CAPÍTULO 14

Reuniones

—Es un tugurio apestoso —declaró Wells.

—No está tan mal —dijo Cantahojas.

—Sí que está tan mal. —Wells frunció el ceño—. Las ratas son grandes como perros, la madera está llena de carcoma y, como a alguien se le caiga un cigarrillo, el tugurio entero se vendrá abajo en llamas.

—Hermano —suspiró la dweymeri—, teniendo en cuenta que hace una semana estabas encerrado en una celda meada bajo el estadio de Tumba de Dioses esperando tu ejecución, habría esperado que te tomaras mejor la sensación del viento en la cara.

—Estamos dentro de un edificio, Cantahojas —dijo Wells, señalando los diversos agujeros en las paredes del teatro—. No deberíamos sentir el puto viento.

Despiertaolas apartó unas cortinas mohosas y salió con paso firme al escenario. Su pie atravesó una madera podrida y tropezó, sacó la bota del suelo y miró a sus camaradas con enloquecido júbilo en su rostro tatuado y barbudo.

—¿A que es grandioso? —susurró.

Wells dio un suspiro. Parecía haber pasado una eternidad desde que estaba encerrado bajo el estadio de la Tumba, no solo una semana como había dicho Cantahojas. Al recordar los acontecimientos de los últimos meses, se le antojaba todo un sueño, uno del que podría despertar en cualquier momento para darse cuenta de que todavía era un gladiatii, todavía encadenado, todavía esclavo. Cuando lo habían vendido al collegium de Titus junto con Lexa Wood, no había tenido ni idea de que esa chica le iba a cambiar la vida. Wells había estado a las órdenes de su padre, Nyko, en la Legión Luminatii, y sobre la ardiente arena se había propuesto proteger la vida de Lexa con la suya propia. Pero al final había sido ella quien lo había salvado a él, y también a los demás Halcones de Titus, urdiendo un plan que no solo había permitido a la chica vengarse de los hombres que habían destruido su familia, sino que también había liberado a sus compañeros gladiatii de la servidumbre. A Wells aún le dolía la mejilla de su visita al Monasterio del Hierro de Fuerteblanco cuatro giros antes, cuando él y el resto de Halcones habían entregado las cédulas rojas que les había proporcionado la esclavista Bebelágrimas. El decrépito arkimista del recibidor había examinado los chartum liberii durante una eternidad insufrible, y Carnicero había parecido a punto de cagarse en las calzas. Pero Bebelágrimas tenía contraída una deuda de vida con Lexa Wood y, fiel a su palabra, los papeles de la esclavista superaron la inspección. Wells y los demás habían pasado uno tras otro por las manos del arkimista y, tras una breve agonía, la mejilla del exlegionario y exgladiatii se había visto libre de la marca de esclavo por primera vez en seis largos años. El resultado habían sido tres nuncanoches de disoluta celebración, en las que los antiguos Halcones de Titus habían dedicado parte de las monedas que les había entregado el viejo Gustus a ponerse borrachos como cubas. El último recuerdo de la juerga que tenía Wells era en un fumadero del distrito de los burdeles de Fuerteblanco, donde había enterrado la cara entre un excepcional y carísimo par de pechos, proclamando que no la sacaría de allí hasta que el mismísimo Aa descendiera de los cielos para despegarlo, mientras Carnicero embestía de un lado a otro por la sala común en pelota picada, cargando bajo los brazos con tantas dulcechicas como era capaz. Wells no recordaba, por mucho que se devanara los sesos, ninguna conversación sobre comprar un teatro. Por eso, el cuarto giro tras su liberación, cuando Despiertaolas lo había sacado de su estupor con un emocionado zarandeo poco después de las campanadas del mediogiro y Wells se había quitado a regañadientes los pechos de la cara, se había sorprendido bastante al descubrir que era copropietario de una inestable pila de leña cerca del puerto de Fuerteblanco, conocida como el Odeum.

No estaba nada contento.

