CAPÍTULO 4

Regalo

Los orbes arkímicos centelleaban en los techos abovedados y la música inundaba el pecho de Lexa y todo a su alrededor era pálido hueso y reluciente oro. Estaba entre su padre y su madre, cogidos de sus dos manitas, mirando con ojos maravillados la pista de baile que se extendía por debajo. Arrebatadoras donas en deslumbrantes vestidos de rojo y perla y negro, meciéndose y girando en brazos de elegantes dones con largas levitas. Deliciosa comida presentada en bandejas de plata y tintineantes copas de cristal llenas de burbujeantes licores.

¿Y bien, palomita? —preguntó su padre—. ¿Qué te parece?

¡Qué bonito es todo! —exclamó Lexa con un suspiro.

La niña notaba los ojos de la gente observándolos, allí en la cima de la curvada escalinata. El ujier de cámara había anunciado su llegada al granpalazzo y todos se habían vuelto para mirarlos. El apuesto justicus de la Legión Luminatii, Nyko Wood. Su encantadora y formidable esposa, Anya. Los padres de Lexa se abrieron paso entre la multitud de nacidos de la médula, entre las hermosas sonrisas, los saludos educados, los rostros ocultos por exquisitas máscaras de carnaval. El salón de baile del palazzo estaba a rebosar de toda la flor y nata de la sociedad de Tumba de Dioses invitada al acontecimiento: la elección de un nuevo cónsul siempre sacaba de su casa a la gente más hermosa.

¿Querrás bailar, querida? —quiso saber el padre de Lexa.

Anya Wood dio un suave bufido, apretándose con una mano el vientre hinchado. Lexa sabía que el bebé no tardaría en llegar.

Esperaba que fuese un niño.

No a menos que traigas una carretilla escondida bajo ese jubón, marido mío —respondió ella.

Por desgracia —dijo Nyko, metiendo la mano bajo los pliegues de su disfraz—, solo traigo esto.

El padre de Lexa le regaló a su madre una rosa de color rojo sangre, acompañándola de una profunda reverencia para los ojos de los fisgones que los rodeaban. Anya sonrió, tomó la flor y la olió con una profunda inhalación sin apartar la vista de su marido. Pero de nuevo, se pasó una mano por la tripa y rechazó la invitación con una mirada de aquellos ojos oscuros y astutos.

El padre de Lexa se volvió y se arrodilló frente a la niña.

¿Y qué me dices tú, palomita? ¿Quieres bailar?

Lexa llevaba toda la semana sintiéndose rara, a decir verdad. Desde que había caído la veroscuridad, le hormigueaba el estómago y notaba que nada estaba del todo como debería. Pero aun así, cuando su padre le tendió la mano, no pudo evitar una sonrisa, absorta en la calidez de sus ojos.

Zí, padre —ceceó.

Deberíamos dar la enhorabuena a nuestro nuevo cónsul —señaló su madre.

No tardaremos —dijo su padre asintiendo mientras le ofrecía el brazo a Lexa—. ¿Mi dona?

Salieron los dos a la pista de baile, y los demás invitados nacidos de la médula se apartaron para dejarles paso. Lexa solo tenía nueve años y aún no era lo bastante alta ni lo bastante mayor para bailar como era debido. Pero Nyko Wood le subió los piececitos encima de sus botas y la llevó con suavidad entre el ajetreo y el vaivén de la música. Lexa vio que las otras parejas de la pista les sonreían, encandiladas como siempre por el gallardo justicus y su precoz hija. Miró alrededor llena de asombro, embelesada por la canción y los vestidos y las luces titilantes en el techo. Los tres soles se habían hundido bajo el horizonte hacía más de una semana, y el breve reinado de la Madre de la Noche en el firmamento estaba a punto de concluir. Lexa oyó el popopopopop de los fuegos artificiales en la ciudad, lanzados para espantar a la Noche de vuelta al abismo. Por toda Tumba de Dioses la gente estaba acurrucada frente a sus chimeneas, esperando a que Aa abriera los ojos de nuevo. Pero allí, en brazos de su padre, Lexa descubrió que no estaba nada asustada. En vez de miedo, sentía seguridad.

Fuerza.

