CAPÍTULO 7

Ser

El destello de una espada de hueso de tumba.

Un gañido gorgoteante.

Una salpicadura de rojo.

Otro guardia se hundió de rodillas y Lexa

dio un paso

al otro lado

del pasillo

hasta el segundo hombre, cuyos ojos empezaban a desorbitarse al ver caer a su camarada. La hoja atravesó músculo y hueso como si fuesen niebla. Los músculos del hombre se relajaron, su vejiga se aflojó y el pis y la sangre mancharon el suelo de piedra pulida mientras caía de rodillas y, de ahí, a su final. Lexa arrastró los cadáveres a una antecámara y se acuclilló en las sombras, su cara tras una cortina entreabierta de largo cabello negro. Escuchando por si llegaban pisadas. Fuera del palazzo, el foro seguía inundado de sonido, de gente que dudaba entre celebrar el discurso de Azgeda o llorar a su cardenal asesinado. Tumba de Dioses había caído presa de una euforia culpable, respirando más tranquila después de arrancar una salvación de la calamidad. Su padre había desafiado a la muerte. Había escapado de la hoja de la asesina.

¿Quién podía negar ya que fuese el elegido de Aa? ¿Quién mejor que él para ostentar el título de imperator y guiar a la república entre los peligros que la acechaban?

Lexa recorrió los pasillos de hueso de tumba, silenciosa y veloz. Dio pasos entre las sombras con la misma facilidad con que otra chica saltaría de un charco a otro bajo la lluvia. Era un don que llevaba años practicando, aunque le resultaba mucho más intuitivo desde que Furiano había muerto por su mano. Recordó que su hermano había utilizado las sombras para cegarla en la necrópolis, y se preguntó distraída si ella también podría aprender a hacerlo. Se preguntó cuánto había de cierto en el relato de Lincoln sobre las astillas de un dios quebrado en su interior. Se preguntó qué otros dones podría descubrir dentro de sí misma, si aceptaba esos dones y lo que era.

Los pasillos estaban adornados con hermosos tapices, flanqueados de estatuas de mármol sólido, iluminados por arañas de tintineante cristal dweymeri. Le llegó el sonido de la música desde la lejanía, cuerdas y un clavecín, un toque de sobriedad a la sombra de la muerte del cardenal. La espada larga de hueso de tumba era un peso reconfortante en su mano; el hedor a sangre, un dulce perfume en sus fosas nasales; la loba hecha de sombras, un gruñido arrullador en sus oídos.

—… DOS MÁS POR DELANTE…

Cayeron como habían caído los dos anteriores, con un titilar de sombras, con una chica materializándose de la nada, como enfocándose ante sus ojos sorprendidos. Los hombres eran Luminatii, armadura de hueso de tumba y capa roja sangre y plumas en las cabezas. Los yelmos hicieron maravillas sofocando el poco ruido que produjeron al morir, y las capas hicieron un trabajo estupendo limpiando el pringue después. El corazón le aporreaba a pesar de la daimón en su sombra. Sus pensamientos derivaron hacia Clarke, Lincoln, Aden. Había pedido a la primera que cuidara del último, que lo protegiera como si su vida dependiese de ello. «No soy una puta niñera», había llegado la protesta, y quedaban muchas más esperando entre bastidores. Pero el beso de Lexa las había silenciado todas sin demora.

—Por favor —era lo único que había dicho—. Hazlo por mí.

Y con eso había bastado por el momento.

Cuánto tiempo más duraría, de eso no estaba muy segura.

—YO NO SERVIRÉ DE NADA EN ESTO —le había dicho Lincoln—. LA LUZ ES DEMASIADO BRILLANTE.

—Has despachado bien rápido a esos soldados de la necrópolis —había señalado ella—, por mucha veroluz que haya.

—LAS MURALLAS ENTRE ESTE MUNDO Y LOS DOMINIOS DE LA MADRE SON MÁS FINAS EN LAS CASAS DE LOS MUERTOS. Y ES POR MEDIO DE LA VOLUNTAD DE NIAH QUE CAMINO EN ESTA TIERRA, POR LA DE NADIE MÁS. ME HARÉ MÁS FUERTE CUANTO MÁS NOS ACERQUEMOS A LA VEROSCURIDAD, PERO AQUÍ Y AHORA… —Lincoln los había mirado a todos, negando con la cabeza—. ADEMÁS, ES UN PLAN ABSURDO, HIJA PÁLIDA.

Lexa había querido soltarle una pulla en respuesta, pero oír que la llamaba por ese nombre le había estrujado el pecho. Lo había mirado, manos negras ocultas en las mangas, ojos negros ocultos bajo la capucha. Su hermosa cara de alabastro, enmarcada en oscuridad. Pensando en lo que podría haber sido, y entonces ahogando esas ensoñaciones hasta matarlas.

