LIBRO 1. LA OSCURIDAD INTERIOR
CAPÍTULO 1
Hermano
Ocho años de veneno y asesinato y mierda.
Ocho años de sangre y sudor y muerte.
Ocho años.
Había caído desde muy alto, con su hermano pequeño en brazos, los dedos aún pegajosos y rojos. La luz de los tres soles en lo alto, ardiente y cegadora. Las aguas del estadio inundado por debajo, carmesíes de sangre. La turba aullando, perpleja y enfurecida por el asesinato de su sumo cardenal, de su amado cónsul, ambos a manos de su venerada campeona. Los juegos más grandiosos en la historia de Tumba de Dioses habían concluido con los asesinatos más audaces en la historia de la república entera. El estadio era un caos. Pero entre todo ello, entre los chillidos, los rugidos y la ira, Lexa Wood solo había conocido el triunfo.
Después de ocho años.
Ocho putos años.
«Madre. Padre. Lo he hecho. Los he matado por vosotros».
Había dado fuerte contra el agua, la visión y el sonido del estadio de Tumba de Dioses engullidos al zambullirse bajo la superficie. Sal ardiéndole en los ojos. Aire ardiéndole en los pulmones. La multitud todavía rugiendo en sus oídos. Su hermano pequeño, Aden, forcejeaba, daba puñetazos, se retorcía en sus brazos como un pez fuera del agua. Lexa sintió las serpenteantes sombras de los dracos de tormenta, nadando hacia ella por la turbia penumbra. Sonrisas de cuchilla y ojos muertos. La veroluz refulgía, hasta bajo la superficie del agua. Pero incluso con aquellos tres espantosos soles en el firmamento, incluso con toda la furia de Aquel que Todo lo Ve cayendo a chorro, la sombra de la propia Lexa la acompañaba. Lo bastante oscura para cuatro ya. Lexa propagó su mente hacia la sangradera en el suelo del estadio, la amplia boca del caño desde la que fluía toda aquella sal y toda aquella agua, y
dio un paso
a las
sombras
de su interior.
Hacerlo la dejó mareada y enferma, sintiendo aún la cegadora luz de los soles en lo alto del cielo. Lexa se hundió como una piedra, lastrada por su armadura de hierro negro y empapadas alas de halcón. Llevó a Aden consigo hacia abajo hasta dar contra el fondo del caño con un cloc apagado. Tenía solo unos instantes, solo el aliento que llevaba en los pulmones. Y no había planeado tener en brazos a un niño peleón mientras hacía aquello. Se arrastró a sí misma y al chico por la tubería hasta encontrar una bolsa de aire en la válvula de presión, como le había prometido Clarke. Sacó la cabeza dando un áspero respingo e izó a su hermano junto a ella. En sus brazos, el chico escupió, gimoteó, se retorció, intentó arañarle la cara.
—¡Suéltame, sierva! —gritó.
—¡Para! —resopló Lexa.
—¡Quítame las manos de encima!
—¡Aden, para, por favor!
Levantó al chico envolviéndolo, apretándole los brazos contra el costado para que dejara de dar puñetazos. Los gritos de Aden resonaron en la tubería por encima de ellos. Lexa forcejeó con las hebillas y las correas de su armadura usando la mano libre y fue quitándose las piezas una tras otra. Dejó caer la piel de los gladiatii, de la asesina, de la hija de la venganza, se quitó esos ocho años de encima de los huesos. Había merecido la pena. Todo. Jaha, muerto. Azgeda, muerto. Y Aden, su sangre, el bebé al que había creído perdido hacía mucho tiempo y enterrado en su tumba…
«Mi hermano pequeño vive».
El chico pateó, se revolvió, mordió. No hubo lágrimas por su padre asesinado, solo ira, titilante y roja. Lexa había creído muerto al niño hacía años, tragado en el interior de la Piedra Filosofal junto con su madre y los últimos atisbos de su esperanza. Pero si le hubiera quedado algún asomo de duda respecto a la sangre Wood del chico, respecto a que pudiera ser hijo de la madre de Lexa, la violenta cólera que estaba mostrando las pasó todas por la espada.
—¡Aden, escúchame!
