CAPÍTULO 13

Conspiración

Gustus estaba sentado en el despacho del cronista Gabriel, con la nariz hundida en «LOS LIBROS».

Era así como llevaba ya un tiempo pensando en ellos. «LOS LIBROS». Letras mayúsculas. Una letra bien gruesa, de las que no se andan con zarandajas. Comillas, y quizá también subrayado, de eso aún no estaba seguro del todo. Pero sí estaba convencido de una cosa: pensar en aquellos tomos como «unos libros», o «Unos Libros», o incluso «UNOS LIBROS» era negar, en todo sentido concebible y real, lo que eran en realidad.

Libros increíbles.

Libros imposibles.

Libros que hacían perder la cabeza, putas monstruosidades de libros.

«LOS LIBROS».

El ceño fruncido del anciano había pasado a ser una característica tan fija en su semblante a los largo de los últimos giros que hasta le dolía cambiar de expresión. Sus ojos recorrieron meticulosos la página en la que estaba, cada párrafo, cada frase, cada palabra, y su índice nudoso y manchado de toxinas seguía el movimiento de sus ojos por las líneas. Estaba llegando al final del segundo volumen, con el corazón en un puño.

Y con una última bocanada, el Invicto fue vencido.

Un martillazo en la columna vertebral de Lexa. Una acometida de sangre en las venas, la piel erizada, todas las terminaciones nerviosas en llamas. Cayó de rodillas, el cabello ondeó a su alrededor como si lo moviera una brisa fantasmal, su sombra se retorció en líneas enloquecidas y quebradas debajo de ella, Don Majo y Eclipse y un millar de otras formas garabateadas entre las formas que dibujó sobre la piedra. El hambre en su interior saciada, el anhelo esfumado, el vacío llenado de repente, con violencia. Una amputación. Un despertar.

Una comunión, pintada de rojo y negro. Y con el rostro levantado hacia el cielo, por un momento, solo el tiempo que dura un suspiro, lo vio. No un campo infinito de azul cegador, sino de negrura insondable. Oscuro y pleno y perfecto.

Lleno de diminutas estrellas.

Pendiendo sobre ella de los cielos, Lexa vio un orbe de brillante y blanquecina luz. Casi como un sol, pero no rojo ni azul ni dorado ni ardiente con furioso calor. La esfera era de un blanco fantasmagórico, y la tenue luminiscencia que vertía proyectaba una larga sombra a sus pies.

«Los muchos fueron uno».

—¡Cuervo! ¡Cuervo! ¡Cuervo! ¡Cuervo!

«Y lo serán de nuevo».

Gustus se reclinó contra el respaldo y dio una calada a su cigarrillo.

—Esto me está reventando la puta cabeza —gruñó.

—Requiere de ciertas contorsiones mentales, ¿verdad?

El cronista Gabriel estaba enfrascado en su trabajo, volviendo a encuadernar varios de los tomos más destrozados y raídos de la biblioteca con cubiertas nuevas de cuero trabajado a mano. De vez en cuando paraba para dar una calada a su propio cigarrillo y soplar al aire una nube de gris con olor a fresa, y luego seguía trabajando con dedos hábiles y una aguja de resplandeciente hueso de tumba. Con sus dos ocupantes fumando, el ambiente del despacho era más sopa que aire, y el cenicero que reposaba en el escritorio de caoba con grabados del cronista estaba ya a rebosar de colillas sin vida.

—¿Contorsiones? —Gustus dio un bufido—. Las contorsiones son para los artistas circenses y las cortesanas caras, Gabriel. Esto es algo muy distinto.

—¿Has conocido a muchas cortesanas caras? —preguntó Gabriel.

Gustus se encogió de hombros.

—En mis años mozos.

—¿Alguna historia buena que contar? Para mí ya hace algún tiempo.

—Si lo que buscas es lascivia barata… —Gustus suspiró y dio unos golpecitos en el primero de «LOS LIBROS»—. La indecencia empieza en el volumen uno, página cuatrocientos veinticinco.

—Ah, lo sé, lo sé. —El cronista soltó una risita—. Capítulo veintidós.

Gustus volvió su ceño, algo más acentuado, hacia Gabriel.

