CAPÍTULO 12

Veritas

Fue la cena más incómoda a la que Lexa había asistido jamás. El buen capitán estaba sentado a un extremo de la mesa en su camarote, vestido con una elegante camisa de terciopelo negro, con algún cordón desatado de más. Su segundo de a bordo, Jon el Grande, se sentaba a su lado, elevado sobre una pila de cojines. Don Majo estaba tumbado en el hombro de Lexa al otro lado de la mesa, y Eclipse hecha un ovillo en el suelo a sus pies. Clarke se sentaba a su izquierda, Lincoln a su derecha y Aden completaba la reunión enfrente de Jon el Grande. Clarke había renunciado a su disfraz de la hermandad y vestía con cuero negro y una blusa de terciopelo rojo. Lincoln seguía con su túnica oscura, aunque ya no iba encapuchado y ofrecía al mundo su hermosa cara pálida, sus ojos negros y sus rastas de sal, que se movían mecidas por una brisa que nadie más notaba. Lexa aún llevaba su faldilla de cuero y sus botas de gladiatii, pero el buen capitán había tenido la amabilidad de prestarse una camisa de seda negra para reemplazar su sayo ensangrentado. Lexa se dio cuenta enseguida de que al muy canalla le gustaba la ropa de corte bajo, y tenía que inclinarse con cuidado para evitar las visitas inesperadas de huéspedes sin invitación. El océano susurraba y siseaba contra el casco, y el suave cabeceo de la Doncella en el oleaje hacía tintinear la vajilla. La luz de los soles entraba a chorro por las vidrieras, el mar del Silencio se extendía en todo su cerúleo esplendor tras ellas. El silencio que había en la mesa no era ni por asomo tan bello. El buen capitán había colocado un buen mantel y parecía decidido a impresionar a Lexa, aunque ella aún no comprendía muy bien por qué. Tras sus miedos iniciales, se había adaptado bien al hecho de que Lexa era tenebra y había adoptado enseguida el papel de encantador anfitrión. Mientras se servían los aperitivos, mantuvo una charla ligera, hablando sobre todo de su barco y sus travesías. Tenía un ingenio tan raudo que podría haber estado bebiendo centellas destiladas. Pero pronto resultó evidente que la mayoría del público no estaba de humor para su interpretación de cabroncete adorable. La charla insustancial de Corleone había crepitado moribunda hasta decaer. Y cuando retiraron los platos antes de pasar al plato principal, la mesa se sumió en un incómodo silencio.

Nube Corleone carraspeó.

—¿Alguien quiere más vino?

—No —dijo Clarke sin dejar de mirar a Lincoln.

—No —dijo Lincoln fulminando con la mirada a Clarke.

—Sí, joder —dijo Lexa levantando su copa.

Iba ya por la tercera. Era un buen caldo, oscuro y ahumado en la lengua. Y aunque ella prefería un buen vino dorado —Albari a ser posible, aunque se conformaría con casi cualquier whisky—, no era tan grosera como para preguntar al buen capitán si tenía alguno. También podía emborracharse con tinto sin ningún problema, y tantos giros encerrados juntos en aquel camarote habían puesto a todo el mundo de los nervios. Así que Lexa pretendía emborracharse a base de bien.

—Bueno —dijo Corleone, haciendo un nuevo intento—, ¿de qué os conocéis entre vosotros?

Silencio.

Largo como los años.

—Estudiábamos juntos —respondió Lexa por fin.

—¿Ah, sí? —Corleone sonrió, intrigado—. ¿En alguna institución pública, o el Monasterio del Hierro, o…?

—… fue en una escuela para futuros asesinos dirigida por una secta adoradora de la muerte…

—Ah. —El capitán miró al gato-sombra y asintió—. Tutores privados, entonces.

—ALGUNAS SE CONVIRTIERON EN VERDADERAS MAESTRAS —añadió Lincoln sin dejar de mirar a Clarke—. DEL ASESINATO QUIERO DECIR .

—Cosa que no debería sorprender a nadie —replicó ella—, dado lo que nos enseñaban.

—UNA DAGA EN LA MANO DE UNA AMIGA SUELE SORPRENDER.

—No debería, si ese amigo cree que irá antes que la familia.

—Esto… —farfulló Corleone.

Lexa apuró su copa.

