LIBRO 2. La luz moribunda
CAPÍTULO 10
Infidelidad
Lexa despertó con un respingo y estuvo a punto de caer de la hamaca. Los ojos de buey tenían los postigos cerrados, como habían estado durante los últimos dos giros. El camarote estaba invadido de la misma tiniebla que lo había llenado desde que soltaran amarras en las Partes Bajas, meciéndose con el suave vaivén del mar abierto. Casi tres giros después del Magni, a Lexa aún le dolían sitios que ni siquiera sabía que tenía, y seguía necesitando como otras siete nuncanoches durmiendo.
Durmiendo de verdad, es decir.
Sueños. Sueños de sangre y fuego. Sueños de gris infinito.
Sueños de su madre y de su padre, y de cosas que llevaban puestas sus caras. Sueños de Furiano, muerto por su mano. Sueños de su sombra, volviéndose más y más oscura a sus pies hasta que Lexa resbalaba a su interior y la sentía fluir por ella y entrarle por los labios y llegarle a los pulmones. Sueños de estar tumbada mirando un cielo cegador, sus costillas rotas y abiertas, personas diminutas recorriendo sus entrañas como gusanos en un cadáver.
—¿MÁS PESADILLAS?
La voz le dio un escalofrío, y entonces se sintió culpable por ello. Lanzó una mirada furtiva a Clarke, dormida en la hamaca de al lado. Luego miró de nuevo al chico muerto, sentado en su esquina como siempre desde que habían salido al mar del Silencio. Tenía las piernas cruzadas y la capucha hacia atrás, las espadas de hueso de tumba en el regazo y sus manos negras reposando planas sobre las hojas. Diosa, seguía siendo una hermosura. No la belleza ruda y terrenal que había sido antes, no. En la muerte había ganado una belleza oscura. Tallada en alabastro y ébano. Ojos negros y piel pálida y una voz tan profunda que Lexa la notaba vibrar entre las piernas cuando hablaba. Una belleza principesca, envuelta en una túnica de noche y serpientes. Coronada por estrellas del anochecer en la frente.
—Perdona, ¿te he despertado?
—YO NO DUERMO, LEXA.
Ella parpadeó.
—¿Nunca?
—NUNCA.
Lexa se apartó el pelo de la cara y bajó las piernas de la hamaca con todo el sigilo que pudo. Mientras erguía la espalda al incorporarse, las heridas se tensaron y las vendas le tiraron de las costras y no pudo evitar una mueca por el dolor de todo ello. Consciente de aquellos ojos negros como el carbón que seguían todos sus movimientos. Se moría por un cigarrillo. Por aire fresco. Por un puto baño. Llevaban ya dos giros enteros encerrados allí juntos, y la presión empezaba a hacer mella en todos. Aden era un nudo de furia e indignación, contenido solo por la presencia constante de Eclipse en su sombra. Pasaba sentado horas y horas, enfurruñado y taciturno, arrancando zarcillos de su propia sombra y arrojándolos a la pared de enfrente, igual que había arrojado uno a los ojos de Lexa en la necrópolis. Eclipse se arrojaba sobre la bola de material de las sombras como una cachorrilla y Aden sonreía, pero su sonrisa se esfumaba en cuanto se percataba de que su hermana estaba mirándolo. Lexa sentía su ira hacia ella. Su odio y su confusión. Y no podía reprocharle nada de aquello. Clarke y Lincoln eran otra fuente de inquietud, la tensión entre ellos tan espesa que podría cortarse y servirse con el supuesto «estofado» que comían en cada tardera. Lexa sentía los nubarrones amontonarse, amenazando con una tempestad que oscurecería los soles. Y lo cierto era que no tenía ni idea de qué podía hacer. En otros tiempos podría haber hablado del tema con Lincoln, claro. Pero ya no era el mismo. Lexa no había sabido qué sentir la primera vez que había posado los ojos en él. La alegría y el remordimiento, el éxtasis y la melancolía. Sin embargo, después de pasar unos giros en su compañía, se daba cuenta de que el chico estaba dibujado con la misma silueta, pero no pintado con los mismos colores del todo. Alcanzaba a sentir una oscuridad en él, la misma oscuridad que albergaba ella misma bajo la piel. Atrayente. Y sí, incluso con Don Majo en su sombra, quizá también temible. Lexa agachó la cabeza y sendos ríos de largo cabello negro cayeron como cortinas a los lados de la cara. El silencio entre ellos se espesó como la niebla.