—¿Te has leído esas páginas?

—¿Tú no?

—¡Por los putos dientes de las Fauces, no! —Gustus casi se asfixió con el humo, horrorizado hasta la médula—. Ella es como mi… No quiero pensar en ella dedicándose a… eso.

El anciano se hundió en su silla y dio una feroz calada al cigarrillo. En los últimos giros había hecho todo lo que podía para digerir la existencia de «LOS LIBROS», pero estaba llevándole su tiempo. Para evitar las sospechas de Abby y de las manos a las que la Señora de las Hojas encomendaba seguirlo a todas horas por el Monte Apacible, tenía que racionar el tiempo que pasaba en la biblioteca de Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Lo justo para unos pocos cigarrillos con el viejo cronista, una breve charla y arreando. No se atrevía a sacar «LOS LIBROS» del athenaeum por si registraban su habitación, así que no le quedaba más remedio que leerlos poco a poco. A duras penas estaba terminando el segundo.

Le resultaba extraño y espantoso estar leyendo sobre las andanzas de Lexa, sus pensamientos íntimos y, lo más raro de todo, su propio papel en el relato de la chica. Leer aquellas páginas era como observarse a sí mismo en un espejo negro, pero teniendo el cristal apoyado en el hombro en vez de mirándolo cara a cara. Y cuando leía sobre sí mismo, casi podía sentir unos ojos escrutando a su vez por encima de su propio hombro.

—Mira, ¿cómo abismos es posible siquiera? —preguntó, volviéndose en la silla hacia Gabriel—. ¿Cómo pueden existir estos libros? Cuentan una historia que aún no está acabada. Y llevan mi nombre, pero yo no he escrito ninguna de estas putas páginas.

—Exacto —respondió Gabriel, señalando con el mentón hacia el athenaeum que se extendía al otro lado de las paredes de piedra negra de su despacho—. Eso es lo que es este lugar. Una biblioteca de los muertos. Libros que terminaron quemados. O que se olvidaron hace una eternidad. O que jamás tuvieron la ocasión de vivir. Estos libros no existen. Por eso están aquí. —El cronista levantó sus escuálidos hombros y dio una calada al cigarrillo—. Este es un sitio bien raro.

Se hizo el silencio en el athenaeum de la Negra Madre, puntuado por el distante rugido de un gusano de biblioteca, allá fuera en la penumbra.

—¿Has vuelto a leer el Caveat Emptor? —preguntó Gabriel en voz baja—. ¿Prestando atención?

—Sí —murmuró Gustus en respuesta.

—Mmm —dijo el hombre muerto.

—Oye, no significa una mierda.

Gabriel ladeó la cabeza, con pena en sus lechosos ojos azules. Pasó hacia atrás las páginas de borde rojo hasta el principio del primer «LIBRO» y empezó a leer en voz alta.

—«Sabed desde el principio que estas páginas que tenéis en las manos hablan de una chica que fue al asesinato lo que los virtuosos a la música. Que hizo a los finales felices lo que una sierra hace a la piel. Ella está muerta ya, noticia que iluminará el rostro tanto de malvados como de justos. Atrás quedaron las cenizas de una república. Una ciudad de puentes y huesos yace en el fondo…».

—Ya he leído todo eso —gruñó Gustus—. Y no significa nada.

—Esta es su historia —repuso Gabriel, casi susurrando—. Y así es como termina. «Las cenizas de una república». Es un buen final, Gustus. Mejor que el que tiene la mayoría.

—Tiene dieciocho años. No merece tener ningún final todavía.

—¿Desde cuándo lo que alguien merezca pinta algo en nada?

El anciano se encendió otro cigarrillo con dedos nudosos, espesando más la niebla de gris en el despacho.

—Muy bien, y entonces, ¿dónde está el puto tercer libro?

—¿Eh? —dijo Gabriel.

—Ya casi he terminado el segundo. —Gustus golpeteó con los dedos en la cubierta negra de la loba—. Y en los dos volúmenes se menciona un tercero. Nacimiento. Vida. Y Muerte. Así que ¿dónde está?

Gabriel se encogió de hombros.

—No tengo ni puta idea.

