Capítulo 9
Algunos días en la vida de Elizabeth Liones eran ordinarios. Levantarse y alistarse, compartir un tiempo con su padre en el desayuno antes de que cada uno fuera a su trabajo. Luego, venía algunas horas en la guardería y el día terminaba con una maratón de series o solo descansar.
No había planes particulares ni nada diferente a lo planeado.
Algunos días eran así. Hasta que un momento pudo cambiarlo todo.
—Entonces… ¿me estás invitando a salir?
—Bueno, si lo pones de ese modo —dijo Meliodas y se quedó helado. Se detuvo antes de soltar cualquier idiotez—. Sí, supongo que sí.
El corazón de Elizabeth latía rápido al darse cuenta de que la conversación se había vuelto íntima.
—No estoy segura —la voz de Elizabeth era diferente, nunca se había escuchado tan vacilante.
—¿No estás segura? Acabas de decir que te estaba invitando a salir —el tono de Meliodas era molesto—. Escucha, sí dices que no, lo entenderé.
—¡No, lo captaste mal! —aclaró ella. Levantó sus manos con desesperación—. Sí entendí que estabas invitándome. Es solo que no estoy segura si es lo correcto.
El redactor movió sus labios entreabiertos, tratando de decir algo que no sabía cómo y no podía contener un suspiro por más tiempo.
—No intentes jugarme una broma, Elizabeth —Meliodas sacudió la cabeza con desaprobación.
—Pero, Mel…
—¿Eli? Maldición, nada más quería hacer una broma —la calmó—. Creo que mi falta de experiencia es probablemente responsable de que sea tan difícil pedir una cita.
—¡Bueno, tu falta de experiencia en este momento no está ayudando! —lanzó Elizabeth y le dio un puñetazo en el brazo. El rubio se quejó de forma sonora—. Iré contigo, ¿sí? Pero quiero saber el porqué.
—¿Qué? —Meliodas trató de mantener el carácter—. Es solo una salida.
Los ojos de Elizabeth se clavaron en él con insistencia, no estaba seguro si era su intención asustarlo, pero de alguna manera se sentía atemorizado por su mirada.
—De acuerdo —expresó Meliodas. Tragó saliva, tomando un pequeño respiro y respondiendo—. Drole y Gloxinia saldrán en una cita. Mi casero me obliga a ir.
Elizabeth se quedó sin palabras, sus suaves ojos celestes contemplando el rostro nervioso de Meliodas Daemon. Volvió a mirar su bebida, mordiéndose el labio inferior y haciendo todo lo posible por ignorar el pequeño estremecimiento en su interior.
—¿Y dónde se supone que iremos? —preguntó, sacando algo de su mente para no quedar en la incomodidad del silencio.
—La verdad —indicó el rubio, con las manos sobre su bebida y un ligero pánico que lo atravesaba—. Drole habló de un restaurante de pastas un poco alejado de la zona céntrica. Prefiere lugares no tan concurridos.
—Maravilloso —aseguró Elizabeth, todo el tiempo tratando de no sonrojarse al verlo—. ¿Cuándo es?
—El domingo en la tarde. Mañana le daré una mano a Ban con la mudanza —dijo Meliodas, quien a pesar de sus ojos cansados parecía estar entusiasmado con la idea—. Parece que el asunto de sus hermanos está por resolverse.
La empleada de la guardería no respondió de inmediato cuando escuchó la última frase. Su boca se abrió y emitió un sonido un poco vago, y luego chasqueó los labios.
—¿Qué sucedió? —cuestionó con preocupación, colocando su mano en su pecho y dejando escapar un suspiro profundo.
—Un problema con la pareja de la madre. Golpeó a uno de los niños —le contó Meliodas, abriendo y cerrando la mandíbula, como si estuviera conteniendo alguna emoción—. Además, mi hermano encontró mucha evidencia en un teléfono. No solo de violencia, también de cosas más pesadas.
Elizabeth se mordió el labio para no entristecerse de la angustiada situación. Eso no iba a ser nada bueno.
—Es terrible. No soportó estas cosas.
—Tampoco yo. Me recuerdan a lo que pasé con mi padre —susurró el redactor, excepto que no era un susurro.
