Capítulo 1
Veinte años atrás.
Reginald y Eirena Daemon entraron por la puerta de la oficina del director y eso le hizo saber a Meliodas que nada bueno iba a suceder. Estaba seguro. Después de pelear por defender a su hermano, habían llamado a sus padres para darles detalles del castigo que iban a recibir, porque Zeldris por alguna razón también merecía ser regañado.
Dentro, sus padres los encontraron sentados frente al escritorio del director. La primera acción de Reginald fue mostrar una expresión de molestia. Su madre, en cambio, se acercó hablando en voz baja.
—Hola, chicos —dijo Eirena, colocándose en una silla junto a Zeldris—. Zel, querido. Tu ojo.
—Hola, mamá —exclamó Zeldris cálidamente—. Mis lentes no se rompieron esta vez.
La mujer sonrió a su hijo con dulzura.
—No olvidaste que fueron costosos, ¿verdad?
—¡Sí! No lo olvide —respondió y echó un vistazo a su padre—. ¿Lo ves? No soy tan torpe.
—No, no lo eres —gruñó Reginald, cruzándose de brazos—. Pero eres débil porque no puedes defenderte.
Eirena observó a su esposo con enfado.
—Oye —expresó ella—. Es solo un niño.
—Va a clases de karate por una razón —acotó el padre en tono despectivo.
—Lo siento —dijo Zeldris.
Meliodas dio un respingo. Nada era bueno y molestaba que ni él ni su hermano pudieran pasar tiempo en la escuela en paz, pero tenía la sensación de que podrían arreglar las cosas. Después de todo, su madre siempre lo hacía.
—Apesta un poco que siempre te golpeen —indicó Meliodas a su hermano.
—Sí —suspiró Zeldris—. Pero fue gracioso como ese niño huyó por tu golpe.
El pequeño rubio sonrió.
—¡Sí, eso fue divertido!
Reginald lanzó un suspiro exhausto y su esposa soltó una risita. Cuando el director entró, las expresiones eufóricas se borraron y un movimiento en el estómago fue lo que sintió Meliodas cuando lo vieron en primer lugar.
La conversación fue rápida: castigo por pelear con estudiantes. Cuando la reunión terminó después de treinta minutos, toda la familia Daemon recogió sus cosas y se dirigieron hacia el estacionamiento. Meliodas estudió como su padre iba adelante y casi se había mantenido callado.
Tener al hombre en silencio no era lo ideal, pero se las arreglaría si soltaba algún comentario durante el trayecto a casa. Él había tenido esas experiencias antes e incluso si le habían advertido que parara de pelear, lo haría siempre en defensa de su hermano.
Cuando llegaron al vehículo, Reginald les indicó que se subieran, por lo que Meliodas se empujó junto a Zeldris en el asiento trasero. Luego de colocarlo en su silla, levantó la vista ante el llamado de su madre. Ambos tenían una expresión seria, aunque el pequeño rubio podía notar que su padre tenía fastidio y su madre, una absoluta tristeza.
—Meliodas —comenzó su padre—. ¿Sabes qué día era hoy?
—Es martes —le respondió con prisa. Tenía un mal presentimiento.
—Sí, es martes —afirmó Reginald. Sin embargo, su postura se endureció frente al vehículo—. ¡Y era un día de trabajo, Meliodas! Tuve que quitar mi trasero de la oficina por tu estupidez. ¿Sabes lo que significa?
Meliodas solo miró nervioso. Zeldris cubrió su rostro ante el tono elevado de su padre.
—¡No, no sabes qué significa! Eres un niño tonto y egoísta —gruño el hombre. Dio un golpe fuerte contra el volante, su esposa detuvo su brazo—. ¡No, Eirena! Esta vez no lo dejaré pasar.
—¡Oye! —su esposa le devolvió el gesto, molesta—. ¡Son niños!
—Los peores niños que pueden existir —soltó Reginald—. Lo has consentido y mimado mucho. Si siguen así, únicamente serán unos idiotas.
—¡No hables de esa forma de nuestros hijos! —explotó la mujer. Tanto sus hijos como su esposo la miraron con un asombro inminente. Ella se había escuchado enfadada—. Lo único que haces es priorizar tu reputación cuando importa poco y nada. ¿De verdad te preocupa un día de trabajo cuando tus hijos tienen que defenderse solos?
—Ellos tienen maestros para eso. No me necesitan.
—Sí, necesitan a su padre. No a un sustituto pagado —enfatizó Eirena. Su mirada cayó sobre sus hijos que miraban aterrorizados la escena—. A partir de ahora, pasaremos más tiempo juntos. ¿De acuerdo? No voy a permitir que esta familia se desmorone.
Reginald farfulló.
—Eirena, tú…
Ella lo tiró de una oreja.
—Dos podemos jugar esto, ¿entendido?
El hombre Daemon dejó escapar un suspiro, masajeando sus hombros que comenzaron a doler e intentando ignorar el ruido de la risa que hacían sus hijos ante el miedo que producía su esposa.
—Pero…
—¡Cállate! —gritó Eirena, tratando de empujar a su esposo. Intentando, porque él era mucho más fuerte y lo estaba agarrando del brazo. Pero la simple acción reprimía cualquier fuerza que tuviera Reginald.
—¡Eso es divertido! —exclamó Zeldris, y Meliodas se encontró tratando de contener su risa, solo para que su hermano mismo comenzará a reír.
—Oye, Zel —Meliodas le devolvió la sonrisa—. ¿Tu ojo está mejor?
—No duele mucho. Logré cubrir como me enseñaste, pero no pude aguantar.
Meliodas revolvió sus cabellos con cariño.
