, oficialmente, a los trece años para mostrarle cierto antiguo manuscrito en runas que pasaba de generación en generación desde hacía mil años y que todo Malfoy había utilizado en algún momento de su vida. Al hojear el contenido esa primera vez se le había helado la sangre. El poder de la magia era ilimitado y Snape siempre se lo había dicho pero él nunca había dimensionado la veracidad de aquellas palabras hasta ese momento.
Con el libro en sus manos, volvió a estudiar la poción que se sabía de memoria a fuerza de releerla prácticamente a diario desde que el Señor Oscuro se había instalado en su casa. Él había aprendido a leer y escribir en runas antiguas a la par que había aprendido su lengua materna gracias a las clases impartidas por el mismo Lucius, por lo que no implicaba ningún reto el preparar el brebaje del cual bastaría una sola gota del en apariencia inofensivo líquido cristalino para terminar rápidamente con su miserable existencia y sin dejar un solo rastro por lo que su muerte parecería completamente natural. No quería que su fallecimiento fuera noticia en los periódicos como el «último acto de cobardía».
Estuvo varios minutos frente al libro pasando sus dedos por cada ingrediente una y otra vez. No eran de esos que encontrarías en cualquier casa de un mago que se preciara de pocionista apasionado, así que debía ir a comprarlos al Callejón Knockturn y ahí estaba lo complicado, especialmente después de haber sido absuelto de toda culpa: aparecerse por ese lugar no indicaría nada bueno ante los ojos de los demás y por más que cambiara su apariencia, jamás le venderían esos ingredientes a un desconocido. Además, con solo que pidiera tres de los siete que llevaba la poción alertaría a cualquier conocedor de artes oscuras, así que luego de analizarlo durante horas en su dormitorio, barajando diferentes formas de comprarlas, descartó esa idea intentando convencerse de que no quería darle ese sufrimiento a su madre. No quería provocarle el dolor de sentirse culpable por haberlo orillado a tomar la decisión de terminar con su vida.
Fue entonces cuando decidió autoexiliarse; ya fuera como penitencia o por cobardía, pero quería irse lejos del mundo que conocía, lejos de los suyos.
A inicios de julio, pocos días después del juicio, se enfrentó a su padre, a quien había dejado de emular, respetar y admirar desde el día que permitió que Voldemort grabara la marca tenebrosa en él como castigo por sus errores, pero ese episodio también había salido mal debido a un explosivo torrente de magia provocado por la rabia y que no había podido controlar como le pasaba cuando era niño, por lo que simplemente decidió dejar la casa por medio de la Red Flu con nada más que lo puesto, sin varita y sin dinero.
Los primeros días los había pasado en las calles del Londres muggle, lugar en el que nunca había estado. Su primera impresión lo asombró. Era una ciudad hermosa, plagada de variados edificios, miles de personas de todas las edades con vestimentas diferentes; sí, todos muggles, también, pero nada muy diferente de lo que era el Callejón Diagon previo a la entrada a clases: cada quien en lo suyo, unos felices, otros serios o molestos, muchos caminando con prisa quizá hacia el trabajo, otros disfrutando con sus mascotas, más allá algunos conversando, yendo de compras o simplemente tomándose un pequeño descanso en una cafetería. Además, vio autos, muchos, y de muchas formas, tamaños y colores; también buses rojos similares al autobús noctámbulo, y por los cielos otros artefactos de gran tamaño y que hacían mucho ruido.
¿Cómo es que nada de eso era visible desde el lado mágico? ¿Cómo era que toda esa gente nunca se había enterado que en su mismo país un loco había intentado acabar con ellos?
De todo lo que vio, nada le molestó; al contrario, todo le parecía increíble y hasta bonito a pesar del ruido, la cantidad de personas y vehículos. Lo mejor es que nadie lo reconocía; pasaban a su lado sin percatarse de su presencia, como si él no existiera.
Se paseó tranquilamente por varios lugares observando todo hasta que, pasadas las nueve cayó la noche y millones de luces de diferentes colores iluminaron todo cuanto veía. Siguió deambulando alejándose cada vez más del centro y pasada la media noche —lo supo porque a lo lejos escuchó unas campanadas que fue contando y luego confirmó por unos grandes números en un rótulo anunciando la hora—, notó que muchas personas con raídos vestidos y de aspecto sucio se ubicaban en ciertos lugares más alejados e hizo lo mismo, aunque se mantuvo aparte del grupo. Todos en ese rincón lo observaban con interés. Cuando la mayoría se hubo dormido, conjuró un vaso con ron y lo tomó para calentarse. La sensación del líquido pasando por su garganta, mezclándose con su sangre y nublando sus atribulados pensamientos fue lo mejor que había sentido en varios meses.