—Podemos traer a unos carpinteros a mitad de semana —estaba diciendo Despiertaolas, con la voz casi temblando de entusiasmo—. Arreglamos el escenario, cambiamos las puertas y estará como nuevo. Luego empezamos a buscar actores. Yo dirigiré, Wells y Cantahojas pueden trabajar de cara al público y Carnicero tiene mejor cara para estar entre bambalinas. A Félix y Albano los… —El hombretón calló y se rascó las gruesas rastas de sal—. ¿Dónde están Félix y Albano, por cierto?

—Félix volvió a casa con su madre —gritó una todavía muy borracha Bryn desde un palco.

—Y Albano parecía bastante interesado por la pequeña Belle, la chica que nos trajo aquí. —Cantahojas se rascó la enorme cicatriz del brazo de la espada, que se había hecho en el venatus de esa misma ciudad dos meses antes—. No recuerdo que se bajara del carro, ahora que lo pienso.

—Bueno, ya saben dónde buscarnos si quieren. —Despiertaolas sonrió de oreja a oreja y elevó su estruendosa voz de barítono hasta el techo—. ¡En el teatro más grandioso que verá jamás la ciudad de Fuerteblanco!

Bryn soltó un alcoholizado hurra desde el palco, soltó la botella medio llena de vino dorado, maldijo entre hipidos y cayó hacia atrás de culo.

—¡'Stoy bien! —exclamó.

Wells se tapó la cara con las manos, bajó al suelo acuclillado y suspiró.

—Hay que joderse.

—Sé que puede parecer mala idea —dijo Cantahojas con suavidad—, pero sabes que Despiertaolas siempre había soñado con dirigir un teatro. Míralo, Wells. —La mujer señaló al fornido dweymeri, que estaba recorriendo el escenario y murmurando un soliloquio entre dientes—. Más contento que un cerdo retozando en la mierda.

—'Stoy hip bien… —repitió Bryn, por si alguien la escuchaba.

Wells se frotó le cabeza rapada.

—¿Cuánto dinero nos queda?

—Cien o así. —Cantahojas se encogió de hombros.

—¿Y ya está? —gimió Wells.

—Ese par de tetas que te compraste era muy caro, Wells.

—Vete a la mierda, a mí no me culpes de esto —gruñó el itreyano—. Después de seis años en la arena, me merecía un poco de chochito. ¡No soy yo quien acaba de derrochar una condenada fortuna en este sobaco decrépito que llaman teatro!

Cantahojas encogió un poco el gesto.

—En realidad, sí lo eres.

La exgladiatii le acercó el contrato de compraventa y, por debajo del vino, la cerveza y otras manchas menos identificables, Wells alcanzó a distinguir un impresionante garabato beodo que podría haber pasado por su firma.

—Bueno, la quinta parte de una fortuna, por lo menos.

—Hay que joderseeeeeeeee.

—Ya sé cuál será la primera obra que representemos —estaba diciendo Despiertaolas—. El triunfo de los gladiatii.

—Despiertaolas, ¿quieres cerrar la puta bocaza? —rugió Wells.

—¡No me siento los hip pies! —gritó Bryn.

Carnicero se levantó de los bancos destrozados de la última fila, se rascó la tarta aplastada que tenía por cara y miró alrededor con ojos legañosos.

—¿Esto es… un teatro?

—Sí —dijo alguien detrás de él—. Y es toda una belleza.

Wells se levantó al oír la voz, con una oleada de adrenalina en la tripa. La figura del umbral iba embozada en una larga capa y tenía la cara tapada por un pañuelo. Pero, aunque estuviera ciego y sordo, Wells la habría reconocido en cualquier parte. Se le descompuso la cara en una sonrisa de idiota mientras Despiertaolas bramaba desde el escenario:

—¡CUERVOOOO!

Y entonces Wells estaba corriendo, abrazando a la chica, levantándola del suelo y haciendo que soltara un gritito. Cantahojas colisionó contra los dos y los envolvió en sus brazos, Carnicero se acercó a trompicones, Despiertaolas llegó como un terremoto, los agarró a los cuatro y rugió mientras los alzaba en volandas y saltaba en círculos.

—¡Menuda zorrilla más magnífica estás hecha! —gritó Wells.

—¡Soltadme, putos pedazos de carne! —respondió Lexa sonriendo de oreja a oreja.

