CAPÍTULO 8
Canalla
De haber una ilustración en el artículo titulado «Canalla» de Dicción itreyana: El manual definitivo, el éxito de ventas de don Fiorlini, con toda probabilidad se parecería mucho a un retrato de Nube Corleone. Pero el propio Nube prefería la palabra «emprendedor». El liisiano vestía todo de negro: chaleco de cuero sobre una camisa de elegante corte (quizá con algún cordón desatado de más) y unas calzas que solo podrían describirse como visiblemente ceñidas. Sus ojos verde esmeralda brillaban bajo la visera de un tricornio con pluma, y una perpetua barba de tres giros salpicaba una mandíbula en la que se podría partir una pala. Estaba de pie en la oficina del práctico del puerto, en los muelles de las Partes Bajas.
Regateando con una monja.
Había sido un giro extraño desde el principio, la verdad. Había empezado ocho horas antes, cuando Nube había hecho una cuantiosa y muy borracha apuesta sobre el resultado del Venatus Magni. Vista con perspectiva, la apuesta había resultado ser una inversión poco sensata de sus exiguos fondos. Ah, había elegido bien la ganadora, eso sí. Incluso el corredor que había aceptado su apuesta le había dicho que estaba pensando con la polla, pero al ver a la gladiatii conocida como Cuervo hacer sangrientos pedacitos a sus excompañeros de collegium, Nube se había descubierto admirando su forma de combatir además de sus piernas. Tanto confiaba en las habilidades de la chavala que había apostado a su victoria hasta la última moneda que llevaba ganada en los anteriores cinco giros del sangriento deporte, además de otro dinero que en realidad no podía permitirse perder. Mientras Cuervo iba trinchando su camino al triunfo en el último combate, Nube había estado de pie, aullando y dando voces con el resto de la plebe. Cuando la chica había dado el golpe final al Invicto, Nube se había puesto a bailar una jiga allí mismo, había agarrado a la chica guapa más cercana y le había plantado un beso en todos los morros, que ella le había devuelto con notable entusiasmo y había resultado en una reyerta campal con el enamorado de la chica, una docena de sus amigos, media tripulación de Nube y otros cien apostadores que solo buscaban una buena sesión de puñetazos tras el duro trabajo presenciando la carnicería de aquel giro. Lo cierto era que había sido una auténtica maravilla. Pero entonces había llegado la primera dosis de lo inesperado. Nube lo había visto ocurrir como ralentizado. Cuervo en el podio del vencedor sacando una hoja que llevaba escondida. Abriendo la garganta del cardenal de un tajo limpio. Apuñalando al cónsul en el pecho, o al menos eso habían creído él y la mitad del público. Sangre fluyendo como vino peleón en una boda liisiana. Y aunque el resto de la multitud había gemido, sollozado, montado en pánico al ver al capullo gordinflón de Jaha caer en un charco de su propia sangre y su propia mierda, Nube Corleone se había descubierto a sí mismo vitoreando a pleno pulmón. La siguiente dosis de lo inesperado había tardado poco en llegar. A Nube le había costado casi una hora abrirse paso a empujones hasta los hoyos de los corredores de apuestas para recoger sus ganancias, todavía extasiado por la visión de la sangrienta muerte del cardenal. Fue allí donde una manada de ceñudos legionarios itreyanos informó al canalla de que, dado que una esclava se había cargado a los cabrones más ilustres de toda la puta república, todas las apuestas quedaban invalidadas. No sería apropiado, por supuesto, sacar provecho de la muerte del cónsul y el sumo cardenal a manos de una propiedad humana. Nube estuvo tentado de hacer saber a los soldados exactamente qué clase de hijo de puta había sido en vida el buen cardenal, pero le bastó con mirarlos a los ojos, con escuchar el caos que empezaba a aflorar en la ciudad a su alrededor, para saber que armar bronca solo serviría para que hubiera más bronca. Y así, después de hacer los nudillos a la sonrisa de comemierda del corredor de apuestas, el capitán y su tripulación habían regresado al puerto con un trágico vacío en los bolsillos. Entre los altercados, las jodiendas y el anuncio que había hecho Azgeda en el foro de su milagrosa escapada de la hoja asesina —aunque Nube habría jurado que la puñalada había sido certera—, le había costado otras tres horas regresar al Doncella Sangrienta. Y allí estaba, en la oficina de un tal Atilio Persio, práctico del puerto de Tumba de Dioses, cuando el último acontecimiento inesperado en el ajetreado giro de Nube había llegado en forma de la mencionada hermana de Tsana.