Sin embargo, no pudo dormir, pero no porque echara de menos su cama. Sentía un alivio extraño dentro de él al no estar en su casa. Y supo que no podía volver. Entonces valoró la posibilidad de visitar a Theo, pero sentía que él no lo entendería porque, aunque su padre también había sido un mortífago, él no había sido marcado ni obligado a cometer atrocidades en nombre de unos ideales genocidas. También consideró a Pansy, su… No sabía bien qué relación tenía con ella, pero lo último que quería era tener a alguien prodigándole mimos las veinticuatro horas del día.
Luego evaluó la posibilidad de esconderse en la casa de Snape, en la calle de la Hilandera, pero no tenía idea de cómo llegar a Cokeworth sin magia; tampoco quería ser localizable y pensó que a lo mejor, si su madre recordaba lo mucho que disfrutaba el laboratorio de pociones de su antiguo profesor y que él le había enseñado cómo quitar las protecciones de la casa, lo buscarían ahí hasta que descubrieran que no llevaba la varita consigo mismo.
Recordó las noches durante su sexto año en que durmió entre estantes, tapicerías y miles de objetos perdidos en la Sala de los Menesteres, lejos del mundo y de todos, deseando desaparecer para siempre, y lamentó no tener una forma de llegar hasta ese lugar y no salir nunca más, pues sabía que en ese sitio nadie lo encontraría. Era una lástima que Vincent Crabbe lo hubiera destruido con Fuego Maligno el día de la batalla final.
Sabía que el traje que andaba valía mucho dinero, así que al segundo día fuera de casa no le costó nada cambiarlo con otro vagabundo por ropa sucia y raída que le sirvió para pasar más desapercibido y algo de libras esterlinas, como descubrió que se llamaba el dinero de los no mágicos,que le serviría para sobrevivir algunas semanas. De todos modos, comía muy poco.
Vagaba por los barrios más bajos de las ciudades ya que no se quedaba en el mismo sitio por más de tres días, y se percató que a veces, cuando se sentaba en algún rincón, ciertos transeúntes le dejaban algunas monedas o billetes que él guardaba en los bolsillos internos del abrigo para evitar que se lo robaran, aunque eso no le preocupaba. Lo único que le interesaba era llenarse del ron que conjuraba.
A las pocas semanas había notado que los muggles usaban drogas que, ellos decían, los hacía muy felices debido al intenso placer que producían, pero a él no le interesaba ser feliz. Sabía que muchas provocaban alucinaciones, otras los ponían a gritar o a reírse, incluso a desnudarse; las inhalaban por la nariz, las inyectaban en sus brazos, las tragaban o las fumaban pero él no tenía fantasías, mucho menos episodios que quisiera revivir en esos momentos. En esos días había visto los efectos de una sobredosis, incluso presenció dos muertes y aunque no quería vivir, no quería morir de esa forma por lo que prefirió rechazarlas.
De todos modos, el ron que conjuraba, aunque fuera de mala calidad, callaba los demonios de su mente por las horas que no era consciente, y por eso tomaba constantemente para mantenerse borracho. Aceptaba que era un pésimo y denigrante hábito, pero era lo único que callaba los gritos y las imágenes en su cabeza también mientras dormía, pues aquellas pesadillas en las que revivía hechos pasados o posibles no lo dejaban en paz.
Nagini comiéndose a la profesora de Estudios Muggles, Voldemort tatuando la marca tenebrosa en su brazo, la muerte de Dumbledore la mayoría de las veces a manos suyas, él ahogándose con su propia sangre en el baño de Myrtle la Llorona —ese lugar que había sido uno de sus refugios recibiendo el consuelo, irónicamente, de un fantasma—, la entrada de los mortífagos y de Fenrir Greyback en Hogwarts a través del armario evanescente y este último atacándolo directamente convirtiéndolo en hombre lobo, los gritos de Crabbe en la Sala de los Menesteres antes de morir quemado por su propia maldición, su madre muriendo a causa de varios cruciatus con el rostro ensangrentado y el vómito saliendo por las comisuras, los gritos de las personas a quienes torturó o le tocó presenciar torturas, sus manos cubiertas de sangre, una sangre viscosa y muy brillante que no desaparecía por más que la limpiara, su cuerpo hecho trizas en el campo de batalla… En fin, la lista era grande… había variedad… su mente tenía bastante material con qué atormentarlo.
