CAPÍTULO 3

Ascua

Gustus despertó en la oscuridad.

La cabeza le dolía como después de tres giros de borrachera ininterrumpida, pero no recordaba ningún desenfreno reciente. Le dolía también la mandíbula y la lengua le sabía a sangre. Con un gemido, se incorporó despacio en una cama de pieles grises y suaves, llevándose la mano a la frente. No tenía ni idea de dónde podía estar, pero algo, un aroma en el aire quizá, lo llevó de vuelta a sus años mozos.

—Hola, Gustus.

Se volvió hacia la izquierda y vio a una anciana sentada al lado de la cama. Aparentaba más o menos su misma edad y llevaba el largo pelo entrecano recogido en pulcras trenzas. Iba vestida con una túnica de color gris oscuro y sus fríos ojos lo observaban desde el fondo de profundas arrugas. A primera vista, un visitante casual podría haber esperado encontrarla sentada en una mecedora junto al alegre fuego de una chimenea, con un puñado de nietos a su alrededor y un gato tumbado en las piernas. Pero Gustus la conocía mejor.

—Hola, vieja zorra asesina —respondió.

Abby, la Señora de las Hojas, le dedicó una sonrisa.

—Siempre has tenido un piquito de oro, querido.

La anciana levantó una taza de té humeante del platito que tenía en el regazo y dio un lento sorbo. Tenía los ojos fijos en Gustus mientras él observaba la alcoba, respiraba hondo y por fin comprendía dónde se hallaba. El aire fresco y oscuro traía la canción de un coro. Olió velas e incienso, acero y humo. Recordó al Sacerdocio asaltándolo en la capilla de Tumba de Dioses. El rasguño de la hoja envenenada en la mano de Mataarañas. El anciano cayó en la cuenta de que la sangre cuyo sabor estaba notando debía de ser de cerdo.

«Me han traído de vuelta al Monte».

—No has cambiado mucho la decoración —suspiró.

—Ya me conoces, querido. Nunca he sido muy dada a las extravagancias.

—La última vez que estuve en esta cama, te dije que de verdad iba a ser la última vez —comentó Gustus—. Pero de haber sabido que tenías tantas ganas de un espectáculo de reencuentro…

—Venga, por favor —replicó la anciana con un bufido—. Necesitarías un andamio para levantarla, a tu edad. Y tu corazón apenas podía resistirlo cuando teníamos veinte años.

Gustus sonrió muy a su pesar.

—Me alegro de verte, Abby.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo. —La Señora de las Hojas negó con la cabeza y suspiró—. Eres un viejo necio tarado.

—¿De verdad me has traído hasta el Monte Apacible para regañarme? —Gustus buscó su abrigo para sacar el tabaco y descubrió que le faltaban tanto el abrigo como el tabaco—. Podrías haberme echado la bronca allá en la Tumba.

—¿En qué estabas pensando? —preguntó Abby levantando la voz, mientras dejaba a un lado la taza de té—. ¿Cómo se te ocurre ayudar a esa cría idiota en sus maquinaciones idiotas? ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

—No me chupo el dedo, Abby.

—¡No, eres el obispo de Tumba de Dioses! —Abby se levantó y empezó a merodear alrededor de la cama, con los ojos iluminados de furia—. Años y años de fiel servicio. Hiciste un juramento a la Negra Madre. ¡Y aun así, ayudaste a una hoja de la Iglesia a romper la Promesa Roja y asesinar a uno de nuestros propios patronos!

—Oh, Diosa, no te hagas la devota ofendida conmigo —gruñó Gustus—. Es tan evidente como los cojones de un sabueso que tú y tu nido de víboras queríais muerto al cardenal Jaha. Lleváis años compinchados con Azgeda. ¿Lo sabía mi señor Kane? ¿O era una conspiración tuya con los demás a sus espaldas?

—No eres quién para hablar de conspiraciones, querido.

