Capítulo 7
—Entonces, ¿quieres ser buena persona? —preguntó Elizabeth—. Pero ¿por qué recurriste a mí?
—Antes dijiste que era un idiota —advirtió Meliodas. Su voz, aunque sonaba tranquila, la chica delante de él sabía que estaba entrando en pánico—. Y, no lo sé, supongo que como ya sabes todo…
Elizabeth asintió, aunque no muy convencida. Estaban en un bar bastante oculto en el centro comercial donde Meliodas le había pedido reunirse para platicar después de que ella lo encontrara en ese estado vulnerable. El rubio se había abierto y relatado gran parte, por no decir toda, su vida. Desde su infancia cuando todavía Eirena estaba con vida, pasando por su trágica adolescencia y llegando a la actualidad: su nada motivada adultez.
En cualquier otra situación, Elizabeth se habría aterrorizado ante la petición de alguien que apenas conocía. ¿Pero Meliodas? Por algo que no sabría explicar, no sentía miedo, sino que disfrutaba de la idea de pasar tiempo con él, aunque todo fuera extraño. Sonriendo para sí misma, continuó mirando al redactor.
—Considero que deberías ver a un profesional —empezó—. Sin embargo, creo que puedo darte una mano para lo que piensas que es ser buena persona. Aunque no opino que estés tan mal.
—Entonces, acabas de mandarme con un psicólogo —lanzó Meliodas, las comisuras de su boca se levantaron en una sonrisa burlona—. ¿Consideras que estoy loco?
La chica frunció el ceño.
—Los psicólogos atienden a personas con problemas.
—Lo sé, lo siento. Solo bromeaba —objetó el rubio alzando sus manos a la defensiva. Luego se carcajeó, y aunque sonaba exasperado, había cariño en su voz cuando habló de nuevo—. Pero dijiste que no estaba tan mal.
—¿Eh?
—Antes dijiste que no estaba tan mal —continúo Meliodas, su voz era un ruido sordo que pareció tensar a Elizabeth—. Entonces dime, ¿qué opinas de mí?
Los ojos verdes de Meliodas brillaron peligrosamente. Se encontró con la de Elizabeth en una mirada que más provocó más de una tensión entre los dos. Ella dejó que un suspiro se deslizara fuera de su boca de repente antes de responder.
—Eres agradable —susurró Elizabeth, incapaz de evitar el rubor que llegó a sus mejillas cuando el redactor la observó—. Pero no siempre —agregó, antes de que pudiera corregirla—. A veces... a veces, eres de esta forma.
—¿Y cómo es "de esta forma"? —Meliodas nunca le quitó los ojos de encima, pero podía sentirlo moviendo su cuerpo hacia adelante con interés, una mano sujetando su taza de café con fuerza.
Elizabeth hizo una pausa por un momento y luego le dio un rápido asentimiento.
—De esta forma, idiota.
La comisura de la boca de Meliodas se movió de manera leve y desvió la mirada.
—Eres muy descarada cuanto quieres, Elizabeth.
—Y tú eres muy insistente —respondió ella de inmediato, luego sacó una gran mochila morada y la colocó sobre la mesa. El rubio la observó con confusión—. Lo siento, acabo de recordar una cosa.
Del interior de la mochila, apareció un cuaderno en el cual Elizabeth comenzó a escribir. De vez en cuando le hizo una mirada una o dos a Meliodas, para verificar que estuviera ahí. En un momento, se detuvo y puso una expresión de absoluta tristeza.
—¿Elizabeth…?
—No lo entiendo.
Meliodas frunció el ceño con impaciencia.
—Sé más clara.
—¡Dios mío, lo siento! —dijo Elizabeth arrastrando las palabras. Extendió su mano a través del cuaderno—. A veces tengo estos pensamientos sin sentido y suelo anotarlos. Guardo la esperanza de alguna vez entenderlos, pero…
—No puedes —Meliodas bajó la voz, pensando que la chica no podía oír, pero podía—. El proyecto —continuó, la amargura brotando en su tono—. No puedo crear nada.
Las manos de Elizabeth se cerraron en puños y parecía que estaba a punto de decir algo, pero tomó una respiración profunda, mientras se sentaba en posición vertical.
—Ambos tenemos un problema.