—¡Me llamo Lucio! —chilló él, y su voz resonó en el hierro.
—¡Entonces escúchame, Lucio!
—¡Ni hablar! —gritó el chico—. ¡Tú has matado a mi padre! ¡Lo has matado!
La compasión afloró en Lexa, pero apretó la mandíbula, endureció el corazón contra ella.
—Lo siento, Aden, pero tu padre… —Negó con la cabeza, respiró hondo—. Escucha, tenemos que salir de esta cañería antes de que empiecen a vaciar de agua el estadio. Los dracos de tormenta volverán por aquí, ¿lo entiendes?
—¡Pues que vengan, y ojalá se te coman!
—… VAYA, ME CAE BIEN…
—… ¿por qué no me sorprende?…
El chico se volvió hacia las formas oscuras que estaban materializándose en la pared junto a ellos mientras el aire a su alrededor se enfriaba. Un gato hecho de sombras y una loba del mismo material, mirándolo con sus no-ojos. La cola de Don Majo se sacudió de un lado a otro mientras observaba al niño. Eclipse se limitó a ladear la cabeza, estremeciéndose un poco. Aden se quedó callado un momento, y sus ojos oscuros y muy abiertos miraron primero a los pasajeros de Lexa y luego a la chica que los llevaba.
—Tú también los oyes —susurró.
—Soy como tú —respondió Lexa asintiendo—. Somos lo mismo.
El chico se la quedó mirando, quizá sintiendo el mismo mareo, la misma hambre, el mismo anhelo que ella. Lexa le devolvió la mirada con lágrimas brotando de los ojos. Tantos kilómetros, tantos años…
—Tú no me recuerdas —susurró con voz entrecortada—. Eras solo un bebé cuando se te llevaron. Pero yo sí te recuerdo a ti.
Por un instante, casi se vio superada. Lágrimas en las pestañas y un sollozo atorado en la garganta. Recordando al bebé envuelto en paños sobre la cama de su madre, el giro en el que había muerto su padre. Mirándola con aquellos ojos grandes y oscuros. Lexa envidiándole que fuese demasiado pequeño para saber que la vida de su padre había terminado y, con ella, todo su mundo.
«Pero no era el padre de Aden, ¿verdad?».
Lexa negó con la cabeza, parpadeó para contener las odiosas lágrimas.
«Oh, madre, ¿cómo pudiste…?».
Mirando al chico en esos momentos, apenas podía hablar. Apenas pudo obligar a sus mandíbulas a moverse, a sus pulmones a respirar, a sus labios a componer las palabras que le ardían en el pecho. El niño tenía los mismos ojos verdes que ella, el mismo cabello negro como la tinta. Lexa vio a su madre en él con tanta claridad que fue como mirar en un espejo. Pero además de la ella que había en él, también vio algo en la forma de la naricilla de Aden, en la línea de sus mofletes de cachorro, que…
Lexa lo vio a él.
A Azgeda.
—Me llamo Lexa —logró decir por fin—. Soy tu hermana.
—Yo no tengo ninguna hermana —escupió el chico.
—Ade… —Lexa se detuvo a tiempo. Se lamió los labios y notó la sal—. Lucio, tenemos que irnos. Te lo explicaré todo, lo juro. Pero estar aquí es peligroso.
—… TODO SALDRÁ BIEN, NIÑO…
—… respira con calma…
Lexa vio cómo sus daimones se deslizaban a la sombra del chico y empezaban a comerse su miedo como habían hecho siempre con ella. Pero aunque el pánico en los ojos del niño remitió, la ira no hizo más que arreciar, y los músculos tensos de sus pequeños brazos de pronto apretaron contra los de ella. El chico forcejeó y se sacudió de nuevo, liberó una mano y lanzó un arañazo a la cara de Lexa.
—¡Suéltame! —gritó.
Lexa siseó mientras el pulgar del chico encontraba su ojo y apartó la cabeza con un rugido.
—¡Que pares! —restalló, al borde de perder los estribos.
—¡Que me sueltes!
—¡Si no vas a quedarte quieto, no te dejaré más remedio!
