Capítulo 3
Actualidad.
Meliodas se paró delante del mostrador de la panadería pensando en demasiadas cosas. Sintió que su rostro palidecía de horror cuando volvió a recordar el rostro magullado de su hermano. En un intento por salvar su orgullo herido, Zeldris había querido enfrentarse a Galand, un tipo que casi lo duplicaba en altura, tamaño y fuerza.
El resultado fue un par de dientes rotos, una nariz roja y un ojo lo suficientemente horrible para que Zeldris pidiera ausentarse del trabajo. Meliodas le había regañado ese fallido intento de hombría antes de que se retorciera para descansar.
—¿Está todo en orden? —preguntó la panadera, Gelda, acercándose para cobrar el pedido.
—¿Por qué lo preguntas? —inquirió el rubio sin dejar de recordar la imagen de Zeldris—. ¿Tengo algo en la cara?
—No en la cara. Pero es habitual que vengas por tu pedido casi cuando cierro y no a media tarde —comentó Gelda todavía mirando a su cliente.
—Ha sido un día diferente —contestó Meliodas con simpleza con la esperanza de que eso pusiera fin al interrogatorio.
—¿Tiene que ver con el hombre de pelo negro parecido a ti?
Meliodas se carcajeó sin humor.
—Si lo sabes, ¿para qué preguntas?
—Lo vi mientras limpiaba la acera. Ahora si quiero saber más —confesó Gelda yendo directo al grano.
—Eres muy peligrosa —respondió Meliodas agarrando un kilo de pan y su bolsa de galletas caseras para comenzar a salir.
—Y tú eres un tonto —dijo la mujer. Dio vuelta alrededor del mostrador y se detuvo junto a rubio—. Si necesitas algo, no dudes en avisarme. Haría lo que sea por mi cliente estrella.
—Eso digo yo, pero insistes en que no te pase dinero extra —exclamó recordando la situación—. ¿Tu padre está mejor?
Gelda soltó un suspiro cansado.
—Este mes pude pagar sus medicamentos y algunas facturas, así que está tranquilo. Pero se siente un poco mejor y quiere volver.
—Sabes que esta panadería le importa mucho. Deberías dejarlo.
—¿Y qué se entere de que todos los meses corremos el riesgo de cierre? No, Meliodas. Eso acabaría por matarlo.
Meliodas torció el gesto al repasar los hechos. La panadería Erwine había abierto sus puertas casi tres años atrás y sus dueños eran personas que sorprendieron en la zona. Izraf solía ser un importante terrateniente en Edimburgo, pero luego de ser engañado por su esposa e hijos mayores, lo perdió todo. Únicamente Gelda se quedó con él cuando su estabilidad emocional quebró y quiso dedicarse a un negocio sencillo.
Sin embargo, la salud de Izraf se había complicado y su hija menor mantenía la panadería a través de un trabajo intenso y clientes fieles, no obstante, siempre existía la amenaza de cierre por falta de dinero.
Meses atrás, Gelda había comenzado a reparar la parte superior de la panadería con la esperanza de abrir una cafetería y aumentar los clientes, pero la constante inestabilidad tenía el proyecto congelado. Meliodas había visto la aflicción en sus ojos y se ofreció a dar apoyo, sin embargo, la panadera era terca y quería resolver todo por su cuenta.
—Ojalá hubiera algún modo de ayudarte —se quejó Meliodas mientras le echaba un vistazo. Su mirada cansada, su cabello rubio trenzado de forma torpe y sus hombros caídos mostraban que se mantenía por su deber y no porque quisiera—. Le insistiré a mi hermano que pase a comprar.
—¿Aquel muchacho es tu hermano? —preguntó Gelda con bastante interés.
Meliodas enarcó una ceja ante la curiosidad.
—Sí, vivirá conmigo a partir de ahora. Su novia lo engañó y acabó bastante mal —dijo como explicación—. Está golpeado y con el orgullo bastante herido.
