Cinco minutos más.


Sus finos dedos jugueteaban con esos rebeldes y alocados mechones castaños, los movía de un lado a otro, los hacía dar vueltas entre sus dedos, intentaba colocarlos elegantemente a un lado u otro –aunque siempre volvían a un lugar donde pudiesen verse salvajes–, en definitiva, se entretenía con ellos. Aunque se detuvo una vez lo vio moviendo tiernamente su nariz, amenazando con despertarse. Se inclinó sobre él y plantó un tierno beso en su mejilla, dejando, solo por accidente, que su propia melena cayera lentamente en la cara de él.

Hiccup abrió pesadamente los ojos, sin acostumbrarse del todo a la luz y al hecho de estar despierto. Iba a quejarse de la mata de cabello platino que tenía sobre la cara, pero cuando procesó que estaba pasando solo dejo que una sonrisa boba se le dibujase en la cara.

–Buenos días, cariño –saludó ella, recogiendo su melena y dándole otro beso en la mejilla, al vikingo se le escapó una risilla encantadora que derritió por completo el corazón de su amada–, ¿qué tal has dormido, mi cielo?

Los brazos de Hiccup rodearon la desnuda cintura de Elsa para atraerla a su cuerpo, sus carnes se volvieron a encontrar trayéndoles a ambos la gustosa sensación del tacto del otro. El cuerpo de Hiccup era siempre tan cálido que ella sabía perfectamente que la más leve caricia sería suficiente para que ellos se volviesen a unir en uno solo, justo como en la noche anterior.

Pero el pobre vikingo estaba agotado, la comodidad de su postura y la temperatura perfecta –producto de la calidez de la manta y el frescor constante del cuerpo de su amada– de la cama eran sencillamente superiores a cualquier vestigio de lujuria, por lo que se limitó a mantener a su mujer lo más cerca posible y a aspirar su embriagante aroma.

Elsa nuevamente se inclinó sobre su marido, esta vez procurando que su cabello no se entrometiera en sus muestras de amor, y en esta ocasión lo besó lentamente en los labios. Y eso fue lo que faltaba para activar la chispa de Hiccup. En cuanto la reina emérita de Arendelle se alejó del rostro de su esposo, susodicho le dedicó una sonrisa picara y se abalanzó sobre ella para poder amarla una nueva vez, arrancándole un tierno chillido de sorpresa.

La habitación se lleno de gemidos placenteros, de la melodía que surgía cuando sus pieles se chocaban y de risas risueñas. Una vez ambos se sintieron satisfechos, Hiccup se recostó sobre el busto de su mujer, para escuchar los latidos de su corazón y sentir la suavidad de su piel. Nuevamente, Elsa comenzó a jugar con los mechones de Hiccup, hasta que le dio una leve palmadita en la espalda.

–Vamos, arriba jefe –ordenó de forma divertida, Hiccup respondió con un quejido infantil, cerró los ojos fuertemente y escondió el rostro en el cuello de su amada, provocándole uno que otro escalofrío. Cuando las voces infantiles de la habitación de arriba se escucharon Elsa quiso apresurarse para vestirse–. Hiccup –llamó reteniendo sus risas nerviosas, retorciéndose un poco debajo de él.

–Solo cinco minutos más –murmuró aferrándose a su cuerpo–, por favor.

Por algún motivo, la voz de Hiccup sonaba rota, lejana, y comenzó a hacer frío… dejó de escuchar a sus hijos y gotas de lluvia le caían en la cara.

–¿Qué?

Y de pronto volvió a la realidad, de pronto su desnudez fue cambiada por un vestido de hielo que parecía formar parte de su piel, de manera que no sabe reconocer si está desnuda o no; la comodidad de una habitación cálida y una cama suave es reemplazada por la suciedad, la dureza y la frialdad de un suelo lodoso y humedecido por la lluvia. Los brazos de su esposo ya no la rodean, solo la soledad eterna que solo la eternidad misma puede ofrecer. Ya no escucha ni ve a su marido, o a sus hijos… Y ella llora, porque tiene muchos motivos para llorar.

Porque un día ella abrió los ojos… pero su marido, su Hiccup no lo hizo.

Porque un día ella abrió los ojos… pero su hermana, su Anna no lo hizo.

Porque un día ella abrió los ojos… pero sus hijos no lo hicieron.

Porque un día ella abrió los ojos… pero sus nietos no lo hicieron.

Ni sus bisnietos… Ni los bisnietos de ellos… Ni ninguno otro… Ella no paraba de abrir los ojos… no paraba de ver cómo, un por uno, toda su familia desaparecía hasta el punto de que había perdido su linaje… al punto que ya demasiadas generaciones habían pasado como para que si quiera ella hubiese sido mencionada o recordada. Ella quería dejar de abrir los ojos, quería encontrarse con ellos, ya sea en el cielo cristiano o en el Valhalla.

Ya hacía tanto desde que tuvo que enterrar al amor de su vida que ya ni su tumba estaba, ni la de su hermana, ni la de sus hijos, solo tierra.

Pero unos brazos más delgados y jóvenes que los suyos siempre estaban ahí para abrazarla cuando la carga de la inmortalidad la arrastraba hasta el suelo y los deseos de morir volvían a ella, justo como cuando era mucho más joven.

–Hoy tiene que hacer frío –susurró el pobre muchacho que llevaba cien años más que ella en toda esa pesadilla–, vamos jefa –intentó bromear con ella, pero solo consiguió que la falta de su esposo ardiese más en su corazón.

Ella se aferró a la tierra donde se supone que su amado –o lo poco que quedaba de él– descansaba en paz.

–Solo cinco minutos más –sollozó, manchándose la cara de lodo y lágrimas.

Si tan solo hubiesen tenido cinco minutos más…