—¿No lo has buscado?

Gabriel parpadeó.

—¿Para qué?

—¡Para saber cómo termina! ¡Cómo muere!

—¿De qué iba a servir? —preguntó el cronista, arrugando la frente.

Gustus se levantó con un dramático suspiro y, apoyándose en su bastón, empezó a dar vueltas por el despacho.

—Porque si supiéramos lo que va a pasar, a lo mejor podríamos ayudarla para que las cosas no terminen como dice… —su bastón cayó sobre el primer «LIBRO» con un golpe seco— aquí.

—¿Quién dice que podrás cambiar algo?

—¿Y quién dice que no? —ladró el anciano.

—¿De verdad quieres ver el futuro? —preguntó Gabriel—. A mí eso me suena a maldición. Mejor llorar por lo que podría haber sido que por lo que sabes que está por venir.

—Saber, no sabemos nada —gruñó Gustus.

—Sabemos que todas las historias terminan, mocoso. Incluida la de ella.

—Aún no. —Gustus negó con la cabeza—. No lo permitiré.

Gabriel se apoyó en el escritorio y exhaló una bocanada de gris fresa hacia la miasma del techo. Gustus movió una mano temblorosa por el aire.

—Leer sobre todo esto… no está bien —dijo—. Es algo como…

—¿Demasiado grande? —aventuró Gabriel.

—Eso.

—¿Un poco como ser un dios, tal vez?

Gustus cruzó unos brazos flacos como sarmientos sobre un pecho más flaco si cabe. No recordaba haberse sentido tan viejo en toda su vida.

—Putos dioses…

—Tú tienes un papel que interpretar en esto —dijo el hombre muerto—. La Madre te ha traído aquí por un motivo. Ha hecho que yo encuentre estos libros y te los enseñe por un motivo.

—Parece un puto cordel muy fino para colgar de él tanto peso.

—Es todo lo que puede hacer desde donde está —suspiró Gabriel—. Un empujón aquí. Un codazo allá. Utilizando el poco poder que obtiene de la poca fe que la gente mantiene en ella. Y ahora le resulta más difícil. En otros tiempos, la gente que dirigía este sitio creía de verdad. Para los fieles que lo crearon hace siglos, tenía un significado real. Ella tenía un poder real aquí. Pero ¿ahora?

—Palabras huecas —murmuró Gustus—. Paredes pintadas de oro, no de rojo.

—La Madre hace lo poco que puede con lo poco que tiene. Pero el equilibrio entre la Luz y la Noche no se restablecerá por las manos de las divinidades. —El cronista señaló las manos nudosas y manchadas de tinta del propio Gustus—. Tendrá que ser por esas.

—No pienso levantar ni un maldito dedo si supone apresurar el final de Lexa.

Gabriel dio unas caladas mientras contemplaba pensativo a Gustus.

—Lo primero es lo último, jovenzuelo —dijo—. No te hace falta leer su biografía entera para saber hacia dónde estará dirigiéndose ahora.

—Ya —respondió Gustus—. Viene de cabeza hacia un mundo de mierda incandescente.

—Así que más vale que estemos preparados cuando llegue. —Gabriel se encogió de hombros—. De lo contrario, no hará falta que nos preocupemos por cómo termina su historia. Terminará aquí mismo. En los salones de esta montaña.

—¿Y qué podemos hacer? —gruñó Gustus, frotándose el brazo dolorido—. Yo estoy a medio camino de la muerte y tú estás muerto del todo. Ni siquiera puedes salir de la puta biblioteca. Entre tú y yo, ¿de qué podemos servirle a ella?

Gabriel se inclinó sobre el segundo «LIBRO» en su escritorio.

Borde azul cielo, loba en la cubierta, un cuero tan negro que la luz parecía desaparecer sin más en él. El cronista se lamió el pulgar y empezó a pasar páginas. Se detuvo por fin en el pasaje que buscaba, giró el tomo hacia Gustus y señaló el texto. El anciano leyó entrecerrando los ojos, notando el corazón latir más deprisa.

Se miró las manos viejas y marchitas.

«Qué cordel más fino…».

—Muy bien —suspiró—. Iré a hablar con ellos.

