CAPÍTULO 6
Imperator
Lexa estaba sentada en una orilla negra, sintiendo cómo se libraba una guerra de tres colores en su mente. El primero era el rojo de la sangre. El rojo de la ira. Notó cómo le cerraba las manos en puños. Cómo la llenaba a rebosar, de los pies a la coronilla. Escupió maldiciones y fuego y pisoteó dando zancadas aquellos angustiados rostros de piedra. Fue un placer poder rendirse durante un rato, abrazar el mal genio por el que tan famosa era. Por lo menos, ya sabía de dónde procedía. Flotaba en el aire a su alrededor, en la ciudad que se alzaba por encima, cambiando la arquitectura de debajo de su piel.
Toda su vida.
La ira de un dios derribado.
El segundo color era el gris del frío acero. La suspicacia que se le colaba en la tripa como un puñal, helada y dura. Hubo un momento en el que rezó para que todo fuese un truco, una manipulación de un hombre que siempre había demostrado ir tres pasos por delante de ella. Pero en sus profundidades más recónditas, todo resonaba a verdad. La forma en que la había mirado Azgeda aquel giro, en los aposentos de su madre. Ese giro en el que el cónsul había hecho un gesto con la mano y le había arrebatado todo su mundo. El brillo de sus ojos al bajar la mirada hacia ella y dedicarle una sonrisa oscura como un cardenal.
«¿Quieres saber qué me mantiene calentito de noche, pequeña?».
Y así, la ira mató a la suspicacia. La ahogó en una inundación escarlata.
Pero tras el frío gris de la sospecha había llegado la tristeza.
Negra como los nubarrones de tormenta. Convirtiendo sus maldiciones en sollozos y su ira en lágrimas. Se había derrumbado en aquella orilla de aullidos sin voz y había llorado. Como una niña. Como un puto bebé. Permitiendo que la aflicción, el horror, la angustia se derramaran por sus labios y cayeran por sus mejillas hasta dejarle los ojos rojos como la sangre y la garganta áspera y dolorida.
Nyko Wood. El justicus de los Luminatii. El líder de la Rebelión del Coronador. El hombre que le había regalado rompecabezas para la Gran Ofrenda, que le había leído cuentos antes de dormir, cuya barba de unos giros le había hecho cosquillas en la cara cuando le daba el beso de buenas noches. El hombre que había puesto los pies de Lexa encima de los suyos y la había llevado de un lado a otro en aquel salón de baile tan resplandeciente.
—Te quiero, Lexa.
—Yo también te quiero.
—Prométeme que lo recordarás. Pase lo que pase.
El hombre al que había venerado, el hombre al que había llorado, el hombre a cuya venganza había consagrado los últimos ocho años de su vida. El hombre al que había llamado padre.
Ni por asomo.
Clarke estaba sentada detrás de ella mientras Lexa sollozaba, rodeándole la cintura con el toque suave de sus brazos, la frente apretada fresca y suave contra su espalda. Don Majo y Eclipse estaban cerca, observando en silencio. Aden la miraba con una recién descubierta confusión en aquellos ojos insondables.
Iguales que los de Azgeda.
«Iguales que los míos».
—Su esposa no puede tener hijos —musitó Clarke con la voz impregnada de tristeza—. La de Azgeda, digo. Supongo que por eso se llevó a Aden… después de…
—Todo buen rey necesita hijos —susurró Lexa—. ¿Hijas? Ya no tanto.
—Lo siento, amor. —Clarke le cogió la mano y se apretó los nudillos llenos de costras sangrantes contra los labios—. Negra Madre, cuánto lo siento.
Eclipse fue hacia ella, envolvió la cintura de Lexa con su cuerpo traslúcido y apoyó la cabeza en el regazo de la chica. Don Majo se tumbó en sus hombros, se enroscó en su pelo, arqueó la cola protectora a lo ancho de su pecho. Lexa halló consuelo en la humeante gelidez de sus pasajeros, en el tacto leve como un susurro de sus cuerpos contra el suyo, en los brazos de Clarke que la rodeaban. Pero sus ojos no tardaron en verse atraídos de nuevo hacia aquel estanque negro que se extendía por delante, hacia el hedor cobrizo de la sangre que casi saturaba el aire. Bajó la mirada otra vez a sus manos vacías, a los pasajeros junto a ella, a la sombra de debajo, más oscura que nunca antes.