Lexa empujó al chico con fuerza contra la tubería y apretó para impedir que se zafara mientras él pataleaba y escupía. Podía comprender su rabia, pero no tenía tiempo que perder con sentimientos heridos en esos momentos. Usó la mano libre para trastear con las hebillas que le quedaban de la armadura y sacó las largas correas de cuero que sujetaban el peto y el espaldarcete, dejándolos caer ambos al suelo de la válvula. Se dejó puestas las botas, la falda de cuero tachonado y la túnica harapienta y ensangrentada que llevaba debajo. Y usando las correas, una para las muñecas y otra para los tobillos, ató a su hermano como un cerdo para la matanza.
—¡He dicho que me flll-dsss jjmmmm!
Las protestas de Aden cesaron cuando Lexa le ató otra correa de cuero sobre la boca. Luego dio la vuelta al chico, lo sujetó fuerte y lo miró a los ojos con dureza.
—Tenemos que bucear —dijo—. Yo en tu lugar no desperdiciaría el aliento gritando.
Unos ojos oscuros fijos en los de ella, centelleantes de odio. Pero el chico parecía tener el suficiente sentido común para obedecer, y por fin se llevó una profunda bocanada de aire a los pulmones. Lexa los hundió a ambos bajo la superficie y buceó con todas sus fuerzas. Emergieron en un agua de color zafiro, media hora después, al sonido de un repicar de campanas. Con Aden en sus brazos, Lexa había atravesado buceando los enormes tanques de almacenamiento que había bajo el estadio, había recorrido la resonante oscuridad de las cañerías de salida mekkénicas respirando allí donde podía y por fin había llegado al mar un poco al norte del puerto del Brazo de la Espada. Su hermano no había dejado de mirarla iracundo en todo ese tiempo, atado de pies y manos y boca. Lexa lamentaba haber tenido que atar a alguien de su propia sangre como un cordero en primavera, pero no se le ocurría nada más que pudiera haber hecho con él. Desde luego, no iba a dejarlo allá arriba, en el podio del vencedor, mientras se enfriaban los cadáveres del padre del chico y de Jaha. Nunca podría haberlo dejado atrás. Pero no había nada en todos los planes que había hecho con Clarke y Gustus que incluyera tener que lidiar con un niño de nueve años tras asesinar a su padre delante de sus narices.
«Su padre».
La idea oscilaba tras los ojos de Lexa, demasiado oscura y pesada para contemplarla mucho tiempo. Lexa la apartó de su mente y se concentró en llevarlos a aguas más someras. Clarke y Gustus estarían esperándola a bordo de una veloz galera llamada el Canto de Sirena, amarrada en el Brazo de la Espada. Cuanto antes se marcharan de Tumba de Dioses, mejor. La voz del asesinato de Azgeda ya estaría corriendo por la ciudad y, si la Iglesia Roja aún no lo sabía, tardaría poco en averiguar que su cliente más rico y poderoso estaba muerto. Sobre la cabeza de Lexa estaba a punto de empezar a caer toda una tormenta de cuchillos y de mierda. Mientras nadaba hacia los muelles del Brazo de la Espada, vio que tras ellos las calles de la urbe estaban sumidas en el caos. Las catedrales tocaban a difuntos a lo largo y ancho de la Ciudad de los Puentes y los Huesos. La gente salía en tropel de tabernas y viviendas, desconcertada, enfurecida, aterrorizada a medida que el rumor de la muerte de Azgeda se iba desenroscando por la ciudad como sangre en el agua. Había legionarios por todas partes, a juzgar por el brillo de las armaduras bajo aquella horrible luz de los soles. Con tanto ajetreo y escándalo, muy pocos repararon en la esclava herida y agotada que chapoteaba despacio hacia la orilla con un niño atado en brazos. Lexa se internó con cautela entre las góndolas y los botes que cabeceaban en los embarcaderos del Brazo de la Espada hasta llegar a la sombra bajo una larga pasarela de madera.
—Voy a ocultarnos un momento —murmuró a su hermano—. Pasarás un rato sin poder ver, pero necesito que seas valiente.