—Por favor, no vayas —le había suplicado Clarke.

—Tengo que ir —había respondido ella—. Azgeda ya casi nunca hace apariciones públicas. Por eso tuvimos que atacar durante el Magni, ¿recuerdas? Tengo que acabar con él ahora, antes de que vuelva a esconderse.

—Estás suponiendo que ese era él —había objetado Clarke—. Azgeda bien podría tener una docena de dobles, que nosotros sepamos. Lleva años compinchado con la Iglesia Roja. ¿Cómo sabes que aún está en la ciudad? Y si lo está, ¿cómo sabes que no te ha tendido una trampa?

—Es probable que sea eso —dijo Lexa.

—Entonces, ¿qué le impedirá matarte? —preguntó Clarke imperiosa.

—Solis y Chss llevaban hojas envenenadas con rictus. Me quieren viva. —Lexa desvió la mirada hacia su hermano—. Porque yo también tengo algo que él quiere.

—Lexa, por favor…

—Don Majo, quédate aquí con Aden. Mantenlo tranquilo.

—… oh, no quepo en mí de la alegría…

—Eclipse, tú conmigo.

—… COMO DESEES…

—DEBES DEJAR MORIR EL PASADO, LEXA —le había advertido Lincoln.

Ella lo había mirado a los ojos entonces. Había respondido con voz dura y fría:

—A veces el pasado se resiste a morir. A veces tienes que matarlo tú.

Y se había marchado.

Había cruzado el foro hasta que la aglomeración se lo impidió, hasta que encontró demasiados soldados. Luego había seguido bajo su manto de sombras, el mundo un borrón sin forma, los soles ardiendo en el cielo mientras Eclipse guiaba sus pasos. Había avanzado tan despacio como necesitaba, tan deprisa como se atrevía, hasta la amenazadora sombra de la primera Costilla. Por encima de la verja de hierro forjado, entre las decenas de Luminatii apostados en torno a una pesada puerta doble de hueso de tumba, al interior de los aposentos privados del cónsul. Tenía recuerdos vagos de aquel lugar por la celebración a la que había acudido de niña, llevada de un lado a otro por ese brillante salón de baile sobre las botas de su padre mientras…

No, no de su padre.

«Oh, madre, ¿cómo pudiste?».

Merodeó por las sombras como una loba tras el olor de la sangre fresca, con Eclipse explorando adelantada, apenas una silueta negra en las paredes. Evitando a esclavos y sirvientes y soldados, no más que un vientecillo en sus nucas, un escalofrío en sus columnas vertebrales al pasar. Todas las lecciones de Gustus y Ratonero resonando en su cabeza, los músculos tensos, la hoja presta, ni un solo gesto desperdiciado, ni un solo susurro en sus pisadas. Su antiguo maestro se habría henchido de orgullo si la viera. Las lecciones, las prácticas, el dolor, todo ello destilado a la perfección en las venas de Lexa. Cada elección que había hecho la llevaba hasta ese momento. Cada camino que había recorrido conducía inexorable hasta allí. Hasta el lugar donde siempre había sabido que terminaría todo. Los susurros de Eclipse las dirigieron por fin hasta un lujoso estudio. Un enorme escritorio de roble dominaba la estancia desde el extremo opuesto, ante una pared cubierta de estanterías repletas de tomos y pergaminos. El suelo estaba tallado con un somero relieve y manchado por algún trabajo de arkimia, a la que se rumoreaba que Azgeda era aficionado y que, al parecer, se le daba de perlas. El relieve era un enorme mapa de la república entera, desde el mar del Silencio hasta el mar de las Estrellas. El corazón de Lexa aporreó, tumtumtum, contra sus costillas mientras se quitaba el manto de sombras. Pelo pegajoso por el sudor y sangre seca en la piel. Músculos doloridos, heridas ardientes, adrenalina y rabia combatiendo el agotamiento y la aflicción.

Y allí, cerca del balcón, estaba él de pie.

Mirando hacia la deslumbrante luz de los soles como si en el mundo no fallara absolutamente nada.

Era solo una silueta destacada sobre el brillo mientras Lexa cruzaba sigilosa la sala hacia él, con la boca seca como el polvo, la mano que empuñaba la espada empapada en sudor. A pesar de la pasajera en su sombra, Lexa había temido que ya se hubiera marchado, que Clarke estuviera en lo cierto, que el hombre que había hablado a la extasiada plebe pudiera ser solo otro actor al que hubieran puesto el rostro de Azgeda. Pero, al poco de empezar a acercarse, supo que no era así. Una fría náusea en la boca del estómago. Un progresivo horror que dio paso a un desesperante presentimiento de inevitabilidad. Las últimas piezas del acertijo de su vida, de quién era Lexa, de qué era, de por qué era, por fin encajaron en su sitio.

