Disclaimer: Evidentemente ninguno de los personajes de Prison Break me pertenecen, hago esto movida únicamente por el placer de escribir.

Nota: No soy optimista respecto a que alguien lea esto, pero si es así, y además le gusta, estaré encantada de escribir más.

Spoilers para toda la primera temporada.

Título: Algunas noches.

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"No deberías estar aquí".

Aquellas palabras se repetían sin descanso es su cerebro, una y otra vez, tanto, que pensó que pronto dejarían de tener algún significado y se convertirían, solamente, en un trabalenguas de sonidos oscuros y huecos.

Pero él ya estaba acostumbrado a aquello, y casi no le importó, por que siempre era un precio muy pequeño por estar ahí. Y en cualquier caso, él estaba dispuesto a pagarlo, por que ya no le quedaba nada.

Habían pasado más de dos meses desde la última vez que la vio, cada día unido lentamente al anterior por la línea borrosa y brillante de la madrugada, y es que antes nunca había dormido demasiado bien, desde que era un niño las pesadillas siempre le encontraban cada vez que soñaba, y ahora, después de haber estado en ese lugar… cuándo entró en Fox River dejó incluso de recordar cómo era dormir, cómo era la sensación de meterse en una cama y sólo cerrar los ojos al resto del mundo, dejando que cada uno se hiciera cargo de sus propios demonios, y ahora, que llevaba más de ocho meses fuera, seguía siendo incapaz de conciliar el sueño, y cada noche que no podía dormir, todas las noches, pensaba en ella.

Solía torturarse a si mismo con los recuerdos de ellos dos en aquella siniestra y fría enfermería, le gustaba recordar el tacto cálido de sus manos pequeñas y rápidas, a través del látex de los guantes, sobre la piel de su brazo para ponerle inyecciones que nunca necesitó, o sobre su espalda, para curarle una quemadura que él mismo se había hecho…. O sobre su cara después de haberla besado, una sola y desesperada vez, sabiendo ya entonces, que lo más probable era que nunca jamás pudiera volver a hacerlo.

Cuándo no podía dormir en su nueva cama, le gustaba asomarse a la terraza de madrugada y escuchar el mar en medio de la más absoluta oscuridad, casi sin poder percibir dónde estaba el limite de su propia piel, el punto exacto en que sus manos se unían con la barandilla de madera del balcón y simplemente, quedarse ahí, dejando que el viento tibio y envenenado de salitre, se colara en sus pulmones, hasta que por fin pudiera sentir los cristales invisibles de sal abriendo millones de heridas, también invisibles, en sus tejidos internos.

Por supuesto, algo así no podía ocurrir jamás, pero imaginar el dolor insoportable que eso le causaría, le distaría de lo que relamerte le abría millones de dolorosos e invisibles surcos en su piel, aquello le distraía de la voz en su cerebro que gritaba hasta el puro agotamiento, lo que NO tenía que hacer bajo ningún concepto, le distraía muy bien del recuerdo de la última vez que habló con ella en aquél horrible lugar, del silencio entre ellos entonces, cómo si fuera una persona más en la habitación, de su mirada confusa y traicionada aquél día, de la velocidad a la que su cerebro ataba los cabos sueltos de lo que había estado pasando las semanas que él estuvo ahí, cada día, manteniéndola a oscuras….

A él le gustaba destrozarse con esos recuerdos, como si fuera el sabor metálico y adictivo de la sangre en la boca, igual que veneno caliente emponzoñándolo y extendiéndose lentamente por su torrente sanguíneo, cada día un poco más hasta que ya no quedara nada de él, cada noche un poco más….

Y es que, fugarse de una prisión de máxima seguridad, no era lo más difícil que Michael Scofield había hecho en su vida.

Aquello sólo fueron cálculos, estudio obsesivo, un par de dedos de su pie y organización.

Control.

Control absoluto sobre los demás implicados, sobre cada pequeño detalle del plan, cada muro, cada posibilidad, cada contingencia… control sobre él mismo.

Y ahí había fallado estrepitosamente, y se habría reído en la oscuridad de haber podido hacerlo.

Seguir el plan había sido fácil, mirar hacia otro lado mientras la vida de otras personas se hacía pedazos o se desvanecía por el desagüe, también fue relativamente fácil, mantener su propio pánico bajo control también fue sencillo después de un tiempo allí, pero entrar cada día en aquella enfermería pequeña y fría, y sentir sus dedos cálidos sobre su piel a través del guante… ahí el plan dejó de ser sencillo, y lo peor de todo, fue que Michael Scofield dejó de estar seguro de poder hacerlo.