Pero no tenían ninguna intención de hacerlo. No hasta que lo hubieron disfrutado un poco más, hasta que Bryn bajó de los palcos y se unió al abrazo, hasta que Despiertaolas se frotó la nariz con la manga y Cantahojas parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos y todos pudieron separarse un poco y respirar y recordar lo que esa chica les había dado.

No solo sus vidas.

Su libertad.

—Por el abismo y la sangre, ¿cómo nos has encontrado? —preguntó Cantahojas.

—He metido la nariz en la primera casa de putas que he visto. —Lexa levantó los hombros—. Y luego he seguido el rastro de vómito.

Despiertaolas soltó una risita.

—¿Qué abismos estás haciendo aquí, pequeña Cuervo?

La sonrisa de la chica se desvaneció entonces. Miró el teatro a su alrededor, los agujeros de las paredes y el tapizado comido por las polillas y las telarañas, espesas como mantas en las vigas. Negó con la cabeza y la sonrisa regresó como si nunca se hubiera marchado.

—Solo quería ver si habíais caído de pie.

Wells miró a Cantahojas. La mujer le devolvió la mirada, con los ojos chispeando.

—Bueno —dijo Cuervo—, ¿qué garganta hay que rajar aquí para que te sirvan una copa?

Clarke vio a Lincoln en la proa, el viento en sus rastas de sal como las manos de una amante. La tripulación de la Doncella dejaba siempre un amplio espacio en torno a él, y los pocos que tenían que aproximarse hacían el símbolo de Aa antes y después de trabajar tan deprisa como pudiera pedirles ningún capitán. Clarke sabía que Nube Corleone había dicho a sus sales que trataran a Lexa y su grupo como honorables invitados a bordo del Doncella Sangrienta, pero los marineros eran una pandilla de supersticiosos incluso en sus mejores momentos, y la idea de tener a un deshogarado caminando entre ellos sobre pies terrenales estaba sentando a la tripulación más o menos igual de bien que a Clarke.

Aún podía sentirla.

La leve resistencia cuando había clavado la daga en el pecho de Lincoln. La cálida sangre derramándose por sus nudillos. La minúscula salpicadura de rojo que le manchó las mejillas al hundir la hoja en los pulmones del chico, impidiéndole hacer nada más que mirarla confundido.

—… Uj.

Lo siento, Lincoln.

mientras lo mataba.

—¿Qué tal, Lincoln?

El deshogarado la miró de soslayo y enseguida volvió los ojos de nuevo hacia el paisaje del puerto de Fuerteblanco. Clarke había regresado del mercado bien cargada, después de gastar la mitad de la moneda que les quedaba en «productos esenciales». Los muelles y el dique estaban atestados de marineros y mercenarios, pescadores y granjeros que comerciaban por todo el entablado. Las gigantescas arcadas del acueducto se extendían sobre la bahía, regresando hacia la Ciudad de los Puentes y los Huesos, y en lo alto de la colina Clarke distinguió el enorme y sinuoso laberinto de setos. Las gaviotas se cantaban serenatas entre ellas en la veroluz del cielo, pero Clarke se fijó en que el fulgor parecía un poco menos brillante que el giro anterior. Los soles más grandes, Saan y Shiih, empezaban a descender, el furibundo rojo del Vidente y el taciturno amarillo del Observador cayendo poco a poco hacia el horizonte. Saai permanecería en el firmamento un tiempo después de que los otros dos ojos de Aquel que Todo lo Ve hubieran desaparecido, y el Conocedor proyectaría su clara luz azul por toda la república. Pero una vez transcurrido ese tiempo, inevitable como la muerte y los impuestos, comenzaría la veroscuridad. Mientras se apoyaba en la regala al lado de Lincoln, Clarke tuvo la sensación de que el frío que emanaba de la piel del chico estaba menguando como la luz de los soles. Quizá fuesen imaginaciones suyas. Quizá fuese alguna faceta de la oscura magya que lo había devuelto a la vida. Pero forzando la mirada, le parecía distinguir el más leve atisbo de color en su piel. Sus movimientos tenían una pizca más de gracilidad. Y cada vez hablaba menos como la encarnación de una herramienta imperecedera de la Diosa y más como el chico al que había conocido. Pero la carne de Clarke aún se ponía de gallina estando a su lado. El pelo de la nuca aún se le erizaba.