Esa sensación…

Oh, esa sensación tan familiar…

Don Majo cobró forma a su lado en el suelo de la Piedra Filosofal mientras su susurro hendía la penumbra. La dona Wood miró al gato-sombra y siseó como si le hubiera caído encima agua hirviendo. Se apartó de los barrotes y se encogió en el rincón del fondo, con los dientes desnudos en un gruñido.

Está en ti —había susurrado la dona—. Oh, Hijas, está en ti.

—Hola, Lexa —dijo Azgeda.

No se había vuelto para mirarla. Sus ojos seguían fijos en la luz de los soles del exterior. Se había quitado el disfraz desgarrado y sanguinolento para ponerse una larga toga de inmaculado blanco.

Su sombra en la pared. Sus dedos entrelazados a su espalda.

Indefenso.

Pero no solo.

Lexa vio moverse su sombra. Titiló mientras la náusea y el hambre se inflaban en el interior de Lexa hasta casi estallar. Y procedente de la mancha de oscuridad en la pared del estudio, lo bastante oscura para dos, Lexa oyó un tenue y mortífero siseo. Una cinta de oscuridad se desenredo desde debajo de los pies del imperator. Reptó por el suelo y se alzó, fina como el papel, lamiendo el aire con su no-lengua.

—… Tiene tus ojos, Roan… —dijo.

La ira arreció entonces, brillante como aquellos tres soles en los malditos cielos de fuera. La sangre en las venas de Lexa, la sangre que ambos compartían, bulló. En ese momento le traía sin cuidado, le daba igual todo. Gustus y Aden. Clarke y Lincoln. La Iglesia Roja y la Negra Madre y la pobre y rota Luna. Se habría rajado las muñecas a cambio de la oportunidad de ahogar a aquel hombre en su sangre allí mismo. Se habría destrozado a sí misma en pedazos solo para poder abrirle la garganta con las esquirlas. No se dio cuenta de que había echado a correr hasta que casi estaba encima de él, hoja en alto, labios retraídos, ojos entornados.

La serpiente siseó una advertencia.

El pulso atronó en los oídos de Lexa.

Y volviéndose hacia ella, Roan Azgeda levantó la mano.

Un fogonazo de luz. Una punzada de dolor. Un brillo cegador como un puñetazo en la cara, que la envió despatarrada hacia atrás, aullando como una gata escaldada. De los dedos de Azgeda pendía una cadena dorada, en la que se balanceaban tres refulgentes soles, de platino, oro rosado y oro amarillo. La Trinidad de Aa, presente en todos los capiteles de las capillas y todas las ventanas de las iglesias desde allí hasta Ysiir. Pero la que sostenía Azgeda estaba bendecida por un siervo de Aa con verdadera fe. Eclipse gimoteó, la sierpe a los pies de Azgeda se retorció y se enroscó de puro dolor. Lexa estaba tendida de espaldas, sus uñas arañando el suelo tallado mientras Azgeda llevaba el sello entre los pocos palmos y los mil kilómetros que los separaban. La luz era fuego blanco y hojas oxidadas clavándose en la fría oscuridad de detrás de sus ojos. Se le revolvió el estómago y le ardió la visión y su boca se llenó de bilis, reducida por aquella luz cegadora, abrasadora, ardiente a un ovillo de indefenso sufrimiento.

—Me al… alegro de verte, hija —farfulló Azgeda.

«¿Cómo?».

Al otro lado del dolor, aún podía sentir ese mismo anhelo que la embargaba en presencia de cualquiera que fuese como ella. Azgeda era tenebro, estaba segura. Pero aquella Trinidad, Negra Madre, esas tres esferas de llama incandescente…

—¿Co… cómo? —logró balbucir.

—¿Que cómo lo so… soporto?

La voz de Azgeda había flaqueado al hablar y, a través de sus propias lágrimas, Lexa vio que también asomaban unas a los ojos de él. Pero aun así, el imperator de la República Itreyana sostenía aquellos horribles soles en alto entre ellos. Le temblaba la mano. Su pasajero estaba enroscado en nudos de suplicio a sus pies. Unas tenues volutas de humo serpenteaban de entre sus dedos.

Aun así, Azgeda resistió.

—Del mismo modo en que acabo de ap… apoderarme de un trono. —Azgeda movió la Trinidad de un lado a otro, las venas marcadas en su cuello, un siseo escapando de sus dientes apretados—. Es cuestión de voluntad, hija m… mía. Para ostentar el verdadero poder, no necesitas soldados… ni… ni senadores, ni siervos de lo sagrado. Lo único que necesitas es la voluntad para hacer lo que otros n… no osan.