—¿Me pasáis el vino, por favor?

Corleone lo hizo mientras el grumete traía el plato principal desde la cocina y empezaba a servir. Era buena comida, teniendo en cuenta que iban a bordo de un barco: cordero chisporroteante, verduras casi frescas y una salsa de romero con el jugo de la carne que hizo salivar a Lexa a pesar de la tensión que se respiraba. Corleone empezó a trinchar la carne, que casi se caía sola del hueso.

—Te vi derrotar a aquella sedosa en los juegos de Fuerteblanco —dijo Jon el Grande a Lexa con la boca llena—. Me saqué monedas como para llenar el coño de una fulana apostando por ti, además. Lo hiciste de puta madre, chavala.

—Por las Cuatro Hijas, Jon el Grande. —Nube le frunció el ceño—. Modera las palabrotas en la mesa, ¿quieres?

—Joder —dijo el hombre pequeño, y se mordió el labio—. Disculpas.

—¿Otra vez?

—Joder. Lo siento. Mierda… JODER…

—No, tranquilo —dijo Lexa, reclinándose en la silla para disfrutar de las vueltas que le daba la cabeza—. La verdad es que sí que lo hice de puta madre. Espero que te gastaras ese coño lleno de monedas en algo cojonudo.

El hombre pequeño sonrió con sus dientes de plata, alzando su copa.

—Oh, me caes bien.

Lexa levantó también su copa y se la bebió de un trago.

—¿Y qué hay de vos, joven don? —dijo Nube, volviéndose hacia Aden para cambiar de tema—. ¿Os gustan los barcos, por casualidad?

—No me dirijas la palabra, cretino —replicó el chico, jugueteando con la comida.

—Aden, no seas maleducado —le advirtió Lexa.

—No hablaré de sinsentidos con este delincuente bandolero, Coronadora —espetó el chico—. Es más, cuando vuelva con mi padre, haré que lo ahorquen por villano.

—Bueno… —Los labios de Corleone aletearon un poco—. Eh…

—No le hagáis caso —dijo Lexa—. Es un mierdecilla malcriado.

—¡Soy hijo de un imperator! —chilló el niño con voz aguda y estridente.

—¡Pero eso no te librará de unos azotes! ¡Así que guarda la puta compostura!

Lexa trabó la mirada ceñuda con el chico, entabló una silenciosa batalla de voluntades.

—Esto… —probó a decir Jon el Grande—. ¿Más vino?

—Ah, sí, por favor —respondió Lexa, acercándole su copa.

Cayó un silencio más cómodo sobre la mesa mientras Lexa recuperaba la copa llena y la gente empezaba a comer. Lexa había pasado los últimos ocho meses alimentándose con los diversos caldos cuestionables y las bazofias que cocinaban en el collegium de Titus, por lo que aquella era la primera comida decente que recordaba echarse entre pecho y espalda en una eternidad. Devoró su plato a dos carrillos, usando más vino para ayudar a pasar sus ambiciosos bocados. El cordero estaba delicioso, caliente, sazonado a la perfección, y las verduras crujientes y amargas. Hasta Aden parecía estar disfrutando.

—¿Vos no coméis, don Lincoln? —preguntó Corleone—. Puedo ordenar que os preparen alguna otra cosa si esto no es de vuestro agrado.

—LOS MUERTOS NO REQUIEREN SUSTENTO, CAPITÁN.

—Y aun así, se empeñan en sentarse a la mesa —murmuró Clarke con la boca llena.

—¿Disculpa?

—Pásame la sal, enano —exigió Aden.

—¡Eh, tú! —Lexa dio un golpe en la mesa—. ¡No es un enano, es un hombre pequeño!

—No, yo soy un hombre pequeño —respondió el chico con una sonrisa de suficiencia, señalando a Jon el Grande con el tenedor—. Él es un enano. Y yo mañana habré crecido un poco más.

—¡Se acabó, joder! —exclamó Lexa, levantándose—. ¡Vete a tu cuarto!

—¿Cómo, disculpa? —dijo él—. Soy hijo de…

—Me importa una mierda de quién seas hijo. Eres un invitado en esta mesa y no hablarás así a la gente. ¿Quieres que se te trate con respeto, hermanito? Pues empieza por tenerlo tú. Porque el respeto se gana, no se le debe a nadie por su puta cara. —Lexa se inclinó hacia el chico y lo miró furiosa—. Y ahora, vete. A. Tu. ¡Cuarto!