Amor.

Sabía que su padre era un hombre atractivo, y ya era lo bastante mayor para reparar en las expresiones anhelantes de las damas nacidas de la médula al verlo pasar con movimientos gráciles por la pista de baile. Pero aunque a las más bellas donas de Tumba de Dioses —y a no pocos dones— se les fuese la mirada tras él, el padre de Lexa solo tenía ojos para su hijita.

Te quiero, Lexa.

Yo también te quiero.

Prométeme que lo recordarás. Pase lo que pase.

Lexa le sonrió, perpleja.

Te lo prometo, padre.

Siguieron bailando, revoloteando por los tablones pulidos al ritmo de la mágyca melodía. Lexa miró hacia el techo que se elevaba muy por encima de ella, brillante y blanquecino. El extravagante palazzo del cónsul estaba construido en la base de la primera Costilla, muy cerca del Senado y del Espinazo de Tumba de Dioses. La pista donde estaban era un mosaico giratorio de los tres soles, que daban vueltas unos en torno a otros igual que los bailarines. El edificio estaba tallado del propio hueso de tumba de la Costilla, igual que la espada larga que el padre de Lexa llevaba al cinto, igual que la armadura que se ponía cuando cabalgaba hacia la guerra. El corazón de la República Itreyana, cincelado a partir de los huesos de algún titán caído mucho tiempo atrás. Lexa buscó entre la multitud y vio a su madre hablando con un hombre sobre un estrado, al fondo del salón. El hombre estaba resplandeciente en una túnica de brillante púrpura, con unos laureles dorados en la frente y anillos de oro en los dedos. Tenía el cabello abundante y oscuro, los ojos más oscuros todavía, y era, aunque Lexa jamás lo reconocería en voz alta, quizá un poco más guapo que su padre. La madre de Lexa hizo una inclinación a aquel hombre tan apuesto. A una mujer elegante que estaba sentada en el estrado no pareció hacerle ninguna gracia que el hombre respondiera al gesto besando la mano de Anya Wood.

¿Quién es ese, padre? —preguntó Lexa.

Nuestro nuevo cónsul —respondió él, siguiendo la mirada de Lexa con la suya—. Roan Azgeda.

¿Es amigo de madre?

Algo parecido.

Lexa vio que el hombre apuesto ponía una mano en la tripa hinchada de Anya Wood. Fue un toque breve, ligero como una pluma. Y hubo una mirada entre ellos, fugaz como un pensamiento.

Ese hombre no me gusta —declaró la niña.

No te preocupes, palomita —respondió el justicus—. A tu madre le gusta lo suficiente para las dos. Siempre ha sido así.

Lexa parpadeó y alzó hacia su padre unos ojos verdes entornados. En vez del pañuelo, en torno al cuello de Nyko había una cuerda, atada en un nudo corredizo perfecto.

¿Por qué lo dices? —preguntó.

Venga, despierta, Lexa —suspiró él.

Padre, no lo…

Despierta.

—Despierta.

Lexa recibió una fuerte patada en la tripa. Oyó la voz de un niño, desde algún lugar lejano.

—¡Despierta, maldita seas!

Otra patada, esa en la herida reciente del hombro. Lexa contuvo un grito de dolor, abrió los ojos y captó una silueta inclinada sobre ella en la penumbra. Por acto reflejo, lanzó su mano buena y aferró el cuello de la figura, que gimió y se revolvió y le clavó unos dedos pequeños en el antebrazo. Fue solo entonces, imponiéndose al dolor y a la confusión de la toxina que ya remitía, cuando reconoció a…

—¿Aden?

Soltó el cuello del niño como si su piel fuese metal hirviendo. Consternada, hizo ademán de alisarle la mugrienta toga púrpura.

—Oh, Aden, lo sien…

—¡Me llamo Lucio! —espetó el chico, apartándole las manos con brusquedad.

Lexa respiró, intentando calmar el martilleo de su corazón. Estaba horrorizada consigo misma por haber podido hacerle daño sin pensar. Tenía la mente anegada de imágenes de un resplandeciente salón de baile y un cielo de veroscuridad y la mano de Azgeda en la barriga de su madre. De un estadio lleno de gente, chillando mientras ella hundía su daga de hueso de tumba en el pecho de Azgeda. De la cara de Aden, pálida y aterrorizada mientras ella ponía fin a su padre delante de él.