—¿Cómo crees que reaccionaría el resto de la congregación si lo supiera, Abby? ¿Que el Sacerdocio estaba encantado de agacharse y separarse las nalgas para nuestro amado senador del pueblo? ¿Que las manos de Niah en este mundo son los perritos falderos de un puto tirano?

—¡Debería hacer que te mataran por tu traición! —rugió Abby.

—Y, sin embargo, no puedo evitar fijarme en que no estoy muerto. —El anciano miró bajo las sábanas—. Ni en que estoy sin pantalones. ¿Estás segura de que no me has traído aquí para un bis? He aprendido algunos trucos desde…

Abby arrojó una túnica gris a la cabeza del viejo.

—Te he traído aquí para que sirvas como el gusano que eres.

—¿De cebo? —Gustus meneó la cabeza a los lados—. ¿De verdad crees que es tan tonta como para venir a buscarme? Después de todo lo que ha sufrido, después de todo lo que…

—Sé muy bien quién es Lexa Wood —espetó Abby—. Es una chica que renunció a toda posibilidad de una vida normal o de felicidad por vengar a sus padres. Se vendió a sí misma como esclava en una apuesta que hasta un lunático consideraría demencial, a cambio de una sola oportunidad de acabar con los hombres que destruyeron su casa. Es intrépida. Temeraria sin medida. Por lo tanto, si algo sé de tu cuervecilla es que no hay nada que esa chica no haría por su familia. Nada. —La anciana se inclinó sobre la cama y miró al anciano a los ojos—. Y tú, querido Gustus, eras más padre para ella de lo que jamás fue su padre.

El anciano le sostuvo la mirada sin decir nada. Tragó la bilis que le fluía a la boca. La Señora de las Hojas sonrió y se acercó un poco más a él. Gustus todavía alcanzaba a ver su belleza bajo las cicatrices del tiempo. Recordó la última nuncanoche que habían estado juntos en aquella alcoba, hacía tantos años. Sudor y sangre y dulce, dulce veneno.

—Puedes vagar por todo el Monte si lo deseas —dijo Abby—. Estoy segura de que aún recuerdas dónde está todo. La congregación está informada de tu traición, pero tiene orden de no tocarte ni un pelo. Te necesitamos respirando, por ahora. Pero, por favor, no fuerces nuestra amistad comportándote más como un imbécil que hasta ahora.

Abby metió la mano bajo la sábana entre las piernas de Gustus y apretó, haciéndole ahogar un grito.

—Un hombre puede seguir respirando sin estas cosas, a fin de cuentas.

La anciana mantuvo el agarre un momento más antes de liberar su gélida presa. Con los labios aún curvados en su sonrisa maternal, la Señora de las Hojas recogió su platito y su taza, se volvió y echó a andar hacia la puerta del dormitorio.

—Abby.

La Señora de las Hojas miró hacia atrás.

—¿Sí?

—De verdad eres una zorra, ¿lo sabías?

—Siempre tan adulador. —La anciana se volvió de nuevo hacia él, su sonrisa evaporada—. Pero un hombre como tú debería saber con certeza dónde lo llevará la adulación con una mujer como yo.

Gustus se quedó sentado en la penumbra después de que ella se marchara, con la arrugada frente aún más fruncida de preocupación.

—Sí —murmuró—. A un pozo lleno de mierda.