El chico miró a su hermana. Entornó los ojos. Las sombras a su alrededor temblaron y restallaron, reflejando la ira de sus ojos. Unos pocos cubiertos empezaron a traquetear sobre la mesa.

—¿Lexa? —dijo Clarke.

—… ¿LEXA?…

De repente, las sombras se afilaron y apuntaron como cuchillos, lanzándose hacia el cuello de Lexa. Lexa torció el gesto, apretó la mandíbula y forcejeó contra la oscuridad de la presa de su hermano con el pensamiento. Aden estaba furioso, sí. Pero ella era mayor. Más fuerte. Mucho más profunda. Hacerse con el control de esas sombras era literalmente como arrebatárselas a un niño. Y con un movimiento de cabeza y un latigazo de voluntad, las sombras regresaron de golpe a sus formas habituales.

—Sonreiré cuando estés en el cadalso, Coronadora —siseó el chico.

—Coge número y ponte a la cola, hermanito —replicó ella—. Mientras tanto, mueve el culo hasta tu camarote antes de que lo lleve yo a patadas.

Al chico le tembló el labio al reconocer la derrota. Sus mofletes enrojecieron de ira. Y sin decir ni una palabra más, salió hecho una furia del camarote del capitán y dio un portazo.

—Eclipse, ¿puedes tenerle un ojo echado? —musitó Lexa.

—… COMO SOLO PUEDEN HACERLO QUIENES NO TIENEN OJOS…

La loba-sombra se levantó de debajo de la silla de Lexa y se esfumó. Lexa volvió a hundirse en su asiento, apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos.

—¿Hombre pequeño? —dijo Jon el Grande, rompiendo el silencio que siguió.

—Mis disculpas —dijo Lexa con un gesto de la mano— si es una ofensa.

Jon el Grande se inclinó hacia delante y pestañeó teatral.

—¿Os casaríais conmigo, mi dona?

—Ponte a la cola, hombre pequeño. —Clarke sonrió y apretó la mano de Lexa.

—PERO NO LE DES LA ESPALDA —dijo Lincoln—. CLARKE NO TOLERA LA COMPETENCIA.

—Por la puta Negra Madre. —Clarke clavó su tenedor, desbordada por fin tras la tensión acumulada durante tres giros—. ¿Es que tienes que aprovechar cada oportunidad para soltarme una puñalada?

—INTERESANTE ELECCIÓN DE PALABRAS, DADO LO QUE ME HICISTE.

—Se llama ironía, Lincoln —gruñó Clarke—. Es un viejo truco de dramaturgo. Habría jurado que serías un experto en drama, por cómo lo estás sirviendo.

—¿Sirviendo?

—En rebanadas más bien gruesas, ¿no te parece?

—¡TÚ ME ASESINASTE! —gritó Lincoln, levantándose de la silla.

—¡Hice lo que había que hacer! —exclamó Clarke, levantándose también—. ¡Tú mismo has dicho que la Iglesia Roja ha perdido el rumbo! ¡Y resulta que yo intento derribarla desde hace más tiempo que ninguno de vosotros! Lamento que tuvieras que caer, ¡pero las cosas son así! Y te apuñalé como una amiga, por si lo has olvidado. De cara, no por la puta espalda. Ya no puedo deshacerlo, así que ¿se puede saber qué coño quieres de mí?

—¿UNA PIZCA DE PESAR? ¿UN ATISBO DE ARREPENTIMIENTO? ¿QUE COMPRENDAS AUNQUE SEA UNA FRACCIÓN DE LO QUE ME ARREBATASTE?

—El pesar es de débiles, Lincoln —afirmó Clarke—. Y el arrepentimiento es de cobardes.

—NO TIENES NADA DENTRO, ¿VERDAD? NI UN JIRÓN DE CONCIENCIA NI UN…

—Ah, al abismo con esto.

Clarke apartó su plato y se volvió hacia la puerta.

—Clarke… —dijo Lexa.