—Lo siento —repitió—. No te he hecho daño, ¿verdad?

El chico se limitó a fruncir el ceño, sus ojos tan oscuros e insondables como los de ella. Lexa miró alrededor, preguntándose dónde estarían. Los rodeaba un vasto espacio negro, iluminado por el brillo de una única lámpara, en el suelo a su lado. La luz fantasmagórica llegaba solo a unos palmos de distancia, y más allá se abría una oscuridad demasiado espesa para desentrañarla. El suelo era irregular bajo su cuerpo, y Lexa se dio cuenta de que estaba compuesto de rostros y manos humanas, tallados en relieve en la misma roca pálida como la nieve. Las caras eran todas femeninas, todas de la misma mujer, de hecho: unos rasgos hermosos, unos rizos largos de suave curvatura. Pero sus expresiones eran todas de angustia, de terror, bocas de piedra muy abiertas que chillaban en silencio. Las numerosas manos se extendían palma arriba hacia el techo invisible, como si estuviera a punto de derrumbarse sobre ellas. Lexa apretó los párpados e intentó recordar cómo había llegado hasta allí. Recordó el enfrentamiento con Solis y Chss. La figura espectral que la había rescatado en la necrópolis de Galante, salvándole de nuevo la vida entre las moradas de los muertos en Tumba de Dioses. Aún sentía el veneno de Solis en las venas, aunque se fijó en que la herida del hombro estaba vendada con tela oscura. Todavía se notaba lenta por la toxina, helada y frágil por la gelidez que la rodeaba. Le dolían las heridas y le tiraban las costras de sangre seca en la piel, y en algún lugar distante había una furia innominada e ignota. Y mirando aquel mar de pétreas caras aterrorizadas, le embargó la misma sensación que daría el sonido a alguien que se hubiera quedado sordo mucho tiempo atrás, porque de pronto cayó en la cuenta de que estaba…

Asustada.

Buscó en la oscuridad. Trató de localizar a sus pasajeros entre las manos de piedra y las bocas abiertas, pero no alcanzó a sentirlos en ninguna parte. Le hormigueó la piel, le dio un vuelco el estómago y, con un siseo de dolor, se obligó a ponerse en pie.

—¿Don Majo? —llamó—. ¿Eclipse?

No hubo respuesta. Nada salvo el golpeteo del pulso en las venas, salvo el espantoso vacío de su ausencia. Eclipse había caminado con ella desde la muerte de Kane, Don Majo desde que habían ahorcado a su padre. Lexa no había estado sin ellos desde hacía una eternidad, a menos que así lo hubiera querido. Pero encontrarse sola en esos momentos…

—¿Dónde estamos? —susurró, observando el mar de rostros y manos.

—No lo sé —dijo Aden con la voz un poco trémula.

Se le suavizó el corazón y tendió una mano hacia él en la oscuridad.

—No te preocupes, Aden, estoy aquí cont…

—¡Me llamo Lucio! —gritó él, descargando un piececito contra el suelo—. ¡Lucio Ático Azgeda! ¡Soy el primogénito del cónsul Roan Maximiliano Azgeda y mi honor me compele a matarte! —Señaló con un dedo acusador, sus mofletes rosados de furia—. ¡Tú has asesinado a mi padre!

Lexa retiró la mano, estudiando la cara del chico. Los dientes desnudos y el labio tembloroso. Aquellos ojos verdes y taciturnos, tan parecidos a los de ella. Tan parecidos a los de él.

—Antes te cantaba —dijo—. Cuando eras pequeño y había tormenta. No te gustaban nada los truenos. —Se descubrió sonriendo ante el recuerdo—. Te ponías rojo de chillar y chillar, con unos pulmones que despertarían a los muertos. Las niñeras no podían hacer nada para que parases. Yo era la única que te tranquilizaba. ¿Te acuerdas?

Carraspeó y graznó una tonadilla chirriante:

—En los momentos funestos, cuando hace más mal tiempo,

»cuando el viento sopla frío en…

—Suenas como una arpía pidiendo la cena a gritos —la interrumpió el chico, burlón.

