Caciques.


Pequeña explicación de este one-shot estoy obsesionada con los temas de historia que estoy dando actualmente en clase, así que esto no solo sirve para repasar el temario, sino también para dejar de pensar en Hiccup y Elsa durante mis clases. Ahora, una breve explicación histórica: Durante la Restauración borbónica en España, la estabilidad y el control político se mantenía gracias, en parte, al turnismo de los partidos, un método en el que el sistema se mantenía en las manos de las mismas personas que se sostenía gracias a las acciones del gobernador civil y los caciques.

Los caciques eran gentes de dinero que llevaba a cabo diferentes métodos poco ortodoxos para que las elecciones tuviesen el resultado que el Gobierno quería.

Por cierto, debido a que este one-shot se ubica en España, usaré los nombres que se usaron para el doblaje castellano de Como Entrenar a tu Dragón.


Advertencia: menciones a la esclavitud, sobreexplotación infantil, violencia, abuso de poder y sexismo.


Unas nuevas elecciones se acercan, el 1892 está cerca de su final. Una nueva familia influyente se ha formado casi de la nada, por lo que el gobernador civil de Cantabria se ve obligado a viajar hasta la casa de los nuevos millonarios de Santander.


La ciudad cantábrica se encuentra completamente empapada, las lluvias torrenciales caen sobre la tierra y sus habitantes con tal fiereza que incluso parece que no tienen pensado jamás detenerse, parece que quieren dejar la ciudad entera enterrada entre algas, animales marinos y litros y litros de agua helada. El aire frío sacude con locura las ropas abrigadoras de todos aquellos desgraciados que se ven obligados a mantenerse fuera de las comodidades de un buen tejado.

Un relámpago oscurece y alumbra la ciudad entera por un segundo, un simple parpadeo. Pero, sacudido y mojado por la tormenta, de pie frente a esa enorme mansión que hace tan solo unos meses era conocida como la terrible mansión abandonada a causa de las desamortizaciones de hace muchísimos años atrás, con unas rejas negras y nuevas gárgolas con los rostros de dragones adornando todas las esquinas de la vivienda… en ese momento el gobernador se sintió como nunca se permitía sentirse: pequeño e insignificante.

Un hombre de gran barriga y gordos brazos entonces llega con la cabeza agachada, tanto que es doloroso verlo, tanto que parece inhumano. Abre las negras rejas con rápidos movimientos y se disculpa por la tardanza. Si no fuera porque venía a pedir un favor, le escupiría a la cara a ese desgraciado sirviente, ¿quién se creía ese infeliz como para dejarlo a esperar en la lluvia?

Con el rostro deformado en arrugas enojadas, el gobernador avanza, analizando cuanto como puede de la fachada del hogar de la nueva familia millonaria.

Los Abadejo, la nueva familia de influencia que había salido prácticamente de la nada. Un par de extranjeros que, Dios Grandísimo y Todopoderoso sabría por qué, había llegado al norte español para asentar y comenzar una nueva estirpe que se volviera reconocida por toda la península.

Había oído por ahí que eran gentes de lo más profundo y congelado del norte europeo, que se les veía en las tardes después de lluvia sentados sobre el húmedo césped de su jardín, ella con los hombros descubiertos, él sin chaqueta y la camisa blanca arremangada, como si fuese verano. Muchos miembros de la alta burguesía cantábrica, incluso, llegaron a bromear acerca de lo que pasaría con esos pobres desgraciados extranjeros una vez los meses cálidos llegaran.

Las puertas se abren y, en lugar de un acogedor y cálido interior, lo recibe la sequedad y un frío aún peor del que había afuera.

¿Qué diantres estaba mal con esos extranjeros?

–Por favor, no se detenga –le dice el sirviente, el gobernador no pueda evitar sentirse insultado–. Los señores lo esperan en el segundo piso, allá podrá dejar su saco mojado y calentarse cerca a la chimenea.

El hombre asiente y se aguanta las quejas y los gruñidos. Se recuerda que está aquí para pedir un favor, un favor en nombre del gobierno, un favor en nombre del partido liberal español, un favor en nombre del mismísimo Sagasta. No puede irse con tan solo un no entre manos.

Camina sin preocuparse que está dejando charcos allá donde pisa, ni si quiera se molesta en mirar a las sirvientas que, con la cabeza agachada y completamente calladas, se acercan ceremoniosamente a limpiar aquello que él mancha.