—Pronto aprenderás a defenderte. Intenta no pelear con sujetos más altos.
—Si, igual.
Platicaron hasta que llegaron a casa y su padre bajó sin mirarlos. Estaba claro que no quería saber nada con esposa o hijos, por lo que quedaba del día. Meliodas y Zeldris entonces supieron que estaban a salvo de su castigo por el momento. Su madre se les acercó, su cabello oscuro desordenado y una leve sonrisa en su rostro.
—Niños —dijo Eirena con severidad—. Incluso si su padre no los castiga, tenemos que hablar —añadió y señaló hacia los columpios vacíos en el patio.
Meliodas lloró internamente. Zeldris solo se encogió de hombros y tomó asiento junto a su hermano. Intercambiaron muecas antes de volver la atención a su madre. Si ella les daba una charla de advertencia, todo estaría bien; con suerte, ni siquiera pensaría dos veces para dejarlos ir a jugar videojuegos o mirar la televisión.
—Meliodas —Eirena se inclinó hacia él y sonrió, una sonrisa que había usado en innumerables ocasiones—. ¿Qué pasó en la escuela?
El pequeño rubio observó con desconcierto.
—Me peleé por unos chicos que molestaban a Zel.
—Mel —sonrió su madre, inclinándose demasiado cerca. El niño sabía que lo estaba presionando—. Vamos, dime.
Zeldris estudió a su hermano y su expresión de derrota. Este suspiró y echó un vistazo hacia la mujer con tranquilidad.
—Estábamos en el almuerzo y Zel no sabía qué elegir. Los chicos de tercer grado se pusieron adelante y empezaron a molestarlo —explicó Meliodas—. Él les dijo que eran irrespetuosos y les mostró la lengua. El primer golpe lo dio el niño de tercer grado y el resto…
—El resto fueron golpes —agregó Zeldris con su voz suave, pero severa, sin siquiera apartar los ojos de su madre—. Pero protegí mis lentes.
—Tus lentes —se carcajeó Eirena mirando a su hijo—. Eres muy responsable.
El pequeño de cabello oscuro infló su pecho de orgullo. Meliodas frunció el ceño y lo contempló. Levantó su mano derecha y con su dedo índice, se apuntó dentro de la garganta e hizo una expresión de asco. Zeldris percibió esto con desagrado y le dio un empujón al hombro.
—¡Eso dolió! —se quejó Meliodas.
—Lo que sea —respondió Zeldris, columpiándose en su asiento.
No hubo más intentos de molestarse y pudieron disfrutar el resto de la tarde. La presencia de su madre mientras leía un libro bajo el árbol hacía que fuera fácil concentrarse y olvidarse de lo que había sucedido.
Antes de que se dieran cuenta, el ocaso se hizo presente y Meliodas comenzaba a tener hambre. Su hermano parecía estar igual porque detuvo el columpio. Giró sus ojos para estudiar a su madre acabando el libro mientras parecía revisar su celular.
—Deberíamos ir con mamá. Me muero de hambre.
—Sí, también yo.
Corrieron hacia Eirina, entusiasmados. La encontraron con la mirada perdida en una ilustración de su libro. Su hijo mayor se sentó a su lado y comenzó a comprobar que la tenía distraída, mientras Zeldris hacía todo lo posible por entender las palabras que no conocía.
—¿Qué es lo que sale en el dibujo? —preguntó finalmente el rubio mirando a su hermano, que se encogió de hombros—. Creí que a ti te gustaban estas cosas.
—A mí me gustan los dibujos que están en museos —afirmó. Una vez que había repasado todo, empezó a pensar—. ¿Esto está escrito en otro idioma?
—Así es, Zeldris. Es un cantar de gesta —les explicó Eirena con una sonrisa tranquila—. Fueron muy populares durante la Edad Media y narraban las hazañas de un héroe. Esta historia, por ejemplo, cuenta la historia de un joven que cruza un país entero para salvar a su amada.
—Eso es romance. Es de niñas —exclamó Meliodas con una mueca.
—¡No es así! —dijo su madre—. Puede que hubiera romance, pero estos cantares querían contar historias y transmitir valores. Eran recitados en lugares donde también hicieron algunas diferencias especiales.
—Aburrido —insistió el rubio.
Eirena lo fulminó con la mirada. Meliodas parecía un poco desconcertado, pero se recuperó.
—Bueno, de todos modos, tenemos hambre.
Como una respuesta que Meliodas no esperaba, su madre alzó su cuerpo para ponerlo sobre su regazo y lo hizo mirar hacia el atardecer. Zeldris imitó el gesto en silencio.
—Meliodas, dime, ¿qué ves?
—El atardecer —indicó con simpleza.
—No es solo el atardecer. Es lo que hay más allá —reclamó su madre. Lo levantó más para que viera sobre la línea de viviendas—. Siempre que leo estas historias que te parecen aburridas, pienso en un sitio diferente. Fuera de esta casa, esta ciudad e incluso este país.
Meliodas se sorprendió por lo que escuchó, frunciendo el ceño.
—El mundo humano y el espiritual no se han separado en ese lugar todavía. Tienes que ir algún día —respondió Eirena, recibiendo nada más que un asentimiento de él.
El rubio examinó con extrañeza, quiso decir algo, pero fue inútil. Se dejó caer del regazo de su madre y se arrojó al césped, mirando hacia adelante. Nada más podía quedarse, sorprendido.
Y Zeldris tampoco había entendido, después de todo, parecía algo que su madre entendía como adulta. Sin embargo, cuando vio lo sucedido, sentía que era importante y también se quedó mirando.
Ese sería uno de los últimos atardeceres que compartirían con su madre.