—Es cierto —espetó Meliodas, colocando su taza sobre el pequeño plato quieto y destrozando una galleta dulce con la mano—. Ni siquiera sé por dónde empezar. Es tan complicado.
—Sigues diciendo eso —ella se acercó y le puso una mano sobre la suya—. Prometo que te ayudaré.
Meliodas se carcajeó, incómodo.
—No puedes prometer eso.
—¿Quieres apostar? —parpadeó Elizabeth y luego se burló—. Quizás no tengo el conocimiento profesional, pero poseo la ventaja de que soy una desconocida que podría darte ideas. Todo esto mientras intentamos que seas menos idiota.
El rubio siseó, pero no retrocedió. Lo que le gustó incluso más porque ella no retrocedió. Le gustaba ese tipo de sensación agradable que venía acompañado de Elizabeth, era algo poderoso. No obstante, eso era diferente. Era algo más, algo profundo y reconfortante dentro de él.
—No tienes idea de lo que estás hablando. Pero como veo que eres insistente, aceptaré.
Elizabeth asintió y lo acabó mirando con satisfacción. Él le tomó la mano y la apretó, la confusión se reflejó en sus rasgos. Su mandíbula estaba tensa, pero cuando sus miradas se encontraron, ella lo pilló cauteloso, vacío de respuestas.
—Deberías empezar por disculparte con Ban.
El redactor se sobresaltó, lo que hizo que Elizabeth frunciera el ceño.
—Pero…
—Sí, idiota, es lo primero que debes hacer.
Meliodas suspiró. Sus labios se contrajeron con disgusto, pero dijo.
—Ban necesita conseguir un lugar para sus hermanos y él. En el complejo de departamentos donde vivo hay espacio disponible.
—¿Estás seguro?
—Ese departamento es el único con dos habitaciones —exclamó Meliodas, sin apartar los ojos de la chica—. Mi casero, Drole, no pondrá quejas si le explico la situación. Además, adora a los niños.
Una gran sonrisa apareció en el rostro de Elizabeth y, como consecuencia, el rubio también la copio.
—Bien entonces. ¡Debemos empezar!
Elizabeth comenzó a acomodar sus cosas con entusiasmo, ignorando que estaba siendo observada. Meliodas pensó que el momento compartido había sido cuanto menos, cautivador. El arte de poder comunicarse de forma tan sencilla que ella tenía le convenía, porque él mismo era complicado. No era una razón profunda, simplemente le encantaba, así de simple.
—Claro, vámonos —soltó Meliodas mientras pidió al camarero para pagar la cuenta.
Los próximos minutos pasaron y tanto Meliodas como Elizabeth se encontraron en un armonioso silencio de camino hacía el restaurante. El redactor comenzó a trabajar una disculpa competente, pero había un pequeño problema: no sabía cómo decirlo. Pasó los últimos minutos reflexionando sobre cómo hacerlo sin sonar fingido o forzado.
—Dios mío, Meliodas, ¿acaso nunca te has disculpado como se debería?
Meliodas soltó una pequeña carcajada nerviosa.
—Es que nunca me ha pasado de esta forma.
—Pero no hay necesidad de entrar en pánico. Estoy seguro de que podrás con esto.
El pecho del rubio se llenó de confianza por eso y luego sonrió.
—Oh. Muchas gracias, eh...
Entraron al restaurante. La cantidad de clientes era similar a cuando Meliodas y Zeldris habían estado un par de horas atrás. Unas cuantas parejas, una mujer con su hija, un hombre con un periódico. El redactor hizo una mueca al pensar en lo desagradable que debió haber sido para los clientes cuando estuvo quejándose a viva voz. Rogó para que nadie de esas personas estuviera para atestiguar su regreso.
Elizabeth le dio un golpe en el brazo y le hizo un gesto, rompiendo el hilo de sus pensamientos.
—¿Estás preparado? —le preguntó.
—Probablemente —Meliodas se encogió de hombros.
La chica captó su mirada y lo arrastró en busca de Ban, siempre actuando como su último empujón. Sacudió la cabeza hacia arriba cuando encontró al camarero y le devolvió la sonrisa.
—Ahora es tu turno —indicó y, una vez que tocó el hombro de Ban, retrocedió para dejar a Meliodas por su cuenta.
