Disclaimer: No me pertenece nada, mucho menos Michael o Lincon.

Dedicado a todo el que se tome la molestia de leerlo.

Muchas gracias.

Spoilers para toda la primera temporada.

Título: Algunas noches III.

By Lylou

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La tormenta y la lluvia cálida golpeaban sin piedad el cristal de la puerta de la terraza.

Colándose a ratos por la rendija abierta en la parte superior de esta para intentar, sin éxito, combatir el calor empalagoso de aquella noche.

Michael podía ver cómo se agitaban pesadamente las cortinas blancas e impersonales, aunque en realidad sabía que eran blancas, por qué no podía verlas.

Solamente podía intuirlas de vez en cuando, cada vez que algún rayo iluminaba intensamente los contornos oscuros y familiares de los muebles a su alrededor.

Hacía calor.

Mucho.

Calor húmedo agravado salvajemente por la tormenta, y Michael ya estaba resignado a pasar otra noche sin poder dormir, la tercera de aquella semana.

Él se había acostumbrado a las señales.

Las señales inequívocas, y sin embargo completamente imaginarias, que le hacían saber cuándo era el momento de coger su BMW y conducir de nuevo hasta Chicago, atravesar en silencio un país y la mitad de otro, para esperar entre las sombras de acera de enfrente del piso de ella.

Demasiado calor.

Con el resplandor casi mágico y fugaz de un nuevo relámpago pudo intuir toda su ropa esparcida a los pies de la cama, pero aquél desorden de ropa no se parecía nada al que había en el suelo del apartamento de ella cada vez que iba a visitarla.

Esas noches su ropa quedaba esparcida, furiosa y desesperada por todo el suelo.

Pero ahora sólo estaba ahí, tirada e inútil, cómo para recordarle que ella no estaba ahí, que no lo estaría nunca.

Aunque a veces, en noches de tormenta como esta, Michael se giraba, insomne sobre las sábanas, y durante un segundo, siempre esperaba encontrarla ahí.

Y entonces sólo la echaba más de menos.

Y la odiaba.

Y se odiaba.

Michael suspiró en silencio y se levantó, resignado y con los músculos adormilados, una vez más sintió que su cuerpo quería dormir, pero su cerebro no estaba dispuesto de desconectar y darle un respiro.

El calor era pegajoso y estaba cargado de la electricidad de la tormenta, y se pegaba enfermizamente a su cuerpo cómo si fuera una segunda piel.

Michael abrió completamente la puerta de cristal de la terraza y salió con la esperanza inútil de respirar aire fresco.

Sintió las baldosas frías y húmedas, debajo de sus pies descalzos y un escalofrió subió perezoso por su espalda.

Podía ver el Pacífico perfectamente desde ahí, al final de los escalones de madera que crujían cuando él bajaba por ellos hasta el pequeño embarcadero de la playa, le gustaba aquella casa, no estaba mal para ser otra cárcel.

Pensó de nuevo en Westmoreland, en cómo debió sentirse al morir solo en el suelo frío de aquella enfermería, pensando en la hija moribunda a la que nunca llegó a ver.

Y Michael apretó más sus manos alrededor de la barandilla de madera de la terraza, enfadado y culpable, pero sobre todo, triste.

Era cómo si todo a su alrededor fuera sólo tristeza.

Cómo una espesa cortina de lluvia y niebla que nos les dejara ver con claridad, a todos ellos, a todos los implicados en aquel plan egoísta y desesperadamente generoso al mismo tiempo.

Michael había sacado a auténticos monstruos de aquella jaula y a hombres que tal vez sólo necesitaran una oportunidad más para enmendar sus errores, pero él los había sacado a todos, sin pararse demasiado a pensar si aquello estaba medianamente bien, por que entonces, él tenía otras prioridades.

Michael pudo sacarles a todos de ahí, y después pudo dejarles atrás, pudo simplemente tomar un camino diferente y desentenderse completamente de aquellos hombres, cómo si no recordara haberles dado esperanza y haberles dejado sueltos.

Mientras estaba ahí, viendo la sombra oscura y enorme que era el océano bajo su nueva casa, Michael volvió a pensar en una de las ideas que más le obsesionaba algunas noches.

Volvió a pensar, que en algún momento, sus vidas tal vez volverían a cruzarse quisieran o no, cómo si las cuerdas invisibles del destino tirasen de todos ellos en la misma dirección.

Cómo si Michael fuera igual que ellos.

Pero él no era cómo ellos, o al menos entonces, no lo pensó.

Había una diferencia, sutil pero importante, que abría una brecha invisible al vacío entre aquellos hombres desesperados y él.

Michael creía, tenía la necesidad de creer que todavía había alguna esperanza para él.

Para ellos.

La lluvia caía tibia y en grandes gotas, tanto que Michael casi no podía sentir su piel mojándose despacio bajo el agua, cerró despacio los ojos y volvió a pensar en ella, en si estaría lloviendo ahora mismo en Chicago, en si Sarah estaría también viendo la tierra húmeda iluminándose mágicamente por la luz intensa y eléctrica de los rayos.

Pero Michael pensó que aquello era imposible, él sinceramente creía que ella no era cómo él, que no tenía que asomarse una noche de tormenta a la terraza para sentirse viva.

Michael no sabía, o no quería saber, que Sarah también quería correr y esconderse.