Lexa se mordió el labio, esforzándose para contener su infame irritabilidad. Había dedicado casi ocho años a planear las muertes de los hombres que habían matado a su familia. Seis años entrenando con los asesinos más peligrosos de la república, otro año al servicio de la Iglesia Roja y otro luchando por su vida en las arenas de los estadios de Itreya, vadeando en sangre. Pero en todo ese tiempo, jamás había aprendido cómo lidiar con un mocoso malcriado nacido de la médula que lloraba la pérdida del cabronazo de su padre. Aun así, intentó imaginar cómo debía de sentirse el niño. Cómo debía de sentarle estar mirando a la chica que había asesinado a su padre. En realidad, no era tan difícil ponerse en su piel. Lexa recordó su propia versión de aquel momento, muchos años antes. Recordó mirar a los hombres que habían ahorcado a su propio padre en el foro. Su juramento de venganza resonándole en los oídos; el odio, un ácido al rojo blanco en sus venas. ¿Estaría sintiendo Aden justo lo mismo por ella?

«¿Soy yo su Azgeda?».

—Aden, lo siento —dijo—. Sé que esto es difícil. Sé que estás asustado y enfadado, que hay cosas que aún…

—No me dirijas la palabra, esclava —gruñó él.

Lexa se llevó la mano a la marca arkímica que tenía en la mejilla. A los círculos entrelazados que la señalaban como propiedad del collegium de Titus. Notó la cicatriz en el otro lado de la cara. El corte que le atravesaba la ceja y se enroscaba en un gancho cruel a lo largo de la mejilla izquierda, un recuerdo de su calvario en las arenas. Pensó un momento en Wells. En Cantahojas y los demás Halcones. Se preguntó si habrían llegado a algún lugar seguro.

—No soy ninguna esclava —repuso con el hierro asomando a su voz—. Soy tu hermana.

—Yo no tengo hermana —masculló Aden.

—Hermanastra, pues —dijo Lexa—. Tenemos la misma madre.

—¡Eres una embustera! —exclamó él, dando otro pisotón al suelo—. ¡Embustera!

—No te estoy mintiendo —insistió ella, pellizcándose el caballete de la nariz para atemperar el dolor—. Aden, escúchame, por favor. Eras demasiado pequeño para acordarte. Pero te robaron de nuestra madre cuando eras un bebé. Se llamaba Anya. Anya Wood.

—¿Wood? —bufó él, entornando los oscuros ojos—. ¿La esposa del Coronador?

Lexa parpadeó, sorprendida.

—¿Sabes que hubo una rebelión?

—No soy un golfo de los bajos fondos, esclava —replicó Aden, alisándose la sucia toga—. Todos mis tutores dicen que tengo una memoria afilada como una espada. Sé quien fue el Coronador. Mi padre envió a ese traidor a la horca y a su buscona, a la Piedra Filosofal.

—Esa lengua —le advirtió Lexa, alzando un dedo como se alzaba su mal genio—. Es tu madre de quien estás hablando.

—¡Soy hijo de un cónsul! —restalló el niño.

—Sí —concedió Lexa—. Pero Liviana Azgeda no es tu madre.

—¿Cómo te atreves? —Aden cerró las manitas en puños—. Tú serás hija de la puta de un traidor, pero yo no soy ningún bas…

El bofetón hizo que Aden retrocediera trastabillando hasta caer de culo como un ladrillo. Lexa sintió la ira en sus venas, creciendo a oleadas, amenazando con tragársela entera. Aden la miró parpadeando, con los ojos como platos rebosantes de lágrimas y una mano en la ardiente mejilla. Era un vástago nacido de la médula, heredero de enormes haciendas, hijo de una casa noble. Lexa supuso que nadie le había puesto la mano encima jamás. Y mucho menos alguien con una marca de esclava. Pero aun así…

—Hermano o no —dijo Lexa en tono de advertencia—, te prohíbo que hables así de ella.