Gelda le lanzó una mirada curiosa por el rabillo del ojo mientras se cruzaba de brazos.
—Podrías llevarle unos palitos de sabores. Cortesía de la casa.
—¿Estás segura? —indagó Meliodas.
—¡Por supuesto! Esas cosas funcionan para levantar los ánimos.
Meliodas asintió y Gelda se movió para preparar una bolsa. A diferencia de Elaine y su sueño donde él pensaba que debía agradecer su posición, el sueño de Gelda y su café eran otro asunto.
Izraf y ella habían sufrido, a raíz de la ambición ajena, de personas que no se conformaban con una vida estable y querían más de forma egoísta. Ese modo de vivir era algo que Meliodas maldecía y no entendía la ceguera de Gelda por no recibir ayuda.
«No todos nacemos con el privilegio de vivir adecuadamente. Algunos necesitamos ayuda y ella se niega. Supongo que es una especie de castigo impuesto» creyó. Quizás debía renunciar y no ofrecerle más una mano, pero Gelda había pasado por una historia caótica como él, por lo cual simpatizaba.
Cuando Gelda terminó con la bolsa de palitos, se la entregó a Meliodas con una sonrisa suave.
—Envíale saludos a tu hermano. Que se sienta bienvenido —indicó ella.
—Claro —expresó Meliodas encogiéndose de hombros—. ¿No deberías atender al resto?
—¡Oh! —exclamó Gelda mirando la habitación. Dos personas estaban ahí con rostros salpicados de impaciencia—. No te olvides de entregar esos palitos —recordó, dándole a Meliodas un rápido gesto de despedida.
El redactor soltó una risita y salió del negocio con tranquilidad. La panadería se ubicaba en la esquina de una avenida bastante transitada y su departamento quedaba en un pequeño complejo ubicado en diagonal. Cuando apenas estaba iniciando su trabajo, había visto el cartel de alquiler y quedó flechado. Nada más necesito un año de trabajo y sacar sus ahorros de preparatoria para conseguir un contrato con duración de dos años. Una vez que fue más reconocido y su salario aumentó, consiguió extender el contrato.
¿El secreto de su obsesión? La vista del balcón.
Era una parte de él que detestaba que todavía continuara con vida, pero también le gustaba complacer: el sueño. Meliodas siempre había recibido el relato de su madre de que más allá del corazón de la ciudad existía una zona tranquila.
«El mundo humano y el espiritual no se han separado en ese lugar todavía. Tienes que ir algún día».
El niño rubio de ese entonces tenía la costumbre de mirar intentando hallar ese sitio, aunque solo sucedió una vez. Fue nada más instante, un segundo, pero Meliodas había visto algo diferente. Intentó, pero jamás sucedió de nuevo. No obstante, una sensación extraña le había sucedido y pudo confirmarlo subiendo al balcón.
El sitio donde los mundos no se habían separado existía.
Quizás había sido un impulso tonto, pero Meliodas no se arrepentía si podía sentir un poco de su madre. Especialmente ya que volvía a compartir morada con Zeldris, sitio que debía sufrir cambios para estar de forma ordenada.
—¡Zel! —gritó cuando ya se había acabado de acomodar para una merienda. Su mesa de madera para cuatro personas estaba contra una ventana alta que soplaba una brisa ligera—. ¡Zeldris, vamos!
La puerta de la habitación se abrió y una figura emergió.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Zeldris sintiéndose confundido.
—Un poco de consentimiento después de un día de mierda —explicó Meliodas terminando de servir su café.
Zeldris asintió y fue al baño para asearse. Regresó y se acomodó, siguiendo con la mirada lo que Meliodas dejó frente a él.
—¿Y esto es…?
—Palitos de sabores. Hay jamón, pizza y diferentes quesos —le comentó—. La panadera los envía para ti. Dice que te levantará el ánimo.