El chico se limitó a fulminarla con la mirada tras unos rizos oscuros. Lexa extendió los dedos y echó el manto de sombras sobre sus hombros y los de Aden. Le costó muchísimo, con la veroluz fulgurando en las alturas, con la luz de los soles abrasadora y brillante. Pero, aunque sus pasajeros estaban con su hermano en esos momentos, la sombra que proyectaba Lexa era el doble de oscura que antes de la muerte de Furiano. Su control sobre la penumbra parecía más fuerte. Más estrecho. Más íntimo. Recordó la visión que había tenido al acabar con el Invicto ante una multitud que la adoraba. El cielo sobre su cabeza, no resplandeciente y cegador, sino negro como el carbón e inundado de estrellas. Y brillando en las alturas, un orbe blanquecino y perfecto.
Casi como un sol, solo que… no.
«LOS MUCHOS FUERON UNOS. Y LO SERÁN DE NUEVO».
O al menos, eso había dicho la voz que oyó. Evocando en su mente el mensaje de aquel espectro deshogarado con las hojas de hueso de tumba que le había salvado la vida en la necrópolis de Galante. Lexa no sabía lo que significaba. Nunca había tenido un mentor que le enseñara lo que implicaba ser tenebra. Nunca había encontrado solución al acertijo de qué era ella. No lo sabía. No podía saberlo. Pero sí sabía algo, con tanta certeza como conocía su propio nombre: que, desde el instante en que Furiano había muerto por su mano, una fuerza inusitada corría por sus venas.
De algún modo, era… más.
El mundo se sumió en una borrosa negrura cuando se cubrió con la capa de sombras, y su hermano y ella pasaron a ser tenues manchas en las acuarelas del mundo. Aden entrecerró los ojos en la penumbra bajo el manto de Lexa, mirándola con ojos suspicaces, pero al menos sus forcejeos habían cesado de momento. Lexa siguió las instrucciones susurradas que le iban dando Don Majo y Eclipse y ascendió despacio por una escalera de mano cubierta de percebes hasta el muelle en sí, con Aden bajo un brazo. Y allí, a la sombra de una trainera de poco calado, se sentó a esperar, con las piernas cruzadas, empapada, rodeando a su hermano con los brazos. Don Majo cobró forma en la sombra a los pies de Aden, lamiéndose una zarpa traslúcida. Eclipse se separó de la sombra del chico, una silueta negra en el casco de la trainera.
—… VOLVERÉ… —gruñó la no-loba.
—… te echaremos de menos… —bostezó el no-gato.
—… ¿ECHARÁS TANTO DE MENOS LA LENGUA CUANDO TE LA ARRANQUE DE LA CABEZA?…
—Ya basta, los dos —siseó Lexa—. Sé rápida, Eclipse.
—… COMO DESEES…
La loba-sombra se estremeció y se marchó, correteando por las grietas en los tablones del embarcadero y luego por la muralla del puerto.
—… cómo odio a esa chucha… —suspiró Don Majo.
—Sí, lo habías mencionado —murmuró Lexa—. Como unas mil veces ya.
—… ¿seguro que no son más?…
A pesar de lo fatigada que estaba, Lexa retorció los labios en una sonrisa. Don Majo siguió con sus inútiles abluciones y Lexa se quedó sentada acunando a su hermano durante largos minutos, los músculos doloridos, el agua salada haciendo que le picaran los cortes mientras los soles ardían en el cielo. Estaba exhausta, apaleada, sangrando por una docena de heridas tras su calvario en el estadio. La adrenalina de la victoria estaba desvaneciéndose, dejando a su paso una fatiga abrumadora. Ese mismo giro había librado dos grandes batallas, había ayudado a sus compañeros gladiatii del collegium de Titus a escapar de su cautiverio, había matado a decenas de personas, entre ellas Jaha y Azgeda, se había alzado con la victoria en los mayores juegos de la historia de la república, había visto cómo todos sus planes daban fruto. Pero un vacío iba apoderándose de ella poco a poco, desplazando su euforia. Un agotamiento que hacía que le temblaran las manos. Quería una cama mullida y un cigarrillo y saborear un poco de vino dorado Albari en los labios de Clarke. Sentir cómo entrechocaban sus huesos y luego dormir mil años. Pero se dio cuenta de que, por debajo de todo aquello, por debajo del anhelo y la fatiga y el dolor, al bajar la mirada hacia su hermano tenía…
Hambre.
