CAPÍTULO 2
Osarios
El reverendo padre de la Iglesia Roja avanzó a zancadas, con las hojas en alto.
—Me preguntaba si serías tan necia como para regresar aquí —masculló.
Lexa apretó la mano sudorosa en torno a la correa de su hermano. Sintió movimiento, echó una mirada rápida atrás y vio a un chico delgado, con ojos de un sorprendente azul, emerger de entre las sombras de la necrópolis. Estaba pálido como un muerto, vestido con un jubón negro carbonizado. En sus manos brillaban dos peligrosos cuchillos de hojas ennegrecidas por el veneno.
«Chss».
—¿Y bien? —gruñó Solis—. ¿No tienes nada que decir, cachorrilla?
Lexa guardó silencio, preguntándose cómo era posible que Solis la percibiera bajo su capa de sombras. ¿Por el sonido, tal vez? ¿Por el olor a sudor y sangre? En cualquier caso, estaba exhausta, desarmada, herida, en las peores condiciones para luchar. Sintiendo su miedo, la gelidez que le inundaba las entrañas, Don Majo se escurrió de la sombra del chico a la de Lexa para aplacarlo. Y en el instante en que el daimón abandonó la oscuridad entre sus pies, el pequeño Aden dio una fuerte patada a Lexa en la espinilla y le arrancó la correa de las manos sudorosas.
—¡Aden! —gritó ella.
El chico se volvió y salió corriendo. Lexa estiró un brazo e intentó agarrarlo. Y Solis se limitó a alzar sus hojas, bajar la cabeza y lanzarse a la carga. Lexa esquivó a un lado y la hoja del shahiid silbó al pasar junto a su mejilla mientras Chss se acercaba por detrás. Girando rauda, Lexa deshizo su capa de sombras y nismó la oscuridad para enredarla en los pies del chico. Chss tropezó y cayó mientras Lexa pasaba por debajo de otro amplio tajo de Solis. Una mirada a la fría oscuridad del pasillo que se extendía a espaldas del shahiid le reveló que Aden estaba huyendo por donde habían venido. Y apretando la mandíbula, Lexa
dio un paso
a la penumbra
por detrás de Solis
y echó a correr pasillo abajo persiguiendo a su hermano.
—¡Aden, para!
Eclipse gruñó una advertencia y Lexa se echó a un lado mientras una de las espadas cortas de Solis volaba sibilante desde la negrura. Se clavó en la pared de hueso justo delante de Lexa, que estaba llegando a un recodo cerrado, y se quedó temblando en el cráneo de algún antiguo muerto. Lexa la asió al pasar a toda prisa, retorciéndola para liberarla y aferrándola con la mano izquierda sin dejar de correr. Las piernas cortas de Aden acabaron con su ventaja en escasos momentos. Mientras Lexa llegaba a la carrera por detrás de él, Aden echó una mirada por encima del hombro y dio un acelerón. Seguía teniendo las manos atadas, pero había conseguido quitarse la mordaza de la boca y gritó cuando Lexa lo levantó del suelo y cargó con él bajo el brazo.
—¡Suéltame, sierva! —bramó, retorciéndose de furia.
—¡Aden, estate quieto! —siseó Lexa.
—¡Que me sueltes!
—… ¿qué, aún te cae bien?… —susurró Don Majo desde la sombra de Lexa.
—… MENOS Y MENOS A CADA MOMENTO QUE PASA… —respondió Eclipse, que corría por delante.
—… pues ya puedes hacerte una idea de qué impresión me das tú…
—¿Queréis callaros los dos? —resolló Lexa.
Rebotó en una pared de huesos y dobló trastabillando otra esquina, seguida de cerca por Solis y Chss. Lexa abrió de una patada la puerta de la tumba, subió como una centella los escalones medio derruidos y salió de nuevo al horrible resplandor de aquellos tres soles ardientes. A pesar del festín que estaba dándose Don Majo con su miedo, tenía el corazón a punto de salírsele de las costillas. Después de haber pasado el giro entero luchando por su vida, Lexa no estaba ni por asomo en condiciones de enfrentarse a un asesino de la Iglesia Roja armado hasta los dientes, y no digamos ya al anterior Shahiid de Canciones. Por muy quemadas que tuviera las cejas, Solis era uno de los hombres vivos más letales con una espada. La última vez que se habían enfrentado, Solis le había cercenado el brazo a la altura del codo. Chss tampoco era ningún patán, y cualquier afinidad que hubieran podido tener Lexa y él en sus giros como acólitos parecía haberse evaporado hacía tiempo. A ojos de Chss, ella era una traidora a la Iglesia Roja, merecedora solo de un lento y muy doloroso asesinato. Estaba superada en número. Y en su actual estado, también en pericia.
