CAPÍTULO 11

Incendiaria

Los Luminatii pululaban por la Doncella como pulgas por el pelo del pecho de una abuela liisiana. El registro estaba siendo eficiente y meticuloso, y saltaba a la vista que el centurión Falcón ya había tratado antes con contrabandistas, porque encontró los tres compartimentos secretos que Nube tenía como señuelo a las primeras de cambio. Por suerte, y a pesar de las teorías conspiratorias de Jon el Grande, los intrusos ni se acercaron al lugar donde estaban los verdaderos compartimentos secretos, y el cargamento oculto de Nube permaneció a buen recaudo. Pero, mientras acompañaba a Falcón en el registro y respondía a sus preguntas con toda la educación de que era capaz, el bucanero tardó poco en llegar a una conclusión más bien preocupante. En realidad, los meapilas no tenían el menor interés en el contrabando, sino que estaban buscando a personas. Y al ser muy consciente de que, casi con toda certeza, la monja que llevaba a bordo no era más monja que él sacerdote, el bucanero temía que su estómago revuelto empezara a chorrearle en las botas.

—¿Y dices que son vuestros únicos pasajeros? —preguntó Falcón.

—Así es —dijo Nube, levantando el puño para llamar a la puerta del camarote—. No solemos dedicarnos al transporte de ganado.

—¿Cuándo y dónde subieron a bordo?

—Tumba de Dioses. Hace unos pocos giros. Compraron pasaje hasta Ysiir.

El centurión hizo un seco asentimiento y Nube dio unos ruidosos golpes en la puerta.

—¿Hermana? —llamó con voz cantarina—. ¿Estáis visible? Traigo a otros siervos de la Bendita Luz que querrían haceros unas preguntas.

—Pasad —llegó la respuesta.

Nube abrió la puerta y encontró a la chica vaaniana ya de pie a un lado, su espalda contra el mamparo, las manos por delante como una penitente.

—Mis disculpas, hermana, pero… —empezó a decir Nube.

—Aparta, plebeyo —dijo Falcón, irrumpiendo por la fuerza en el camarote.

El centurión se quitó el yelmo emplumado, se alisó la maraña sudada de pelo e hizo una respetuosa inclinación a la monja. Sus ojos acerados se desviaron al guardaespaldas que estaba en la esquina y se le contrajeron los músculos de la mandíbula. El hombretón no hizo ningún ruido.

—Disculpadme, gentil hermana —dijo el Luminatii a la monja—. Soy el centurión Ovidio Varinio Falcón, comandante del barco de guerra Fiel. Por orden de nuestro imperator, Roan Azgeda, debo realizar un registro de este barco y, en consecuencia, de vuestro camarote.

La chica mantuvo la mirada en el suelo, en una convincente exhibición de modestia, y asintió.

—No tenéis por qué disculparos, centurión. Por favor, proceded con vuestro registro.

El centurión hizo una seña con la cabeza a sus cuatro infantes de marina. Entraron todos en el camarote, mirando el suelo en señal de deferencia, a todas luces tan cómodos en el camarote de una monja como lo estaría una verdadera monja en el agujero de lucha de un puerto. Cuidándose de no transgredir demasiado el espacio personal de la buena hermana, empezaron a buscar en cofres y toneles, a dar con los nudillos en el suelo y los mamparos a la caza de espacios huecos. En cambio, Falcón no apartó la mirada del gigantón de la esquina, que seguía inmóvil. Nube lo observó todo mientras se le llenaba el estómago de mariposas. Oía a la infantería registrando los otros camarotes, y no con mucha delicadeza, por cómo sonaba. Cruzó los brazos y apretó la mandíbula.

«Aquí hace más frío que en los bajos de una verdadera monja».

—Disculpadme, hermana —dijo Falcón de pronto—. Confieso que me sorprende no poco hallaros en tan… particular compañía.

—Y no se os puede culpar por ello, valeroso centurión —respondió la hermana, aún con la mirada gacha.

—¿Puedo preguntaros qué estáis haciendo a bordo de este navío?

—Podéis preguntar, noble centurión. —La chica se alisó el voluminoso hábito, removido por el aire que entraba por el ojo de buey abierto—. Pero como ya informé al buen capitán aquí presente, mi tarea requiere de la más estricta discreción. Mi madre superiora me encomendó no hablar de ella a nadie, ni siquiera a nuestros hermanos en la Luz. Por mi honor, debo suplicaros humildemente vuestro perdón y mantener mi juramento de silencio.