La sala apestaba a sangre.

Antiquísima y descascarillada en minúsculos copos negros, con tantos años entre ella y el sangrado que su aroma era tan solo una promesa rota. Vieja y oscura, endurecida hasta formar una cáscara en las grietas entre las losas. Unas pocas salpicaduras rancias aquí y allá, recogidas y apartadas como nata agria, amortajadas en un hedor a podredumbre. Pero por encima de todo ello, densa como el hierro y aliñada con sal, flotando por las puertas abiertas en invisibles madejas hasta impregnar el nivel entero…

… fresca, nueva, fétida sangre.

El estanque era triangular, tallado profundo en la piedra, el rojo de su interior ondeando picado como la superficie de un mar tempestuoso. Había glifos teúrgicos garabateados carmesíes en las paredes, junto con planos de las principales metrópolis de la república: Tumba de Dioses, Galante, Villa Corneja, Camada, Elai. El viejo Gustus vio también otras ciudades. Ciudades aplastadas por el talón del tiempo, convertidas en ruinas y polvo. Ciudades tan antiguas que había pocos que recordaran sus nombres siquiera.

Pero el orador Bellamy las recordaba.

Estaba en el vértice más alejado del triángulo, de rodillas. Piel del color del hueso, pelo blanco revuelto, una fina camisola roja echada de cualquier manera sobre el torso liso. Calzas de cuero peligrosamente bajas. Nada en los pies. Había una chica ante él, con las piernas algo separadas, inclinada hacia atrás como un plantón en plena tormenta. Unos leves suspiros de placer escapaban de sus labios, hacían temblar sus pestañas adornadas con kohl. Iba vestida con la túnica negra de una mano, abierta por delante, pegada a la piel por su propia sangre. El rojo rubí se derramaba de un oscuro corte entre sus pechos desnudos, fluía su vientre y descendía aún más. Sostenía un cuchillo ensangrentado en una mano. La otra estaba enredada en el cabello del orador. Bellamy estaba arrodillado delante de ella, aferrándole las nalgas con las manos, el rostro apretado entre sus muslos. Desde lo más profundo de él emanaban unos gemidos de éxtasis mientras lamía y chupaba y sorbía. Su diestra lengua aleteaba, su liso pecho jadeaba, su esbelto cuerpo temblaba. Sus ojos miraban tan arriba que solo el rosa, no el blanco, asomaba. Movía la garganta con cada profundo trago, con cada tiritante y rojo sorbo. Gustus había visto unos lobos muertos de hambre despedazar un cordero, en su infancia. Los ruidos que habían hecho al matar y los sonidos que provenían del orador eran muy parecidos. La tejedora Octavia estaba sentada en una esquina de la sala, viendo comer a su hermano. Túnica oscura sobre su cuerpo encorvado, capucha muy baja sobre sus abominables rasgos. Unos mechones de pelo moreno se vertían de entre las sombras de su embozo, junto con un fino hilo de saliva de entre sus labios deformes. Se apretaba el cuello con una mano retorcida. La entrepierna con la otra. Bellamy apartó la boca de los pétalos empapados en sangre de la chica, dando bocanadas de aire como un hombre a punto de ahogarse. Tenía la cara y los dientes manchados de carmesí y le bajaban unos riachuelos rojos por el cuello. La chica se estremeció, acarició el rostro de Bellamy con unas yemas sanguinolentas, reverente como una sacerdotisa ante su dios. Sin pedir ningún perdón por sus pecados. Prefiriendo el castigo en su lugar.

—Más —gimió, empujando la cabeza del orador de nuevo hacia ella.

—¿Interrumpo algo? —dijo Gustus.

Los ojos de Bellamy hallaron un cierto foco desdibujado y sus labios dejaron escapar una jadeante risita. Temblando aún, meciéndose como borracho, hizo girar su cabeza como una culebrilla de cristal hacia la luz. Al descubrir a Gustus en el umbral, la sonrisa se cayó de sus labios sanguinolentos. Su mirada se endureció mientras un largo cordel de saliva rubí se balanceaba desde su barbilla.

—Sí —soltaron Octavia y él al unísono.