«Pero ¿cómo abismos ha podido verme Solis?».
Lexa dio un paso a través de las sombras para ganar un poco de ventaja, pero con los tres soles refulgiendo en el cielo y los grandes juegos todavía espesándole la sangre, no consiguió desplazarse más que unos metros. Dio con la espinilla contra una lápida, tropezó y estuvo a punto de caer de bruces. Quizá hubiera podido echarse de nuevo el manto de sombras, pero Solis parecía capaz de detectarla de todos modos. Y a decir verdad, estaba demasiado agotada para poder con todo a la vez: con el niño que forcejeaba en sus brazos, con la huida desesperada, con el nismo de la oscuridad. Sus ojos iban frenéticos de un lado a otro, buscando cualquier escapatoria. Subió a una tumba baja de mármol y saltó la verja de hierro forjado que rodeaba la necrópolis. Aterrizó con pesadez, dio un respingo y de nuevo estuvo a punto de caer. Estaba en los jardines de la gran capilla de Aa, erigida junto a las casas de los muertos. Vio una amplia calle adoquinada y algo concurrida al otro lado del patio, altos edificios a ambos lados, flores en los alféizares. La propia capilla era de piedra caliza y cristal, con tres soles en el campanario como los tres de más arriba.
Negra Madre, qué brillantes eran, qué calor daban, qué…
—… ¡LEXA, CUIDADO!…
Una daga salió disparada de la mano extendida de Chss y silbó en el aire hacia su espalda. Lexa se giró con un grito y la hoja le cortó un mechón de pelo largo y oscuro al pasar junto a su mejilla cicatrizada, lo bastante cerca para que oliera la toxina que llevaba impregnada. Era rictus, un paralizante de efecto rápido. Un buen rasguño y se quedaría tan indefensa como un bebé recién nacido.
«Me quieren con vida», comprendió.
—¡Libérame, villana! —gritó su hermano, revolviéndose otra vez.
—Aden, por favor…
—¡Me llamo Lucio!
El niño corcoveaba y pataleaba bajo el brazo de Lexa, todavía intentando soltarse de su presa. Logró sacar una mano de las empapadas ataduras de cuero que le ceñían las muñecas y, con un respingo, la lanzó contra la cara de Lexa. Y como si de pronto los soles se hubieran apagado en el firmamento, todo el mundo se volvió negro. Lexa tropezó en la repentina oscuridad. Su bota dio contra un adoquín roto y las piernas le cedieron. Apretó los dientes al dar contra el suelo, siseó de dolor al cortarse las rodillas y la palma de las manos. Su hermano cayó también, gritando mientras resbalaba despatarrado por la gravilla hasta detenerse. El chico se levantó del suelo. El chico al que Lexa había creído muerto mucho tiempo atrás. El chico al que acababa de arrancar de las zarpas de un hombre al que debería haber odiado.
—¡Asesina! —rugió Aden—. ¡La asesina está aquí!
Y echó a correr calle abajo tan rápido como podía.
Lexa parpadeó y sacudió la cabeza. Oía a Aden gritar mientras corría, pero no veía nada en absoluto. De pronto, cayó en la cuenta de que su hermano debía de haber nismado las sombras sobre sus ojos, cegándola por completo. Era un truco que Lexa nunca había aprendido, nunca había intentado, y podría haber admirado la creatividad del chico de no estar resultando ser un pequeño capullo tan problemático. Pero las sombras eran tan suyas para nismar como de Aden, y la muerte le estaba pisando los talones. Lexa dobló los dedos en garras y se arrancó la oscuridad de los ojos en el mismo instante en que el reverendo padre y su silencioso acompañante rebasaban la verja de hierro y caían al patio de la Iglesia detrás de ella. Se obligó a levantarse, parpadeando con fuerza a medida que recobraba la visión. Sus brazos eran como masilla. Las piernas le temblaban. Volviéndose de cara a Solis y Chss, apenas fue capaz de alzar la espada robada. Su sombra serpenteó en torno a sus largas botas de cuero mientras los dos asesinos se separaban para flanquearla.