Por debajo de la furia, Lexa estaba horrorizada consigo misma. Exhausta y asustada y dolorida hasta los huesos. Durante todos esos años había creído muerto a Aden, o no habría permitido que siguiera bajo la tutela de Azgeda. Debería estar abrazándolo llena de gozo, no derribándolo sobre su pequeño culo pomposo.

«Y en concreto, no por decir la verdad».

Lexa había descubierto gracias a Wells que el matrimonio de sus padres era de conveniencia, no de pasión. Nyko Wood estaba enamorado del general Antonio, el hombre que había pretendido convertirse en rey de Itreya. El arreglo del Coronador con su esposa era una alianza política, no una grandiosa historia de amor. Tampoco era nada tan extraño: así era la vida en muchas casas nacidas de la médula en la república. Pero de todos los hombres que Anya Wood podría haber tomado como amantes, de todos los que podría haber engendrado un hijo, de todos los hombres del mundo, ¿cómo podía haber escogido al puto Roan Azgeda?

Aden se manoseó los ojos, la huella de la mano que Lexa le había grabado en la mejilla. Saltaba a la vista que tenía ganas de llorar. Pero en vez de eso, reprimió las lágrimas, apretó los dientes y transformó el dolor en odio.

«Por los dientes de las Fauces, de verdad es hermano mío».

—Lo siento —dijo Lexa, amansando la voz—. Sé que te estoy contando unas verdades duras. Pero tu padre era un hombre malvado, hermano. Un tirano que quería tallarse un trono para sí mismo con los huesos de la república.

—¿Igual que pretendía el Coronador? —escupió Aden.

Lexa tragó saliva, recibiendo las palabras del chico como un puñetazo en el estómago. Aunque se esforzaba por controlarse, notó que estaba empezando a enfurecerse de nuevo. Como si la ira de Aden de algún modo avivara la suya.

—Eres solo un niño. Demasiado pequeño para entenderlo.

—¡Eres una embustera! —El chico se levantó, elevando también el mal genio y el volumen de su voz—. ¡Lo que pasa es que mi padre derrotó al tuyo y eso te cabrea!

—¡Pues claro que me cabrea!

—¡Le has engañado! —gritó el niño—. ¡En el podio del vencedor! ¡Llevabas escondido ese cuchillo en la armadura o no podrías haberle tocado ni un pelo!

—¡He hecho lo que debía hacerse! —exclamó ella—. ¡Roan Azgeda merecía morir!

—¡No ha sido una lucha justa!

—¿Justa? —gritó Lexa—. ¡Él mató a nuestra madre!

—No tienes honor ni…

La voz del chico murió, el tenso rugido de su cara se relajó en mudo asombro. Lexa siguió su mirada hacia el suelo, hacia aquel retablo de caras quejumbrosas y manos abiertas, iluminado por el

fantasmal resplandor de la única lámpara que tenían. Allí, en la piedra grabada, encontró sus sombras, profundas y tenebrosas en la luz espectral. Y estaban moviéndose. La sombra de Aden se deslizaba hacia atrás, como una víbora enroscándose para atacar. La de la propia Lexa se extendía hacia la de él, su pelo fluyendo como en una leve brisa. En un abrir y cerrar de ojos, la sobra de Aden atacó a la suya, echándole las manos a la garganta. La sombra de Lexa se infló y ondeó mientras la sombra más pequeña le envolvía el cuello con las manos. Las sombras intercambiaron golpes y tajos, una repentina violencia pintada en titilante negro, aunque Lexa y Aden seguían los dos quietos e ilesos. Lexa distinguía una furia inmaculada en los ojos de su hermano, reflejando la batalla que estaban librando en la oscuridad. Parecía como si sus sombras interpretaran sus sentimientos más íntimos: el odio de él, el afecto despreciado de ella. Y en ese momento estuvo segura, tanto como de su propio nombre, de que ese chico la mataría si pudiera. Le rajaría el cuello y la dejaría para que se la comieran las ratas. Contempló aquellas cintas de oscuridad, recordando que su sombra había reaccionado igual en presencia de Furiano. Al mirar a su hermano, sintió el mismo vértigo y el mismo anhelo que había experimentado cerca de otros tenebros. Como si se hubiera quedado dormida con alguien a su lado y despertara sola. La impresión de que había algo que… faltaba.