Era algo parecido a lo que había sentido en presencia de Kane. En presencia de Furiano. Lo había sentido al ver por primera vez al chico a hombros de su padre en el podio de la victoria. Lo sentía al mirarlo en esos momentos, el ansia de un rompecabezas buscando una pieza de sí mismo.
«Pero ¿qué significa? —se preguntó—. ¿Y sentirá Aden lo mismo?».
—… tengo un mal presentimiento, Lexa…
El susurro de Don Majo arrancó los ojos de Lexa de la nuca de su hermano. El gato-sombra había dejado de fingir que se limpiaba la pata y estaba mirando la Ciudad de los Puentes y los Huesos desde dentro de la sombra de Aden.
—¿De qué debería tener miedo? —murmuró—. La misión está cumplida. Y tampoco hay nada que se haya ido demasiado a tomar por culo.
—… ¿qué tendrá que ver lo que entre o salga de un esfínter?…
—Dijo quien nunca ha usado el suyo.
Don Majo echó una mirada al chico cuyo miedo estaba devorando.
—… parece que tenemos cierto equipaje inesperado…
Aden farfulló algo ininteligible bajo la mordaza. Lexa no dudaba que intentaba transmitir un sentimiento poco halagador, pero mantuvo la mirada en el gato-sombra.
—Te preocupas demasiado —le dijo.
—… tú demasiado poco…
—¿Y quién tiene la culpa de eso? Eres tú quien se come mis miedos.
El daimón ladeó la cabeza, pero no respondió. Lexa esperó en silencio, contemplando la ciudad al otro lado de su velo de sombras. Los sonidos de la capital llegaban amortiguados bajo su capa, los colores poco más que blanco apagado y borrones de terracota. Pero, aun así, alcanzaba a oír campanas tañendo, pies a la carrera, gritos de pánico en la lejanía.
—¡Han matado al cónsul y al cardenal!
—¡Asesina! —llegó el grito—. ¡Asesina!
Lexa bajó los ojos hacia Aden y vio que el niño la miraba con evidente malevolencia. Supo lo que estaba pensando, tan claro como si lo hubiera dicho en voz alta.
«Tú has matado a mi padre».
—Encarceló a nuestra madre, Aden —le explicó Lexa al chico—. La dejó morir sufriendo en la Piedra Filosofal. Mató a mi padre y a centenares de otros. ¿No lo recuerdas en el podio de la victoria, arrojándote hacia mí para salvar su propia piel de desgraciado? —Negó con la cabeza y suspiró—. Lo siento. Sé que es difícil de entender, pero Roan Azgeda era un monstruo.
El chico se revolvió de repente, violento, y le dio un cabezazo en la barbilla. Lexa se mordió la lengua, renegó, apresó a su hermano y lo contuvo con fuerza mientras él se lanzaba a otra ronda de forcejeos. Tiró de las correas empapadas, magullándose la piel en sus intentos de liberarse. Pero, por muy furioso que estuviera, no dejaba de ser un niño de nueve años. Lexa se limitó a retenerlo hasta que se le acabaron las fuerzas, hasta que murieron sus gritos apagados, hasta que por fin se quedó flácido con un tenue sollozo de furia. Tragándose la sangre de la boca, Lexa lo envolvió con sus brazos.
—Lo entenderás algún giro —musitó—. Te quiero, Aden.
El chico se tensó una vez más y luego se quedó quieto. En el incómodo silencio de después, Lexa sintió un gélido escalofrío en la columna vertebral. Se le puso la carne de gallina y su sombra se volvió más oscura mientras oía un gruñido grave procedente de los tablones bajo sus pies.
—… NO ESTÁN ALLÍ… —informó Eclipse.
Lexa parpadeó mientras el estómago se le revolvía un poco a la izquierda. Entornó los ojos y miró a través del fulgor hacia el borrón fangoso del Canto de Sirena, que se mecía amarrado unos pocos embarcaderos más allá.
—¿Estás segura? —preguntó.