De poder desvanecerse por aquella ventana en mitad de la noche, a través de un cable tendido peligrosamente al abismo, y desaparecer para siempre de su vida para no volver a verla nunca más.

Aquella, fue con mucho, la parte más difícil del plan.

Ver su mirada castaña aterrorizada, clavada en él, mientras intentaba recuperar el aliento sobre unas tuberías sucias y viejas, en un falso techo lleno de polvo, mientras el resto de la prisión ardía convertida en el infierno bajo ellos, aquello tampoco fue fácil, tampoco lo fue escuchar su voz, suave y extrañamente familiar, cerca de su oído, sentir su respiración y su aliento sobre su propia piel, como si fuera una marca permanente debajo de sus tatuajes… él nunca tuvo una contingencia para eso.

Y una semana después de que hubiera desaparecido para siempre de Fox River y sus sombras, Michael se enteró de lo que había ocurrido, de cómo ella se había clavado una aguja hipodérmica en el brazo y había llenado su cuerpo de veneno caliente, dejando que la consumiera poco a poco, casi igual, que hacía él mismo cada noche cuándo pensaba en ella, sólo que entonces, Michael no lo vio así.

Entonces, aquel martes aun lluvioso y gris en que se enteró, alquiló un coche con su nuevo y falso carné, y condujo de regreso a Chicago durante horas, sólo, sin música, únicamente el sonido de los limpiaparabrisas contra el cristal, ni siquiera pensó que tal vez un poli podría reconocerle en el hospital, o que ella no querría verle, o que tal vez, no pudiera.

Que aquél veneno, y el resto de sus secretos, se hubieran hecho para siempre con el control de su cuerpo tibio y pequeño, y que ahora ya no fuera más que su caparazón, precioso, pero vacío para siempre de ella, sobre la cama de un hospital.

No se le ocurrió ninguna de esas opciones, sólo condujo en silencio hasta el parking del hospital y entró en el edificio blanco y aséptico por la puerta principal.

Y apoyado en el marco de madera de la puerta, la vio por fin, ella estaba dormida bajo una manta verde, su cuerpo subía y bajaba despacio al ritmo de su respiración, y aquello tendría que haberle bastado a cualquiera, por que ver cómo ella respiraba debería haber sido una prueba tangible para cualquier otro, pero no para Michael Scofield.

No.

Él entró suavemente en la habitación 309, con sus andares felinos y silenciosos, y se detuvo junto a su cama, ella respiraba por si misma sin necesidad de un respirador conectado a su cuerpo, pero estaba realmente pálida, mucho más que todas aquellas mañanas frías en las que él la observaba disimuladamente, mientras ella se movía con eficiencia y profesionalidad por la enfermería, su pelo estaba esparcido por la almohada y Michael volvió a pensar en cómo sería sentir que su propia almohada tenía aun el olor de su champú de frutas del bosque atrapado en ella, que si cerraba los ojos, durante un momento, parecería que ella aun estaba a su lado.

Pero no.

Entonces ella estaba en la estrecha cama de un hospital, mientras él solamente podía mirarla, en silencio.

"No deberías estar aquí".

Aquella voz se repetía una y otra vez en su cabeza, y tal vez tuviera razón, tal vez haber vendido su alma en aquel lugar tuviera un precio mucho más alto del que él pensó jamás.

Y es que, Michael hubiera hecho cualquier cosa, cualquier cosa que hubiera sido necesaria entonces para salvar la vida de su hermano, simplemente no podía dejarle morir ahí.

Michael podía cargar con los tatuajes grabados a fuego en su piel y debajo de ella, con cicatrices, quemaduras y con dos dedos menos, podía sentir cómo le faltaba el oxigeno cada vez que pensaba en las vidas que se habían perdido por su culpa, podía ver las caras llenas de dolor de las personas que había utilizado o decepcionado… podía estar seguro de que ardería eternamente en el infierno si hubiera sido de los que creen en el, pero, a pesar de todo eso, él no podía hacerse a la idea de aquello, la sensación que tuvo entonces, junto a aquella cama de hospital, de que nunca más volvería a verla.

Fue aquello por encima de todo lo demás, por encima de la culpa abrasadora, por encima de la preocupación por su estado, por encima de la ilusión de poder explicarle a ella por qué había hecho aquello, por encima de todo eso, a años luz de distancia, siempre estuvo la necesidad de volverla a ver.