Se había quedado en la alcoba unas horas más, cuidando de su dolor de cabeza y de su ego herido. Pero el aburrimiento terminó por impulsarlo a ponerse la túnica gris que le había dado Abby y a atarse la fina tira de cuero en torno a la cintura. No se molestó en intentar armarse: Gustus sabía que las únicas salidas del Monte Apacible eran una caminata de dos semanas por los Susurriales de Ysiir, por el estanque de sangre del orador Bellamy o saltando el antepecho del Altar del Cielo hacia la noche sin forma del otro lado. Escapar de allí sin ayuda o alas era prácticamente imposible. Salió de la alcoba, apoyado en el bastón que habían tenido la decencia de dejarle, a la penumbra del Monte Apacible. Unos ojos azules como el hielo, que parecían creados para torcer el gesto, exploraron la oscuridad que los rodeaba. El coro fantasmagórico entonaba su tenue canción, en ninguna parte y en todas a la vez. Los pasillos eran de piedra negra, iluminados por ventanas de cristal tintado y falsa luz de soles, decorados con grotescas estatuas de hueso y piel. Unos diseños en espiral cubrían hasta el último centímetro de las paredes, intrincados y enloquecedores. En el mismo instante en que los pies de Gustus tocaron las losas fuera de la habitación de Abby, sintió la presencia de una figura ataviada con túnica, observándolo desde la tiniebla. Una mano de Abby, sin duda, con el encargo de ser su sombra mientras durara su estancia allí. Gustus le hizo caso omiso y emprendió su paseo, escuchando los pasos que lo seguían. Sus viejas rodillas crujieron al bajar por la escalera, al seguir los sinuosos pasillos, al recorrer la laberíntica oscuridad, hasta que por fin llegó al Salón de las Elegías. Miró a su alrededor en el inmenso espacio, admirando su grandeza sin poder remediarlo incluso después de tantos años. Había enormes columnas de piedra dispuestas en círculo y gabletes tallados de la mismísima montaña en las alturas. Los nombres de las incontables víctimas de la Iglesia estaban tallados en el granito a sus pies. Las tumbas sin lápida de los fieles cubrían las paredes. La inmensa estancia estaba dominada por una colosal estatua de la propia Niah. Sus ojos negros parecieron seguir a Gustus mientras se acercaba, entornando los ojos por la falsa luz. Sostenía una balanza y una espada de aspecto temible en las manos, y su rostro era hermoso y sereno y frío. En su túnica de ébano brillaban joyas como estrellas en el cielo de la veroscuridad.

Ella que es Todo y Nada.

Madre, Doncella y Matriarca.

Gustus se tocó los párpados, los labios, el corazón, alzó la mirada hacia su diosa con los ojos empañados. Mientras estaba de pie en el salón, llegó un grupo de jóvenes desde abajo por la escalera. Miraron al viejo obispo con cautela al pasar, evitando cruzar los ojos con él durante mucho rato. Piel lisa y ojos brillantes y manos limpias, adolescentes todos ellos. Tenían pinta de ser discípulos nuevos, su entrenamiento apenas comenzado. Gustus los miró melancólico mientras se alejaban. Recordó su propio aprendizaje entre aquellas paredes, su devoción por la Madre de la Noche. Qué lejanos parecían aquellos días, qué frío se había vuelto él por dentro. En tiempos, Gustus había sido puro fuego. Lo había respirado. Lo había sangrado. Lo había escupido. Pero después de tantos años, la única ascua que resistía era la que Gustus mantenía encendida por ella, por la mocosa y altiva perrilla de la nobleza que se había metido en su tienda mucho tiempo atrás, llevando en la mano un broche de plata con forma de cuervo. Él nunca había sacado tiempo para crear una familia. Vivir como una hoja de la Madre era vivir con la muerte, sabiendo que cada giro podría ser el último. No le había parecido justo tomar esposa cuando lo más probable era que terminara siendo viuda, ni tener un hijo que seguramente se criaría como huérfano. Gustus nunca había creído que tuviera necesidad de hijos. Si le hubierais preguntado por qué había adoptado a aquella cría delgaducha tantos años antes, habría murmurado algo sobre el don que tenía la chica, sobre sus agallas, su astucia. Se habría reído si le dijerais que él la necesitaba a ella tanto como ella a él. Os habría rajado la garganta y enterrado bien hondo si le hubierais dicho que llegaría un giro en que la querría como a la hija que nunca tuvo. Pero en sus huesos, incluso mientras os arrebataba la vida, habría sabido que era cierto. Y allí estaba, en el Monte Apacible. Un gusano en el anzuelo de Abby. Por muchos faroles que se echara, sabía que la Señora de las Hojas decía la verdad, que Lexa lo quería como a alguien de su sangre. Nunca dejaría que muriera allí dentro, no si creía tener una posibilidad de salvarlo. Y con aquellos condenados daimones que viajaban en su sombra y se comían su miedo, en la cabeza de Lexa siempre había una posibilidad.