La arcada subió a su garganta, el dolor de la llama de Aquel que Todo lo Ve casi cegador. A pesar de él, Lexa logró responder con una voz que rezumó odio:

—No soy… tu pu… puta hija.

Azgeda ladeó la cabeza y la miró con algo similar a la pena.

—Ay, Lexa…

Se arrodilló delante de ella, llevando la Trinidad todavía más cerca. Lexa se arrastró hacia atrás, moviéndose sobre el trasero y los codos como un cangrejo tullido. Apretó la espalda contra la pared y se descubrió jadeando falta de aliento, con lágrimas cayendo en tropel por sus mejillas cicatrizadas y una mano alzada contra la conflagración de aquellos tres círculos bendecidos. Vio los tendones tensos en el brazo de Azgeda, el sudor reluciente en su puño tembloroso, cayendo en goterones al suelo de hueso de tumba pulido que los separaba.

Aun así, resistió.

—¿Pu… puedo guardar esto? —preguntó—. ¿Crees… que seremos capaces de ha… hablar como personas civilizadas? ¿Por un mo… momento, al menos?

Fuego en el interior del cráneo de Lexa. Odio surcando sus venas como ácido. Pero muy despacio, destrozada por el dolor y enfermiza, asintió. Azgeda se levantó de inmediato y guardó la Trinidad en su toga. El alivio fue instantáneo, vertiginoso, un sollozo que ascendió y escapó de entre los labios de Lexa. Mientras ella bregaba por recobrar el aliento, Azgeda se retiró al otro lado de la sala, sus sandalias de cuero susurrando sobre el enorme mapa tallado en el suelo. Con manos nada firmes, llenó un pequeño vaso de agua de una botella de cristal tintineante.

—¿Puedo ofrecerte algo de beber? —preguntó con una voz que había vuelto a ser suave y dulce como el caramelo—. Tu favorito es el vino dorado, ¿verdad?

Lexa no respondió, mantuvo la mirada de odio fija en Azgeda mientras su pulso se reducía a un mero galope. Lo observó como un sangralcón. Gustus le había enseñado a estudiar a su presa. Y aunque había soñado con Roan Azgeda casi cada nuncanoche durante los últimos ocho años, era la primera vez que lo veía de cerca desde su infancia. El imperator era guapo, tenía que reconocerlo, tanto que casi dolía. Rizos negros salpicados de las más leves trazas de gris en las sienes. Hombros anchos, piel broncínea que contrastaba con el blanco níveo de su toga. Una sabiduría obtenida durante décadas en las altas esferas del poder reluciendo en unos ojos verdes.

Gustus le había enseñado a calar a la gente a primera vista, y Lexa siempre había sido una alumna hábil. Pero al observar a Azgeda, al hombre que había doblegado el Senado itreyano bajo su voluntad, que se había tallado un reino para sí mismo de una república que asesinaba a sus reyes siglos atrás, descubrió que estaba en blanco. Casi todo en él, más allá de lo superficial, estaba bien oculto. Era un asesino. Un cabronazo despiadado. Pero al margen de eso… era un enigma. Con la Trinidad fuera de vista, Eclipse abandonó el refugio de la sombra de Lexa, ondeando de indignación. El pasajero de Azgeda se liberó y reptó por el suelo, observando a la no-loba con algo parecido al hambre. Lexa vio que la sombra del imperator se movía en la pared, con la toga ondeando y las manos alargándose hacia ella, gentiles como corderitos.

—Bueno. —Azgeda se volvió hacia ella, dando un sorbo de su vaso de cristal—. Por fin nos reencontramos. Qué emocionante todo, ¿verdad?

—No tan emocionante como se… será —dijo Lexa, todavía resollando.

—De verdad que me alegro de verte, Lexa. Te has convertido en una señorita de lo más extraordinaria.

—Que te den por el culo, malnacido de los cojones.

Azgeda compuso una leve sonrisa.

—Una joven extraordinaria, pues.

Azgeda sirvió un trago de vino dorado de la mejor calidad en otro vaso de cristal. Dio unos pasos suaves hacia ella, dejó el vaso en el suelo, a una buena distancia de Lexa, y se retiró al otro extremo del estudio. Lexa vio que allí había una mesita baja cuadrada, flanqueada por dos divanes. La mesita tenía un tablero de ajedrez incrustado, sobre el que había una partida en marcha. Hasta con un solo vistazo, Lexa se dio cuenta de que las blancas iban ganando.