"Solo una vez más"

Era él quién sonaba cómo un maldito drogadicto, como si ella fuera una especie de adicción secreta y mortal, fue la desesperación de no verla nunca más la que le hizo conducir a través de seis estados para entrar en un hospital lleno de gente a la luz del día.

En realidad Michael estuvo ahí apenas diez minutos, pero a él le parecieron diez vidas por que Sarah nunca se despertó.

Él esperó durante todo el tiempo a que ella abriera los ojos, despacio y confusa, para que viera que él estaba ahí, que no todas aquellas mañanas frías y grises, cerca de ella, en esa enfermería, habían sido mentira, para decirle que le hubiera gustado poder haberle contado la verdad entonces, quería que ella supiera, que sólo con un cuarto de vuelta más en la rueda del destino, sus vidas habrían muy diferentes.

En otra vida, seguramente la hubiera conocido en el videoclub de la esquina de su manzana, muy cerca del edificio de apartamentos donde ella vivía, la habría visto, silenciosa y distante, eligiendo películas para las tardes de lluvia, y probablemente nunca se hubiera atrevido a hablar con ella.

Aquella lluviosa mañana de hospital trajo de nuevo los recuerdos lejanos de su infancia, pasó años teniendo pesadillas con aquello y en un momento, ahí estaban otra vez, todos aquellos recuerdos de pasillos blancos y largos, con el olor penetrante del desinfectante atrapado en las paredes, las gente con la vista perdida en el suelo, el silencio por todas partes, cómo si fuera una criatura invisible a punto de devorarlos a todos, las sillas de plástico blanco en las que se sentaban él y Lincon mientras su madre moría en una habitación muy parecida a aquella.

Entonces solamente tenía seis años, y únicamente podía intuir lo que realmente estaba ocurriendo, pero lo vio todo claramente reflejado en los ojos de su hermano.

Estaba asustado, y Michael nunca había visto a Lincon asustado.

Pero ahora, él volvía a estar ahí, muy cerca de su antiguo vecindario, en una habitación llena de sombras y con su olor calido aun atrapado entre las sabanas, cómo si alguna fuerza invisible y tremendamente poderosa le arrastrara siempre allí, cómo si les arrastrara a ambos.

-No debería estar aquí.

-No… deberías irte.

Su voz suave resbaló por las paredes de la habitación a oscuras, como si aquellas palabras estuvieran hechas de sombras afiladas que se colaban bajo los muebles, esperando agazapas para saltar sobre ellos al menos descuido y hacerles pedazos, y quizá fuera así.

Quizá ellos estuvieran condenados a revivir ese momento una y otra vez, tal vez las despedidas fueran su especialidad, las palabras no dichas, las miradas furiosas y decepcionadas, los silencios pesados a su alrededor, robándoles el aire cada minuto y envenenándoles con dosis lentas y tibias de aquello que eran ahora.

Tal vez estuvieran atrapados en ese círculo vicioso para siempre, sin poder tener una vida normal, y sin querer hacerlo.

-Sarah…

Su nombre salió de sus labios antes de haber pensado en como terminaría aquella frase, por que él sabía muy bien que nada de lo que pudiera decir, cambiaría lo que iba a pasar a continuación.

Lo que iba a volver a pasar.

-No quiero oírlo Michael.

Sea lo que sea, no quiero oírlo.

La voz de ella sonó fría y decidida, cómo aquella mañana en la enfermería, cuándo todo exploto y les hizo pedazos.

No se trataba del perdón o de la culpa, nunca tuvo nada que ver con aquello, siempre fue el sentimiento, frágil y confuso, de confianza y fidelidad entre ellos.

Él se acercó un poco más a ella bajo las sabanas y respiró el olor de su pelo esparcido por la almohada, quiso cerrar los ojos y quedarse ahí, para comprobar si las pesadillas también podían encontrarle ahí, en la cama de ella.

Pero cómo siempre, Sarah había decidido por los dos, y así él no tenía que preocuparse por la imposible tarea de despedirse de ella para siempre.

Otra vez.

La única luz que había en la habitación, era la que se colaba por las rendijas de la persiana entreabierta, luz amarillenta de las lámparas de vapor de sodio en la acera, y todo el aire suspendido y tibio aquella habitación olía a sexo, desesperado y posesivo, cómo cada vez que se veían, igual que cada vez que él aguardaba durante horas frente a la acera de su apartamento, sólo para esperar a verla entrar por fin, para ver cómo se encendía la luz de su habitación en el cuarto piso, y ahí era cuándo él llamaba al telefonillo y ella no contestaba, ella nunca contestaba, solo abría la pesada puerta de cristal de su portal y Michael subía silencioso y furtivo en el ascensor.