El anciano miró con ojos entornados el coloso de granito que se alzaba sobre él. La espada y la balanza en las manos de la diosa. Aquellos ojos negros despiadados, clavados en los suyos.

—¿Dónde coño estás? —susurró.

El viejo obispo dejó el salón, seguido a una distancia respetuosa por la mano de Abby, y vagó por el laberinto del monte, dando sonoros golpes con el bastón contra la piedra negra. Cuando llegó a su destino, le dolían las piernas; no recordaba que hubiera tantísimas escaleras en aquel lugar. Ante él había dos puertas enormes de madera oscura, talladas con el mismo motivo en espiral que decoraba las paredes. Debían de pesar una tonelada cada una, pero el anciano estiró una mano nudosa y las abrió hacia dentro con facilidad. Gustus pasó a un entrepiso desde el que se dominaba un bosque de estanterías ornamentadas, dispuestas como en un laberinto de jardín. Se perdían en un espacio demasiado oscuro y vasto para alcanzar a ver su final. En cada estante había libros de todos los tamaños, formas y descripciones. Tomos polvorientos y pergaminos de vitela y cuadernos famélicos y todo lo imaginable. El gran athenaeum de la Diosa de la Muerte, poblado con los recuerdos de reyes y conquistadores, los teoremas de herejes, las obras maestras de dementes. Libros muertos y libros perdidos y libros que nunca existieron, algunos quemados en las piras de los fieles, otros tragados por el tiempo sin más y otros demasiado peligrosos para llegar a escribirse nunca. Un paraíso interminable para cualquier lector y un infierno en vida para cualquier bibliotecario.

—Vaya, vaya —dijo una voz que sonó como un graznido hueco—. Mira lo que han traído los perros costrosos.

Gustus se volvió hacia un viejo liisiano vestido con un chaleco desastrado, que se apoyaba en un carrito cargado de libros. Dos mechones de canas asomaban a los lados de la cabeza casi calva y unos anteojos de un dedo de grosor adornaban su nariz ganchuda. Tenía la espalda tan encorvada que parecía un signo de interrogación andante. Un fino cigarrillo humeaba en sus labios pálidos.

—Hola, cronista —dijo Gustus.

—Estás muy lejos de Tumba de Dioses, obispo —gruñó Gabriel.

El cronista se acercó más, se encaró con Gustus y lo fulminó con la mirada. Estando allí de pie, cara a cara, Gabriel pareció ganar estatura, su sombra pareció alargarse. El aire titiló con alguna corriente oscura y Gustus oyó unas criaturas colosales moviéndose entre las estanterías. Aproximándose. Los ojos oscuros de Gabriel ardieron mientras escrutaba a Gustus, su voz se fue volviendo más dura y fría con cada palabra que pronunció.

—Si es que aún se te puede llamar obispo, claro —escupió—. Pensaba que te daría vergüenza asomar la cara fuera de tu dormitorio, después de lo que has hecho. Y no digamos ya venir hasta aquí abajo. ¿Qué trae a un traidor como tú a la biblioteca de la Negra Madre?

Gustus señaló el sempiterno cigarrillo de reserva detrás de la oreja del cronista.

—¿El tabaco?

El cronista Gabriel se quedó quieto un momento, sus ojos ardiendo en oscura llama. Entonces, con una risita, descruzó los brazos y dio una palmada a Gustus en el flaco hombro. Encendió el otro cigarrillo con el que se estaba fumando y se lo pasó.

—¿Cómo andas, mocoso?

—¿A ti cómo te parece que ando, viejales? —preguntó Gustus.

—Me parece que andas hecho una mierda. Pero es de buena educación preguntar.