—¡Llamad a la guardia! —gritó Aden desde la calle al otro lado—. ¡Asesina!
Los ciudadanos se volvieron para mirar, preguntándose a qué venía tanto jaleo. Un sacerdote de Aa salió por la puerta de la capilla, envuelto en sus vestiduras sagradas. Un pelotón de legionarios itreyanos que había una manzana más abajo giraron la cabeza al oír las voces que daba el chico. Pero Lexa no podía prestar atención a nada de aquello. Solis se le abalanzó al cuello, su hoja un borrón de movimiento. Desesperada, Lexa recurrió la nueva fuerza oscura que tenía en las venas, extendió su mente y enredó los pies del shahiid con su propia sombra antes de que pudiera alcanzarla. Solis rugió frustrado y su ataque se quedó corto. Chss le arrojó otro puñal y Lexa dio un grito y lo derribó del aire con su espada robada, haciendo caer una lluvia de brillantes chispas. Luego embistió hacia el chico silencioso, ansiosa por equilibrar la balanza antes de que Solis pudiera liberarse de su sombranismo. Chss desenvainó un florete del cinto y afrontó la carga, acero contra acero. Lexa conocía al chico por la breve camaradería que habían compartido como discípulos en los salones del Monte Apacible. Conocía su procedencia, lo que había sido antes de unirse a la Iglesia, por qué nunca hablaba. No era porque careciese de lengua, no, sino porque los dueños de la casa de placer donde había sido esclavo de niño le habían arrancado todos los dientes para dar un mejor servicio a la clientela. Lexa llevaba entrenando en el arte de la espada desde los diez años. Por aquel entonces, Chss aún estaba a cuatro patas sobre sábanas de seda. Los dos habían recibido entrenamiento de Solis, cierto, y el chico había demostrado que no era ningún principiante con la hoja. Pero en los últimos nueve meses, Lexa se había formado bajo el látigo de Arkades, el León Rojo de Itreya, aprendiendo el oficio de gladiatii de uno de los mejores espadachines vivos. Y aunque estaba exhausta, sangrando, magullada, sus músculos seguían endurecidos, su agarre encallecido, sus posturas grabadas a fuego a base de horas y horas bajo la abrasadora luz de los soles.
—¡Guardias! —llegó el grito de Aden—. ¡Está aquí!
Lexa atacó bajo, obligando a Chss a apartarse, y dio un revés que hizo silbar el aire. El chico se alejó como un bailarín, con los ojos azules brillando. Lexa alzó su hoja y fintó otro tajo, pero con un diestro giro de la bota hizo el viejo truco gladiatii de levantar polvo del suelo y lanzarlo directo a la cara de Chss. El chico retrocedió tambaleándose y la hoja de Lexa le cruzó el pecho, a unos pocos centímetros de abrirle las costillas. El jubón y la carne de debajo se abrieron como las aguas, pero aun así el chico no hizo ningún ruido. Trastabilló hacia atrás con una mano apretada en la herida, mientras Lexa alzaba su espada para descargar el golpe mortal.
—… ¡LEXA!…
Se volvió ahogando un grito y desvió a duras penas un ataque que le habría partido la cabeza en dos. Solis se había rajado las botas, las había dejado envueltas en zarcillos de su propia sombra y había cargado hacia Lexa descalzo. El hombretón embistió contra ella y la levantó del suelo, haciendo que la piedra le lastimara el trasero y los muslos al dar con el suelo. Lexa se levantó como bien pudo profiriendo una negra maldición, bloqueando la granizada de golpes que Solis dirigía a su cabeza, su cuello, su pecho. Contraatacó, sudorosa y desesperada, su larga melena negra pegada a la piel, Don Majo y Eclipse afanándose en devorar su miedo.
—¡Guardias!