Fue así desde la primera vez que apareció allí, sólo una semana después de haberla visitado aquella mañana en el hospital.

Michael no lo había planeado y ni siquiera sabía que iba a decirle a ella, pero no había podido más y había vuelto a Chicago.

"Sólo una vez más"

Entonces nunca imaginó que sería tan fácil, que simplemente llamaría y ella abriría la puerta sin saber siquiera que era él.

O tal vez si que lo supo, tal vez Sarah lo supo incluso mucho antes que él.

Ella nunca preguntaba y él nunca contestaba, y hacía más de ocho meses que hacían aquello.

Más de ocho meses que cada vez que Michael no podía más, conducía su coche a toda velocidad hasta su antiguo vecindario y esperaba horas y horas en la acera de enfrente de su apartamento.

Tal vez solo para ver si ella abriría esta vez.

No era una norma fija ni tenían una rutina habitual, simplemente no podían evitarlo.

Y aunque hubieran podido, no querían.

"¿Y por qué abres la puerta cada vez?".

Aquello no era un consuelo y era la peor excusa de todas las que ambos se habían inventado en todo este tiempo, y habían sido muchas.

El que Sarah abriera la puerta sin contestar, cada vez que él llamaba, sin importar la hora de la madrugada que fuera, sabiendo que él subiría a su piso y que la pasión les devoraría, arrastrándolos de nuevo y sin querer evitarlo, a aquella situación límite de veneno caliente sobre la piel, sabiendo que tendrían palabras entrecortadas por el deseo, susurradas contra su oído, disculpas culpables y besos furiosos, sabiendo que harían el amor desesperadamente sobre la mesa del comedor, y que después sólo tendrían silencios pesados y sudor frío pegado a la piel, bajo las sabanas húmedas, que después de aquello sólo les quedarían las falsas despedidas y el aire ardiendo en los pulmones, intoxicando la habitación, intoxicándoles a ellos…

Otra vez.

Todo aquello, era algo horrible, doloroso y maravillosamente adictivo, cómo si ninguno quisiera romper el circulo de fuego que les había atrapado, las palabras susurradas y los besos inflamados les dejaban marcas ardientes e invisibles sobre la piel durante días, el olor de su champú de frutas del bosque atrapado entre sus manos, las despedidas furiosas y frías que les robaban el aire cada vez que se hacía de día, pero aun así, a pesar de todo eso, aquello se había convertido en su "relación".

Brutal, necesitada y desesperada, pero no tenían otra opción.

Quizá nunca la tuvieron, y lo peor de todo, es que no les importaba.

Y aquel gastado "Si no abrieras la puerta" ya no servia, dejó de servir una noche, en que Michael estaba ahí, en la acera de enfrente de su apartamento, impaciente, esperándola medio escondido bajo la sombra de los árboles, y la vio, vio como Sarah llegaba a casa acompañada de otro hombre.

Aquella noche Michael vio cómo los dos subían las tres escaleras hasta la puerta de cristal de su portal, y cómo ella buscaba perezosamente las llaves en su bolso, vio la boca de ese desconocido cerca de su oído y su mano alrededor de su cintura.

Unos minutos después, Michael vio como se encendía la luz en el cuarto piso, exactamente en la ventana del dormitorio.

Entonces él pensó un millón de cosas diferentes, en solo uno segundo Michael pasó de los celos desesperados, al alivio, oscuro y culpable, de la voz en su cerebro que le repetía sin descanso "No deberías estar aquí".

Pensó que tenía que subir a aquella habitación como fuera y hablar con ella, explicarle que él nunca quiso que las cosas fueran así, que quizá aun pudieran salvarse.

Pero no.

Por que Michael sabía que aquello no serviría de nada, que sería difícil que ella entendiera que aquella vez era diferente a las demás, que los besos desesperados y calientes sobre su piel, no estaban movidos únicamente por la soledad compartida o la lujuria convencional, le hubiera gustado que ella supiera que acababa de darse cuenta, de que daba igual.