Nube estaba terminando de hacer el papeleo del Doncella Sangrienta y soltando un amistoso montón de mierda encima a Atilio, porque su mujer había dado a luz a su sexta hija, pobre desgraciado, cuando la monja había entrado en la oficina, apartado a Nube de un empujón y soltado una pesada bolsa de monedas en el mostrador.
—Necesito pasaje a Ysiir. Y deprisa, si os place.
Aún no habría cumplido los diecinueve, pero parecía unos cuantos años más dura. Iba vestida toda de impecable blanco, con una cofia de tela almidonada y un voluminoso hábito que fluía hasta el suelo. Sus fríos ojos azules estaban fijos en el práctico, sus labios apretados en una fina línea. Era vaaniana, alta y delgada, con lo que parecía pelo rubio teñido de rojo asomando bajo el borde de la cofia. Nube se preguntó distraído si el felpudo haría juego con las cortinas. En el umbral, detrás de ella, había un tipo descomunal amortajado en tela negra. Llevaba al cuello una Trinidad de Aa (de factura más bien mediocre, en opinión de Nube) y varios bultos con sospechosa forma de espada ocultos bajo la túnica. Nube se estremeció un poco. La oficina parecía haberse enfriado de improviso.
La hermana alzó una ceja expectante al práctico.
—¿Mi don?
Atilio se limitó a mirarla mientras sus carrillos con barba de unos giros se bamboleaban.
—Disculpas, hermana. Es que… no es habitual ver a alguien de la Hermandad de la Llama fuera de un convento, no digamos ya en un barrio tan peligroso como las Partes Bajas.
—Ysiir —repitió ella, haciendo sonar las monedas—. Esta misma tarde si es posible.
—Nosotros vamos para allá —intervino Nube, apoyándose en el mostrador—. Haremos escala en Vigilatormenta y Fuerteblanco primero, pero, después de eso, cruzaremos el mar de las Espadas con rumbo a Ysiir.
La monja se volvió para observarlo con cautela.
—¿Vuestro barco es rápido?
—Más de lo que late mi corazón al mirar esos preciosos ojos vuestros, hermana.
La monja puso en blanco dichos ojos y tamborileó en el mostrador con los dedos.
—Intentáis mostraros encantador, supongo.
—Con nulo éxito, al parecer.
—¿Cuánto costaría nuestro pasaje? —preguntó ella.
—¿El de los dos? —Nube echó una mirada al fornido hombretón del umbral—. No sabía que las Hermanas de la Llama Virgen acostumbraran a viajar en compañía de hombres.
—No es que sea asunto vuestro —respondió la hermana con frialdad—, pero el hermano Lincoln está aquí para asegurarse de que no sufro ningún contratiempo en mis viajes. Como demuestra el asesinato de nuestro amado sumo cardenal Jaha, que Aa lo bendiga y lo guarde, vivimos en tiempos peligrosos.
—Ah, desde luego. —Nube asintió—. Qué lástima lo del buen Jaha. Me parte el corazón, ya lo creo que sí. Pero estaréis a salvo a bordo del Doncella Sangrienta, hermana, no temáis por ello.
—No. —La monja lanzó una mirada significativa a su escolta—. No temo.
«Por el abismo y la sangre, qué frío hace aquí».
—¿Cuánto costará nuestro pasaje, mi buen señor? —preguntó la monja de nuevo.
—¿Hasta Ysiir? —dijo Nube—. Debería bastar con trescientos sacerdotes.
Al fondo, el práctico del puerto estuvo a punto de ahogarse con su vino dorado.
—Parece un poco… excesivo —comentó la hermana.
—Vos parecéis un poco… desesperada —replicó Nube con una sonrisa.
La monja volvió la mirada hacia el hombretón. Apretó los labios más si cabe.
—Puedo daros doscientos ahora. Y otros doscientos cuando lleguemos a Ysiir.
Con una sonrisa que le había valido cuatro mamones confirmados y las Hijas sabían cuántos más aparte, Nube Corleone se levantó el tricornio y tendió la mano a la hermana.