El gobernador, mientras más se acerca a los nuevos caciques, más se lamenta el ya no poder depender de la antigua familia influyente de Santander. Extrañará, sin duda alguna, el trato que recibía en la mansión de los Ortiz, del amistoso y confiable señor Ortiz, de la obediente señora de Ortiz, los encantadores y ya crecidos futuros líderes de la casa: Aurelio e Izan Ortiz, y, sobre todo, extrañaría a todas y cada una de las preciosas sirvientas de la casa Ortiz, quienes nunca se quejan cuando uno mete una mano por debajo de sus faldas.

Le abren la puerta ceremoniosamente, con todo el cuerpo inclinado hacia él. Eso le gusta, algo bueno de los Abadejo, su servidumbre es un extremadamente respetuosa… debería implantarlo en su propio hogar.

Finalmente, el calor lo abraza. Suspira aliviado, el frío, está vez, no lo mataría.

Entra, entrega su saco y busca con la mirada al hombre de la casa. Lo encuentra apoyado en la ventana, dándole la espalda, mirando algo tan simple y común como la lluvia, con una mano en las gruesas cortinas y el fuego alumbrando su espalda ancha. No ve ni una sola cana y no puede evitar sentirse viejo.

Un ruido sordo le llama la atención. Alguien está pasando las hojas de un libro. Dirige sus ojos al sillón más cercano a la chimenea, aquel que está ocupado. Casi da un respingo al ver el estado de la persona allí sentada.

Se trata de una mujer, supone de inmediato que se trata de la amante del señor Abadejo, aunque no ha escuchado nada sobre una amante cuando se propuso la tarea de escuchar todos los rumores referentes a la familia extranjera. Ella tiene la piel tan blanca como la nieve, aterciopelada, definitivamente suave al tacto, llena de pecas, sus mejillas están levemente sonrojadas por el candor del fuego, y de su rostro destacan sus labios que son tan rojos como un tomate maduro. El cabello, también blanco, aunque unos tonos más cercanos al rubio, le cae en muy delicadas ondas hasta la cintura, algunos mechones se posan sobre los hombros que, a pesar del clima y de saber que tendría visitas, ha dejado por completo al descubierto. El vestido que lleva es blanco y lleno de volantes, la poca iluminación le impide al gobernador reconocer donde acaba la prenda y termina la piel de la mujer.

Ella entonces, seguramente porque ha sentido su mirada voraz y lujuriosa, alza la mirada y la cabeza, haciendo que el gobernador conozca los ojos más bellos y azules de todo el mundo.

–He de suponer que vuestras costumbres son diferentes, señor –la voz gruesa y profunda del señor Abadejo resuena de momento a otro por toda la habitación, tiene un marcado acento, pero un español excelente. El gobernador vuelve a dirigir su mirada a él. Los pasos resuenan sobre la madera del piso. El señor Abadejo avanza hasta la mujer, quien deja el libro a un lado y se queda embobada mirando al hombro que coloca sus manos en el respaldar del sillón que ella ocupa–. En nuestras tierras, quien llega es quien saluda. Me disculpó por no conocer bien vuestras formas, como imagino que ya sabrá, hemos llegado hace muy poco y no hemos tenido mucha oportunidad de relacionarnos con gente de nuestra posición social, ¿no es cierto, querida?

El señor Abadejo entonces pasa una de sus firmes manos llenas de venas pronunciadas por el cuello de su mujer, quien, de manera no muy efectiva, contiende los escalofríos que recorren su cuerpo debido al tacto del hombre. Por unos momentos incómodos para el gobernador civil, la joven pareja parece olvidar que tienen a otra persona delante de ellos.

El joven entonces vuelve a mirar al gobernador, lo mismo hace su, para sorpresa del hombre, esposa.

–Bienvenido sea, señor, a la mansión Abadejo –el joven sonríe de una forma, tal vez vista así por la situación o por la iluminación de la chimenea, le parece al gobernador terriblemente siniestra–. Por favor, no sé quede ahí parado, tome asiento.

Señala el asiento colocado frente al sillón que ocupa la mujer. El gobernador se sienta, intentando mirarlo solo a él y no volver a posar su mirada en la señora Abadejo.

–Tenemos entendido que ha pedido hablar con nosotros por temas políticos, ¿no es así?