«Los muchos fueron uno. ¿Y lo serán de nuevo?».
Miró al silencioso chico deshogarado, de pie ante ella. Tenía los ojos negros fijos en Clarke. En los dedos entrelazados de las dos chicas. Lexa recordó que esos ojos habían sido de color avellana en otros tiempos. Que esos dedos la habían tocado en sitios donde nadie lo había hecho antes. La revelación de Lincoln todavía resonaba en sus oídos. El peso de la verdad que llevaba tantos años buscando, de pronto incómoda y derrengada sobre sus hombros. Una parte de ella todavía la encontraba imposible de creer, incluso con el recuerdo de la Masacre de la Veroscuridad cantando en su cabeza, el poder y la furia que había blandido con tanta facilidad, las sombras cortando como espadas en sus manos. Había matado a muchísimos hombres, rindiéndose a la ira que la había mantenido durante todos aquellos años y todos aquellos kilómetros y todas aquellas nuncanoches insomnes. Estaba entrando de nuevo en ella, poco a poco, deslizándose desde aquel estanque. Tóxica. Narcótica. Asfixiando el negro de la tristeza con oleadas de conocido y reconfortante rojo.
Si se enfurecía, no tenía por qué pensar.
Si se enfurecía, podía limitarse a actuar.
Cazar.
Apuñalar.
Matar.
A ese cabronazo. A la araña en el centro de toda esa puta telaraña podrida. Al hombre que había condenado a su madre a morir en la Piedra Filosofal, que había ordenado que la ahogaran a ella, que la había utilizado para librarse de sus rivales hasta, por fin, ponerse al alcance su trono de mierda. Al hombre que la había manipulado desde lejos durante todos esos años, empujándola, retorciéndola, convirtiéndola en…
Miró sus manos temblorosas y abiertas.
«En esto».
De modo que se rindió a la ira. Permitió que asfixiara la tristeza en su interior. Y a la oscuridad, susurró:
—Si una asesina es lo que quiere, una asesina es lo que tendrá.
Clarke parpadeó.
—¿Qué?
Lexa se levantó con una mueca de dolor. Extendió la mano.
—Dame la espada, Clarke.
Clarke bajó los ojos a la espada larga que llevaba al cinto. La había recogido de los aposentos de Lexa en la capilla de Tumba de Dioses. Era de hueso de tumba, afilada como la luz de los soles, con el puño tallado como un cuervo en pleno vuelo. La hoja había pertenecido a Nyko Wood, robada de su estudio en Nido del Cuervo por Marco Titus. Lexa había matado a Titus, le había abierto la garganta en un tugurio polvoriento de la costa de Ysiir y había reclamado la espada como propia.
Vengando a su padre, o eso había creído.
«Te quiero, Lexa».
«Yo también te quiero».
—Que me la des —dijo Lexa.
—¿Por qué? —preguntó Clarke.
—Porque me pertenece.
—Lexa… —Clarke se levantó, y la cautela y el cariño le transformaron la voz en terciopelo—. Lexa, no sé en qué piensas, pero… estás agotada. Estás herida. Lo que acaba de decirnos Lincoln… no puede ser fácil de..
—¡Dame la puta espada, Clarke! —gritó Lexa.
Las sombras se ensancharon, la oscuridad tiñó su voz y la convirtió en hueco hierro. La oscuridad se removió a sus pies en demenciales pautas y formas de un negro estroboscópico. Los ojos de ámbar rojo en la empuñadura centellearon a la luz fantasmal. El estanque se onduló a su espalda, como besado por la piedra más minúscula concebible. Clarke palideció bajo sus pecas. Lexa vio que hasta había empezado a temblar. Pero no cedió terreno. Apretó los dientes y cerró los puños para que dejaran de agitarse. Plantó cara a Lexa como nadie más osaba nunca.
—No —respondió.