Pero entonces Michael no lo creyó, ni siquiera lo imaginó, sólo se sintió triste y enfadado al descubrir que tenía más en común con aquellos hombres rotos y furiosos, de lo que a él le hubiera gustado creer.

El ruido sordo y cercano de un trueno le asustó, e hizo que se sintiera de nuevo cómo la primera noche en Fox River… aquél lugar que se lo había robado todo.

O casi todo.

Esos hombres… durantes las semanas que estuvo ahí, trabajado con ellos, les odió, les necesitó, les maldijo en silencio en su celda, sintió el olor de su sudor y de su miedo a su alrededor…

¿Dónde estarían ahora?

Quizá también estuvieran viendo la tormenta, quizá les persiguiera a ellos también.

Tal vez algún día, cuando él llegara al camino polvoriento que llevaba a su casa, estarían ahí, tal vez alguno de aquellos hombres pudiera encontrarle allí, con su nuevo nombre y su nueva y fría casa.

Quizá alguno de aquellos hombres podía seguir su rastro de paranoia y desconfianza hasta aquél lugar casi perdido, cómo si fuera su propio olor.

Cómo si todos ellos estuvieran unidos por una especie de pacto silencioso y horrible.

Michael volvió a preguntarse cual era la diferencia entre ellos, que le hacía creer a él que todavía podía salvarse, y sintió un escalofrío subiendo rápidamente por su columna vertebral.

Lincon se lo dijo una vez, un par de meses después de haberse separado definitivamente de ellos.

"-Sabes que quizá vuelvan ¿Verdad?

Somos cómo ellos ahora Michael, podemos escondernos del resto del mundo, pero no de ellos."

Entonces Michael no lo creyó, no pensó que aquellos hombres tal vez tuvieran la necesidad de atraparles de nuevo en las sombras.

"-Nosotros no somos cómo ellos Linc."

"-Si… si lo somos."

Aquella tarde lejana, las palabras de su hermano se quedaron flotando en el aire durante horas.

Y ahora, en su nueva terraza, a un país y medio de distancia de su vida anterior, volvió a decirlo, muy bajito, casi cómo si lo estuviera susurrando bajo la tormenta

-No somos cómo ellos.

Quizá, si lo repetía lo suficiente y lo suficientemente alto, por encima del ruido sordo de la tormenta, podía empezar a creerlo.

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Empezaba a hacer frío.

Los árboles de las calles grises y húmedas habían perdido sus hojas meses atrás, y el viento del norte era frío y afilado, capaz de emborronar los recuerdos más cálidos.

Sarah caminaba despacio por la acera de camino a su casa, podía ver el hilo sucio y medio derretido a los lados de la calle, faltaba menos de un mes para navidad, pero eso a ella le daba igual.

Sarah odiaba la navidad.

No era el típico odio navideño de algunas personas, enfadadas con el mundo.

Sarah siempre fue una persona triste, incluso cuándo era una niña, y esas fechas, hacían que se sintiera enfermizamente sola.

Ella nunca había sabido lo que era reunirse como una familia y buscar el calor de otras personas, los regalos, los adornos… todo eso siempre había sido ajeno a ella, cómo si fuera una parada de estación en la que la honorable familia Tancredi no había parado jamás.

Y cada año, en cuanto se acercaba la fecha, y ella empezaba a ver las calles adornadas con luces, los villancicos… Sarah sólo quería correr y esconderse, desaparecer para dejar de sentirse tan… sola.

¿Cómo sería la navidad donde estaba él?

En todos estos meses de visitas desesperadas de madrugada, Sarah nunca le había preguntado dónde, o con quién vivía ahora.

Cómo si ella no quisiera saber nada de su nueva vida, cómo si él fueran dos hombres distintos, uno el de los besos necesitados y cálidos sobre su piel, y el otro, el que desaparecía antes de que ella se despertara y pudiera decirle "adiós".

Ella nunca había preguntado, y él nunca había contestado, pero la verdad era que Sarah no era una mujer celosa, y menos bajo esas circunstancias.

Aunque imaginar la boca familiar y cálida de Michael, deslizándose sobre una piel que no fuera la suya, le producía la sensación de vacío y soledad más grande que ella jamás había sentido.

Pero a pesar de eso, ella lo habría entendido.

No es que estuviera precisamente en posición de juzgarle.

Ella misma dormía acompañada casi tres noches a la semana, él se llamaba Jack y le había conocido en la cafetería de la esquina de su manzana, cinco meses atrás.

Nunca antes recordaba haberle visto ahí, pero había algo diferente en él… era normal.

Cómo si cada día a su lado NO fuera a ser cómo el jodido fin del mundo.

Era aburrido y normal.

Y a veces ella se preguntaba que estaba haciendo con él, por qué no se armaba de valor y le decía a Michael "Llévame contigo".

Pero ella no lo hacía por que sabía que se arrepentiría en cuanto pasaran la frontera y no hubiera vuelta atrás.

Simplemente no tenía solución, habían perdido, ellos estaban destinados a aquello para el resto de sus vidas, y por si fuera poco, ahora ella había arrastrado a Jack a ese círculo destructivo en el que él, no tenía ni idea de estar.

Sarah sintió los helados y húmedos copos de nieve sobre sus mejillas y aceleró el paso.

Caminaba tan perdida en sus pensamientos, y arrebujada en su abrigo negro y pesado, que no vio a los dos hombres que la habían seguido hasta allí, sentados en un sedán de color azul oscuro aparcado ahora frente a su edificio.

Continuará…