Gustus se apoyó en la pared y dejó que su mirada se perdiera en la biblioteca mientras se llevaba una dulce calada gris a los pulmones. El humo sabía a fresa y el papel azucarado hizo bailar su lengua.

—Ya no los hacen como estos —suspiró.

—Podría decirse lo mismo de todo en esta biblioteca —respondió Gabriel.

—¿Cómo estás, viejo cabrón?

—Muerto. —El cronista se apoyó también en la pared a su lado—. ¿Y tú?

—Poco más o menos también.

Gabriel bufó, soltando una voluta de gris.

—Por lo que veo, aún tienes pulso. ¿Por qué abismos has venido aquí abajo a lamentarte, chaval?

Gustus dio una calada al cigarrillo.

—Es una larga historia, viejales.

—¿Una historia sobre Lexa, supongo?

—¿Cómo lo has sabido?

Gabriel levantó sus hombros escuálidos y le brillaron los ojos tras sus inverosímiles anteojos.

—Siempre me pareció que tenía una que contar.

—Podríamos estar llegando a su última página, me temo.

—Eres demasiado joven para ser tan pesimista.

—Tengo sesenta y dos putos años —gruñó Gustus.

—Como he dicho, demasiado joven.

Gustus se descubrió riendo, dejando escapar gris cálido de entre los labios. Se acomodó contra la pared y disfrutó de la vibración del humo en la sangre.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí abajo, Gabriel?

—Ah, un buen rato. —El cronista suspiró—. Pero nunca he visto mucho sentido a contar los años. Tampoco es que tenga elección sobre cuándo marcharme.

—La Madre conserva solo lo que necesita —murmuró Gustus.

—Sí. —Gabriel asintió con la cabeza—. Ya lo creo que sí.

Gustus echó la cabeza atrás y contempló todos aquellos libros muertos con los párpados caídos.

—¿La odias por ello?

—Blasfemia —lo regañó el viejo fantasma.

—¿Lo es? —preguntó Gustus—. ¿Es blasfemia si a ella le da igual lo que digamos o hagamos?

—¿Y por qué piensas eso?

—Bueno, mira en qué se ha convertido este sitio —dijo Gustus con aspereza, señalando la oscuridad con el bastón—. En otro tiempo, era una casa de lobos. Cada muerte, una ofrenda a Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Saciando su hambre. Haciéndola más fuerte. Abreviando su regreso. ¿Y ahora? —Escupió en las losas—. Ahora es una casa de putas. El Sacerdocio alimenta sus propias arcas, no a las Fauces. Sus manos gotean oro, no rojo. —Negó con la cabeza y exhaló humo mientras seguía hablando—. Sí, decimos las palabras y hacemos los gestos. «Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino». Pero después, cuando la plegaria ya está hecha, nos arrodillamos ante gente de la calaña del puto Roan Azgeda. ¿Cómo puedes defender que a Niah le importa si permite que este veneno supure en sus propios salones?

—Por los dientes de las Fauces. —Gabriel arqueó una ceja blanca como la nieve—. Alguien se ha levantado con el pie que no tocaba esta mañana.

—Vete a tomar por culo —escupió el anciano.

—¿Y qué quieres que haga ella? —preguntó imperioso el cronista—. Lleva milenios desterrada del cielo, chaval. Se le permite gobernar solo durante un puñado de giros cada dos años y medio. ¿Cuánto poder de decisión crees que tiene sobre todo esto? ¿Cuánta influencia crees que puede ejercer desde la cárcel que su marido creó para ella?

—Si tan desvalida está, ¿por qué llamarla diosa?

El ceño fruncido de Gabriel se torció aún más.

—Yo no he dicho que esté desvalida.

—Porque nunca has sido de los que afirman putas obviedades.

El cronista lanzó una mirada dura a Gustus.

—Recuerdo cuando viniste aquí por primera vez, chaval. Más verde que la hierba. Más flojo que la mierda de bebé. Pero creías. En ella. En esto. Cuanto más brillante es la luz, más profundas son las sombras.