Sin embargo, su cuerpo era cada vez más resistente y constantemente debía aumentar las dosis de alcohol para poder embriagarse. Además, había empezado a presentar fuertes dolores de cabeza, otra razón más para seguir tomando. Un círculo vicioso que con el paso de las semanas lo fue hundiendo más y más en la miseria. Constantemente, se preguntaba, ¿cuándo era que iba a lograr dormirse para siempre? ¿Cuándo era el día que no iba a despertar jamás? Su actitud autodestructiva estaba en su contra. Por más que hacía, o no hacía, despertaba horas después para descubrir que seguía con vida y con sus demonios más vivos que nunca. Pero a pesar de querer morir, era incapaz de atentar contra su propia vida con algún método muggle. ¿De verdad era así de cobarde?
Draco pasaba de una ciudad a otra, siempre en compañía de muchos que, como él, habían dejado sus hogares debido a alguna adicción y sobrevivían de la caridad con la ropa, comida y algo de dinero.
Solo había un estorbo en su vida y era el búho real de su padre o alguna otra lechuza que sospechaba también la enviaba él para ponerle una trampa pero que no se molestaba siquiera en mirar, mucho menos en abrir por más que las aves chillaban esperando respuesta. Sabía hasta dónde era capaz de llegar un Malfoy y el conocimiento de muchos hechizos de magia oscura descritos en aquel libro prohibido y con los que podían encontrarlo si siquiera llegaba a tocar el sobre unos segundos. Un hechizo de rastreo era pan comido si querían saber dónde estaba. Por eso, con la idea de no llamar la atención de los demás, las primeras veces les ordenaba que llevara las misivas de regreso, pero después simplemente la ignoraba hasta que las pobres criaturas, luego de horas de espera, se daban por vencidas y se marchaban sin la tan esperada respuesta.
También había recibido visita de las lechuzas de Theo, Blaise, Daphne y Pansy que tampoco se molestó en leer. Lo tranquilizaba que por más magia oscura que existiera, por medio de las lechuzas sus padres o amigos nunca podrían saber su ubicación si no tocaba con sus manos esos pergaminos.
Era por eso que llevaba meses sin ver una cara conocida, hasta que una tarde, de quién sabe qué día de la semana o mes, pues había perdido la noción del tiempo, vio a Hermione Granger pasar por su «barrio» sobre el curioso vehículo de dos ruedas que usaban los muggles para trasladarse. Probablemente ese día no estaba tan ebrio como suponía, puesto que había sido capaz de darse cuenta de lo que estaba pasando a su alrededor. Se había visto en el reflejo de un ventanal y sabía que no era reconocible y eso lo tranquilizó. No quería que nadie lo encontrara.
Se debatió entre volver a cambiar de ciudad o quedarse. Según sus cálculos, llevaba varias semanas en ese pueblo, adonde se había mudado después de una intensa nevada. Consideraba que estaba lo suficientemente lejos de donde lo pudieran encontrar sus padres, pero era evidente que Merlín también estaba en su contra y ahora le ponía en su camino precisamente a su más odiada compañera de Hogwarts.
Ya no le importaba la pureza de la sangre, o más bien, ya no tenía relevancia en esos días. No era que de buenas a primeras hubiera erradicado una idea que por aproximadamente diecisiete años su padre le había taladrado en la cabeza, pero después de la guerra sabía que toda esa porquería ya no tenía sentido. Pero sí era ridículo que fuera precisamente ella quien anduviera rondando en su territorio. De momento, pensó que quizá había sido una tétrica alucinación producto del abuso de alcohol. Pero a los días, volvió a verla pasar. Y aún peor, la vio acercarse a ellos y ofrecerles comida. Él se quedó en su lugar, cabizbajo, pero sentía que por alguna razón, ella lo miraba con interés. «Entrometida», pensó y acalló con más alcohol esa incomodidad que amenazaba con atormentarlo.
Y días después ocurrió el inconveniente con Jack que, para su desdicha, no terminó con su propia muerte como había deseado. ¿Por qué no se había ido después de que ella amenazó con ir al día siguiente a curarlo? No lo sabía, pero ahora se encontraba ahí, precisamente en su casa y no podía haber algo más irónico en su odiada existencia.