Lexa gruñó:
—Clarke, te lo advierto…
—Adviérteme todo lo que quieras —repuso Clarke, y respiró hondo—. Sé que estás enfadada. Sé que estás dolida. Pero tienes que pensar. —Hizo un gesto hacia la oscuridad de detrás y de debajo de Lexa—. Lejos de este condenado estanque. Con la piel limpia de sangre y un cigarrillo en la mano y una nuncanoche de sueño entre tú y toda esta mierda.
Lexa frunció el ceño, pero el hierro de su mirada flaqueó.
—Dame mi espada, Clarke.
La chica levantó un brazo y pasó una mano suave por la cruel cicatriz de la mejilla de Lexa. Por la curva de sus labios. La mirada de sus ojos derritió el corazón de Lexa.
—Te amo, Lexa —dijo Clarke—. Amo incluso la parte de ti que me asusta. Pero ya te han herido bastante por un giro. No permitiré que te hagan más daño.
Las lágrimas empañaron los ojos de Lexa. El negro se alzó por debajo del rojo. Las paredes se cernían sobre ella, a punto de caer desmoronadas. Sus manos aletearon a los lados, como si estuviera desesperada por un abrazo pero demasiado hecha trizas para suplicarlo. Con un murmullo de piedad y una fugaz mirada al chico deshogarado que las observaba, Clarke dio un paso adelante y envolvió a Lexa con los brazos. Le dio un beso en la frente, la apretó contra ella y Lexa se dejó hundir entre sus brazos.
—Te amo —susurró Clarke.
—Lo siento —apenas vocalizó Lexa en el pelo de Clarke, mientras le recorría la espalda con las manos.
—No pasa nada.
—Sí. —Las manos de Lexa descendieron por las caderas de Clarke y las yemas de sus dedos rozaron la empuñadura de la espada larga. Y con una floritura, Lexa desenfundó la hoja de la vaina y retrocedió fuera del alcance de Clarke—. Sí que pasa.
—Eres… —Clarke tenía los ojos desorbitados, la boca abierta—. Eres una… condenada…
—¿Zorra?
Lexa volteó la espada en la mano mientras se secaba las lágrimas con la otra manga mugrienta.
—Sí —asintió—. Pero soy una condenada zorra lista. —Se volvió hacia Lincoln, se sorbió la nariz y espetó—: ¿Cómo se sale de aquí?
—DEBES ESCUCHAR LO…
—No debo nada —espetó Lexa—. Roan Azgeda está en Tumba de Dioses, ¿eso lo entiendes? El verdadero Roan Azgeda. Cien mil personas han visto cómo lo mataba una asesina. Tiene que mostrarse ante la plebe para asegurarles que todo va bien antes de que la ciudad estalle en llamas. Y su imitador está muerto. Así que ¿vas a enseñarme cómo salir de este puto agujero o a dejarme vagando en la oscuridad y jugando a adivinar el camino? Porque, de un modo u otro, voy a subir otra vez a la Tumba.
—Yo recuerdo el camino por el que hemos venido —dijo una voz pequeña.
Lexa miró a su hermano, de pie en la negra orilla con su sucia toga púrpura. El chico estaba mirándola con sus grandes ojos oscuros, y saltaba a la vista que ya no sabía muy bien qué pensar de ella. No había querido creer que eran hermanos, eso estaba bastante claro. Pero si lo que había dicho Clarke de que su padre seguía con vida era cierto, entonces todo lo demás podía serlo también. Y cuando Lexa era quien había matado a su padre, todo era sencillo: ella era la enemiga, odiada y temida. Pero Aden había descubierto que su padre aún vivía, así que ¿cómo se sentía acerca de la hermana a la que nunca había conocido?
—¿De verdad lo recuerdas? —preguntó Lexa.
El chico asintió.
—Tengo una memoria afilada como una espada. Todos mis tutores lo dicen.
Lexa tendió la mano a su hermano.
—Vamos, pues.
El chico la miró, con suspicacia y hambre flotando en los ojos. Pero, con toda la lentitud del mundo, tomó su mano. Don Majo se colocó en los hombros de Lexa, ronroneando con suavidad mientras Eclipse merodeaba cerca de sus tobillos. Lexa levantó la lámpara de hueso de tumba y dio un paso hacia la oscuridad, pero Lincoln se movió para interponerse, alzándose sobre ella como un hermoso espectro desangrado salido de un relato junto a la hoguera. Lexa sintió el frío que irradiaba su cuerpo, donde en otros tiempos había notado una calidez que le dolía en las entrañas. Siguió con los
ojos la línea alabastrina de su cuello, el corte de su mandíbula, la leve arruga del hoyuelo en su mejilla. Pálido como la leche. Pálido como la muerte.