—Lo siento —murmuró por fin.
El chico muerto ladeó la cabeza y las rastas de sal se movieron como serpientes ensoñadas.
—¿Por qué?
Lexa se sorbió el labio, buscando las livianas y enclenques palabras que de algún modo pudieran arreglar todo aquello. Pero las personas siempre habían sido el rompecabezas que jamás había logrado resolver. Siempre se le había dado mejor destrozar las cosas que recomponerlas.
—Creía que estabas muerto.
—YA TE LO HE DICHO —respondió él—. LO ESTOY.
—Pero… creía que jamás volvería a verte. Pensaba que habías desaparecido para siempre.
—NO ES LA MÁS NECIA DE LAS SUPOSICIONES QUE PODRÍAS HABER HECHO. ELLA ME APUÑALÓ TRES VECES EN EL CORAZÓN Y ME ARROJÓ POR LA LADERA DE UNA MONTAÑA, A FIN DE CUENTAS.
Lexa giró la cabeza hacia Clarke. Mejilla pecosa reposando en las manos, rodillas acurrucadas, largas pestañas aleteando en sueños.
Amante.
Mentirosa.
Asesina.
—Cumplí la promesa que te hice —le dijo a Lincoln—. Tu abuelo murió chillando.
Lincoln inclinó la cabeza.
—OS LO AGRADEZCO, HIJA PÁLIDA.
—No… —A Lexa le falló la voz por el nudo que se le hizo en la garganta. Sacudió la cabeza—. Por favor, no me llames así.
Lincoln desvió la mirada hacia Clarke. Se llevó una mano negra, manchada de noche, al pecho y se lo frotó, como recordando la sensación de la daga de su asesina.
—¿QUÉ LE PASÓ A FINN, POR CIERTO?
—Bellamy lo mató —respondió Lexa—. Lo ahogó en el estanque de sangre.
—¿ÉL TAMBIÉN CHILLÓ?
Lexa recordó al hermano de Clarke mientras desaparecía bajo la superficie roja el giro en que los Luminatii invadieron el Monte Apacible. Ojos desorbitados de terror. Boca llenándose de carmesí.
—Lo intentó —dijo por fin.
Lincoln asintió.
—Seguro que crees que soy cruel, que siempre hago lo que me da la gana —dijo Lexa con un suspiro.
—LO CONSIDERARÍAS UN CUMPLIDO.
Lexa alzó la mirada al oír eso, creyéndolo enfadado. Pero encontró sus labios curvados en una fina y pálida sonrisa, la sombra de un hoyuelo arrugándole la mejilla. Por un instante, le recordó muchísimo a lo que había sido. Muchísimo a lo que habían tenido juntos. Miró su rostro sin sangre y sus ojos negros como la tinta y vio por debajo al hermoso y quebrado chico que había sido, y el corazón se le hizo plomo en el pecho.
—¿LA AMAS? —preguntó él.
Lexa miró de nuevo a Clarke. Rememoró su tacto, su olor, su sabor. El rostro que mostraba al mundo, duro y despiadado, y la ternura que mostraba solo a Lexa, sola en sus brazos. Derritiéndose en su boca. Poesía en su lengua. Cada una el oscuro reflejo de la otra, ambas impulsadas por la venganza a ser y a hacer y a querer cosas que los demás nunca se atreverían a soñar.
Cosas maravillosas.
Cosas horribles.
—Es…
—¿COMPLICADO?
Lexa asintió despacio.
—Pero la vida siempre lo es, ¿no?
Una risita desprovista de humor escapó de entre los labios de Lincoln.
—PRUEBA A MORIR.
—Preferiría que no, si puedo evitarlo.
—LA MUERTE ES LA PROMESA QUE TODOS DEBEMOS CUMPLIR. TARDE O TEMPRANO.
—Prefiero tarde, si te parece bien.
Lincoln la miró a los ojos entonces. Negro a verde.
—Me lo parece.