—¿Cómo le irá a nuestra chica reclutando su pequeño ejército?

—DEBERÍAS ESTAR VIGILANDO A ADEN.

Clarke señaló con el mentón al niño sentado en un rollo de gruesa cuerda cerca del palo mayor. Estaba masticando el nudo de azúcar que Clarke le había comprado y jugando a bolasombra con Eclipse.

—Lo tienes ahí mismo. —Clarke se paso las trenzas de guerra detrás de los hombros con un movimiento de cabeza—. Y hazme un favor, ¿quieres? No soy ninguna niñera. No me digas lo que debería estar haciendo.

Lincoln se volvió para mirarla entonces. Aquellos ojos negros como agujeros en su cabeza. Aquella palidez exangüe, pintada sobre el hermoso semblante. Ah, el chico había sido toda una preciosidad cuando estaba vivo, eso desde luego. Pómulos altos, pestañas largas, hombros anchos y manos hábiles. Podría haber sido la perdición de las damas si la dama no se le hubiera adelantado.

—IMAGÍNATE CÓMO SE SENTIRÍA LEXA SI LE PASARA ALGO.

—No necesito imaginarme cómo se siente Lexa, Lincoln. Lo sé muy bien.

—¿Y CÓMO SE SIENTE, CLARKE? —preguntó el chico muerto.

—Se siente suave como la seda —dijo Clarke con la mirada fija en aquel negro sin fondo—. Húmeda como el rocío en verano y dulce como las fresas. —Su voz se volvió grave y voluptuosa—. Dura como el acero antes de correrse, blanda como las nubes después. Chorreante en mis brazos como la puta lluvia de primavera.

Lincoln se movió, aunque ni por asomo tan deprisa como lo había hecho en las casas de los muertos. Su mano encontró el cuello de Clarke un segundo entero después de que ella hubiera llevado su espada hasta el de él, con el filo rozando el lugar donde debería haber palpitado la yugular de Lincoln. No tenía ni idea de cuánto daño le haría. Había estado en el camarote cuando aquellos infantes de marina itreyanos lo habían apuñalado en el brazo y la tripa. No había sangrado. No había caído. Clarke se preguntó cuánto de él tendría que amputar para ralentizarlo.

Su voz salió como un graznido en la presa de Lincoln:

—Quítame las putas… manos de en… encima.

—HARÍAS BIEN EN NO EMPUJARME, CLARKE.

—Mala elección de palabras, dada… nuestra historia…

Su agarre se reforzó, las trenzas de sal se movieron como serpientes recién sacadas del letargo. Los soles estarían descendiendo y Lincoln estaría volviendo poco a poco a su antiguo yo, pero seguía siendo lento allí fuera. En cambio, Diosa, qué fuerte era. Dedos como frío hierro en la piel de Clarke, que apretó más la hoja de la daga contra el cuello del chico. Aden estaba mirándolos con unos ojos oscuros y titilantes, astutos y malévolos.

—Mapa —dijo Clarke sonriendo—. ¿Re… recuerdas?

Lincoln la sostuvo un momento más antes de liberarla, con un empujón que la envió trastabillando hacia atrás. Clarke mantuvo la hoja alzada, se llevó la otra mano al cuello y siguió sonriendo.

—Siempre has sido un puto cobardica.

—PUEDE QUE ESE MAPA DE TU ESPALDA DESAPAREZCA SI MUERES —dijo Lincoln, poniéndose en guardia hacia ella—. PERO SE TE PUEDE HACER MUCHÍSIMO DAÑO SIN MATARTE.

—¿Ves? Ahí está. —Dedicó un guiño al chico—. Un poco de mala baba y fuego, eso es lo que me gusta. Pero yo soy más fogosa que tú, Lincoln. Soy más rápida y más bonita, y la chica a la que ambos adoramos terminó en mi cama, no en la tuya. —Hizo tabalear los dedos contra el puño de su espada—. Gané yo. Perdiste tú. Así que apártate de ella, ¿entendido?

—¿DE VERDAD ERES TAN INSEGURA? —preguntó él—. ¿TANTO TEMES QUE TE ABANDONE QUE REAFIRMAS TUS DERECHOS SOBRE ELLA A PUNTA DE ESPADA?