—¿Tú juegas? —preguntó Azgeda, enarcando una ceja hacia ella—. Mi adversario era nuestro buen amigo el cardenal Jaha. Nos íbamos enviando mensajeros con los movimientos, porque hacia el final ya no confiaba en mí lo suficiente para vernos cara a cara. —El imperator hizo un gesto hacia el tablero y los anillos dorados de sus dedos destellaron—. Estaba a punto de ganarme esta partida. Al pobre Thelonius siempre se le dio mejor el ajedrez que el verdadero juego.

Azgeda soltó una risita para sí mismo que solo sirvió para enardecer la ira en el pecho de Lexa. No tenía cuchillos ni nada que arrojarle, pero seguía empuñando su espada de hueso de tumba. Se le llenó la mente de todas las formas distintas en que podría hundirla en su pecho. Impasible, Azgeda tomó asiento junto al tablero de ajedrez y dejó su vaso en el brazo del diván de terciopelo aplastado. Metió la mano en su toga y sacó una familiar daga de hueso de tumba, con un cuervo tallado en el puño: la daga con la que Lexa había asesinado a su doble hacía solo unas horas. Aún estaba manchada de sangre, y los ojos ambarinos relucieron cuando Azgeda la dejó en la mesa.

—¿Qué puedo hacer por ti, Lexa?

—Puedes morir por mí —respondió ella.

—¿Aún quieres verme muerto? —El imperator arqueó una oscura ceja—. En nombre de Aquel que Todo lo Ve, ¿por qué?

—¿Estás de broma? —bufó Lexa—. ¡Tú mataste a mi padre!

Azgeda la miró con cara de lástima.

—Querida mía, Nyko Wood no…

—¡Él me crio! —espetó ella—. ¡Puede que no fuese hija de su sangre, pero me quería de todos modos! ¡Y tú lo asesinaste!

—Por supuesto que sí. —Azgeda frunció el ceño—. Intentó destruir la república.

—¡Serás hipócrita, pedazo de mierda! ¿Y qué abismos acabas de hacer tú en el foro?

—Yo he logrado destruir la república. —Azgeda la miró a los ojos con genuina diversión—. Lexa, si la rebelión de Nyko Wood hubiera triunfado, su amado general Antonio sería en estos momentos el rey de Itreya. El Senado estaría en ruinas y la constitución, hecha cenizas. Y no le reprocho que lo intentara. Nyko lo hizo lo mejor que pudo. La única diferencia entre él y yo es que lo mejor que Nyko podía hacer no bastaba para ganar el juego.

Lexa se puso en pie, clavándose las uñas en la palma de las manos. En la pared, su sombra bulló y se erizó, intentando alcanzar la de Azgeda con las manos convertidas en garras.

—Esto no es un juego, hijo de puta.

—Pues claro que sí. —Azgeda arrugó la frente mirando el tablero de ajedrez—. Y las normas son sencillas: o te llevas la corona o pierdes la cabeza. Nyko comprendía a la perfección el precio del fracaso y, de todos modos, decidió jugar. Así que por favor, antes de volver a hablar de lo mucho que te quería, ten en cuenta que estuvo dispuesto a arriesgar tu vida a cambio de un trono para su amante.

—Era un buen hombre —espetó ella—. Hizo lo que creyó que debía.

—Como hago yo. Como hace la mayoría, a fin de cuentas. Pero si Nyko decidió conquistar el trono de Antonio marchando al frente de un ejército contra su propia capital, yo me lo he procurado mediante simples palabras. —Hizo un leve encogimiento de hombros—. Bueno, y mediante algún asesinato que otro. Pero no puedes decir en serio que a mí me consideras un tirano y a Nyko Wood un dechado de virtudes cuando él estaba dispuesto a masacrar a miles y yo solo he matado un puñado de personas. Te crie mejor que eso.

La respiración de Lexa le temblaba en el pecho.

—¡Tú no me criaste! ¡Ordenaste que me ahogaran en un puto canal!

—Y mira en qué te has convertido. —Azgeda pronunció las palabras como un sortilegio, contemplándola como maravillado—. La última vez que hablamos, eras una mocosa consentida nacida de la médula. Tenías sirvientes y vestidos bonitos y todo lo que se te antojara servido en bandeja de plata. ¿Te has parado a pensar por un momento en cómo habría sido tu vida sin mí? —Azgeda levantó el rey negro, lo movió por el tablero y derribó con él el rey blanco—. Piénsalo, Lexa —prosiguió—. Supongamos que Antonio hubiera conseguido su trono. Que Nyko fuese su mano derecha. Que, regados con la sangre de mil inocentes, todos sus sueños hubieran florecido en vez de dispersarse como cenizas al viento. —Cogió un peón negro y lo levantó sobre la palma de la mano—. ¿Qué habría sido de ti?

El imperator dejó la pregunta en el aire un momento. Un director de orquesta preparándose para el crescendo.