—Según tú, la Madre te envió para hacerme de guía —dijo Lexa—. Muéstrame el camino.
—ESTE NO ES TU CAMINO, LEXA —respondió Lincoln en voz baja—. CLARKE ESTÁ EN LO CIERTO: ESTÁS HERIDA. ENFADADA. NECESITAS DORMIR, Y UNA COMIDA DECENTE, Y UN MOMENTO DE RESPIRO.
—Lincoln —dijo Lexa—, ¿recuerdas esa vez cuando éramos discípulos en que me convenciste, apelando a mi lado razonable, de no hacer algo por lo que estaba desesperada?
Él ladeó la cabeza.
—Eh… No.
—Yo tampoco —replicó Lexa—. Y ahora, enséñame el camino. O apártate de él, joder.
El chico lanzó una mirada a Clarke. La oscuridad que los rodeaba resonó con una melodía de asesinato. El estanque rieló en queda furia. Lincoln bajó los ojos hacia los de Lexa. Negros sin fondo, completamente indescifrables. Pero, al final, exhaló un gélido suspiro.
—SÍGUEME.
—¡Al foro!
Los pregoneros estaban en cada puente; los campanilleros, en cada calle adoquinada. El grito recorría de un lado a otro las calles, atravesaba las tabernas, cruzaba los canales desde las Partes Bajas a los Brazos y vuelta a empezar. Toda Tumba de Dioses era un clamor.
—¡Al foro!
El caos había intentado echar raíces en el tiempo que habían pasado bajo la ciudad, y Lexa distinguía el olor de la sangre y el humo en el aire. Pero, cuando llegaron al exterior desde los túneles bajo la necrópolis de Tumba de Dioses, vio que la anarquía aún no se había desatado del todo. Los Luminatii y los soldados patrullaban las calles, empujando a la gente con escudo y porra. Las congregaciones de más de una docena de personas se rompían con rapidez, junto con la nariz de cualquiera que protestase en voz demasiado alta. Parecía que la legión estaba avisada de los problemas por adelantado, casi como si el cónsul hubiera previsto que la ciudad iba a alborotarse al concluir los juegos.
«Siempre un paso por delante, el muy hijo de puta…».
Y en esos momentos, el anuncio ondeaba por las calles. Flotaba sobre los balcones y los tejados de terracota y despertaba ecos al cruzar los canales. Acallando los rumores y pacificando los disturbios y prometiendo las respuestas que anhelaban todos los habitantes de la ciudad.
¿De verdad habían asesinado al cardenal? ¿Y al cónsul también? ¿El salvador de la república había caído ante la hoja de una mera esclava?
Lexa había robado una capa de la cuerda de tender de una lavandera, y otra tira de tela con la que envolver la cicatriz y la marca de esclava que llevaba en la cara. Recorrieron el Brazo de la Espada y bajaron hacia el Corazón, Clarke a su izquierda, Lincoln a su derecha, Aden en sus brazos. El peso del chico hacía que le dolieran los músculos, que su columna vertebral gimiera en protesta. Pero aunque ella no fuese ya la asesina que había matado a su padre, seguía siendo la secuestradora que afirmaba ser su hermana perdida, y Lexa no confiaba en que no fuese a intentar huir a la primera de cambio. E incluso aunque no temiese que aquel mierdecilla tan listo pusiera pies en polvorosa, seguía resistiéndose a la idea de soltarlo. No podía perderlo.
No después de todo aquello.