—Pues no haberos dejado abierta la puta puerta, supongo —replicó el anciano.

Entró renqueando en la sala, dando nítidos golpes con el bastón en la húmeda piedra negra. Hacía un calor agobiante allí abajo, en la parte del Monte Apacible que ocupaban los teúrgos, y Gustus sabía que regresar escalera arriba con sus rodillas de mierda iba a ser un suplicio. Estaba sudando como un tintómano con una aguja seca de tres giros. Las piernas le dolían como unas hijas de puta. El brazo izquierdo le dolía aún más.

—Lárgate, chavala —dijo a la chica, que sangraba sin aliento.

Mientras se cerraba un poco la túnica ensangrentada, la mano se las ingenió para lanzar una mirada asesina a Gustus a pesar de parecer a punto de desmayarse por la hemorragia.

—Venga, venga —insistió él, señalando la puerta con el bastón—. A tomar por culo de una vez. Hay por lo menos tres compañeros tuyos pisándome los talones ahí fuera. Puede que alguno te aconseje a qué dedicar mejor el tiempo, en vez de pasarlo en compañía de estos putos pervertidos.

La chica miró a Bellamy y el orador hizo un leve asentimiento.

—Ven, niña —susurró Octavia, indicándole que se acercara con dedos retorcidos.

La chica anduvo hacia la tejedora con paso algo vacilante. Cuando estuvo cerca, Octavia levantó una mano deforme y la meneó en el aire ante el pecho sangrante de la chica. La joven se estremeció. Suspiró. Y cuando dio media vuelta, Gustus vio que la cuchillada, profunda hasta el hueso, estaba cerrada como si jamás hubiera existido. Se chupó el labio, admirando sin poder evitarlo la maña que se daba la mujer. Aunque era incapaz de manipular su propia carne espantosa, Octavia podía moldear la de los demás como un alfarero trabajaba la arcilla. No quedaba ni una marca en el cuerpo de la mano.

«La tejedora sabe lo que se hace».

—Recobra las fuerzas, dulce niña —ceceó Octavia con sus labios partidos y sangrantes—, y no demores luego tu próxima visita.

Con una última mirada envenenada al obispo de Tumba de Dioses, la chica se cerró del todo la túnica empapada y salió de la cámara. Bellamy estiró la mano hacia ella al verla pasar, demasiado ebrio de sangre para despedirse con palabras. Gustus miró el pasillo por el que se marchaba la chica y vio acechando en la penumbra a dos de las manos que Abby tenía siguiéndolo. Estaban lo bastante cerca para que Gustus se supiera observado. Para que supiera que la Señora de las Hojas lo vigilaba. Pero no eran lo bastante valientes como para entrar en la cámara del orador sin ser invitados.

Habría que ser muy tonto para hacerlo.

Gustus hizo los nudillos a sus perseguidores antes de cerrarles la puerta en las narices.

Bellamy se levantó, se alisó el pelo hacia atrás con una mano ensangrentada y aprovechó para enderezarse la cabeza con ella, como si le pesara demasiado en el cuello. La camisola se le había escurrido de los hombros, dejando a la vista los surcos y los valles de sus músculos. El orador parecía una estatua en su pedestal, fuera del Senado. Cincelada en piedra por las manos de Aquel que Todo lo Ve en persona. Pero Gustus sabía que eran las manos de su hermana, y no las de Aa, las que concedían aquella perfección imposible al orador de sangre. Y a pesar del evidente poder que blandían los hermanos, a Gustus la idea le pareció igual de jodida y enfermiza que siempre.

Bellamy por fin recobró el don del habla y sus ojos centellearon en rojo.

—Desesperada tu desventura o ausente tu sensatez debe de verse, obispo, para interrumpir a un orador de sangre mientras sacia su apetito.

Gustus se plantó en la base del triángulo y miró por encima de la sangre a Bellamy.

—¿Y bien? —preguntó imperioso el orador—. ¿Nada que decir tienes?

Gustus señaló con el bastón hacia la entrepierna de Bellamy.

—Estoy esperando a que la hinchazón empiece a menguar. Es un bulto impresionante, pero también distrae un poco.