El tañer de pesadas campanas amputó la conversación por las rodillas, y tanto Lincoln como Lexa alzaron la mirada hacia la cubierta de la Doncella. Lexa oyó gritos amortiguados, botas corriendo por los tablones, signos imprecisos de alarma. Clarke despertó de sopetón, se incorporó y se frotó el antebrazo por la cara.
—¿Cu fasa?
Lexa ya estaba de pie, con los ojos entrecerrados fijos en el techo del camarote.
—Sea lo que sea, no suena nada bien.
Un segundo repicar de campanas. Una sarta de tenues y sorprendentemente imaginativas palabrotas. Lexa fue con pies ligeros al ojo de buey y abrió el postigo de madera, dejando entrar un cegador haz de veroluz. Aden levantó la cabeza de su hamaca y miró a su alrededor por el camarote con ojos entornados y somnolientos. Don Majo renegó desde su sitio encima de la puerta. Lexa parpadeó una y otra vez ante el doloroso brillo y Clarke llegó con ella al ojo de buey mientras se les acostumbraba la vista. Sobre el oleaje al otro lado del cristal, Lexa distinguió velas en el lejano horizonte, bordadas con hilo dorado.
—Eso es un barco de guerra itreyano —murmuró Clarke.
Lexa miró hacia arriba.
—No parece que verlo emocione mucho a nuestros anfitriones.
—… AL CONTRARIO, A MÍ ME SUENAN DE LO MÁS EMOCIONADOS…
—… oh, bravo, veo que hemos estado practicando ese humor, ¿eh?…
—… ALGUNAS NO NECESITAMOS PRACTICAR, MININO. NOS BASTA CON NUESTRO INGENIO…
Clarke se espabiló del todo hundiendo la cabeza en el tonel de agua que tenían para lavarse y se recogió el pelo en una trenza suelta.
—Voy arriba a charlar.
—Mejor que la acompañes, hermano Lincoln —dijo Lexa—. Yo me quedo aquí con Aden.
El chico muerto se levantó despacio. Miró a Clarke con sus ojos sin fondo mientras enfundaba sus hojas de hueso de tumba bajo la túnica y se echaba la capucha sobre la cara.
—Después de vos, hermana.
Clarke se encajó las botas que había llevado desde su infiltración en el estadio de Tumba de Dioses y se ciñó la espada corta al muslo. Se puso el hábito de la hermandad, se encasquetó la cofia y se dirigió a la puerta.
—Ten cuidado, ¿eh? —le advirtió Lexa.
Clarke puso media sonrisa, se inclinó hacia Lexa y la besó en los labios.
—Ya sabes lo que dicen: lo que no te mata… más le vale salir cagando leches.
La chica vaaniana salió por la puerta del camarote con un revoloteo de tela blanca. Lexa evitó la mirada de Lincoln al pasar tras ella.
—En fin —suspiró Nube Corleone—. Como me dijo mi vieja y querida tutora, la dona Elisa, cuando cumplí los dieciséis años, «Que me follen bien suave y luego que me follen bien fuerte».
Kael Tres Ojos se asomó desde la cofa.
—¡Están haciendo señales, capitán!
—¡Sí, ya lo veo! —gritó Nube, meneando su catalejo—. ¡Muchas gracias!
—Esos mierdas trincaculos nos están ganando terreno —gruñó Jon el Grande desde la regala, a su lado.
El capitán movió el catalejo delante de las narices de Jon el Grande.
—Este trasto funciona, ¿sabes?
—¿Capitán? —llegó una voz.
Nube miró por encima del hombro y vio a la no tan reverenda monja en la cubierta tras él, seguida por la imponente figura de su perro de presa de metro ochenta. El aire de la veroluz se notó un poco más frío y un escalofrío involuntario le puso la piel de gallina.
—Es mejor que volváis abajo, hermana —le recomendó—. Estaréis más segura.
—¿Os referís a que aquí arriba no es seguro?
—Yo no…
La hermana estiró el brazo, arrancó el catalejo a Nube de la mano, se lo llevó al ojo y se volvió hacia el horizonte.
—No es de la armada itreyana común —dijo—. Es una nave Luminatii.
—Bien visto, hermana.
—Y parece que van armados con cañones arkímicos.