Con Eclipse y Don Majo en su sombra, el chico parecía un poco más apaciguado. La miraba con ojos nublados mientras recorrían veloces las calles de Tumba de Dioses, pisando los rectos adoquines y las imponentes piazzas del distrito nacido de la médula, cada vez más y más cerca del foro. La multitud que los rodeaba estaba ardiendo de miedo, de curiosidad, de violencia que esperaba entre bambalinas. Lexa entrevió atisbos de hojas ocultas. Destellos de dientes desnudos. El potencial para la perdición, a solo un aliento y una palabra errónea de distancia. Vio todos los rencores. Todos los esclavos, todos los plebeyos desgraciados, todos los insatisfechos con alguna cuenta que saldar. Vio lo quebradizo que era todo, la fragilidad de aquello que llamaban «civilización». La furia que bullía en el corazón de aquel lugar. Tumba de Dioses daba la misma sensación que un tonel lleno de vydriaro envuelto en trapos empapados de aceite. Esperando la chispa que lo incendiaría todo. Casi en el foro, a unas decenas de metros de la primera Costilla, encontraron las calles demasiado atestadas para acercarse ni un solo paso más. Los accesos y los puentes estaban repletos de gente de todo tipo, jóvenes y viejos, ricos y pobres, itreyanos, liisianos, vaanianos, dweymeri. En vez de intentar abrirse camino por el exterior, Lexa y sus acompañantes enfilaron con esfuerzo hacia la base de la majestuosa estatua de Aquel que Todo lo Ve que se alzaba en el centro del foro. La efigie se elevaba por encima de la muchedumbre sus buenos quince metros tallados en mármol sólido. Había tres orbes arkímicos representando a los tres soles sobre una mano de Aa. En la otra sostenía una poderosa espada. Lexa había destruido aquella misma estatua en la veroscuridad de su decimocuarto cumpleaños, pero Azgeda había ordenado que la recrearan y había pagado el coste de sus propias arcas. Otro gesto devoto más para comprar la adoración de la plebe. Con Aden en brazos de Lincoln, el cuarteto escaló la estatua y encontró un lugar donde quedarse a mirar en los pliegues de la túnica de Aquel que Todo lo Ve. Desde allí contemplaron a la multitud que se extendía por debajo.
—Negra Diosa, cuánta gente —susurró Clarke al lado de Lexa.
Lexa solo pudo quedarse mirando. La muchedumbre ante la que había combatido en el Venatus Magni había sido impresionante, pero parecía que hasta el último ciudadano de Tumba de Dioses se había congregado allí para escuchar el anuncio. Las Costillas se elevaban sobre ellos, dieciséis arcos de hueso de tumba que relucían blancos hacia el firmamento. Los soldados y los Luminatii se movían a empujones entre la multitud, golpeando cráneos y manteniendo el orden bien agarrado por el cuello. La desesperación y el miedo flotaban en el aire como el hedor a sangre en plena matanza. Por lo menos, tenían el pliegue de la túnica para ellos solos, ya que la gélida presencia de Lincoln, aunque pareciera igual de apurado por la veroluz que Lexa, disuadía a otros escaladores de acercarse demasiado. Lexa entrecerró los ojos en el fulgor de la veroluz. El ascenso desde las entrañas de la ciudad había sido largo, silencioso, un centenar de giros y recodos. No sabía cuánto rato habían estado andando, porque el tiempo parecía carecer de significado en la hueca oscuridad bajo la piel de la urbe. Pero, después de alejarse, ansiaba volver allí abajo. A aquel estanque negro. A aquellas caras mudas y quejumbrosas. Lo añoraba, igual que añoraba a Don Majo y Eclipse cuando se separaban. Lo añoraba como si le hubieran arrancado una parte de sí misma.
Los muchos fueron uno.
Apartó el pensamiento. Se concentró en la ira. En sus nudillos blancos sobre el puño de la espada de hueso de tumba. Nada de todo aquello, la Luna, Niah, Cleo, Gustus, Clarke, Lincoln, nada de todo aquello importaba, joder.
«No hasta que ese hijo de la grandísima puta esté muerto».