Por qué en aquel momento él descubrió que Sarah podía hacer cualquier cosa, cualquier cosa en el mundo cómo subir a otro hombre a su habitación y acostarse con él, dejar que fueran otras manos y no las suyas las que se enredaran en su pelo, sentir otros besos húmedos y calientes sobre la piel de su hombro… cualquier cosa, y aun así, a pesar de todo aquello, nada cambiaría, por que él seguía en la acera de enfrente de su casa, a oscuras, pensado en aquel desgraciado y horrible desconocido que se había atrevido a ofrecerle a ella la vida normal y tranquila que jamás tendría a su lado.

Y aquello le deprimió. Aun más.

Michael esperó durante más de tres horas en aquella acera y nunca vio salir al desconocido.

Simplemente, cuándo ya no pudo, cuándo pensó que realmente subiría a aquel apartamento en el cuarto piso con la luz encendida, y que abarcaría cada centímetro de la piel de ella con su boca caliente y con palabras desenfocadas, hasta que ella por fin lo entendiera.

No era precisamente cómo si entonces Michael acabara de descubrir que la amaba, eso ya lo sabía, lo supo desde aquella vez en que entró, ensangrentado y roto, en la ahora lejana y fría enfermería, y sus manos temblorosas se mezclaron con las suyas, cuándo le dijo "No me obligues a mentirte, por favor".

Por favor.

Lo supo entonces, y lo sabía ahora, pero esto no tenía nada que ver con el amor.

Se trataba del instinto, el puro instinto frente a la lógica, frente al plan.

Y es que, eso siempre le vencía cuándo se trataba de ella.

Después de aquella noche, después de que Michael viera subir a ese desconocido a su apartamento, tardó casi un mes en volver a estar ahí, frente a su edificio, muy cerca de su antiguo barrio.

Todo un mes preguntándose qué estaría haciendo ella, si estaría tumbada en su cama, desnuda junto a ese hombre, si ella ya no recordaba cómo sonaba su nombre dicho por él de madrugada, entre susurros cálidos y desesperados contra su piel… si alguna vez, le abriría la puerta si él volvía a llamar.

Pero un mes después ahí estaba de nuevo, frente a su apartamento, y todo empezó de la misma forma, Michael llamó al telefonillo y ella abrió la puerta sin contestar.

Ahí estaban otra vez lo dos, arrastrados de nuevo a aquel juego obsesivo que nunca podrían ganar.

Cuándo ella abrió la puerta de su apartamento él entró silencioso en su piso y la besó, simplemente cerró los ojos dejó que su boca volviera a acostumbrarse a su calor familiar y adictivo, la besó cómo si esperase que el desconocido les interrumpiese, deslizó sus manos sobre la camisa azul que ella llevaba puesta y sintió su piel calida debajo de la tela, sus manos subieron por su espalda hasta su cara, la besó cerca de su pequeña oreja, mientras recordaba cómo era aquel hombre que había subido a casa con ella, que probablemente había hecho algo parecido a aquello, se sintió furioso y celoso, como si él tuviera algún derecho a eso, cómo si Sarah alguna vez le hubiera prometido algo de madrugada, a él.

Michael sabia muy bien, que cada vez que ella abría la puerta en silencio era como una especie de maldición, dulce y pegajosa, de la que ninguno quería escapar.

Él lo sabía, y a veces, incluso lo entendía, sabía que aquello sólo duraría hasta que ella quisiera, que un día podría no abrir más la puerta de cristal de su portal y él nunca hubiera podido decirle "Adiós".

Pero aun así, tenía que saberlo, aunque aquello significara traspasar los limites tácitos que ellos mismos habían acordados muchas noches atrás.

-Sarah… ¿Por qué me abres la puerta?

Y Michael se extrañó cuándo escuchó su propia voz, alterada por su respiración acelerada y caliente contra su cara y contra su pelo, sonó algo entre curiosa y rota, cómo si estuviera viendo de nuevo a aquél hombre entrando con ella en su portal.

-Por qué se que eres tú.

Siempre lo se.

Aquello fue lo más parecido a una confesión que ellos habían tenido hasta entonces.

Aquella madrugada, con la sombra tibia y familiar del cuerpo de ella durmiendo a su lado, tan cerca que podía oler su piel, Michael siguió pensado en lo que había dicho antes.

"Por qué sabía que eras tú".

Esas palabras habían sonada cómo la mejor promesa silenciosa y desesperada de todas, y por primera vez pensó que tal vez podría quedarse a dormir allí, para ver que pasaba después, y que tal vez podría acercarse hasta su antiguo vecindario algunas noches más.

Y fue entonces, cuando Michael pensó por primera vez que, quizá, las cosas fueran a mejorar para ellos.

Continuará….