No estaba enfrentándose a una hoja recién nombrada de la Iglesia, no. Aquel era el espadachín más mortífero de toda la congregación. Ningún truco barato aprendido en la arena iba a servirle de mucho en aquel combate. Solo la habilidad. Y el acero. Y la puta y testaruda voluntad. Atacó a Solis y sus hojas tañeron brillantes bajo los soles abrasadores. El shahiid tenía los ojos blancos entornados, fijos en algún punto del vacío por encima del hombro izquierdo de Lexa. Y sin embargo, el hombre se movía como si viese llegar cada tajo a kilómetros de distancia. Avanzando sin tregua. Aporreándola sin descanso. Dejándola sin aliento. La muchedumbre de la calle se había congregado fuera de la verja de la capilla, atraída como un enjambre de moscas a un cadáver por los gritos de Aden. El chico estaba en el centro de la calle, gesticulando al pelotón de legionarios, que ya avanzaban con su trom-trom-trom hacia ellos. Lexa estaba cansada, débil, superada en número. Solo le quedaban unos instantes antes de que la situación se disolviera transformada en un charco de mierda.
—¿Dónde están Clarke y Gustus? —preguntó con voz imperiosa.
Solis sonrió mientras su hoja pasaba veloz junto a la barbilla de Lexa.
—Si quieres volver a ver con vida a tu antiguo maestro, chica, mejor que sueltes el acero y me acompañes.
Lexa entornó los ojos mientras lanzaba un ataque a las rodillas del hombretón.
—Tú a mí no me llamas chica, hijo de puta. No como si la palabra significara «mierda».
Solis soltó una carcajada y descargó un contraataque que casi la decapitó. Lexa se retorció a un lado, con un mechón empapado de sudor colgando sobre los ojos.
—A lo mejor solo oyes lo que quieres oír, chica.
—Sí, tú ríete —jadeó ella—. Pero ¿qué vas a hacer sin tu querido Azgeda? ¿Qué harás cuando vuestros otros clientes se enteren de que el salvador de la puta república ha muerto a manos de una de vuestras propias hojas?
Solis ladeó la cabeza y ensanchó la sonrisa, deteniendo el corazón en el pecho de Lexa.
—¿Ha muerto, dices?
—¡Alto, en nombre de la Luz!
Los legionarios entraron en tropel al patio de la capilla, todos en armadura resplandeciente y con penachos rojo sangre en los cascos. Chss estaba de rodillas, entumecido y letárgico por el rictus de la hoja robada de Lexa. Ella y Solis se quedaron quietos, con las espadas prestas mientras los legionarios se dispersaban por el patio. El centurión que los comandaba era corpulento como una pila de ladrillos, cejas pobladas y barba hirsuta bajo el reluciente casco.
—¡Soltad las armas, ciudadanos! —ladró.
Lexa miró al centurión, a las tropas que los rodeaban, a las ballestas apuntadas a su pecho jadeante. Aden se abrió paso entre los soldados, la señaló con un dedo y gritó a pleno pulmón:
—¡Es ella! ¡Matadla de inmediato!
—¡Atrás, chico! —le espetó el centurión.
Aden frunció el ceño al hombre y se irguió en toda su altura.
—Soy Lucio Ático Azgeda —espetó—, primogénito del cónsul Roan Maximiliano Azgeda. ¡Esta esclava ha asesinado a mi padre y te ordeno que la matéis!
Solis inclinó la cabeza un poco de lado, como reparando por primera vez en el chico. El centurión enarcó una ceja y miró al señorito de arriba abajo. A pesar de su desaliño, de la mugre en la cara y de la toga hecha una sopa, era imposible no darse cuenta de que iba vestido de brillante púrpura, el color de la nobleza itreyana. Y de que llevaba el blasón del triple sol de la Legión Luminatii en el pecho.
—¡Que la matéis! —rugió el chico, dando un pisotón al suelo.
Los ballesteros tensaron el dedo en sus gatillos. El centurión miró a Lexa y tomó aire para gritar:
—¡Solt…!