El camarero se volvió para caminar en su dirección antes de mostrar un rostro de resentimiento por la presencia. Soltó un bufido y se dio la vuelta, tirando un trapo sobre su hombro hasta que sintió el llamado de Meliodas.
—¿Qué demonios quieres? —cuestionó de manera despectiva—. ¿Vas a seguir con las burlas?
Meliodas respiro con fuerza. Ban seguía muy enfadado con él, y lo entendía.
—No. Vine a disculparme.
Ban parpadeó y señaló al rubio con un dedo.
—Sí, claro. Y yo soy inmortal.
El redactor hizo todo lo posible por mantener la calma. El tipo no parecía haberse dado cuenta de que era sincero con sus palabras, o quizás no creía que alguien como él podría disculparse.
«La percepción que los demás tengan de ti no debe importar, pero a veces, es cosa de uno también ver si provoca algo para que todos se alejen».
—¿Acaso supones que no puedo disculparme? —preguntó Meliodas, metiéndose en un terreno que desconocía: él mismo. La cabeza de Ban se movió ante su oración. Estaba captando su atención—. No estoy bien. ¡Y lo lamento! No me di cuenta de que había sonado como un idiota.
Mientras lo hacía, Ban se cruzó de brazos y lo examinó con bastante seriedad.
—¿Solo como un idiota?
—Yo, eh, dejé que temas personales se mezclaran —dijo el rubio, avergonzado, y se señaló a sí mismo con dolor—. No solamente soy un idiota, también un egocéntrico al creerme la gran cosa. Y ni decir cómo discrimine.
Elizabeth, en absoluto silencio, observó mientras sentía como Meliodas pasaba por una y mil emociones ante el juicio sin palabras del camarero. Entonces, el otro chico extendió su mano, abriéndose.
—Bueno —sonrió Ban—. Supongo que no eres tan idiota.
Meliodas estrechó la mano con un pequeño asentimiento, riendo un poco.
—Gracias por aceptar mis disculpas —sonrió—. Y por asegurarme de que no soy tan idiota.
El tipo exhaló una risita, arrugando la nariz.
—Reconociste tu problema —marcó Ban. Sus ojos se abrieron un poco cuando vio a la chica detrás de Meliodas, dándose cuenta de que se había mantenido callada todo el tiempo—. ¿Ella es tu novia?
El redactor parpadeó y no dijo nada, antes de que se diera cuenta de que Ban había insinuado que Elizabeth era su pareja. Tarareó por un segundo para responder.
—Es solo una conocida.
—Lo siento, parece demasiado cercana a ti —alegó el camarero.
—¡No, para nada! En realidad, está para ayudarme —Meliodas se encogió de miedo y repitió la frase—. Esta para ayudarme.
—Sí, digamos que soy una especie de instructora para que sea buena persona —contestó Elizabeth. En todo ese intercambio, se había mantenido sin decir nada mientras combatía con una explosión de emociones en su interior—. Por cierto, Meliodas. ¿No deberías decirle…?
El chico asintió con entusiasmo.
—Claro —respondió—. Escúchame, Ban. Sé que andas buscando un lugar para vivir con tus hermanos —y se frenó, esperando la reacción del camarero—. Hay un sitio en el mismo complejo departamental donde vivo. Si hablo con mi casero, podrías mudarte pronto.
Ban se quedó callado e inclinó la cabeza hacia arriba para ver un punto aleatorio. No había esperado escuchar esa noticia, estaba impresionado.
—No te preocupes. No estoy mintiendo —aseguró Meliodas, haciendo un gesto a Elizabeth para que lo apoyara. Ella asintió, pero seguía entrecerrando los ojos en dirección a Ban—. Entiendo que no confíes en mí, pero…
—Está bien.
—¿Eh?
—Está bien, lo aceptó. Me gusta tu idea —manifestó Ban con los labios curvados en una amplia sonrisa—. Solo espero que tu hermano esté preparado para tener a dos estudiantes cerca.
—No te preocupes. Un par de estudiantes no se comparan con una antigua novia panadera.
—¿Novia panadera? —preguntó Elizabeth con una ceja levantada.
Meliodas se encogió de hombros y sonrió.
—Supongo que también puedo contarte sobre eso.