Sonaron trompetas, barritando agudas y claras en el resplandor de la veroluz. Los soles del cielo eran seres vivos que le aporreaban los hombros, que la aplastaban bajo su luz como un gusano bajo una bota. Las sombras en los pliegues de la túnica de Aquel que Todo lo Ve eran su único alivio, y Lexa se aferraba a ellas como un niño a las faldas de su madre. Pero enderezó la espalda al oír la fanfarria, forzó la vista más allá del enorme anillo abierto del foro y del círculo de enormes columnas coronadas con estatuas de los senadores más notables de la historia. El propio edificio del Senado se alzaba al oeste, todo columnas acanaladas y hueso pulido. La primera Costilla dominaba el lado sur, con el balcón del palazzo del cónsul atestado de Luminatii en corazas de hueso de tumba y senadores de verdes laureles y ondeantes togas blancas ribeteadas en púrpura. Las trompetas sonaron altas y prolongadas, acallando los gritos, los bisbiseos, la incertidumbre que se cocía en la Ciudad de los Puentes y los Huesos. A decir verdad, Lexa nunca se había parado a plantearse en serio las consecuencias de su argucia en el Magni, más allá de ver a Jaha y Azgeda muertos. Pero, con el rumor de la muerte del cónsul corriendo desatado, todo parecía estar al borde de la calamidad.
¿Qué le ocurriría a aquel lugar si el cónsul caída de verdad? ¿Qué le sucedería a aquella ciudad, a aquella república, si Lexa la decapitaba? ¿Se reduciría todo a patalear y agitarse un tiempo, mientras le crecía una cabeza nueva? ¿O se partiría en mil pedazos como un dios derribado a manos de su padre?
—¡Por el misericordioso Aa! —llegó un grito desde abajo—. ¡Mirad!
Otra voz desde un tejado detrás de ellos:
—Por las Cuatro Hijas, ¿es él?
Lexa sintió que su corazón daba un vuelco y le martilleaba en el pecho. Entornó los ojos, deslumbrada por el fulgor, hacia el balcón de los aposentos del cónsul mientras los Luminatii y los senadores se apartaban a los lados.
«Oh, Diosa. Oh, misericordiosa Negra Madre».
Su toga púrpura aún estaba empapada de sangre, su laurel dorado ausente. Tenía una venda que le envolvía el cuello y el hombro, saturada de rojo. Su rostro estaba blanquecino, su cabello entrecano mojado de sudor. Pero era imposible confundir al hombre que se adelantó y levantó la mano como un pastor ante el rebaño.
Tres dedos estirados en el símbolo de Aa.
—Padre —dijo Aden.
Lexa miró furibunda a su hermano, preguntándose si le daría problemas pidiendo ayuda a gritos, pero parecía lo bastante atemorizado por el chico deshogarado que lo sostenía para mantenerse callado de momento. La multitud, en cambio, se anegó de una oleada de júbilo, un rugido ensordecedor y vertiginoso que nació entre quienes estaban lo bastante cerca para ver al hombre son sus propios ojos y se propagó y se propagó por todo el foro. La gente de más atrás empezó a dar voces, exigiendo saber la verdad, exigiendo ver, empujando y forcejeando. Los soldados intervinieron con las porras listas. Las calles oscilaron y ondearon, el público dio empellones y escupitajos, se tiraron unos a otros de los puentes a los canales de abajo, y el caos echó fuertes raíces y empezó a crecer y crec…
—¡Pueblo mío!
El grito llegó a través de cuernos distribuidos por todo el foro, amplificado hasta resonar en las paredes del Senado, en el hueso de tumba del Espinazo. Como si de algún tipo de magya se tratara, llevó quietud al caos. Equilibrio al filo del cuchillo. Aunque Roan Azgeda estaba demasiado lejos para que Lexa pudiera distinguirle la expresión, su voz sonaba áspera de dolor. Vio que junto a Azgeda estaba su esposa, Liviana, su vestido rojo como las manchas de sangre, su cuello centelleando de oro. Lexa miró a Aden a su lado, vio sus ojos fijos en la mujer que había afirmado ser su madre. El chico alzó la mirada hacia Lexa. La apartó de nuevo con la misma presteza. Azgeda respiró hondo antes de seguir hablando.
—¡Pueblo mío! —repitió—. ¡Compatriotas! ¡Amigos!