—Te habrían casado con algún imbécil nacido de la médula para sellar alguna alianza política —dijo por fin—. Estarías pariendo un crío tras otro, cuidando de los fuegos del hogar y sintiendo morir poco a poco el fuego en tu propio pecho. No serías más que una vaca en un vestido de seda. —Alzó el peón entre los dedos y lo giró de un lado a otro—. Gracias a mí, eres acero sólido. Una hoja lo bastante afilada para cortar la luz de los soles en seis. —Soltó una risita suave, amarga, mientras trababa la mirada con la de ella—. Todo lo que eres, todo en lo que te has convertido, te lo he dado yo. Mía es la simiente que te engendró. Mías son las manos que te forjaron. Mía es la sangre que fluye, fría como el hielo y negra como la brea, en esas venas que tienes. —Se reclinó en el diván y sus ojos verdes ardieron en los de Lexa—. En todos los sentidos concebibles, eres hija mía. —Roan Azgeda extendió la mano y el oro centelleó en sus dedos. En la pared, su sombra hizo el mismo gesto—. Únete a mí.

La risotada de Lexa burbujeó en su garganta, amenazando con ahogarla.

—¿Has perdido el puto juicio?

—Eso dirían algunos —respondió Azgeda—. Pero ¿qué motivo puede quedarte para querer verme muerto? Maté a un hombre que afirmaba ser tu padre, sí. Pero era un mentiroso, Lexa. Un aspirante a usurpador. Un hombre más que dispuesto a poner en peligro a su familia en aras de su propia ambición fallida. Maté a tu madre, sí. Otra embustera. Dispuesta a compartir mi cama y cortarme la garganta antes de que el sudor se hubiera enfriado siquiera. Anya Wood sabía lo que arriesgaba al apoyar…, qué digo, al animar la apuesta de Nyko. Su propia vida. La de su hijo. Y la tuya también. Y todas ellas pesaban menos que un trono en su balanza.

La víbora-sombra se deslizó por el suelo hacia Lexa, lamiendo el aire. Azgeda hizo rodar el estilete de hueso de tumba en la mesa, sin dejar de clavar la mirada en los ojos de Lexa.

—Yo nunca te he mentido, hija mía —dijo—. Ni una sola vez en todo este tiempo. Cuando ordené que te ahogaran, no valías nada para mí. Aden era lo bastante pequeño para reivindicarlo como hijo mío. Tú eras demasiado mayor. Pero ahora has demostrado que en verdad eres hija mía. Estás dotada de la misma voluntad que yo, no solo de sobrevivir, sino de prosperar. De tallar tu nombre con uñas ensangrentadas en esta tierra. ¿Nyko pretendía ser un coronador? Tú puedes serlo de verdad. Puedes ser la hoja en mi mano derecha. Todo lo que desees será tuyo. Riquezas. Poder. Placeres. Puedo librarme de esas busconas avarientas de la Iglesia Roja y tenerte a ti a mi lado en su lugar. Mi hija. Mi sangre. Tan oscura y hermosa y mortífera como la noche. Y juntos podemos esculpir una dinastía que perdurará mil años.

En la pared, la sombra de Azgeda se alargó más hacia la de ella.

—Tu hermano y tú sois mi legado para este mundo —afirmó el imperator—. Cuando ya no esté, todo esto puede ser vuestro. Nuestro apellido será eterno. Inmortal. De modo que sí, estoy pidiéndote que te unas a mí.

Las palabras de Azgeda rebotaron en los espacios huecos de la cabeza de Lexa, resonando como verdades. Su sombra pendía de la pared como un retrato torcido. Pero aunque la propia Lexa se mantuvo absolutamente inmóvil, despacio, muy muy despacio, su sombra alzó una mano oscura hacia la de él.

Durante toda su vida, había tomado a sus padres por unos seres perfectos. Casi dioses. Su madre, afilada y sabia y hermosa como el mejor estoque de acero liisiano. Su padre, valiente y noble y brillante como los soles. Ni siquiera al averiguar más sobre quiénes eran, gracias a Wells en las celdas subterráneas de Nido del Cuervo, se había apagado un ápice el resplandor de su reflejo en la mente de Lexa. Dolía demasiado reconocer que pudieran ser imperfectos. Egoístas. Impulsados por la codicia o la lujuria o el orgullo y dispuestos a arriesgarlo todo por satisfacer esos impulsos. Así que Lexa los había mantenido inmaculados. Intachables. Encerrados para siempre en una cajita dentro de su cabeza.

Padre es otra manera de decir dios a ojos de una niña.

Y madre es la misma tierra bajo sus pies.