Se obligó a calmar la voz. Obligó a su sombra a quedarse quieta.

—Sí que soy tu hermana, Aden —dijo—. Tú y yo somos lo mismo.

El chico dio la callada por respuesta, sin apartar de ella su mirada de odio. Pero la hostilidad entre sus sombras fue remitiendo poco a poco, las siluetas fueron recuperando sus formas normales, con solo unos pequeños zarcillos ondeando en los bordes para señalar que tenían algo extraño. La oscuridad en torno a ellos se impregnó de un silencio mortal. Los ojos desorbitados de un millar de rostros de piedra los contemplaron.

—¿Cuánto tiempo hace que te habla? —preguntó Lexa en voz baja—. La oscuridad.

Aden se quedó callado. Con las manitas cerradas en pequeños puños.

—Yo no era mucho mayor que tú, el primer giro en que me habló. —Lexa dio un suspiro con el alma cansada—. Fue el giro en que tu padre ahorcó al mío, ordenó que a mí me ahogaran, te arrancó de brazos de nuestra madre. El giro en que lo destruyó todo.

El chico miró las sombras de los dos, con los ojos oscuros empañados.

—Me costó ocho largos años —prosiguió ella—. Cuántos kilómetros y cuánta sangre. Pero ahora ha terminado. Para bien o para mal, Roan Azgeda está muerto. Y volvemos a estar juntos.

—Lo que estamos es perdidos —espetó él—, Coronadora.

Lexa miró a su alrededor, escrutando la oscuridad más allá del círculo de luz de su lámpara. Por la gelidez del aire y el silencio que los envolvía, supuso que estarían muy bajo tierra. En alguna sección oculta de la necrópolis, tal vez.

¿Por qué le había salvado la vida el deshogarado si pretendía abandonarla allí abajo?

¿Dónde estaban Don Majo y Eclipse?

¿Y Gustus?

¿Y Clarke?

¿Por qué seguía allí sin hacer nada, como una doncella asustada?

Recogió la lámpara. Tenía la superficie lisa y blanquecina como las zarpas de un cuervo, tallada con relieves de una extraña forma curvada.

«Es hueso de tumba», comprendió.

Aún sentía aquel anhelo en su interior cuando miraba al chico, a sus sombras en el suelo. Pero se dio cuenta de que allí había algo más. Algo que tiraba de ella en medio de tanta penumbra y tanto frío. Al mover la lámpara con la mano, reparó en que sus sombras no se movían reaccionando a la luz. Estaban fijas en una dirección, como el hierro atraído por una calamita. Lexa estaba agotada, necesitada de sueño. Magullada y sangrando y asustada. Pero la voluntad que la había mantenido en movimiento cuando todo se antojaba perdido, cuando todo el mundo parecía estar en su contra, cuando su tarea parecía poco menos que imposible, la impulsó a seguir andando. No sabía dónde se

hallaban, pero sabía que no podían quedarse en ese lugar. Así que tendió la mano a su hermano.

—Vamos.

—¿Adónde?

Señaló con el mentón sus sombras en el suelo.

—Ellas saben el camino.

El chico la miró con ira y desconfianza en los ojos.

—Nuestra familia tenía un lema —dijo Lexa—, antes de que tu padre la destruyera. Neh diis lus'a, lus diis'a. ¿Sabes lo que significa?

—No sé hablar liisiano —gruñó el chico.

—Cuando todo es sangre, la sangre es todo. —Le tendió la mano de nuevo—. La sangre es todo, hermanito —repitió.

Aden alzó la mirada hacia ella. En la tiniebla, entre aquellas hermosas caras aulladoras y las manos abiertas y la espectral luz de hueso de tumba, Lexa vio el reflejo del padre del chico en aquellos ojos negros tan profundos.

Pero, al final, Aden le cogió la mano.

—¿Sientes eso?