Se hizo el silencio en la Ciudad de los Puentes y los Huesos. El aire estaba tan quieto que se oían los susurros del lejano mar, el murmullo de la plegaria del viento. Lexa había conocido el amor de la multitud en la arena, puro y sin paliativos. Los había puesto en pie rugiendo de adoración, los había hecho emocionarse y gritar y entonar su nombre como un himno elevado a los cielos. Pero ni una sola vez en todos sus combates los había cautivado de aquella manera. A Roan Azgeda lo llamaban Senatum Populiis, el senador del pueblo. El Salvador de la República. Y aunque a Lexa le daba arcadas reconocerlo, se maravilló al ver cómo Azgeda apaciguaba una ciudad entera, cómo la transformaba en una balsa de aceite con solo un puñado de palabras.
—¡He oído susurros! —exclamó Azgeda—. ¡Rumores de que vuestra república está decapitada! ¡De que han asesinado a vuestro cónsul! ¡De que Roan Azgeda ha caído! ¡He oído esos susurros y aquí estoy, gritando desafiante ante todos vosotros! —Descargó un puño ensangrentado en la balaustrada—. ¡Aquí me tenéis! ¡Y por Dios que aquí me quedaré!
Un rugido. Atronador y jubiloso, desplegándose como un incendio descontrolado entre la muchedumbre. Lexa vio a gente debajo de ella abrazándose, mejillas empapadas de gozosas lágrimas. Su estómago se revolvió, sus labios se crisparon, sus dedos se apretaron tanto en torno al puño de la espada que le tembló la mano. Al cabo de un rato razonable, Azgeda levantó la mano y el
silencio cayó de nuevo como un yunque. Respiró hondo y entonces tosió, una vez, dos. Se llevó la mano al hombro ensangrentado, se balanceó un poco ante el cuerno mekkénico. Soldados y senadores dieron un paso adelante para sostener al cónsul antes de que cayera. La consternación ondeó entre la plebe. Pero con una firme negación de cabeza, Azgeda detuvo a sus bienintencionados acompañantes y se irguió de nuevo en toda su altura, a pesar de las «heridas». Valiente y firme y oh, cuán, cuán fuerte. La multitud perdió el juicio colectivo. El apasionamiento y el alborozo la inundaron por completo. Incluso mientras se le agriaba la boca, Lexa tuvo que admirar la teatralidad del gesto. La forma en que aquella serpiente exprimía hasta el último contratiempo y el último tropiezo para sacarles todo el beneficio.
—¡Estamos heridos! —bramó Azgeda—. De eso no cabe duda. Y por mucho que duelan mis heridas, no os hablo de la cuchillada que he recibido, no. ¡Os hablo del golpe que hemos recibido todos! Nuestro consejero, nuestra conciencia, nuestro amigo… ¡Qué digo amigo! Nuestro hermano nos ha sido arrebatado. —Azgeda agachó la cabeza y, cuando habló de nuevo, su voz se tiñó de desconsuelo—: Pueblo mío, me parte el corazón traeros nuevas tan aciagas como esta. —El cónsul se apoyó en el antepecho y tragó saliva, como embargado por la tristeza—. Pero debo confirmaros que Thelonius Jaha, el sumo cardenal de la clerecía de Aa, el elegido de Aquel que Todo lo Ve en esta bendita tierra…, ha caído asesinado.
Sonaron gritos desolados en el foro. Gemidos de angustia y dientes rechinando. Azgeda levantó despacio la mano, como un director frente a su orquesta.
—Lloro la pérdida de mi amigo. En verdad la lloro. Largas fueron las nuncanoches que pasé sentado ante su esplendor, y durante los años que me queden llevaré conmigo la celestial sabiduría que me regaló. —Azgeda agachó la cabeza y profirió un sonoro suspiro—. ¡Pero largo es también el tiempo que llevo advirtiendo de que los enemigos de nuestra república se hallan más cerca de lo que creen mis hermanos del Senado! ¡Largo es el tiempo que llevo advirtiendo de que el legado del Coronador todavía supura en el corazón de nuestra república! Y sin embargo, ni siquiera yo me habría atrevido a imaginar que en esta festividad, la más sagrada de todas, en la ciudad más magnífica que haya visto jamás el mundo, ¡el máximo representante de la fe en Aquel que Todo lo Ve podía caer muerto por la hoja de una asesina! ¡Y a la vista de todos nosotros! ¡Ante los tres ojos que no parpadean del propio Aa! ¿Qué locura es esta? —Se rasgó la toga púrpura y aulló al cielo—: ¿Qué locura es esta?