—¿Acaso deseas medirte con nosotros, buen Gustus? —Octavia se levantó de la silla y fue junto a su hermano—. ¿Tanto te derrengan las cargas de la vida? Pues juro como cierto y veraz que más puedo derrengarte antes de liberar tus hombros de tamaña carga.

—Ya te granjeaste la bien merecida ira de la Señora de las Hojas —dijo Bellamy—. ¿Tan mediocres son tus enemigos que ansías hallarlos de superior calidad? Pues con igual aptitud que la joven, puede la sangre de más edad ser la escudilla que alimente mi magya. Y mi hambre permanece, anciano.

—Por los dientes de las Fauces, la de mierda que soltáis los dos por la boca —gruñó Gustus.

Bellamy contrajo los dedos. El estanque ondeó y unos rojos zarcillos de sangre líquida se alzaron de la superficie, aceitosos en resplandeciente escarlata. Eran puntiagudos como lanzas, semisólidos, finos como agujas. Serpentearon despacio en torno al obispo de Tumba de Dioses, saturando el aire de hedor a sangre, estremeciéndose ansiosos.

—«Se te debe sangre, cuervecilla. Y con sangre se te pagará» —dijo Gustus.

Los zarcillos se quedaron inmóviles, equilibrados en el aire a escasos centímetros de la piel del anciano. Los ojos rojos de Bellamy se estrecharon a meros cortes de cuchilla en su hermoso rostro.

—¿Pronuncia esas palabras de nuevo?

—Ya me has oído, joder —replicó Gustus—. Eso es lo que dijiste a Lexa, ¿verdad? ¿La última vez que la viste aquí en la montaña? «Dos vidas salvaste, el giro en que los Luminatii oprimieron con su acero solar la garganta del Monte Apacible. La mía y la de mi hermana amada. Recuérdalo en las nuncanoches que están por acaecer. Por oscuras y profundas que alcancen a ser las aguas que buceas, en asuntos de sangre puedes contar con el voto de un orador».

Bellamy desvió la mirada hacia su hermana. La devolvió a Gustus.

—Tales palabras las pronuncié para sus oídos y ningunos otros —susurró, enfurecido.

—Nadie más se hallaba en mis aposentos al jurar el voto —dijo la tejedora—. Salvo mi hermano amado, la tenebra, sus pasajeros y yo. ¿Cómo te muestras capaz de corearlo, buen Gustus, tal que si hubieras sido un sexto entre cinco solos?

—Da igual cómo lo sepa —respondió Gustus—. Pero lo sé. Estás en deuda con ella, Bellamy. Le debes tu miserable, retorcida e insignificante vida. Hiciste un juramento. Y las aguas que bucea ahora son más oscuras y profundas que nunca.

—Bien lo sabemos —dijo Octavia.

—¿Cómo? —exigió saber Gustus, sus pupilas recudiéndose a punzadas de alfiler.

Bellamy hizo un perezoso encogimiento de hombros.

—Azgeda envió una misiva de sangre ordenando a la Señora de las Hojas que diera rienda suelta a todas las capillas de la república tras el rastro de nuestra pequeña tenebra. Un hijo robado, de retorno anhelado. Y para aquella que lo hurtara…

—Todas las capillas —susurró el anciano.

A Gustus se le cayó el alma a los pies al pensar en la ingente cantidad de hojas que estarían dando caza a Lexa en esos momentos. Incluso tras la purga de los Luminatii y la traición de Clarke Griffin, seguirían siendo decenas y decenas. Todas ellas entrenadas en las artes de la muerte por los mejores asesinos del mundo.

—¿Cómo coño puede Azgeda permitirse algo así?

—Ay, pobre Gustus —arrulló Octavia—. Cuán quedos deben de resonar tus giros en la soledad de tu alcoba.

—Azgeda se ha arrogado el título de imperator —dijo Bellamy—, y con él, toda la moneda en las arcas de guerra de la república. Breves serán los giros antes de que Abby descanse la testa en un almohadón de oro.

El anciano apretó la mandíbula.

—Esa zorra conspiradora…

—No es gracias a la cortesía que una hoja pasa a ser señora de muchas, anciano.

Gustus se frotó el brazo izquierdo. El pecho le dolía horrores.