—Trato hecho.
Una mano más grande envolvió la suya. Estaba manchada de lo que debía de ser tinta negra, y pertenecía al gigantón. Le dio un apretón tan fuerte que Nube oyó entrechocar sus nudillos. Y estaba fría como un sepulcro.
—TRATO HECHO —dijo el tipo, con una voz extraña y profunda como el océano.
El capitán se zafó del apretón de manos y abrió y cerró los dedos varias veces.
—¿Cómo debo llamaros, hermana?
—Clarke —respondió ella.
—¿Y vos, hermano? —Nube miró a aquel cabronazo tan enorme—. ¿Lincoln, me ha parecido oír?
El tipo se limitó a hacer un asentimiento, sus rasgos ocultos en las sombras de la capucha.
—¿Lleváis equipaje? —preguntó Nube—. Pondré a mis sales a cargarlo en…
—Tenemos todo lo que necesitamos, capitán, gracias —repuso la hermana.
—Muy bien —dijo él sin más, echando mano a la cargada bolsa—. Seguidme, entonces.
Se los llevó a los dos fuera de la oficina de Atilio y por la ajetreada pasarela, consciente del nerviosismo que flotaba en el aire. Distinguió por lo menos otros veinte barcos preparándose para zarpar al azul, oyó los gritos de sus tripulantes resonando por todo el puerto. La ciudad entera estaba alterada tras el discurso de Azgeda, encantada de que el nuevo imperator hubiera tomado el control de la situación pero apenada por el asesinato del cardenal. Nube se alegraba de alejarse una temporada de allí. Llegaron al Doncella Sangrienta y lo encontraron meciéndose en su amarre sobre las profundas aguas del puerto de las Partes Bajas, enfangadas bajo los tres ojos ardientes de Aquel que Todo lo Ve. El barco era una carraca ligera de tres palos, con quilla de roble pero tablones de cedro y la piel manchada de un cálido marrón rojizo. Su mascarón era una hermosa mujer desnuda de larga melena pelirroja, ingeniosamente dispuesta para preservar su modestia… o para cubrir las partes más interesantes, según cómo se mirara. Tenía las escotas y las velas de color rojo sangre, de ahí su nombre, y aunque Nube era su dueño desde hacía más de siete años, ver aquella carraca siempre le dejaba sin aliento. A decir verdad, había perdido la cuenta de las mujeres que había conocido a lo largo de su vida. Pero jamás había amado a ninguna ni por asomo como amaba a su Doncella.
—¡Ah del barco! —exclamó mientras subía por la plancha.
—Traes una monja —comentó alegre Jon el Grande.
—Siempre tan observador —dijo Nube a su segundo de a bordo.
—Es una novedad.
—Tiene que haber una primera vez para todo —respondió Nube.
Jon el Grande era un hombre pequeño. Todo el mundo en el puerto de las Partes Bajas lo sabía. No era un enano, tal y como había dejado claro al último imbécil que se lo había llamado hundiéndole el cráneo con un ladrillo. Tampoco era un retaco, joder si no lo era. Eso se lo había explicado a una taberna llena de marineros mientras trabajaba en la entrepierna de un gilipollas con su daga. Jon el Grande había clavado el escroto amputado en la barra con el cuchillo y había declarado que prefería que lo llamaran «hombre pequeño», antes de preguntar si alguien tenía algún inconveniente. Nadie lo tenía. Y nadie lo había tenido desde entonces.
—Sor Clarke —dijo Nube—, este es mi segundo de a bordo, Jon el Grande.
—Un placer. —El hombre pequeño hizo una reverencia mostrando una hilera de dientes de plata—. ¿Te dejas puesto el traje durante o…?
—No es una dulcechica disfrazada. Es monja de verdad.
—Oh. —Jon el Grande se ensanchó el cuello de la camisa azul cielo—. Ya veo.
—Me la llevo a los camarotes. Ve soltando amarras.
—¡A la orden, capitán! —Jon el Grande dio media vuelta y rugió con una voz que no casaba con su menuda constitución—. ¡Venga, comemierdas rabicortos, moveos! ¡Taliaferro, sácate el puño del ojete y lleva esos putos toneles a la bodega! ¡Kael, deja de mirarle el trincaputas a Andretti y súbete a la cofa antes de que te haga desear que tu viejo se follara la oreja de tu madre en vez de…!