El gentío rugió de nuevo, pasando de la angustia a la furia y de vuelta. Lexa observó el vaivén de la emoción, arreciando y remitiendo como el tempestuoso oleaje en una playa. Vio cómo Azgeda les exprimía hasta la última gota.
Cuando la algarabía se hubo calmado, el cónsul habló de nuevo:
—Como sabéis, amigos míos, para salvaguardar la seguridad de la república, tenía intención de postularme para un cuarto período como cónsul en las elecciones de la veroscuridad. Pero ante la realidad de este ataque a nuestra fe, a nuestra libertad, a nuestra familia, no me queda otra opción. A partir de este momento, basándome en las provisiones de emergencia de la Constitución Itreyana y frente a la innegable amenaza a nuestra gloriosa república, yo, Roan Azgeda, por la presente me atribuyo el título de imperator y todos los poderes que…
La voz de Azgeda quedó barrida al instante por el fragor de la plebe. Todo hombre, mujer y niño lo aclamaba. Soldados. Hombres santos. Panaderos y carniceros, dulcechicas y esclavos… Negra Diosa, hasta los putos senadores que estaban con él en ese pequeño y horrible escenario. Azgeda estaba haciendo trizas la constitución de la república en sus mismas narices. Estaba reduciendo sus voces a un tenue eco en una cámara desierta. Y aun así, ninguno de ellos,
ni uno
solo
de ellos,
se lio a gritos,
ni estalló en cólera,
ni le plantó cara.
Vitorearon al muy hijo de puta.
Cuando un bebé está asustado, cuando su mundo se tuerce, ¿a quién busca llorando? ¿Quién parece la única persona capaz de enderezarlo todo?
Lexa negó con la cabeza.
«Su padre…».
Azgeda levantó la mano, pero al parecer ni siquiera el director de orquesta podía aplacar aquellos aplausos. La gente daba pisotones al unísono, coreaba su nombre como una plegaria. Lexa se mantuvo en pie, bañada por aquel estruendo, asqueada hasta los huesos. Clarke bajó el brazo y le apretó la mano. Lexa desvió la mirada hacia el chico muerto que tenía al otro lado, dudando si devolverle el apretón. Pareció que pasaba una eternidad antes de que la muchedumbre se calmara lo suficiente para que Azgeda hablase de nuevo.
—Debéis saber que no me tomo esta responsabilidad a la ligera —vociferó por fin—. Desde ahora hasta la veroscuridad, cuando estoy seguro de que nuestros amigos del Senado ratificarán mi nuevo puesto, pueblo mío, seré vuestro escudo. Seré vuestra espada. Seré la piedra sobre la que podamos reconstruir nuestra paz, recuperar lo que se nos ha arrebatado… ¡y forjar de nuevo nuestra república para que sea más fuerte, más grandiosa y más gloriosa que nunca!
Azgeda logró componer una sonrisa en respuesta a la reacción exultante del público, aunque parecía estar flaqueando. Su esposa le susurró al oído y él se palpó el hombro ensangrentado y asintió despacio. Un centurión de los Luminatii se adelantó para escoltarlos a ambos hacia el interior. Pero con una última demostración de fuerza, Azgeda se volvió de nuevo hacia la multitud.
—¡Escúchame! —Su grito llevó el silencio al foro, un silencio profundo y espeso como el mismísimo abismo—. ¡Escúchame! —exclamó—. ¡Y ten por seguro que digo la verdad! Porque ahora te estoy hablando a ti. A ti.
Lexa tragó saliva, con la mandíbula apretada y dolorida.
—Dondequiera que estés, cualquiera que sea la sombra que ha caído sobre tu corazón, por negra que sea la oscuridad en la que te halles…
Lexa reparó en que Azgeda había enfatizado las palabras «sombra» y «oscuridad». Notó el fervor en su voz. Y aunque estaban separados por decenas y decenas de metros, con cien mil personas o más entre ellos, por un instante se sintió como si Azgeda y ella fuesen las dos únicas personas del mundo.
—Soy tu padre —proclamó Azgeda—. Siempre lo he sido. —Separó las manos mientras la muchedumbre alzaba las suyas—. ¿Y juntos? Juntos nada puede detenernos.
