CAPÍTULO 9

Duermevela

Lexa soñó.

Era una niña, bajo un cielo tan gris como un adiós. Caminaba sobre un agua tan calmada que parecía piedra pulida, cristal, hielo bajo sus pies descalzos. Se extendía hasta donde alcanzaba la vista, lisa e interminable. El menisco de una inundación de para siempre. Su madre caminaba a su izquierda. En una mano tenía una balanza inclinada. Con la otra envolvía la mano de Lexa. Llevaba guantes de seda negra, largos y resplandecientes con una pátina secreta, que le llegaban a los codos. Pero cuando Lexa los miró más de cerca, vio que no eran guantes en absoluto y goteaban

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en la piedra/cristal/hielo a sus pies, como sangre manando de una muñeca rajada. El vestido de su madre era negro como el pecado como la noche como la muerte, enhebrado con mil millones de diminutos puntitos de luz. Brillaban desde dentro, a través de la mortaja del vestido, como pinchazos en una cortina echada ante el sol de fuera. Era hermosa. Terrible. Tenía los ojos negros como su vestido, más insondables que los océanos. Su piel era pálida e iridiscente como las estrellas. Tenía la cara de Anya Wood. Pero Lexa supo, de esa manera en que se intuían las cosas en los sueños, que no era su verdadero rostro. Porque la Noche no tenía rostro.

Y al otro lado del infinito gris, él las esperaba.

Su padre.

Iba vestido todo de blanco, tan puro y refulgente que a Lexa le dolían los ojos al mirarlo. Pero miraba de todos modos. Él le devolvió la mirada cuando su madre y ella se aproximaron, tres ojos fijos en ella, rojo y amarillo y azul. Era guapo, tenía que reconocerlo, tanto que casi dolía. Rizos negros salpicados de las más leves trazas de gris en las sienes. Hombros anchos, piel broncínea que contrastaba con el blanco níveo de su toga. Tenía la cara de Roan Azgeda. Pero Lexa supo, de esa manera en que se intuían las cosas en los sueños, que tampoco era su verdadero rostro.

Había cuatro mujeres jóvenes a su alrededor. Una envuelta en llamas y otra cubierta de olas y la tercera con solo el viento encima. La cuarta dormía en el suelo, ataviada con hojas otoñales. Las tres que estaban despiertas miraron a Lexa con una malevolencia que no se molestaban en disimular.

Marido —dijo su madre.

Esposa —respondió su padre.

Se quedaron allí en silencio los seis, y Lexa podría haber oído cómo le martilleaba el corazón, de haberlo tenido.

Te he echado de menos —suspiró por fin su madre.

El silencio se hizo tan completo que resultó ensordecedor.

¿Este es él? —preguntó su padre.

Sabes que lo es —respondió su madre.

Y Lexa quiso hablar entonces, para decir que no era un él, sino una ella. Pero al mirar abajo, la niña vio algo inconcebible reflejado en el espejo de la piedra/cristal/hielo a sus pies. Se vio a sí misma como se veía a sí misma: piel blanquecina y cabello negro sobre unos hombros finos y ojos de un blanco ardiente. Pero a su espalda se alzaba una figura recortada en la oscuridad, negra como el vestido de su madre. La miraba con sus no-ojos, y su silueta titilaba y cambiaba como un fuego sin luz. Unas lenguas de llama oscura ardían en sus hombros, en la coronilla, como si fuese una vela encendida. En la frente llevaba inscrito un círculo de plata. Y como un espejo, ese círculo recibía la luz de la toga de su padre y la reflejaba de vuelta, con un fulgor tan blanco y brillante como los ojos de Lexa. Y mirando aquel único círculo perfecto, Lexa comprendió lo que era la luz de luna.

Nunca te perdonaré por esto —dijo su padre.

Nunca te pediré que lo hagas —respondió su madre.

No toleraré rival alguno.

Ni yo amenaza alguna.

Yo soy más grande.

Pero yo fui la primera. Y espero que tu victoria hueca te mantenga calentito por la noche.

Su padre bajó la mirada hacia Lexa, con una sonrisa oscura como un cardenal.

¿Quieres saber qué me mantiene calentito de noche, pequeña?

Lexa volvió a mirar su reflejo. Vio cómo el círculo blanquecino de su frente estallaba en mil esquirlas rutilantes. La sombra a sus pies se astilló, salió disparada en todas direcciones, enloquecedoras formas que ondeaban, bullían, las nocturnas siluetas de gatos y lobos y serpientes y cuervos y las figuras de nada en absoluto. Unos zarcillos negros como la tinta le crecieron como alas en la espalda, como cuchillas de oscuridad en la punta de todos los dedos. Oyó chillidos, cada vez más y más altos. Se dio cuenta por fin de que la voz era la suya propia.

Los muchos fueron uno —dijo su madre—. Y lo serán de nuevo.

Pero su padre negó con la cabeza.

En todos los sentidos concebibles, eres hija mía. —Levantó un peón negro en la ardiente palma de su mano—. Y vas a morir.