… etcétera.
—Disculpas, hermana —dijo Nube—. Tiene la boca como una cloaca, pero es el mejor segundo de a bordo a este lado de la antigua Ysiir.
—He oído cosas peores, capitán.
Nube ladeó la cabeza.
—¿Ah, sí?
La hermana se limitó a mirarlo y el pedazo de carne que llevaba detrás se irguió un poco más, de modo que Nube los escoltó sin más preámbulos escalera abajo a las entrañas de la Doncella. Llevó a sus dos pasajeros por el angosto pasillo hasta el camarote de babor, abrió la puerta con gesto ostentoso y se hizo a un lado.
—Me temo que solo hay hamacas, pero tendréis espacio de sobra. Podéis cenar conmigo o solos, como os plazca. En mi camarote tengo bañera si la necesitáis. Fogón arkímico. Agua caliente. Vuestra intimidad será una regla de oro en este barco y, aunque no espero que ocurra, si los sales os sueltan alguna impertinencia, informadnos a mí o a Jon el Grande y nos ocuparemos de resolverlo.
—¿Los «sales»?
—La tripulación. —Nube sonrió—. Disculpas, hermana, tengo lengua de marinero. En todo caso, el Doncella Sangrienta es mi casa y vosotros sois mis huéspedes en ella.
—Gracias, capitán —dijo la hermana, acomodándose en una hamaca.
Nube Corleone estudió a la chica con detenimiento. El hábito blanco era casi lo bastante holgado para llevar escondida a otra monja dentro, lamentablemente pensado para dejarlo casi todo a la imaginación. Pero era guapa de cara, eso sí: mejillas pecosas, ojos brillantes del color de un cielo sin nubes. La monja se quitó la cofia, liberando unos largos bucles rojizos de suave rizo que le cayeron más allá de los hombros. Parecía llevar tres giros sin dormir y necesitar una buena comida, pero aun así Nube no la echaría de su cama por tirarse un pedo, por muy virgen sagrada que fuese. Sin embargo, había algo en ella que no encajaba.
—¿Puedo ayudaros en algo, capitán? —preguntó la chica con una ceja en alto.
El bucanero se frotó los pelos de la barbilla.
—En mi camarote hay una cama también, si os cansarais de la hamaca.
—Seguís intentando ser encantador, por lo que veo.
—Bueno —dijo él con una sonrisa de colegial tímido—, siempre me han gustado las mujeres de uniforme.
—Y más después de quitárselo, sin duda.
El capitán sonrió de oreja a oreja.
—Zarparemos de un momento a otro. Al norte hacia Vigilatormenta, rápidos como gorriones, y luego de vuelta a Fuerteblanco. Estaremos allí a final de semana, si los vientos nos son propicios.
—Recemos para que lo sean.
—Si me queréis de rodillas en cualquier momento, hermana, solo tenéis que decirlo.
El gigantón de la esquina se movió un poco para ajustar uno de aquellos bultos con sospechosa forma de espada y el capitán decidió que ya había averiguado lo suficiente por el momento. Con un guiño que derretiría un yunque, Nube Corleone se inclinó el tricornio.
—Buenas nuncanoches, hermana.
Y cerró la puerta del camarote.
Volviendo por el pasillo un momento más tarde, el capitán murmuró en voz baja para sí mismo:
—¿Monja? Los cojones.
—Qué huevazos tiene ese cabrón escurridizo —susurró Clarke, incrédula.
Don Majo se materializó encima de la puerta del camarote.
—… me pregunto dónde guardará la carretilla…
—Voy vestida de monja —dijo Clarke, mirando a su alrededor—. Se ha dado cuenta de que voy vestida de puta monja, ¿verdad?
Lexa se quitó la capa de sombras y apareció en la esquina del fondo. Aden tenía las muñecas atadas, un brazo de su hermana en torno a él y la otra mano apretada sobre los labios. El niño miró a la chica vaaniana mientras su hermana apartaba la mano.
—Qué sucia tienes la boca, ramera.
—Calladito —le advirtió Lexa—, o vuelvo a amordazarte.
Aden hizo un mohín, pero no dijo nada más mientras miraba la espalda de su hermana cruzar el suelo del camarote. Lexa echó el pestillo, se volvió y miró a Clarke a los ojos.