—Meliodas…
—Ese desgraciado —repitió, con los ojos llorosos—. Entiendo por qué Zeldris se convirtió en maestro, pero…—apretó la mano que Elizabeth le había extendido y dejó escapar un respiro agudo y prolongado de dolor.
—¿Crees que puedan hacerle algo?
—Zeldris es obstinado e impaciente. Cuando recién se mudó conmigo, discutimos cuando le pregunté por Gelda —resopló él y estaba seguro de que se habría cruzado de brazos si no estuviera tomando la mano de Elizabeth—. Fue mi culpa presionarlo, pero quería saber. Antes peleó por una novia contra un tipo que era el doble de su tamaño. Simplemente yo…
—Quieres protegerlo —señaló ella, viendo todo su rostro removido por las emociones—. Meliodas, eso es muy noble. Pero opino que deberías hablar con Zeldris sobre cómo te sientes. Es tu único pariente, ¿no?
—Es todo lo que me queda —le confesó y las lágrimas brotaron de sus ojos—. No quiero que sea menos el apoyo del viejo Gowther y su familia. Pero Zel es mi hermanito.
—Oye —expresó Elizabeth, inclinándose más cerca—. Está bien. No te juzgaré.
Meliodas sollozó, su boca temblorosa. Sabía que las conversaciones así podían emocionarlo, pero, aun así, no quería.
—Yo solo quise decir que ese obsesionado con el arte me importa.
Y de esa manera su estado de ánimo se elevó, soltando una risa.
—¡Porque eres algo bueno, después de todo! —declaró la chica, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
—Sabes que eso demuestra que no soy tan idiota, ¿verdad? —preguntó Meliodas con un poco de diversión. Elizabeth extendió la mano y cubrió su palma, la que estaba sosteniendo. Sabía que en realidad debía alejarse. Pero lo que estaba sintiendo le decía lo contrario—. Elizabeth…
—¿Sí? —canturreó ella, su boca se abrió y sus ojos se cerraron.
—Está sonando tu teléfono.
Su boca se abrió de nuevo, horrorizada.
—¡Dios, tengo que atender! —señaló, alterada una vez más—. ¡Encima es mi padre! Espero que no se enfade.
—Atiende. Te esperaré —dijo Meliodas, incapaz de contener la risa en su voz, notando que ella todavía estaba agarrando su mano—. Esto es muy lindo de tu parte.
Lindo. Ella era linda. Eso estaba bien, se permitía pensar en eso. Era un hombre con ojos y buena apreciación, después de todo.
—¡Oye! —soltó Elizabeth y apartó su mano, solo un poco burlón—. ¡No soy linda!
El rubio se carcajeó, apartó la mano y agitó el dedo índice frente a su cara antes de golpearlo en la nariz.
—Atiende ese teléfono, ¿quieres?
Elizabeth gruñó ante el juego de Meliodas, sin embargo, tenía razón. Se levantó de la mesa y fue hacia la zona del baño con el teléfono sonando nuevamente después de una segunda llamada perdida. Cuando volvió a aparecer la imagen de su padre en la pantalla, atendió.
—¿Elizabeth? Te he estado llamando.
—¡Papá, lo lamento! Estaba con alguien —le explicó, bajando la voz como si fuera un secreto, mirando alrededor como si estuviera comprobando que nadie la había escuchado.
—Bueno —dijo su padre desde el otro lado de la línea—. No esperaba eso.
—¡No! —expresó ella, nerviosa—. ¡Pero no es en la forma que piensas!
—No tienes que darme explicaciones. Tienes veintinueve años y eres responsable de tu vida.
—Lo sé. Pero no es nada serio —declaró, con un asentimiento. Sin embargo, algo vaciló dentro de su ser—. Al menos, eso creo.
Se escuchó una especie de profundo suspiro desde el otro lado. Elizabeth se arrepintió de su pequeño momento de dudas, sabía lo que le esperaba.
—Solo quiero que estés bien, ¿de acuerdo? Hay días en que me preocupó mucho por ti.
Ella asintió con firmeza, aunque su padre no pudiera verla, su flequillo rebotando, como si eso fuera todo lo que había que decir al respecto.