—No tengo ningún derecho —masculló Clarke—. Ella no es mía. Es suya. Pero si crees por un instante que no estoy dispuesta a bañarme en sangre para ser quien esté a su lado cuando todo esto termine, es que estás loco. ¿Eso lo has comprendido? —Clarke bajó la espada y dio un paso hacia él. La cabeza solo le llegaba al pecho de Lincoln. Su voz fue un mortífero susurro—: Tú haz lo que tengas que hacer. Lunas, Madres, me trae sin cuidado. Pero como me huela que juegas a alguna otra cosa, como vea el menor indicio de que esas chorradas de Anais están poniéndola en peligro, descubriremos de verdad de la buena si los chicos muertos pueden morir otra vez. —Retrocedió un paso, sin apartar la mirada de sus ojos—. Arrancaré los tres soles del cielo para mantenerla a salvo, ¿me has oído? —juró—. Si hace falta, mataré el puto firmamento.

Le tiró un beso.

Y entonces dio media vuelta y se marchó.

Los Halcones habían elegido una taberna llena de humo al borde del puerto y bebían como si la Negra Madre fuese a ir a por todos ellos la mañana siguiente. Lexa estaba encorvada, con la capucha echada para ocultar la marca de esclava en la mejilla derecha y la cruel cicatriz en la izquierda. El barrio en el que estaban era de los duros y nadie se metía en los asuntos de nadie, pero Lexa no dejaba de ser una gladiatii de renombre, la chica que había acabado con el arcadragón y, de un tiempo a esa parte, la asesina más buscada de la república.

Mejor no arriesgarse.

Bebía con moderación y fumaba los cigarrillos de mierda que vendían en la barra, escuchando más que hablando. Despiertaolas hablaba de sus planes para el teatro, Bryn hablaba del Magni y Carnicero hablaba de todas y cada una de las dulcechicas que se había follado desde que estaba en Fuerteblanco. Lexa reía en voz alta y sufría por dentro, y a lo largo de las siguientes horas, muy poco a poco, fue siendo cada vez más consciente de que no debería haber ido allí. De que, cuando acabara esa velada, no volvería a ver jamás a ninguno de ellos. Ya habían luchado y entregado lo suficiente. No podía pedirles nada más, y mucho menos que la siguieran al Monte Apacible para rescatar a un hombre al que apenas conocían. Había sido egoísta por su parte pensarlo siquiera. Así que dejó de pensar por completo y se limitó a disfrutar de su compañía sin más. Y cuando sonó la novena campanada, se levantó para ir al retrete diciéndoles que enseguida volvía. Se escabulló por la puerta trasera de la taberna unos momentos después, se caló más la capucha contra la detestable luz de los soles y emprendió la trabajosa caminata callejón abajo, de vuelta hacia los muelles. Don Majo correteaba junto a la pared a su lado, silencioso como un cementerio.

—… ¿adónde vamos?… —preguntó al cabo de un tiempo.

—Volvemos a la Doncella. Suelta amarras a la décima campanada, ¿recuerdas?

—… parece que nos falta nuestro ejército…

—Tendremos que ingeniárnoslas sin ellos.

—… Lexa, sé que te import…

—No voy a pedírselo, Don Majo —dijo ella—. Creía que podría, pero no puedo. Así que déjalo estar.

—… no podrás hacer esto sola…

—He dicho que lo dejes estar.

El gato-sombra cobró forma en los adoquines delante de ella, obligándola a detenerse de golpe.

—… si lo que querías era un perro que ruede sobre el lomo cuando gruñes, haberte traído a eclipse. pero yo voy a decirte lo que pienso, si no te molesta…

—¿Y si me molesta?

—… lo diré de todos modos…

Lexa suspiró, se pellizcó el caballete de la nariz.

—Suéltalo, pues.

—… tengo miedo por ti…

Lexa casi se echó a reír, hasta que las palabras le calaron en el cráneo. Resonando como campanas de catedral. Y entonces se quedó allí plantada, entre el olor a basura y sal, con el viento de la bahía sacudiendo la capa en sus hombros, de pronto aterida de frío.