Gustus torció también el gesto.

—Me hacen la misma falta los viejos proverbios ysiiri que un segundo escroto, viejales.

—Podría hacerte más falta de la que crees, con la joven Abby buscando guerra. —Gabriel compuso una sonrisita divertida—. A lo que voy es a que tenías fe, chico. ¿Dónde ha ido a parar?

Gustus se llevó el cigarrillo a los labios y estuvo un tiempo devanándose los sesos.

—Todavía creo —respondió—. El Dios de la Luz y la Diosa de la Noche y sus Cuatro putas Hijas. En fin, este sitio existe. Tú existes. Salta a la vista que la Madre Oscura aún tiene algunos trucos. —Gustus se encogió de hombros—. Pero este mundo lo gobiernan los hombres, no las divinidades. Y aun con toda la sangre, toda la muerte, todas las vidas que hemos tomado en su nombre, ella sigue estando muy en el quinto coño.

—Está más cerca de lo que crees —dijo Gabriel.

—Te juro por lo más sagrado que, como me digas que habita el templo de mi corazón, vamos a descubrir si la gente puede volver de entre los muertos dos veces.

—La verdad es que no puede. —El cronista levantó los hombros—. Ni siquiera la Madre tiene ese poder. Si mueres una vez, podrías regresar con su bendición. Pero si cruzas de vuelta al abismo una vez más, desapareces para siempre.

—Se suponía que era una amenaza retórica, viejales.

Gabriel sonrió, apagó su cigarrillo contra la pared y se guardó la colilla en el bolsillo del chaleco.

—Acompáñame.

El cronista se apoyó en su carrito de DEVOLUCIONES y empezó a empujarlo por la larga rampa que descendía desde el entrepiso hasta el suelo del athenaeum. Gustus contempló alejarse al anciano entre caladas a su propio cigarrillo.

—¡Venga, mocoso! —ladró Gabriel.

El obispo de Tumba de Dioses suspiró, se separó de la pared y siguió al cronista rampa abajo hasta la biblioteca en sí. Uno junto al otro, vagaron por el laberinto de estanterías, rodeados por todas partes de caoba y pergamino y vitela. De vez en cuando, Gabriel se detenía y colocaba algún tomo devuelto en su lugar correspondiente, casi con reverencia. Las estanterías eran demasiado altas para ver qué había detrás y todos los pasillos parecían iguales. Al poco tiempo, Gustus ya estaba perdido sin remedio y una parte de él se preguntó cómo, en nombre de la Madre, Gabriel podía encontrar algún sentido a aquel lugar.

—¿Adónde abismos vamos? —gruñó, frotándose las rodillas doloridas.

—A una sección nueva —respondió Gabriel—. Aparecen a todas horas en este sitio. Cuando quieren que se las encuentre, me refiero. Con esta topé hace casi dos años. Justo antes de que tu chica viniera aquí por primera vez.

En la oscura lejanía, Gustus alcanzaba a oír los gusanos de biblioteca moviendo sus inmensos corpachones entre los estantes. Pieles correosas raspando contra la piedra, rugidos profundos y atronadores que hacían temblar el suelo. El aire, seco y fresco, reverberaba con el tenue canto del hermoso coro. Aquel lugar daba una sensación de paz, eso desde luego. Pero Gustus dudaba mucho que él pudiera pasar allí una eternidad con la misma calma que Gabriel. Giraron por una larga estantería que se curvaba con suavidad. Mientras recorrían las hileras de volúmenes polvorientos envueltos en viejas pieles y madera pulida, Gustus reparó en que la curva iba acentuándose poco a poco, en que la estantería se combaba en una espiral cada vez más cerrada. Y en algún lugar próximo a su centro, sumidos en una oscuridad casi plena, Gabriel se detuvo. El cronista alcanzó el estante de arriba, sacó un grueso libro y se lo entregó a Gustus.

—La Madre conserva solo lo que necesita —dijo—. Y hace lo que puede. Las pequeñas cosas de las que es capaz.