Falcón asintió, con un brillo en los ojos grises.

—Cómo no, buena hermana.

Los soldados terminaron de registrar el camarote y se volvieron hacia el centurión.

—El chico no está aquí —informó uno de ellos, bastante en vano.

El centurión recorrió de nuevo la estancia con una mirada amenazadora. Pero al parecer satisfecho, aunque aún picado por la curiosidad, hizo una inclinación a la hermana.

—Disculpad la intromisión, buena hija. Que Tsana guíe vuestra mano.

La hermana alzó tres dedos con una sonrisa paciente.

—Que Aa os bendiga y os guarde, centurión.

—¿Lo veis? —Nube sonrió de oreja a oreja, el alivio fundiéndole las entrañas—. Todo en orden y reglamentario, ¿eh, amigos? Permitid que os acompañe a la cubierta, amables caballeros.

Falcón dio media vuelta para marcharse, seguido por sus hombres. Pero el estómago de Nube dio un pequeño vuelco cuando el hombre se detuvo de repente. Una leve arruga apareció en el ceño del centurión al mirar los pies de la chica. Sus ojos grises destellaron en la tenue luz del camarote.

—Mi hermana se casó con un zapatero —afirmó.

La chavala vaaniana ladeó la cabeza.

—¿Disculpad?

—Sí —dijo el hombre, asintiendo—. Con un zapatero. Hará cuatro años.

—Eh… —La chica parpadeó, con cara de perplejidad—. Me…, me alegro mucho por ella.

—Yo no. —Falcón torció el gesto—. Mi cuñado es más ceporro que la bosta de cerdo. Pero de calzado sabe mucho, eso sí. Tiene un contrato con los editorii de Tumba de Dioses, de hecho. Todos los guardias que trabajan en el estadio llevan botas suyas. —El centurión señaló las puntas de cuero manchadas de sangre que asomaban por debajo de las vestiduras sagradas de la chica—. Igualitas que esas.

En ese momento ocurrieron varias cosas en rápida sucesión, cada una un poco más sorprendente que la anterior. En primer lugar, la chica gritó: «¡LEXA!» a pleno pulmón hacia el ojo de buey abierto. Cosa que, teniéndolo todo en cuenta, extrañó bastante a Nube. En segundo lugar, se movió, arrojando un cuchillo desde el interior de su manga y desenvainando una espada corta que a saber dónde coño llevaba escondida. El cuchillo se clavó en el cuello del infante de marina más cercano y, mientras el hombre caía hacia atrás salpicando rojo, la joven se abalanzó hacia el centurión blandiendo su hoja, gruñendo con el rostro retorcido. En tercer lugar, el tipo de la esquina se echó atrás la capucha, revelando una cara pálida como la de un cadáver, unos ojos como los de un daimón y unas rastas de sal como…, bueno, Nube no tenía ni puta idea, pero las rastas estaban moviéndose por sí mismas. El tipo desenfundó los dos sospechosos bultos con forma de espada de debajo de la túnica, que en efecto resultaron ser espadas.

Espadas de hueso de tumba.