—No, a tomar por culo todo —escupió la chica—. A tomar por culo esto y a tomar por culo él. No voy a quedarme aquí sentada tragando mierda por algo que todos nosotros hemos hecho. Somos todos mentirosos. Todos asesinos. Por el abismo y la sangre, tú eras una hoja jurada de la Iglesia Roja, Lincoln. Al contrario que Lexa, tú superaste la iniciación. ¡Así que no me vengas haciéndote la puta víctima cuando tus propias víctimas están enterradas también!

Hubo un segundo portazo cuando Clarke se marchó. El camarote quedó en silencio. Lexa jugueteó con su copa de vino, pasando el dedo por el borde. Las palabras de Clarke resonaban en su cabeza junto con el recuerdo de su prueba final en la Iglesia Roja. Llamada a la presencia de la reverenda madre Abby. Con solo una tarea pendiente entre ella y su iniciación.

Lexa oyó unas pisadas rasposas en la oscuridad. Vio a dos manos embozadas de negro que arrastraban a una figura por la fuerza. Un chico. Muy joven. Ojos muy abiertos. Mejillas surcadas de lágrimas. Atado y amordazado. Las manos lo llevaron al centro de la luz y lo obligaron a arrodillarse delante de Lexa. La chica miró a la reverenda madre. Vio aquella dulce sonrisa maternal. Aquellos ojos viejos y amables, con patas de gallo.

Mata a este chico —dijo la anciana.

A pesar de todas sus bravatas, Lexa había fracasado en la prueba. Se había negado a acabar con la vida de un inocente. Se había aferrado a las pocas briznas de conciencia que le quedaban. Pero Lincoln había estado en el banquete de iniciación cuando Clarke había traicionado a la Iglesia. Lo que, por supuesto, significaba que él no había fracasado. Alzó la mirada hacia el chico dweymeri deshogarado. Hacia aquellos ojos insondables. Vio sus víctimas flotando en la oscuridad. Vio sus manos no negras, sino rojas.

—CREO QUE SALDRÉ A TOMAR EL AIRE —dijo.

—No necesitas respirar —respondió Lexa.

—TOMARÉ EL AIRE DE TODAS FORMAS.

—Lincoln…

La puerta se cerró con suavidad a su espalda.

Jon el Grande y Corleone se miraron de soslayo.

—Eh…, ¿más vino? —ofreció el capitán.

Lexa respiró hondo y suspiró.

—A la mierda, por qué no.

Cogió ella misma la botella, se reclinó en la silla, subió los pies al borde de la mesa pulida del capitán y dio un largo y lento trago directamente del cuello.

—Tenéis unos… interesantes compañeros de viaje, Cuervo —comentó Corleone.

—Lexa —respondió ella, secándose los labios—. Me llamo Lexa.

—Nube —dijo él.

—¿Es tu verdadero nombre? —Lexa entrecerró los ojos, suspicaz.

—No. —Él sonrió—. A ti no te revelaré mi verdadero nombre.

—¿Qué me das si lo adivino?

Corleone abarcó la nave entera con un gesto del brazo.

—Todo lo que alcanza tu mirada, dona Lexa.

La chica se pasó una mano por los ojos, cara abajo, suspiró de nuevo. Le pesaba demasiado la cabeza en el cuello. Notaba la lengua demasiado grande en la boca.

—Déjanos en Fuerteblanco si quieres —dijo—. Lo que puedas reembolsarnos de las doscientas monedas de plata te lo agradeceré. solo lo que estimes justo.

—¿Estás hablando de expulsaros de la Doncella? —El bucanero frunció el ceño—. ¿Por qué iba a hacer eso?

—Bueno, veamos —suspiró Lexa, y empezó a contar con los dedos—. He subido dos daimones y un chico muerto a bordo de tu barco. Tanto mi hermano como yo somos tenebros, y él además es el hijo secuestrado de un imperator que trae con toda probabilidad a la Legión Itreyana entera pisándole el culo. Os he implicado a tus hombres y a ti en el asesinato de un puñado de Luminatii, su tripulación y la destrucción de su barco. —Echó atrás la cabeza, apuró lo que quedaba de la botella y la dejó caer al suelo—. Y me he bebido todo tu puto vino. —Lexa hipó. Se lamió los labios—. Buen vino, por cierto —añadió.

—Mi hermano se llamaba Niccolino —dijo Corleone.

—Bonito nombre —contestó Lexa.