—Lo sé, padre. Estaré bien —afirmó antes de que pudiera detenerse. No debería permitirse la fantasía, pero, aun así—. Meliodas es muy diferente a Mael.
Zeldris no tenía ni idea de cómo algunos de sus compañeros se las arreglaban para trabajar y lucir increíbles después. Mientras que él, al final de cada jornada, parecía de todo menos un maestro de primaria.
Eso no era un tema de preocupación para él. Pero ahora, después de su tercer parpadeo y movimiento de cabeza para asegurarse de lo que estaba viendo y que no estaba alucinando, no se podía negar que le gustaría darse una ducha rápida.
Gelda había ido a buscarlo al trabajo.
—¡Qué sorpresa! —silbó, agarrando sus cosas de la forma más ordenada. Incluso, intentó ordenar su cabello de manera que no quedará horrible.
—¡Zeldris, ven aquí! —dijo Gelda. Abrió la puerta del acompañante y le indicó que entrara.
—Hola —dijo Zeldris, mirando y tomándose un momento antes de que su boca se abriera en una amplia sonrisa—. Muchísimas gracias por venir por mí. No debiste.
—¡Oh, por favor! Era lo menos que podía hacer por ti —se defendió. Gelda le colocó el cinturón a Zeldris y dejó que la puerta se cerrará antes de que le ofreciera una botella con agua—. Toma. Supongo que no tienes nada en el estómago desde el almuerzo.
—Efectivamente —admitió el maestro, incluso cuando se ganó una mirada de reproche—. No ha sido fácil reprogramar la feria. Algunos padres están molestos.
—Esos padres no saben que estás como testigo de un juicio.
—Lo sé, lo sé —protestó Zeldris y suspiro. Cayó contra el respaldo del asiento con el peso de todo—. Estoy muy cansado.
Los ojos de Gelda se abrieron, mirando hacia el costado para encontrar, de hecho, a un Zeldris mucho más agotado de lo que parecía. Se inclinó hacia él y susurró.
—Lo siento, cariño. El juicio ya se está moviendo y pronto esos niños estarán con su hermano.
Zeldris arqueó una ceja y ni siquiera se molestó en ocultar su sonrisa.
—¿Cariño? —le preguntó, su tono un tanto sorprendido—. Han pasado años desde que me llamaste de esa forma.
—Eh, yo —balbuceó Gelda. Sus ojos la habían encontrado de inmediato, notando cuán intensos estaban los ojos de Zeldris de todo los demás. Se preguntó si eso era una desventaja para ella, dado que estaba sintiéndose nerviosa—. Ni siquiera había estado pensando.
—¿No lo hiciste?
—No, para nada —dijo. Pero se carcajeó antes de volverse hacia Zeldris, dejando su propia confusión de lado—. ¿Acaso te molesta…?
El joven de cabello negro arrugó la nariz y entrecerró los ojos.
—No —expresó Zeldris, encogiéndose de hombros—. ¡No me importa que lo hagas!
Era una buena señal, pero un posible malentendido podría arruinar sus esfuerzos si no aclaraba su relación con Gelda. Consideró por un momento ser un idiota e inclinarse hacia ella para besarla, dejando de lado cualquier sentido. Pero una vez más, hizo retroceder su instinto de actuar.
—Gelda, oye…—continuó, ya sea sin leer sus emociones o simplemente ignorándose—. Después de que todo esto termine, ¿te gustaría salir?
Gelda pudo ver la mirada alterada en el rostro de Zeldris, pero no se apartó.
—¿De qué tipo de salida estamos hablando? —le preguntó, con un movimiento de cabeza—. Ya sabes, ha pasado tiempo desde que estuvimos involucrados —y agregó, con voz provocativa—. No es algo posible de olvidar.
El maestro se quedó mirando, boquiabierto. Su corazón latía con fuerza ante el coqueteo descarado.
—Oh, vamos —señaló Zeldris, en un tono muy pretencioso—. Después de haber pasado una noche en un balcón de Edimburgo. Puedes saber a dónde va esto —sonrió con una sonrisa que ponía los pelos de punta.
Y justo cuando parecía que estaba a un segundo de recuperar el control, escuchó un clic y algo acercándose a él.
Gelda lo estaba besando.