El hombre mira impactado a la mujer, ¿por qué ella está comenzando la conversación? ¿por qué si quiera sabe a que se debe su presencia? Comprende perfectamente que hay hombres tan poco varoniles que necesitan órdenes femeninas, pero, maldita sea, en esos casos se hace en privado, no se arrastra de tal manera la honra del hombre frente a otro.

El gobernado finge toser. –Así es, mi estimada señora. Supongo que preferirá dejarnos a vuestro marido y a vuestra merced aquí presente solos, pues este es un tema de hombres.

La señora Abadejo alza una ceja, indignada. El señor Abadejo se ríe sin tapujos del comentario.

–Lo que usted tenga que hablar con mi marido, lo hablará delante de mí, señor –escupe la señora Abadejo, acomodándose en su asiento, tomando la postura digna de una matriarca de las antiguas sociedades vascas.

–En esta casa, señor –dice entonces el señor Abadejo–. La palabra de mi mujer tiene la misma valía que la mía. Así que, por favor, tenga la amabilidad con tratar con respecto a mi señora.

Malditos forasteros, menudo par de fenómenos. Piensa el gobernador civil, aguantándose la vergüenza y el escándalo que se produce en su cuerpo al oír tales palabras.

Se disculpa apresuradamente, intentando quitarle importancia, saltando de una buena vez al tema por el cual vino hasta allí.

–Habrán oído ya ustedes, seguramente de parte del resto de la oligarquía cantábrica o de las quejas del proletariado, que nosotros, los españoles, sostenemos nuestro país mediante el turnismo de partidos, la democracia y…

–Y el pucherazo, sí, eso hemos escuchado –interrumpe el señor Abadejo, el gobernador se vuelve a contener el enojo y las acciones radicales–. Teníamos entendido que aquí ya hay una familia cacique, ¿por qué recurrir a nosotros?

El gobernador toma aire.

–Habéis arrebatado gran parte de la influencia de la familia Ortiz, la capital está fijándose en vosotros y vuestras inversiones.

Con una sonrisa juguetona, en ese momento, el señor Abadejo observa a su mujer, quien resopla y le niega la mirada.

–¿Os dije o no que la inversión en la industria nos traería buenas recompensas?

–Sí, sí, lo dijisteis. Tenéis razón, querido.

–Gracias –el señor Abadejo vuelve a mirar al gobernador–. Perdone este pequeño espectáculo, prosiga, por favor.

Un par de raros, definitivamente. Piensa para luego continuar.

–El mismísimo Sagasta, líder del honorable y apreciado partido liberal español se ha tomado la molestia de pedirme que os comunique el interés que siente por vosotros. Os invita a una reunión con el resto de las familias caciques españolas antes de las elecciones, para que podáis conocer los métodos del resto de familias, responder a cuáles quiera sean las dudas que tengáis, poder conocer mejor a los partidos, las Cortes… Se trata de una oportunidad única, ¿no os parece así, mis estimados señores?

Los Abadejo de miran seriamente por unos segundos, ignorando, nuevamente, por completo al gobernador civil. El señor vuelve a pasarle una mano por el cuello su mujer, esta vez, ella parece poder contenerse un poco más.

La mujer lo mira entonces, con gran pedantería que le pone de los nervios.

–¿Cuándo se llevará a cabo la fiesta, mi buen señor? Estaríamos más que encantados de asistir.


Mirando por la ventana como el gobernador civil de Cantabria se marcha, sentada cerca del vano, abrazada por su esposo, Elsa dice.

–No me cae bien –su esposo ríe para después comenzar a llenarle el cuello de besos.

–Lo he notado, querida.

–Es un sexista asqueroso.

–Lo sé, querida, lo sé.

–¿Has notado como me ha mirado? –Elsa entonces se abraza un poco más a Hipo–. Como si solo fuera un trozo de carne al que hincarle el diente.

Hipo le acaricia la mandíbula, para luego levantarle la cara, obligándola a mirarlo a los ojos. Esos bellos orbes verdes, nota de inmediato Elsa, aunque parece calmados, brillan de rabia y sed de venganza.

–Ya me encargaré yo de que no vuelva a suceder, amor mío –y dicho esto, Hipo descendió hasta el rostro de ella para colocar un profundo beso en sus labios de manzana.

Elsa se aferra a su cuello con un solo brazo, profundizando el beso, dándole a entender a su marido qué es lo que quiere. Él cumple de inmediato, él siempre cumple los deseos de su amada. La carga de manera matrimonial, y, sin disolver el beso, el matrimonio Abadejo avanza lentamente hasta sus aposentos.