—No me fío de él.
En la otra esquina, Lincoln se quitó la capucha y unas tenues volutas blancas escaparon de sus labios al hablar.
—YO TAMPOCO.
—Pues ya somos tres —respondió Clarke—. Podría llevar la palabra «pirata» pintada con plantilla en el culo de esos pantalones tan ridículos. Menos mal que no cobrará los otros doscientos hasta después de que lleguemos a Ysiir.
—No pensaba que los fondos que nos dio Gustus estuvieran aún tan pudientes.
—Es que… no lo están —reconoció Clarke—. Pero ya echaremos por la calle de en medio cuando doblemos la esquina. El Canto de Sirena ya ha soltado amarras. Este barco navega hacia donde vamos y no nos queda nada con que negociar un pasaje en ningún otro. Así que o nos la jugamos aquí o probamos a cruzar el acueducto a pie y rezamos para que haya un milagro. Y teniendo en cuenta que he robado este hábito de la cuerda de tender de un convento, no tengo muy claro que ninguna divinidad vaya a estar de humor para concedérnoslo.
Don Majo empezó a lamerse una zarpa traslúcida encima de la puerta.
—… todo este empeño sería muchísimo más fácil si, vaya, no sé, si de algún modo pudiéramos permanecer ocultos el resto de la travesía…
Lexa frunció el ceño a su pasajero.
—Es veroluz, Don Majo. Apenas puedo escondernos a Aden y a mí con esos malditos soles en el cielo. Pero te agradezco mucho que me hagas sentir más como una mierda por nuestros apuros de lo que ya me sentía.
—… para eso estamos… —ronroneó él.
Lexa desvió la mirada hacia la puerta por la que se había marchado el bucanero.
—Nuestro capitán parece de los listos —murmuró.
—TAL VEZ DEMASIADO LISTO —dijo Lincoln.
—Nunca se es demasiado listo.
Lexa se dejó caer sentada en otra hamaca con un quejido y una mueca de dolor. Se mordió el labio pensativa durante un rato, librando una batalla perdida contra el peso de sus párpados.
—Pero Clarke tiene razón —declaró por fin—. Tampoco es que nos queden muchas opciones. Yo me arriesgaría con la Doncella. Mientras a Aden y a mí no nos vea nadie y tú puedas soportar los coqueteos del capitán unas semanas, creo que aquí estaremos a salvo.
—… seguro que la dona Griffin aborrecerá cada minuto de atención…
Clarke hizo caso omiso al gato-sombra y miró preocupada a Lexa. La chica estaba encorvada en su hamaca, con la cabeza gacha, meciéndose despacio al ritmo de los quedos susurros del agua contra el casco. Parecía a punto de derrumbarse de puro agotamiento. Desde la cubierta les llegaba el ruido de la tripulación de la Doncella, los coloridos exabruptos soeces de Jon el Grande, la canción de las velas al desplegarse, el olor a sal y mar que flotaba en el aire. Aden seguía de pie en la esquina, con Eclipse en su sombra.
—¿Le has hecho daño, Coronadora? —preguntó en voz baja.
Lexa miró a su hermano a los oscuros ojos, la sombra de Roan Azgeda pendiendo en el aire entre ellos. Pasó un largo momento antes de que respondiera.
—No.
—Quiero irme a casa —dijo el chico.
—Y yo quiero una cajita de cigarrillos y una botella de vino dorado lo bastante grande para ahogarme en ella —suspiró Lexa—. No siempre tenemos lo que queremos.
—Yo sí —rezongó él.
—Ahora ya no. —Lexa se pasó los dedos por los ojos y contuvo un bostezo—. Bienvenido al mundo real, hermanito.
Aden se limitó a fulminarla con la mirada. Eclipse se desenroscó de la oscuridad a los pies del chico y la silueta de la loba-sombra se unió a la de Aden en la pared, oscureciéndola. Sin la daimón devorando su miedo, lo más probable sería que a aquellas alturas estuviera ya histérico, pero teniendo en cuenta todo por lo que había pasado, el niño estaba apañándose bastante bien. Aun así, a Clarke no le hacía ninguna gracia cómo miraba a su hermana.
Furioso.
Hambriento.
—… ¿Y AHORA, QUÉ?… —gruñó Eclipse.
—… ¿una partidita rápida a furcias y argucias?… —propuso Don Majo.