La voz de Lexa resonó en la penumbra, demasiado estrepitosa para su gusto. Habían estado caminando lo que parecían kilómetros por un tortuoso laberinto de túneles. Todas las paredes y los suelos estaban hechos de esas manos y caras de piedra, desiguales bajo sus pies. Era de lo más desconcertante estar andando por una superficie de chillidos mudos. Lexa estaba convencida de que aquello formaba parte de la necrópolis de Tumba de Dioses, pero no le sonaba de nada y no tenía ni idea de por qué alguien querría dedicar años enteros a tallar así las paredes y el suelo. Cuanto más caminaban, más inquieta se sentía. De vez en cuando captaba movimientos por el rabillo del ojo, y juraría que una mano de piedra se había movido o que algún rostro se había girado para seguirla a su paso. Pero, cuando desviaba la mirada hacia ellos, estaban inmóviles. La oscuridad era opresiva, el aire pegajoso, el sudor le ardía en los cortes y los pinchazos de la piel. Aquella furia innominada e ignota seguía acrecentándose en su pecho, y no tenía ni idea de por qué. Con cada paso que daba, la sensación que había estado incordiando a Lexa desde que despertara en aquel lugar se volvía más pronunciada. La atracción de la polilla a la llama. Por el momento, al menos, el miedo de Aden a la oscuridad parecía haberse impuesto a su odio por ella y, aunque se negaba a ir de la mano con Lexa mucho tiempo, la seguía sin separarse de ella. Mientras Lexa lo guiaba por los pasadizos, con la lámpara de hueso de tumba en alto, a veces echaba la vista atrás y lo encontraba mirándola con un odio que no se molestaba en disimular. Desafiando por completo la luz espectral de la lámpara, sus sombras seguían proyectándose túnel abajo y habían pasado a ser mucho más largas de lo que deberían.

Con cada pisada, la atracción parecía ganar fuerza.

La furia parecía arder más brillante en su pecho.

—No me gusta estar aquí —susurró Aden.

—Ni a mí —respondió Lexa.

Siguieron andando, más juntos que antes. Lexa sentía una ira que vibraba en el aire a su alrededor. Una sensación de cólera profunda y pertinaz. De dolor y necesidad y hambre entrelazadas. Era la misma sensación que había tenido durante la Masacre de la Veroscuridad. La misma que había sentido durante su victoria en el estadio. Una impresión de malignidad en los mismos huesos de la ciudad. Notaba el aire aceitoso y cargado, y estaba segura de oler sangre. Los rostros de las paredes estaban moviéndose ya sin ningún género de duda, y en el suelo que pisaban las manos de piedra se extendían hacia ellos, los labios de piedra vocalizaban palabras silenciosas. A Lexa casi se le salió el corazón por la boca al notar que unos dedos tocaban los suyos. Bajó la mirada y vio que Aden volvía a cogerle la mano y la apretaba fuerte, con los ojos casi desorbitados de miedo.

Hambre.

Furia.

Odio.

El túnel desembocaba en otra cámara, demasiado extensa para llegar a ver las paredes. Las caras angustiadas de debajo descendían en pendiente hasta formar un gran estanque, apenas visible al tenue brillo de la lámpara. La orilla era toda bocas y manos abiertas, y Lexa vio que estaba lleno de un líquido negro y aterciopelado y calmo, que mojaba los ojos y entraba en las bocas de los rostros más próximos al borde. Parecía brea, pero el hedor era inconfundible. Salado y cobrizo y con un matiz a podredumbre.

Sangre.

Sangre negra.

Y allí, en esa orilla que chillaba sin hacer el menor ruido, Lexa vio dos siluetas conocidas. Ambas mirando el estanque de negro con sus no-ojos.

—¡Don Majo! —gritó—. ¡Eclipse!

Sus pasajeros se quedaron inmóviles mientras Lexa corría a tropezones sobre las caras y las palmas de manos, mientras caía arrodillada a su lado. Suspirando de alivio, les pasó las manos por los cuerpos y vio cómo sus formas cambiaban y se ondulaban como humo negro en un vientecillo. Pero ninguno de los dos apartó la mirada de aquella laguna de aterciopelada oscuridad.

Don Majo ladeó la cabeza y habló como aturdido:

—… ¿tú lo sientes?…

—… SÍ LO SIENTO… —respondió Eclipse.

—¿Lexa?