Y por último, y con toda seguridad lo más extraño de todo, mientras la chica descargaba su hoja como una guadaña hacia el engreído cuello del centurión Ovidio Varinio Falcón, segunda centuria, tercera cohorte, una sombra con forma de gato emergió de debajo del aparatoso hábito de la chica con un aullido fantasmagórico, seguido de un sobresaltado niño de nueve años, amordazado y maniatado. Por su parte, al menos Falcón estaba preparado para recibir el ataque, su espada de acero solar desenvainada y murmurando ya una plegaria a Aa. La espada cobró vida con una brillante llamarada y al detener el tajo de la chica, su acero solar hizo una muesca en la espada corta. La chavala exclamó de nuevo: «¡LEXA!», los tres soldados gritaron desenfundando sus propias espadas cortas, Nube escupió una negra maldición y, cuando quiso darse cuenta, la confusión se había apoderado del camarote. Los infantes de marina estaban bien entrenados y era evidente que acostumbraban a luchar en espacios cerrados. Pero mientras se acercaban para acabar con la chica, el hombretón atacó y su hoja de hueso de tumba atravesó la cota de malla como una cuchilla la seda, segando el brazo de un soldado por el hombro. La sangre roció todo el camarote y el hombre se derrumbó aullando. El gigantón no era muy vivaz, sin embargo: parecía tener una fuerza impía, pero era lento y torpe. El tercer soldado contraatacó y le hizo un profundo corte en el brazo. Y con una oración a Aa, el cuarto dio un paso adelante y le ensartó el abdomen. El tipo no cayó. Ni siquiera se inmutó. Con una mano negra, asió la muñeca del soldado, se clavó más la hoja en las entrañas y atrajo al hombre boquiabierto hacia él. Su otra mano se cerró sobre la garganta del soldado. Y con un chasquido de ramitas mojadas, le retorció el cuello hasta rompérselo. Sor Clarke y Falcón estaban enzarzados hoja contra hoja. El hombre, más corpulento, hacía retroceder a la chica con su ardiente acero solar. Pero cuando levantó la espada, el sonido de una atronadora explosión rasgó el aire procedente de fuera, haciendo añicos los ojos de buey cerrados y llenando el camarote de esquirlas y del acre y negro olor del fuego arkímico. Falcón se dio cuenta de que el estallido había llegado desde el Fiel más o menos a la vez que Nube, y volvió un instante la cabeza en dirección a su barco. Ese instante fue todo lo que necesitaba la buena hermana. La punta de su espada alcanzó la garganta del hombre y le seccionó la tráquea de lado a lado. El centurión cayó hacia atrás, su cuello una fuente de sangre, el chico en el suelo mirando desorbitado de horror el cuerpo del hombre, aún no muerto del todo, dar contra los tablones. Aquella especie de sombra de gato merodeaba enloquecida por todo el camarote, aullando y siseando, el cadáver andante había estampado al último infante de marina contra la pared y estaba estrangulándolo con las manos desnudas, y Nube Corleone olió lo más aterrador que puede imaginar un capitán a bordo de su propio barco.

Fuego.

Así que hizo lo que cualquier persona razonable habría hecho en su lugar.

—A tomar por culo —dijo.

Y echó a correr.

Cruzó el pasillo como una exhalación y, al salir a cubierta, se quedó abrumado un momento por el fulgor de los soles y el hedor del humo. La cubierta de la Doncella estaba atestada de tripulantes que corrían de un lado a otro obedeciendo las órdenes a voz en grito de Jon el Grande.

—¡Cortad las putas sogas! ¡Sacad esos garfios, alcornoques pollaflojas! ¡Empapad las condenadas velas! ¡Separad el barco, debiluchos follaabuelas! ¡Separadlo!

Nube vio que el Fiel estaba ardiendo, tanto las velas como el casco. Le salía un humo negro por el culo, que de algún modo estaba reventado. El barco se escoraba mucho, hacía agua deprisa. Marineros y soldados en llamas se arrojaban al mar, el fuego corriente y el arkímico devoraban la madera y las cubiertas eran un caos absoluto. Y mientras miraba, tratando de comprender qué estaba ocurriendo a bordo del malhadado barco de guerra, Nube Corleone descubrió que se aflojaba la mandíbula de asombro.

—Por las Cuatro Hijas…

Al principio lo tomó por un espejismo de la luz o del humo. Pero, forzando más la vista, reparó en que entre las llamas y las ascuas distinguía a…

«¿Una chica?».

Se movía como una canción. Fluía y giraba, toda ella piel blanquecina y ojos entrecerrados y pelo largo, negro como las plumas de un cuervo. Empuñaba una espada larga de hueso de tumba, llevaba un escudo robado en la otra mano y estaba empapada de sangre hasta las axilas. Nube vio cómo saltaba al castillo de popa hacia un Luminatii. El hombre maldijo y alzó su hoja de acero solar. Un lobo hecho de lo que parecía material de las asombras corrió escalera arriba, rugiendo con las fauces abiertas. Nube palideció al caer en la cuenta de que podía entender lo que decía el animal.