—… ¿ERA NECESARIO, MININO?…
—… siempre, querida chucha…
La loba-sombra volvió sus no-ojos hacia el resto del camarote.
—… ¿DE VERDAD ESPERÁIS QUE CREA QUE ESTE FELINO GROSERO Y SU HUMOR PUBESCENTE SON UN FRAGMENTO DE UNA DIVINIDAD DESPEDAZADA?…
—Callaos de una vez los dos —restalló Clarke.
—El «ahora qué» es sencillo —intervino Lexa, reprimiendo otro bostezo—. El Sacerdocio tiene a Gustus. Hasta que lo recuperemos, Azgeda y yo estamos en tablas. —Se encogió de hombros—. Así que tenemos que recuperarlo.
—Lexa, a Gustus lo tienen en el Monte Apacible —dijo Clarke—. El corazón del poder de la Iglesia Roja en esta tierra. Vigilado por hojas de la Madre, por el propio Sacerdocio y por el abismo sabe qué más.
—Sí —asintió Lexa.
—Además, no hará falta recordarte que si han capturado a Gustus es para llegar hasta ti —continuó Clarke, levantando la voz—. Te han dicho que lo tienen ellos porque quieren que vayas a buscarlo. Si fuese más evidente que esto es una puta trampa, habrían puesto encima a una fila de cortesanas caras bailando en lencería liisiana y cantando el excitante estribillo de: «Es evidente que esto es una puta trampa».
Lexa compuso una leve sonrisa.
—Cómo me gusta esa canción.
—Lexa… —gimió Clarke, exasperada.
—Él me adoptó, Clarke —dijo Lexa mientras se desvanecía su sonrisa—. Cuando me habían quitado todo lo demás. Me dio un hogar y me mantuvo a salvo cuando no tenía ni una razón bajo los soles para hacerlo. —Alzó la mirada hacia Clarke, con los ojos brillando—. Es mi familia. Más familia mía que casi nadie en este mundo. Neh diis lus'a, lus diis'a.
—Cuando todo es sangre…
—… la sangre es todo —terminó Lexa con un asentimiento.
Clarke se limitó a negar con la cabeza.
—LEXA… —empezó a decir Lincoln.
—El Monte Apacible está en Ysiir, Lincoln —le interrumpió Lexa—. Queremos ir hacia allí de todos modos. Así que deja tranquilo el tema del destino un rato, ¿quieres?
—¿LO HAS ACEPTADO, ENTONCES?
—No estoy ni cerca de decidirme —respondió Lexa, estirando las piernas sobre la hamaca con un leve gemido—. Pero viajar en la dirección correcta tendrá que bastar por ahora.
—El Sacerdocio sabrá que estamos de camino —señaló Clarke, levantándose para ayudar a Lexa a quitarse las botas manchadas de sangre—. El Monte Apacible es una fortaleza.
—Sí —dijo Lexa, moviendo los dedos de los pies con una mueca.
—¿Y cómo, en nombre de la Madre, pretendes entrar para rescatar a Gustus? —exigió saber Clarke, tirando de la otra bota—. Por no hablar de salir viva después.
—Puerta principal —susurró Lexa, y dio un profundo suspiro mientras se tumbaba por fin en la hamaca y capitulaba ante el cansancio.
—¿Por la puta puerta principal? —susurró Clarke—. ¿Del Monte Apacible? ¡Necesitarías un ejército para entrar por ahí, Lexa!
Lexa cerró los ojos.
—Sé de un ejército —musitó—. De uno pequeño, por lo menos…
—En nombre de la Madre, ¿de qué abismos hablas? —preguntó Clarke, furiosa.
La hamaca se meció de un lado a otro con la agotada chica encima. La confusión y la carnicería de los últimos giros, las epifanías y las profecías, las promesas rotas y las todavía incumplidas, todo ello parecía haberla atrapado al final. Mientras las líneas de preocupación se le suavizaban en la cara, la cicatriz de su mejilla hizo que Lexa torciera el labio un ápice, dándole el aspecto de estar sonriendo. Su pecho subía y bajaba al ritmo de las olas.
—¿Lexa? —dijo Clarke.
Pero la chica se había dormido.
Aden habló entonces en voz baja, quebrando el silencio:
—¿Qué significa pubescente?