Se volvió al oír la voz con el corazón brincando en el pecho. Y allí, en la penumbra, entre los ojos pétreos y los gritos vacuos, Lexa contempló una vista más hermosa que ninguna otra que pudiera recordar. Una chica alta vestida con el atuendo ensangrentado de una guardia del estadio, con otra lámpara de hueso de tumba en la mano y una espada de hueso de tumba al cinto. Cabello rubio teñido de rojo, mejillas bronceadas salpicadas de pecas, ojos del azul del cielo quemado por los soles.

—Clarke… —susurró Lexa.

Corrió. Tan ligera y rauda que casi creyó volar. Todo el dolor y el agotamiento se convirtieron en recuerdos distantes, y hasta la visión de aquel estanque negro quedó olvidada. Trastabillando en las caras de piedra, con el corazón a punto de estallarle, Lexa separó las manos y se estrelló en el abrazo de Clarke. Topó tan fuerte que casi levantó del suelo a la chica más alta. Abrumada por el delirante júbilo de volver a verla, Lexa enredó los dedos en el pelo de Clarke, le tocó la cara para ver si era real y, sin aliento, por fin atrajo a la chica a un beso hambriento.

—Oh, Diosa —susurró.

Clarke intentó hablar, pronunciar unas palabras que asfixió la boca de Lexa. Lexa notó el sabor de la sangre al abrirse la herida del labio, hizo caso omiso al dolor y apretó el cuerpo contra el de Clarke.

—No volveré a dejar que te marches nunca. —Tomó las mejillas de Clarke con las dos manos y apretó de nuevo los labios contra los suyos—. Nunca, ¿me has oído? Jamás.

—Lexa. —Clarke la detuvo poniéndole una mano en el pecho.

—¿Qué? —susurró Lexa.

Sobrepasada, se abalanzó de nuevo hacia la boca de la chica, pero Clarke se volvió de lado, la miró intensa a los ojos y la apartó con delicadeza. Lexa se quedó mirando aquel azul quemado por los soles y parpadeó confusa.

—Clarke, ¿qué pasa?

—HOLA, LEXA.

A ella se le heló la sangre en las venas al oír la voz que llegó desde detrás. La temperatura en torno a ellas se precipitó mientras Lexa se daba la vuelta, con la piel hormigueándole. Vio una figura conocida, con hojas gemelas de hueso de tumba a la espalda. Vestía una túnica oscura y raída en los dobladillos, tenía las manos negras y las sombras se retorcían como tentáculos en el borde de su capucha. Lexa miró a Clarke y vio el miedo casi palpable en su mirada azul. Se apartó de los brazos de su amante y se encaró del todo hacia la extraña figura. De sus labios ensangrentados emanaron pálidas volutas de aliento.

—Vaya —dijo—, pero si es mi misterioso salvador.

El ser hizo una profunda inclinación y sus ropajes ondearon como en una brisa ilusoria. Tenía una voz hueca y sibilante que reverberaba en algún lugar muy próximo a la boca del estómago de Lexa.

—MI DONA.

—Supongo que debería darte las gracias. —Lexa se cruzó de brazos y sacudió la cabeza para pasarse el pelo tras los hombros—. Pero llegarán después de las presentaciones. ¿Quién abismos eres?

—UN GUIA —respondió la figura—. UN REGALO.

—Habla sin rodeos —le soltó Lexa, enfureciéndose—. ¿Quién eres?

—Lexa… —murmuró Clarke, poniéndole una mano con suavidad en el hombro.

—¡Que hables! —exigió Lexa, dando un paso adelante con los puños apretados.

El ser levantó aquellas manos negras como la tinta y se quitó la capucha. En la luz fantasmagórica, Lexa vio unos ojos negrísimos y una piel de puro alabastro. Unas rastas de sal gruesas y oscuras, meciéndose como si estuvieran vivas. Seguía siendo terriblemente apuesto, con su mandíbula fuerte y sus pómulos altos, antaño garabateados por odiosas manchas de tinta y luego rehechos a la perfección por las manos de la tejedora.

Unos labios que Lexa había besado.

Unos ojos en los que se había ahogado.

Un rostro que había adorado.

Lexa desvió la mirada a los ojos azules y asustados de Clarke. La devolvió a los insondables pozos negros que pasaban por los de él.

—Por la puta Negra Madre —susurró.