El más joven lo miró por encima y asintió con la cabeza. Estaba acostumbrado a que la gente le hiciera favores a Meliodas o le diera cosas. Su trayectoria le había dado una buena posición.
—Son buenos —señaló Zeldris tomando uno. Su expresión cambió a una más relajada—. Me encantan.
Meliodas sonrió.
—Tu cara cambió. Gelda tenía razón.
—¡¿Qué?! —exclamó el de cabello oscuro—. ¿Dijiste Gelda?
—Sí, así se llama la panadera. Gelda Erwine —proclamó Meliodas con un bocado de pan en la boca. Comenzó a enarcar las cejas por el rostro contraído de su hermano—. ¿La conoces?
Zeldris sacó la expresión extraña de su cara y entregó una risa, preguntándose si estaba loco por soltar las siguientes palabras.
—La conocí durante mis prácticas en Edimburgo cuando solicité trabajo en el castillo. Era hija de un terrateniente y yo un simple vendedor —explicó Zeldris—. No fue nada serio. Solo tuvimos un par de encuentros ocasionales.
Él no se sorprendió cuando Meliodas no perdió el tiempo en agarrar un café y con una expresión ceñuda le dirigió una mirada seria.
—Ella te recuerda demasiado bien.
—No le veo el sentido —excusó el hermano menor.
—¿Estás seguro de que no buscas mentirme? —preguntó Meliodas de mala gana.
—Para nada. Lo de Gelda fue algo de poco tiempo —respondió Zeldris cuando decidió encender el televisor. Cualquier cosa era mejor que su vida personal—. ¿Quieres contarme sobre el trabajo? Te escuchabas ocupado.
Meliodas detectó la evasión de Zeldris sobre el asunto de Gelda. Una parte de él quería seguir con el interrogatorio, pero ante la mención del trabajo, optó por hablar de ello.
—Mael es un dolor de cabeza —le dijo, deteniéndose mientras hojeaba la bolsa de galletas buscando una que no estuviera cubierta de migas—. Quiere que realice un proyecto autobiográfico por el décimo aniversario. Debo hacer eso o estoy afuera.
—¿Y es complicado? —preguntó Zeldris.
—Llevó cinco años en un área específica. ¿Por qué cambiar por capricho de otro? Es un ataque directo —explicó el rubio—. Quedarme donde estoy para no correr ningún peligro está bien —soltó un suspiro—. Creo que tomaré algún trabajo viejo de la universidad y ya.
—Eso está mal —marcó Zeldris y le lanzó una mirada molesta.
—¿Eh?
—¿Un trabajo viejo? Eres alguien con trayectoria y logros. No puedes rebajarte —anunció Zeldris un poco demasiado fuerte mientras volvía y recogía lo que había usado—. Deberías y eres capaz de hacer algo bueno.
El enojo inundó las expresiones de Meliodas.
—¿Y acaso sabes que podría hacer? Te recuerdo que la persona que quiso enfrentar a un gigante por una mujer que no valía la pena fuiste tú.
—Melascula había sido mi novia por casi dos años —recordó el hermano menor—. Además, ese idiota estaba con los regalos de mis estudiantes. No iba a dejarlo salirse con la suya.
—¿Regalos de estudiantes? Por favor, Zel —señaló Meliodas con agresividad. Cosas en la cocina sonaron contra el lavaplatos—. ¿Qué pasa?
—Saldré un poco. No soporto convivir con un idiota.
Zeldris se fue rápido y dejó un sonoro portazo al departamento. Meliodas optó por dejarlo irse, pero entró en pánico al recordar lo que había sufrido. Inquieto, decidió asomarse por el balcón y se sintió aliviado cuando notó que estaba a una pequeña plazoleta de la esquina.
—Maldita sea —murmuró Meliodas mirando al horizonte. No había nada—. Mamá, todo estaba bien. ¿Por qué tiene que cambiar?