—… HE BUSCADO DE PROA A POPA. GUSTUS Y CLARKE NO ESTÁN A BORDO…
Lexa tragó saliva, notando la lengua muy salada. El plan consistía en que Clarke y el viejo maestro de Lexa se reunieran en la capilla de Tumba de Dioses, recogieran sus posesiones, fueran al puerto y esperaran a Lexa a bordo del Canto. En el tiempo que ella había tardado en llegar buceando desde el estadio al océano y luego nadar hasta tierra firme…
—Ya deberían estar aquí —susurró.
—… chist… —llegó un murmullo desde sus pies—… ¿oyes eso?…
—¿Que si oigo qué?
—… parece ser el sonido de… ¿un esfínter entreabriéndose?…
Lexa respondió al chiste con una mueca y se pasó el pelo mojado por encima del hombro. Se le había acelerado el corazón y le bullía la mente. Gustus y Clarke no se habrían retrasado por nada del mundo, no con todas sus vidas en juego.
—Les habrá pasado algo.
—… ¿QUIERES QUE BUSQUE EN LA CAPILLA Y VUELVA AQUÍ?…
—No. Si ella… Si ellos… —Lexa se mordió el labio y se obligó a levantarse a pesar del agotamiento—. Iremos juntos.
—… ¿con nuestro nuevo equipaje?…
—No podemos dejarlo aquí, Don Majo —espetó Lexa.
El no-gato suspiró.
—… y el esfínter sigue dilatándose…
Lexa miró a su hermano. El chico parecía derrotado de momento, hosco, tembloroso, callado. Estaba calado hasta los huesos; sus ojos oscuros, empañados de ira. Pero con Don Majo enroscado en su sombra, por lo menos no tenía miedo. Así que Lexa se levantó, tiró de Aden para ponerlo en pie y se lo echó al hombro con una mueca de dolor. Pesaba como un saco de ladrillos y sus codos y rodillas huesudos se le clavaban todos donde no debían. Pero Lexa se había vuelto dura como el hierro después de entrenar durante meses en el collegium de Titus y, por muy herida que estuviera, sabía que podía cargar con él un tiempo. Moviéndose despacio bajo la capa de sombras de Lexa, el extraño cuarteto avanzó por el muelle casi a tientas y, con el agua ondeando suavemente por debajo, llegó a la abarrotada pasarela. Siguiendo las instrucciones susurradas de su pasajero, Lexa evitó las patrullas de legionarios y Luminatii hasta escabullirse fuera del puerto. El peso de su hermano en los hombros hizo que sus músculos protestaran mientras recorría el laberinto de callejuelas de Tumba de Dioses. El pulso le palpitaba en las venas, el estómago le daba lentos y fríos vuelcos. Eclipse merodeaba por delante. Don Majo seguía en la sombra de Aden. Y sin sus pasajeros, Lexa tenía que zafarse a solas de los temerosos pensamientos sobre qué podría haber retrasado a Gustus y Clarke.
«¿Los Luminatii? ¿El Sacerdocio? ¿Qué puede haber salido mal? Diosa, como les haya pasado algo por mi culpa…».
Pasando sigilosos por angostos callejones y cruzando pequeños puentes y canales, el grupo llegó por fin a la verja de hierro forjado que rodeaba la necrópolis de la ciudad. Las botas de Lexa apenas hicieron ruido en la gravilla, una mano extendida por delante, tanteando a ciegas. Casi inaudibles bajo el redoble de las campanas de la catedral, los susurros de Eclipse la guiaron a través de las retorcidas puertas hasta las casas de los muertos de la ciudad, siguiendo hileras de imponentes mausoleos y mohosas tumbas. En un rincón lleno de malezas de la parte vieja de la necrópolis, Lexa cruzó una puerta tallada con un relieve de cráneos humanos. Al otro lado la esperaba un pasadizo que descendía a los osarios. Fue una dulce dicha salir de la luz de aquellos soles espantosos. El sudor le escocía en las heridas. Lexa se quitó el manto de sombras y dejó resbalar a Aden de su hombro. Era pequeño, pero diosa, cómo pesaba, y las piernas y la columna de Lexa casi sollozaron de alivio cuando lo dejó en el suelo de la capilla.
—Voy a desatarte los pies —le dijo—. Como intentes huir, te los ataré más fuerte.