Gustus enarcó una ceja, con el cigarrillo todavía encendido en los labios mientras examinaba el tomo. Estaba encuadernado en cuero, negro como el cielo de la veroscuridad. Los bordes de las páginas estaban manchados de rojo sangre y la cubierta lucía un cuervo en pleno vuelo repujado en negro brillante.

Abrió el libro y miró la primera página.

Nuncanoche —murmuró—. Qué título más tonto para un libro.

—Es una lectura interesante —dijo Gabriel.

Gustus pasó al prólogo y sus ojos cansados recorrieron el texto.

CAVEAT EMPTOR

La gente suele cagarse encima cuando se muere.

Sus músculos se relajan, su alma revolotea en libertad y lo que queda… sale fuera, sin más. Aun con la adoración que su público profesa a la muerte, los dramaturgos rara vez…

Gustus pasó unas páginas más, dando leves bufidos.

—¿Tiene notas a pie de página? ¿Qué clase de gilipollas escribe una novela con notas al pie?

—No es una novela —replicó Gabriel con tono ofendido—. Es una biografía.

—¿De quién?

El cronista se limitó a señalar el libro con un movimiento de cabeza. Gustus pasó más páginas y echó un vistazo al principio del tercer capítulo.

lo dejó caer en el camino de una doncella, que a su vez cayó al suelo con un chillido. La dona Wood se volvió hacia su hija, regia y furiosa.

¡Lexa Wood, quita a ese sucio animal de en medio o lo dejaremos aquí!

Y así, con tanta facilidad, hemos sabido su nombre. Lexa.

A Gustus le flaquearon las piernas. El cigarrillo se quedó colgando de unos labios que de pronto se habían vuelto secos como el hueso. Se le heló la sangre al comprender por fin qué tenía en las manos. Miró los estantes que lo rodeaban. Los libros muertos y los libros perdidos y los libros que nunca existieron, algunos quemados en las piras de los fieles, otros tragados por el tiempo y otros…

Demasiado peligrosos para llegar a escribirse nunca.

Gabriel se había alejado por la hilera curva, con las manos en los bolsillos y murmurando para sí mismo, dejando atrás una estela de fino humo gris. Pero Gustus se había quedado clavado en el sitio. Cautivado hasta la médula. Empezó a pasar páginas más rápido y sus ojos recorrieron la fluida caligrafía, captando solo fragmentos con las prisas.

Los libros que amamos nos aman a nosotros.

Daré recuerdos a tu hermano.

¿Quién o qué es la Luna? —preguntó.

Gustus llegó al final y se puso a dar vueltas al libro en las manos. Se preguntó por qué no había más páginas y miró alrededor en la biblioteca de los muertos, presa de un mudo y temeroso asombro.

—Luego encontré otro —dijo Gabriel, regresando hacia él—. Hará unos tres meses. No estaba y, al giro siguiente, ahí lo vi.

El cronista tendió a Gustus otro tomo pesado. Era parecido al que ya tenía en las manos, pero las páginas estaban ribeteadas de azul en vez de en rojo sangre. Había un lobo repujado en la negra cubierta, en lugar de un cuervo. Gustus se pasó el primer libro al brazo doblado, abrió el segundo y leyó el título.

Tumba de Dioses —musitó.

—Es la continuación del otro —dijo Gabriel con un asentimiento—. Creo que este me gustó más, en realidad. No se anda con tanta jodienda al principio.

El coro prosiguió su cántico en la fantasmal penumbra que los rodeaba, resonando por el inmenso athenaeum. Las manos le temblaban y el cigarrillo se le cayó de la boca mientras recuperaba con torpeza el primer tomo y por fin lograba abrirlo por la página del título.

Y allí estaba.

NUNCANOCHE

LIBRO UNO DE LAS CRÓNICAS DE LA NUNCANOCHE

Por Gustus de Liis

El anciano cerró el libro y miró al cronista de Niah con ojos dubitativos.

—Me cago en la puta —susurró.