—De nuevo, sí, mi catalejo funciona, muchas gracias.
La hermana bajó el catalejo y lo miró a los ojos.
—¿Qué quieren?
Nube señaló la bengala roja que el barco había enviado chispeando al cielo.
—Quieren que arriemos velas.
—¿Para qué? —preguntó el enorme guardaespaldas.
El buen capitán parpadeó.
—Oye, ¿cómo haces eso con la voz?
La hermana le devolvió el catalejo.
—¿Los Luminatii acostumbran a detener barcos al azar en medio del océano sin motivo aparente?
—Bueno… —Nube raspó la cubierta con el talón de la bota—. No es lo normal, no.
La hermana y su guardaespaldas cruzaron una mirada incómoda. Jon el grande susurró por la comisura de la boca:
—¿Los habrá puesto sobre aviso Antolini?
—No sería capaz de hacerme algo así, ¿verdad? —murmuró Nube.
—Te tiraste a su mujer, capitán.
—Solo porque me lo pidió con buenas maneras.
—Ese asaltacunas de Flavio prometió matarte si te volvía a ver —caviló el hombre pequeño, y dio una calada a su pipa de hueso de draco—. ¿Le habrá dado un ataque de creatividad?
—¿Y qué si le debo una pequeña suma? No es motivo para delatarme a los Luminatii.
—Le debes una pequeña fortuna. Y también te tiraste a su mujer.
Nube Corleone arqueó una ceja.
—¿Tú no tienes cosas que hacer?
El hombre pequeño contempló el hervidero de actividad que eran la cubierta, el castillo, el alcázar, los mástiles. Levantó los hombros y enseñó los dientes de plata al sonreír.
—Nada en particular.
—¡Siguen acercándose, capitán! —gritó Kael desde arriba.
Nube levantó al aire su catalejo.
—¡Por las Cuatro Hijas, que este puto trasto funciona!
—Capitán, me temo que debo insistir… —empezó a decir la hermana.
—Lo lamento, sor Clarke —la interrumpió el bucanero, y suspiró—. Pero no permitiré que nos alcance.
—¿Ah, no?
—Es un barco de guerra Luminatii, capitán —señaló Jon el Grande—. No estoy seguro de que la Doncella pueda dejarlo atrás.
—Ay, hombre de poca fe —dijo Nube—. Tú da la orden.
—Como quieras —suspiró el hombre pequeño.
Jon el Grande dio la espalda a la regala y rugió a la tripulación:
—¡Muy bien, dejad de hacer gárgaras con las corridas ajenas y apretad los bebederos de patos que tenéis por ojetes! ¡Vamos a salir cagando leches! ¡Izad hasta el último centímetro de vela que llevemos! ¡Si tenéis un trapo manchado de mierda o un pañuelo lleno de lefa, lo quiero enganchado a algún mástil! ¡Venga, venga!
—Capitán… —insistió la monja.
—No os preocupéis, hermana. —Nube sonrió—. Conozco los océanos y conozco mi barco. Estamos en la corriente rápida y los vientos de la nuncanoche están a punto de empezar a besar nuestras velas igual que besé yo a la esposa de don Antolini. —El capitán levantó el catalejo, todavía con una sonrisita—. Esos meapilas no van a ponernos ni un puto dedo encima.
El primer cañonazo surcó las aguas a treinta metros de la proa de la Doncella. El segundo, a seis metros de la popa, lo bastante cerca como para chamuscar la pintura. Y el tercero pasó volando a tan poca distancia que Nube podría haberse afeitado con él. El barco de guerra Luminatii navegaba en paralelo a la Doncella, sus velas brillando con sus bordados de oro. Nube vio su nombre escrito con letras gruesas y fluidas en la proa.
Fiel.
Tenía los cañones listos para liberar otra andanada de fuego arkímico. Las anteriores tres descargas habían sido disparos de aviso, y Nube no quería arriesgarse a una cuarta. Además, teniendo en cuenta lo que la Doncella llevaba escondido en la panza, al viejo Fiel le bastaría con un buen beso para salirse con la suya.
—Arriad velas —escupió el capitán—. Enarbolad la bandera blanca.