Pero entonces Lexa recordó aquel giro en el foro, el giro en que Nyko Wood murió ahorcado. Una niña de diez años, de pie junto a su madre por encima de la multitud, contemplando aquel horrendo patíbulo, la hilera de nudos corredizos meciéndose al viento del invierno profundo. Aún podía sentir la lluvia en su cara y el brazo de Anya en torno a su pecho, la otra mano en su cuello, impidiéndole moverse para que tuviera que ver cómo cerraban el nudo en torno al cuello del Coronador. Las palabras que Anya Wood susurró todavía resonaban en los oídos de Lexa, tan claras como el giro en que las pronunciara por primera vez: «Nunca te encojas. Nunca temas. Y nunca, jamás, olvides».

Anya debía de saber lo que estaba haciendo. Tenía que saber las semillas de odio que estaba plantando en su hija. La venganza que crecería de ellas. La sangre que se derramaría. Y todo por la muerte de un hombre que, aunque casi con toda certeza la había amado, no era su padre. Y si debía enfurecerse —y Diosa, desde luego que estaba furiosa— por la afirmación de Azgeda de que él la había hecho como era, ¿cómo podía enfurecerse menos con la mujer que había estado tras ella ante aquel parapeto azotado por el viento? ¿Obligándola a mirar? ¿Pronunciando las palabras que la habían moldeado, gobernado, arruinado?

¿Podía seguir queriendo a una mujer como aquella?

Y si no, ¿podía odiar al hombre que la había matado?

¿Por qué odiaba a Roan Azgeda, en realidad? ¿Por qué, si todo en lo que había basado su vida era mentira? ¿Tan distinto era ese hombre de Anya y Nyko Wood, aparte de que él había salido victorioso? Era un asesino, frío y despiadado, de eso no cabía duda.

Era un hombre que se había empapado de la sangre de docenas, quizá de centenares, para salirse con la suya. Pero ¿no podía decirse lo mismo de cualquiera que jugase a aquel juego?

«¿Incluso de mí?».

Los pelos del lomo de Eclipse ondearon cuando la sierpe de Azgeda reptó más cerca. El gruñido de la loba-sombra arrancó a Lexa de su oscuridad interior, la devolvió a la ardiente luz de aquel estudio, destellando en el peón negro que Azgeda sostenía de nuevo en la palma de la mano.

—… NO TE ACERQUES… —advirtió Eclipse.

—… No temas, cachorrilla… —siseó la serpiente.

—… NO TE ACERQUES…

Eclipse dio un zarpazo a la víbora-sombra y los ojos de Lexa se ensancharon al ver que una etérea neblina de negro salpicaba en el suelo y desaparecía evaporada. La serpiente retrocedió encogida, siseando de fría furia.

—… Lamentarás ese insulto, perrita…

—… NO ME INSPIRAS NINGÚN TEMOR, GUSANO…

La víbora-sombra abrió sus fauces negras y siseó de nuevo.

—Susurro —dijo Azgeda—. Ya basta.

La sierpe siseó otra vez, pero se quedó quieta.

—Lexa no va a hacernos daño —afirmó Azgeda, fijando la mirada en su hija—. Es lo bastante lista para saber en qué posición está. Y lo bastante pragmática para comprender que, si a nosotros nos ocurriera algo desagradable, su querido viejo Gustus sería objeto de las más abyectas torturas antes de enviarlo a reunirse con su adorada diosa oscura.

El estómago de Lexa se revolvió al oír la amenaza contra Gustus, pero procuró mantener el rostro pétreo. La serpiente se volvió hacia su compañero tenebro, oscilando como al ritmo de una música que nadie más podía oír.

—… Tiene miedo, Roan…

Azgeda dedicó a Lexa una sonrisa que no se reflejó en sus ojos.

—Vaya. Así que la asesina más infame de Itreya es capaz de sentir amor. Qué conmovedor.

Lexa se erizó al oírlo. Sintió una tenue ondulación en el aire y miró hacia sus sombras en la pared. Si antes la de Azgeda tenía las manos abiertas por delante como para abrazar a la de ella, en esos momentos la vio lista para luchar, con la espalda encorvada y los dedos en garras. Amenazando el cuello de la sombra de Lexa.

—¿Dónde está tu hermano, Lexa?

—A salvo —respondió ella.

Azgeda se levantó despacio, empezando a mover la mano hacia la Trinidad que llevaba oculta al cuello.

—Lo traerás a mi presencia.

—No acepto órdenes tuyas.

—Me lo traerás o tu mentor morirá.

La voz de Lexa se suavizó, amenazadora:

—Como hagas daño a Gustus, juro por la Diosa que nunca volverás a ver a tu hijo.