Como si hubiera recibido alguna señal oculta, Jon el Grande descendió de su silla y salió del camarote sin hacer ruido. Lexa se encontró a solas con el bandolero, salvo por el gato hecho de sombras que seguía acurrucado en sus hombros. Corleone se levantó despacio, fue hasta un aparador de roble y sacó otra botella de muy buen tinto. Cortó el sello de cera con un cuchillo afilado, rellenó la copa de Lexa y regresó a su silla acunando la botella.

—Nicco era dos años mayor que yo —dijo, y dio un sorbo—. Crecimos los dos en la Tumba. En la Pequeña Liis. Él, yo y nuestra madre. A mi padre lo enviaron a la Piedra Filosofal cuando éramos pequeños. Murió en el Descenso.

Lexa afinó un poco los ojos al oírlo.

—Mi madre también murió en la Piedra.

—El mundo es un pañuelo.

—Brindo por eso —dijo ella, dando un buen sorbo de su copa e intentando no pensar en la noche en que murió Anya Wood.

—Mi madre era muy devota —prosiguió Corleone después de igualar el trago—. Una fiel hija de Aa. Íbamos a la Iglesia todos los giros. Nos decía: «Chicos, si no creéis en él, ¿por qué debería creer él en vosotros?».

El capitán dio otro sorbo largo y lento de la botella.

—Mi hermano cantaba que era un primor. Tenía mejor voz que un ave lira. Así que el obispo de nuestra parroquia lo reclutó para el coro. Eso fue hace veinte años, ojo. Yo tenía doce. Nicco, catorce. Mi hermano ensayaba todos los giros. —Nube soltó una risita y meneó la cabeza a los lados—. A mí me ponía de los nervios cantando por toda la casa. Pero recuerdo que mi madre estaba tan orgullosa que no paró de llorar en toda su primera misa. Lloró como un puto bebé.

»Y entonces Nicco dejó de cantar. Fue como si la voz se la hubieran… robado. Dijo a mi madre que ya no quería estar en el coro. Que no quería ir a la Iglesia. Pero ella dijo que sería una lástima desperdiciar ese don que Aa le había concedido. «Si no crees en él, ¿por qué debería creer él en ti, Nicco?», le dijo. Y lo obligó a volver. —El bucanero dio otro trago y subió también las botas a la mesa—. Una nuncanoche, volvió a casa después del ensayo y estaba temblando. Llorando. Le pregunté qué le pasaba. No me lo quiso decir. Pero había sangre. Sangre en sus sábanas. Fui corriendo a buscar a mi madre. Le dije: «Nicco está sangrando, Nicco está sangrando», y ella vino corriendo y preguntó qué pasaba.

»Y él le dijo que el obispo le había hecho daño. Que le había obligado a… —Corleone negó con la cabeza, se le desenfocaron los ojos—. Mi madre no se lo creyó. Le preguntó por qué contaba esas mentiras. Y entonces le pegó.

—Negra Madre… —susurró Lexa.

—No le entraba en la cabeza, ¿entiendes? Una cosa como esa… Algo así sencillamente no encajaba en su mundo. Pero es terrible, dona Lexa, que quienes más deberían quererte te dejen a merced de los lobos.

Lexa agachó la cabeza.

—Sí.

—Nicco se tiró desde el puente de las Promesas Incumplidas cuatro giros más tarde. Con ladrillos en la camisa. Llevaba ya una semana en el agua cuando lo encontraron. El obispo fue a su funeral. Presidió la misa desde su lápida. Abrazó a mi madre y le dijo que todo iría bien. Que Aquel que Todo lo Ve la amaba. Que Aa tenía un plan. Y entonces se volvió hacia mí, me puso una mano en el hombro y me preguntó si me gustaba cantar.

Lexa intentó hablar. No encontró la voz.

Corleone la miró a los ojos.

—Ese obispo se llamaba Thelonius Jaha.

El estómago de Lexa se le hundió hasta la suela de las botas. La boca se le llenó de bilis, las pestañas se le perlaron de lágrimas. Ya sabía que Jaha tenía bien merecido el asesinato que le había concedido en la arena, pero Diosa, no había sabido que lo mereciera tantísimo. Corleone se levantó despacio, rodeó la mesa y, sin dejar de mirarla a los ojos, dejó una conocida bolsa de monedas en la mesa delante de ella.

—Puedes quedarte en este barco todo el puto tiempo que gustes.