—… lo he hablado con eclipse, pero eclipse nunca se cuestiona nada, igual que su antiguo anfitrión nunca se cuestionaba nada. Tú, en cambio, siempre has cuestionado, Lexa, y por tanto yo también… —El no-gato volvió la mirada hacia el puerto, hacia el barco que los esperaba—… y me cuestiono qué es lo que esperas conseguir con todo esto y por qué. veo la parte de ti que te hizo buscar a Wells y los demás, sabiendo muy bien que morirás si te enfrentas al monte apacible escasa de efectivos, en guerra con la parte de ti que no teme a la muerte. y me cuestiono si lo que te quitamos eclipse y yo no será algo que necesitas, ahora más que nunca. porque deberías estar asustada…

—Esto no tiene nada que ver con que esté asustada o no, sino con hacer lo correcto —espetó ella—. No estoy rota. No intentes arreglarme. —Aunque el daimón no tenía ojos, Lexa casi sintió cómo se entornaban—. Acabas de verlos, Don Majo. Lo felices que estaban. Negra Madre, Despiertaolas era como un chiquillo en la puta Gran Ofrenda. ¿Y te has fijado en cómo lo miraba Bryn? Ahora tienen una vida. Tienen una oportunidad. ¿Quién soy yo para exigirles que renuncien a ella?

—… no se lo exiges. se lo pides. es lo que hacen los amigos…

—No —dijo Lexa llanamente—. No deberíamos haber venido. Encontraremos otra manera.

—… Lexa

—¡He dicho que no!

Lexa atravesó al gato-sombra y siguió hacia el final del callejón, en dirección a las campanas que repicaban en el puerto y el olor del mar. Arrancó el último aliento a su cigarrillo de mierda, exhaló una voluta de gris al cielo y lo aplastó bajo su bota. Y desplegando hacia las sombras unos dedos habilidosos…

—¿Te marchabas sin despedirte? —preguntó Wells.

Lexa se volvió y allí estaba, apoyado en la pared. Brillantes ojos, cabello recién rapado casi al cero, piel como el bronce fundido. Se le veía la marca que le habían hecho al expulsarlo de la Legión Luminatii, la palabra cobarde grabada a fuego en su pecho. Lexa no recordaba haber visto una mentira más grande en su vida. Cantahojas estaba detrás de él, con sus rastas de sal hasta el suelo y los intrincados tatuajes que recubrían hasta el último centímetro de su cuerpo reluciendo a la luz de los soles. Junto a ella se alzaba imponente Despiertaolas, con el pecho amplio como un tonel, la barba trenzada, las oscuras rastas de sal y la artística tinta en la cara. Cerca estaba Bryn, recogiéndose el pelo rubio en un rodete y observando a Lexa con sus vivos ojos verdes. Carnicero estaba meando con disimulo contra la pared.

—Sí —dijo Lexa—. Disculpas. He perdido la noción del tiempo. Mi barco zarpa a la décima campanada.

—¿Por qué has venido aquí, Lexa? —preguntó Wells.

—Ya os lo he dicho —respondió ella, indiferente como la fresca brisa del otoño—. Quería confirmar que estabais bien. Eso he hecho, lo estáis y se acabó. Así que me marcho.

Lexa dio un paso para alejarse de ellos y notó la mano de Wells en el brazo. Se retorció como una exhalación y se zafó de su agarre. Y arrancando un puñado de sombras, más deprisa y con menos esfuerzo del que le habría costado unas semanas antes, se desvaneció ante los ojos maravillados de los Halcones. Entrecerró los ojos en la neblina que era el mundo, dio un paso a

una sombra calle abajo

y luego a otra

aún más alejada.

Le daba vueltas la cabeza por el ardor de los tres soles en el cielo, pero logró mantenerse en pie. Y por fin, sabiendo que no serían capaces de seguirla, empezó a avanzar a tientas, ciega al mundo entero, esperando a que los acostumbrados susurros la guiaran de vuelta a la Doncella, solo que no había nadie susurrando.

—¿Don Majo? —Parpadeó y palpó las sombras en busca de su amigo. Cayó en la cuenta de que no la había acompañado—. ¿Don Majo?