El chico no hizo ningún ruido tras la mordaza, solo la miró en silencio mientras ella se arrodillaba y le aflojaba la correa de los tobillos. Lexa vio la desconfianza que nadaba en aquellos ojos negros, la persistente ira, pero Aden no se lanzó de inmediato a la carrera. Lexa le pasó la correa por las ataduras de las muñecas, se levantó y echó a andar de nuevo, tirando del niño tras ella como de un perro taciturno con una correa empapada. Recorrió en silencio los serpenteantes túneles de fémures y costillas, los restos de los desamparados sin nombre de la ciudad, demasiado pobres para permitirse tumbas propias. Tiró de una palanca oculta que abrió una puerta secreta en una pila de huesos polvorientos, y por fin se internó en la capilla de la Iglesia Roja que estaba oculta al otro lado. Lexa anduvo por los tortuosos pasillos, entre esqueletos de antiguos difuntos. Arrastrando los pies tras ella, Aden miraba con los ojos como platos todos los huesos que tenían alrededor. Pero por muy rodeado de muertos que estuviera el chico, Don Majo seguía hecho un ovillo en su sombra, manteniendo a raya lo peor de su miedo mientras se adentraban más y más en la capilla.
Los pasillos estaban oscuros.
Silenciosos.
Vacíos.
Raros.
Lexa lo sintió casi de inmediato. Lo olió en el aire. El tenue aroma de la sangre no estaba fuera de lugar en una capilla consagrada a Nuestra Señora del Bendito Asesinato, pero el persistente olor a bomba de lápida y a pergamino quemado desde luego sí lo estaba. La capilla estaba demasiado silenciosa, el aire demasiado quieto. Con la suspicacia siempre por lema, Lexa tiró de Aden para acercárselo más y volvió a nismar su manto de sombras sobre los hombros de los dos. Retomaron el paso en una ceguera casi absoluta. La respiración de Aden parecía estruendosa en el silencio, la mano con que Lexa aferraba su correa estaba empapada de sudor. Aguzó bien los oídos en busca del menor ruido, pero el lugar parecía desierto. Lexa se detuvo en un pasillo jalonado de huesos, con los pelillos de la nuca hormigueándole. Lo supo incluso antes de oír el gruñido de advertencia de Eclipse.
—… DETRÁS DE TI…
La daga destelló volando en la penumbra, reluciente de plata, oscura de veneno. Lexa se retorció, su pelo mojado dando un largo latigazo negro tras ella, la espalda doblada en un arco perfecto. La hoja surcó el aire por encima de su mentón, fallando por el espesor de un aliento. La mano libre de Lexa tocó el suelo y lo empujó para enderezarse con el corazón martilleando en el pecho. Pensamientos acelerados, ceño fruncido de confusión. Bajo su capa de sombras Lexa estaba casi ciega, sí, pero el mundo debería estar igual de ciego hacia ella.
Ciego.
«Oh, diosa».
El hombre salió de la oscuridad, silencioso a pesar de su corpulencia. Sus cueros grises ceñían tensos unos hombros amplios como un granero. Llevaba al cinto su vaina siempre vacía, cuero oscuro grabado con círculos concéntricos, casi como ojos. Tenía treinta y seis pequeñas cicatrices en el antebrazo, una por cada vida que había tomado en nombre de la Iglesia Roja. Sus ojos eran de un blanco lechoso, pero Lexa vio que sus cejas habían desaparecido del todo. El pelo rapado casi al cero, que había sido rubio, estaba negro como si se hubiera quemado, y las cuatro puntas de su barba eran chamuscados tocones.
—Solis.
Tenía la cara envuelta en sombras, los ojos ciegos fijos en el techo. Desenfundó dos hojas cortas de doble filo que llevaba a la espalda, ambas ennegrecidas de veneno. Y, aunque Lexa estaba oculta bajo su manto, Solis fue directo a ella.
—Puta zorra traicionera —gruñó.
Lexa llevó la mano libre a su daga de hueso de tumba. Se le cayó el alma a los pies al recordar que la había dejado enterrada en el pecho del cónsul Azgeda.
—Mierda —susurró.