Una gelidez se apoderó del patio de la capilla, de los legionarios, de los asesinos, de la muchedumbre reunida en la calle del otro lado. Pese al sofocante calor, a Lexa se le puso de gallina la piel que llevaba descubierta. Una figura conocida se alzó detrás de los soldados, encapuchada, empuñando dos espadas de hueso de tumba idénticas en sus manos negras como la tinta. Lexa lo reconoció de inmediato como el mismo que le había salvado la vida en la necrópolis de Galante. El mismo que le había transmitido aquel mensaje críptico: «BUSCA LA CORONA DE LA LUNA».
Llevaba la cara oculta en las profundidades de la capa. El aliento de Lexa creaba un vaho blanco ante sus labios y, a pesar del calor, se descubrió tiritando por la gelidez que emanaba de la figura. Sin mediar palabra, el ser atacó al soldado más próximo y su hoja de hueso de tumba le partió en dos el peto de la coraza. Los demás legionarios gritaron alarmados y volvieron sus ballestas hacia el agresor. Mientras la figura pasaba entre ellos haciendo destellar sus armas, dispararon. Las saetas de ballesta acertaron, clavándose en el pecho y el abdomen de aquel ser. Pero no pareció que lo ralentizaran en absoluto. El gentío de la calle montó en pánico mientras la figura rodaba y danzaba entre los soldados, cortándolos en trozos sanguinolentos, haciendo llover rojo. Lexa se movió rauda pese a la fatiga y agarró a su forcejeante hermano por el cogote. Solis se abalanzó hacia ella por los adoquines rotos y Lexa alzó su hoja para detener la arremetida. Los tajos del shahiid eran veloces y mortales, la perfección en estado puro. Y por mucho que lo intentó, por muy rápida que fue, sintió que una estocada superaba su guardia y se le clavaba en el hombro. Lexa giró de lado y soltó su espada robada con un grito. A los pocos segundos ya sintió el rictus en sus venas, un frío entumecedor que se propagaba desde la herida y fluía brazo abajo. Con un gruñido de esfuerzo, levantó la mano y envolvió de nuevo los pies de Solis en su propia sombra mientras caía de culo, con su hermano aferrado contra el pecho. El shahiid tropezó, maldijo, intentó arrancar los pies descalzos de la presa de Lexa. Don Majo y Eclipse cobraron forma sobre la piedra entre ellos, el gato-sombra siseando e inflándose, la loba-sombra dando un gruñido que salía de debajo de la tierra.
—… atrás, malnacido…
—… NO VAS A TOCARLA…
Detrás de Lexa, el extraño ser completó su lúgubre tarea. El patio de la capilla parecía el suelo de un matadero, sembrado por todas partes de trozos de legionario, y los transeúntes huían despavoridos. La figura cruzó los adoquines hasta la chica caída, sus espadas de hueso de tumba goteando sangre, y alzó una hoja hacia el cuello de Solis. El reverendo padre de la Iglesia Roja no parecía preocupado por el trío de seres de sombra que formaba contra él: enseñaba los dientes con los labios retraídos y su aliento blanco pendía del aire entre ellos.
La figura habló, con una voz teñida de una extraña reverberación:
—LA MADRE ESTÁ DECEPCIONADA CONTIGO, SOLIS.
—¿Quién eres, daimón? —exigió saber él.
—EN VERDAD ERES CIEGO —respondió el ser—. PERO CUANDO LLEGE EL ALBA DE LA OSCURIDAD, VERÁS.
La figura se arrodilló junto a Lexa. Tenía el brazo izquierdo insensible y apenas podía mantener la cabeza erguida. Pero aun así se aferraba a su hermano con desesperación. Después de tanta sangre, tantos kilómetros y tantos años, no iba a llegar tan lejos y descubrir que estaba vivo solo para perderlo otra vez. Por su parte, Aden parecía petrificado de miedo ante aquel extraño espectro y la sangrienta matanza que había desencadenado. El ser extendió un brazo. La mano era negra y resplandeciente, como recién hundida en pintura. Cuando tocó la herida del hombro, Lexa sintió una punzada de dolor, negro y frío como el hielo, que le fustigó el corazón. Siseó mientras la tierra ondeaba bajo sus piernas y un gélido vértigo arremolinaba el mundo entero. Sintió tristeza. Dolor. Un frío interminable y solitario.
Sintió que caía.
Y luego no sintió nada en absoluto.