—… ¡CORRED!… —rugió con una voz como el invierno—…¡CORRED, NECIOS!…

La chica levantó el brazo y el Luminatii dio un grito, reculó y se llevó una mano a los ojos, como cegado. La chica derribó al hombre de un tajo, le amputó la mano por la muñeca mientras caía, soltó su escudo y recogió la espada llameante de la cubierta. Y mientras la chica se abría paso entre el resto de la aterrorizada multitud, mientras aquel lobo-sombra aullaba sanguinario, mientras las dos espadas destellaban, Nube pensó que había algo en ella que le resultaba familiar. Algo que le recordaba el olor de la sangre y la arena, el sabor de los labios de una chica guapa, un corredor de apuestas burlándose de él por pensar con la polla cuando apostó todas sus ganancias a…

—Por el abismo y la sangre —dijo con un hilo de voz.

Otra explosión sacudió el Fiel, quebró sus tablones, destrozó sus palos. Nube comprendió que debían de haberse incendiado sus reservas de munición arkímica, que el barco estaba destruyéndose a sí mismo desde dentro. Los soldados y los marineros se tiraron al mar o dieron saltos desesperados hacia la Doncella, solo para que los sales de Nube les allanaran el camino a las olas cumpliendo órdenes de Jon el Grande. Nube contempló patidifuso cómo la chica acababa con los rezagados que intentaban asegurar el palo de mesana, cómo su espada de hueso de tumba cercenaba las gruesas sogas embreadas como si fuesen telarañas. Se agachó cuando el viento hizo caer el mástil con un ensordecedor crujido hacia la Doncella. Y la chica se subió al palo derribado, corrió por él como una gata, encogió el semblante y brincó sobre las aguas que se iban ensanchando entre el Fiel y la Doncella. No logró llegar del todo. La espada de hueso de tumba salió despedida de su mano y traqueteó por la cubierta hasta los pies de Nube mientras la chica daba contra la regala de popa y el acero solar robado caía al océano. Estuvo a punto de irse ella detrás hacia la ardiente agua, pero de algún modo logró asirse, arañando la madera, sus nudillos blancos al aferrar un pesado tarugo. Se izó polea arriba con las manos resbaladizas de sangre, logró pasar una pierna por encima de la borda y cayó rendida en cubierta. Jadeando.

Tosiendo y escupiendo.

—Que me follen bien suave —murmuró Nube—. Y luego que me follen bien fuerte.

Apartándose un mechón de pelo ensangrentado de los labios, la chica alzó la mirada hacia los ojos de Nube. El capitán tenía su espada de hueso de tumba en la mano, la empuñadura pegajosa por el rojo. La sombra de la chica se retorció, cambió, y el lobo que había sembrado el terror entre los Luminatii y sus hombres cobró forma en la cubierta entre ellos, con el lomo erizado y un gruñido que parecía emerger de debajo de los tablones.

—… NO TE ACERQUES…

La voz le heló la tripa; la mirada de la chica, todavía más. Era como si el miedo fuese un ser vivo, emergiendo de la oscuridad a los pies de ella y entrando en los suyos. Nube oyó unos pasos en la escalera, por detrás. Sintió en la espalda una gelidez a la que ya se iba acostumbrando. Oyó que su tripulación estaba formando abajo, cachiporras y espadas dispuestas, un poco ebrios de la matanza que tal vez con ganas de un poquito más. Jon el Grande los mantenía a raya, pero bastaría con una palabra para que todo empezara otra vez.

—¿Lexa? —dijo una voz desde detrás.

—No pasa nada, Clarke —respondió la chica, observando a Nube.

—Vos sois Cuervo —dijo él con voz temblorosa—. De los Halcones del collegium de Titus. La Belleza Sanguinaria. La Salvadora de Vigilatormenta. —Nube se lamió los labios. Forzó firmeza en su voz—. Vos sois la chica que asesinó al sumo cardenal Thelonius Jaha.

Ella lo miró. Tenía cicatrices en la cara, y una marca de esclava, y manchas de sangre y humo. Ojos negros como la veroscuridad, rodeados de sombras.

—Sí —fue todo lo que dijo.

Con cuidado de no sobresaltar a nadie, Nube Corleone dejó la espada de hueso de tumba en la cubierta, con la misma delicadeza que si fuese un bebé recién nacido. E inclinándose hacia la chica, le ofreció su sonrisa de cuatro bastardos junto con su mano temblorosa.

—Bienvenida a bordo del Doncella Sangrienta.