—¡Arriad velas, quejicas de mierda! —bramó Jon el Grande desde el alcázar—. ¡Y quiero el barco al pairo ahora mismo!
—Ya veo, ya —murmuró la hermana Clarke, a su lado junto a la borda—. Conocéis los océanos y vuestro barco de maravilla, capitán.
—¿Sabéis qué? —replicó Nube, volviéndose para mirarla—. La primera impresión que me disteis fue bastante favorable, buena hermana, pero debo deciros que cuanto más os conozco, menos aprecio os tengo.
El guardaespaldas de la monja se cruzó de brazos y soltó un bufido.
—TÚ Y YO DEBERÍAMOS TOMAR UNA COPA ALGÚN GIRO DE ESTOS.
Había demasiada profundidad para que la Doncella echara el ancla, así que cuando hubieron arriado las velas y encarado la proa al viento, la tripulación se quedó sin gran cosa que hacer salvo esperar de pie a que el Fiel se situara en posición y arrojara los garfios. Nube observó cómo el inmenso barco de guerra se aproximaba, hundiendo la panza cada vez más. Tenía los costados erizados de cañones arkímicos procedentes de los talleres del Monasterio del Hierro, y las cubiertas atestadas de infantes de marina itreyanos. Llevaban cotas de malla y petos de cuero, repujados con el símbolo de los tres soles. Empuñaban espadas cortas y rodelas ligeras de madera, ideales para luchar con poco espacio en las cubiertas de naves enemigas. Y duplicaban en número a la tripulación de la Doncella. Arriba, en el castillo de popa, Nube distinguió a media docena de Luminatii en armadura de hueso de tumba, sus capas de color rojo sangre, como las plumas en la cimera de sus yelmos, que aleteaban en la brisa marina. Su líder era un centurión alto de barba puntiaguda, penetrantes ojos grises y la expresión de alguien en desesperada necesidad de una manola profesional.
—Condenados meapilas —gruñó el capitán.
—Sí —dijo Jon el Grande, llegando junto a él—. Que la dama Trelene los ahogue a todos.
—No nos pasará nada —murmuró Nube, más para sí mismo que para su segundo de a bordo—. Está bien oculto. Tendrían que destrozar el casco para encontrarlo.
—A no ser que sepan exactamente dónde tienen que buscar.
Nube miró a su segundo con ojos que iban ensanchándose.
—¿No creerás que…?
El hombre pequeño encendió la pipa de hueso de draco con un yesquero y fumó pensativo.
—Te dije que no te tiraras a la mujer de Antolini, capitán.
—Y yo te he dicho que me lo pidió con buenas maneras. —Nube bajó la voz—. Con muy buenas maneras, de hecho.
—¿Y crees que esos Luminatii van a ser igual de simpáticos? —bufó Jon el Grande, viendo cómo se preparaban para abordarlos—. Porque parecen dispuestos a jodernos bien jodidos, ya lo creo que sí.
Nube crispó el gesto cuando lanzaron los garfios, que se hundieron en la regala de la Doncella y astillaron la madera. La tripulación del Fiel colgó sacos llenos de heno en su costado para amortiguar el impacto mientras unos cabestrantes mekkénicos tiraban de la Doncella, y los dos barcos por fin hicieron contacto con un fuerte golpetazo. Tensaron los cabos y tendieron una plancha de la nave conquistadora a la conquistada. El centurión Manola los miró amenazador desde el castillo de popa del Fiel.
—Soy el centurión Ovidio Varinio Falcón, segunda centuria, tercera cohorte de la Legión Luminatii —exclamó—. Por orden del imperator Azgeda, estoy autorizado a abordar vuestro navío y buscar contrabando. Vuestra cooperación será…
—Que sí, que sí, podéis ir pasando, amigos. —Nube le dedicó su sonrisa de cuatro bastardos, se levantó el tricornio e hizo una profunda reverencia—. ¡Aquí no tenemos nada que esconder! Pero limpiaos los pies antes, ¿queréis? —El bucanero volvió la cabeza para susurrar—: Será mejor que bajéis al camarote, hermana. Las cosas van a…
Nube miró a Jon el Grande, que parpadeaba contemplando el aire vacío donde habían estado la chica y su guardaespaldas un momento antes.
—¿Dónde abismos se han metido?