«Lexa está más hundida en la mierda de lo que podría haber imaginado…».

—Así que Lexa tiene en su contra a la Iglesia Roja entera —dijo por fin, sosteniendo la mirada escarlata a Bellamy—. Todas las hojas que el Sacerdocio pueda reunir. La cuestión es: ¿tus palabras fueron solo eso o fueron algo más? ¿Hasta dónde llega tu lealtad a la Iglesia, Bellamy? En una casa de ladrones y mentirosos y asesinos, ¿qué peso tiene una promesa tuya?

—Nosotros no somos ladrones —escupió Bellamy—. Nuestra magya la ganamos en buena lid, drenada de las arenas de la Ysiir de antaño, ciertamente, y pagada de nuevo con tormento, giro tras sangriento giro.

—Ni mentirosos tampoco —ceceó Octavia, pasando el brazo en torno a la cintura de su hermano—. Mas sí asesinos. Eso lo somos. Llámanos las dos primeras palabras y hallarás verdad en la postrera, buen Gustus. Lenta y dolorosa verdad.

—Y en cuanto a la lealtad, ¿quién sabe? —El teúrgo rodeó también con el brazo a su hermana mientras se limpiaba la sangre de la boca—. La nuestra no se regatea con moneda, eso es bien seguro. Y en estas paredes tales fruslerías son un bien de lo más valioso desde la caída de Kane. Mas existe gran peligro en enojar al Sacerdocio, Gustus. Y un voto a tu pequeña tenebra me llevará hasta donde me lleve.

—Y a mí, a ningún lugar. —Octavia sonrió—. Mi deuda para con tu pupila ya fue saldada.

—No bregamos a través de sangre y fuego con tal de arrancar los secretos de la Luna al polvo de la antigua Ysiir solo para desperdiciarlos con…

—Espera, espera. —Gustus frunció el ceño—. ¿Qué coño acabas de decir?

Bellamy entornó los ojos.

—Sangre y fuego fue lo que…

—La Luna, pervertido hijo de puta. Me refiero a eso de la Luna.

—Fue él quien enseñó teúrgia a los ysiiri —dijo Bellamy, cabeza ladeada, ojos brillando en la penumbra—. Un dios muerto en eras pretéritas, y toda la magya de este mundo con él.

—Nuestras artes son meros fragmentos de mayores verdades —farfulló Octavia—, arrancados para siempre de este mundo. Entrevistos a partir de migajas sepultadas tiempo ha bajo las arenas de la antigua Ysiir.

El anciano miró a los hermanos por turnos, con el corazón atronando.

—¿Y si os dijera que Lexa tiene algo que ver con todo el condenado asunto ese de la Luna? Tenebra. Sus pasajeros. ¿Y si os dijera que conoce el camino hacia su corona?

—¿Qué locura es esta? —preguntó Octavia.

—Sí que podría ser una locura, sí —dijo el anciano—. Pero os juro por la Negra Madre, por Aquel que Todo lo Ve y por sus cuatro hijas sagradas que Clarke Griffin tiene un mapa hacia la corona de la Luna grabado con tinta arkímica en la espalda. Una tinta que desaparecerá en caso de que la asesinen. Por ejemplo, digamos que mientras protege a Lexa.

Los hermanos se miraron entre ellos. Miraron ambos a Gustus. Sus ojos rojos destellaron en la semioscuridad. El estanque de sangre empezó a oscilar como un mar tormentoso a espaldas de Bellamy. El aliento de Octavia se había cargado tanto que casi parecía resollar.

—¿Qué me decís? —Gustus tendió la mano—. ¿Querréis ayudarme a mantener a esa pareja con vida? A ti aún te queda un juramento que cumplir, al fin y al cabo.

Bellamy miró la palma abierta del anciano. Dio una profunda y temblorosa bocanada de aire. Pero sin decir más, estrechó la mano de Gustus entre sus dedos pringados de sangre. Sin vacilar ni un momento, Octavia colocó su mano sobre la de su hermano, retorcida y supurante.

El anciano miró a los teúrgos y asintió.

—Muy bien, pues. Parece que ya tenemos en marcha una conspiración.