Entonces vio la furia hirviendo en los ojos de Azgeda. Una furia nacida del miedo. Ni siquiera con todo su autocontrol, con su tan cacareada voluntad, fue capaz de ocultársela. Lexa podía sentirla en él, igual que podía sentir los soles sobre sus cabezas. Su mente empezó a trabajar. A tantear las grietas de la fachada de Azgeda, los minúsculos atisbos que le había revelado desde detrás de la máscara. Había hablado de fundar una dinastía que durase mil años. Y era cierto que esa tarea se le complicaría sin su único hijo varón. Pero, aun así, acababa de proclamarse imperator. Podía repudiar a su esposa estéril, tener a cualquier mujer que quisiera. Negra Madre, podía tomar una docena de esposas.

Engendrar cien hijos.

«Entonces, ¿de qué tiene miedo?».

Lexa se pasó el pelo detrás del hombro, echó otro vistazo a las siluetas de la pared. La sombra de Azgeda estaba moviéndose, su gesto violento y repentino. La suya la imitaba, alargándose, distorsionándose, desplegando formas oscuras a su espalda.

—Pareces extremadamente preocupado por Aden, padre —dijo—. Y no me entra en la cabeza que sea por sentimentalismo. ¿Es posible que tu querida esposa Liviana no sea quien no puede tener más hijos? —Una mirada de ojos oscuros por debajo de la cintura de Azgeda—. ¿Te has ablandado con los años?

Azgeda avanzó un paso hacia ella, metiendo la mano bajo su toga. En un abrir y cerrar de ojos, sus sombras se enzarzaron, enredadas y retorcidas y rizándose como el humo. El doble de oscuras de lo que deberían haber sido. La serpiente de Azgeda se alzó como para atacar y Eclipse enseñó los colmillos con un negro gruñido. Lexa notó que se movían su ropa y su pelo, como si soplara un viento suave desde detrás. Como si el mundo se moviera bajo sus pies.

—No puedes ni vislumbrar la importancia de las cosas con las que juegas —dijo Azgeda—. No te conviertas en mi enemiga, Lexa. No cuando estoy ofreciéndote la paz. Todo aquel que se ha opuesto a mí se pudre ahora bajo tierra. Sin excepción. Tráeme a tu hermano y ocupa tu lugar a mi lado.

—Sí que estás asustado —se dio cuenta Lexa.

—El miedo tiene sus usos —respondió él—. El miedo es lo que impide que la oscuridad te devore. El miedo es lo que te impide participar en un juego que no puedes aspirar a ganar.

Arrojó el peón hacia ella y Lexa lo atrapó en el puño.

—Si emprendes este camino, hija mía, vas a morir.

Lexa sabía que no podía tocarlo. No podía ni acercarse a él. No con aquella Trinidad que llevaba al cuello. No con el cuello de Gustus en el tajo del verdugo. Oyó pisadas firmes, gritos amortiguados en la lejanía, y supuso que alguien habría encontrado los cadáveres que había dejado a su paso.

«No hay más tiempo para charlar».

Así que empezó a apartarse de él retrocediendo.

Un solo paso. Luego otro. Más y más lejos de la garganta que había deseado cortar durante casi ocho años. Sus sombras seguían enmarañadas en la pared, retorcidas y agitadas, un nudo de negra ira. Con esfuerzo, Lexa tiró de su sombra, intentando separarla de la de Azgeda.

—Tráeme a mi hijo, Lexa —insistió él, en voz baja y letal.

Logró arrancar su sombra de la de él y la oscuridad a su alrededor se estremeció.

—Me lo pensaré —dijo—, padre.

Una ondulación en la oscuridad.

La canción susurrada de pies a la carrera.

Y Lexa ya no estaba.

Azgeda se quedó allí de pie durante un largo momento, inmóvil como una piedra e igual de silencioso. La sierpe-sombra se deslizó en zigzag por el inmenso mapa de la república que había pasado a gobernar hasta enroscarse como una cinta negra en torno a sus tobillos.

—… ¿Crees que te obedecerá?… —preguntó Susurro.

El imperator miró hacia la refulgente luz de fuera.

—Creo que es tan hija de su madre como mía —respondió.

La serpiente suspiró.

—… Lástima…

Azgeda fue hasta el tablero de ajedrez. Se detuvo junto al campo de batalla petrificado, las piezas dispuestas en líneas quebradas, y las contempló con aquellos fríos ojos verdes. En un raudo movimiento, se sentó y barrió las piezas con una mano. Se llevó la otra al cuello, agarró una tira de cuero y se la arrancó. De la tira pendía un vial de plata, sellado con cera oscura y grabado con runas en el idioma de la antigua Ysiir. Azgeda rompió el sello y vertió el contenido sobre el tablero, espeso y rojo como el rubí. Y usando la yema del dedo índice como un pincel, empezó a escribir en la sangre.