Lexa retiró su manto y se volvió hacia la boca del callejón, a treinta metros de distancia. Y allí estaba él, una cinta de oscuridad a los pies de los gladiatii, sacudiendo la cola de lado a lado mientras hablaba. Lexa notó crecer la ira en el pecho, alzó la voz en un grito:

—¡No te atrevas!

El no-gato le hizo caso omiso y, para cuando llegó corriendo de vuelta por los adoquines, los Halcones ya la estaban mirando como si fuese una desconocida. Decepción en sus ojos. Preocupación. Tal vez incluso enfado.

—¡Don Majo, cierra el puto pico!

—… no tengo pico, ni puto ni de ningún otro tipo…

Lexa lanzó un puntapié a la cabeza del no-gato. La bota atravesó inocua al daimón, por supuesto, pero intentó darle otra patada de todos modos.

—¿Qué les has dicho?

—Lo que a ti te daba vergüenza pedirnos —dijo Cantahojas, ceñuda.

—¡Serás capullo! —gritó ella, pateando al no-gato de nuevo—. ¡Te he dicho que nos las arreglaríamos!

—… y yo te he dicho que no puedes hacer esto sola…

—¡Esa decisión no te correspondía a ti!

—… no, les correspondía a ellos…

—¡Eres un puto desgraciado de los…!

—Lexa —la interrumpió Wells con suavidad.

—Wells, lo siento —dijo ella, y miró uno por uno a los Halcones—. Disculpadme todos. Pensé en pediros ayuda, pero luego me lo pensé mejor, y no debería haberlo pensado nunca desde el principio. Esta no es vuestra lucha y no tengo ningún derecho a arrastraros a ella. No me lo tengáis en cuenta, es que…

—Lexa, pues claro que voy a ayudarte —dijo Wells.

—Sí —asintió Cantahojas—. Mi espada es tuya.

Bryn se cruzó de brazos y la miró con ojos ardientes.

—Siempre.

A Lexa empezaron a picarle las lágrimas en los ojos, pero parpadeó para contenerlas y sacudió la cabeza.

—No. No quiero que me ayudéis.

—Cuervo, nos salvaste la vida —afirmó Cantahojas, y señaló con la cabeza a Don Majo—. Y si el daimón dice la verdad, la tuya corre más peligro ahora del que jamás corrieron las nuestras. ¿Qué clase de bellacos seríamos si te dejáramos abandonada después de todo lo que hiciste? ¿Qué clase de agradecimiento sería ese?

—¿Y qué pasa con el teatro? —preguntó Lexa, imperiosa.

Despiertaolas se encogió de hombros, compuso una sonrisa triste.

—Estará aquí cuando volvamos.

—No. No voy a consentirlo.

—Lexa, tú arriesgaste la vida por nosotros —contestó Wells—. Todo por lo que habías trabajado bailaba en el filo de un cuchillo. Y aun así, lo apostaste todo para llevarnos a la libertad. ¿Y ahora vas a plantarte ahí, diciéndonos lo que podemos y lo que no podemos hacer con ella?

—Desde luego que sí —gruñó ella—. ¿Me debéis la vida, dices? Pues id a vivirla, joder. ¿Queréis darme las gracias? Pues hacedlo cuando habléis de mí a vuestros nietos. —Se dio media vuelta, mirando furibunda al gato-sombra—. Nos marchamos. Ya.

—… como desees…

Lexa echó a andar calle abajo y oyó que Cantahojas fingía un bostezo.

—¿Sabéis? Ese último vaso de vino dorado se me ha subido a la cabeza —dijo—. Creo que caminaré un rato por el puerto para bajarlo.

—Sí —convino Bryn—. A mí también me vendría bien un paseo por los muelles.

—Aire marino —canturreó Wells—. Me parece que me apunto. Quizá podríamos hasta navegar un poco.

Lexa se detuvo con un gruñido. Agachó los hombros.

—He oído que Ysiir es muy bonita en esta época del año —dijo Despiertaolas, rebasándola con paso tranquilo.

—Nunca he estado en Ysiir —comentó Bryn, metiendo los pulgares en el cinturón.

—Mmm. —Cantahojas arrugó los labios—. Yo tampoco, ahora que lo mencionas.

Lexa vio cómo vagaban por la calle hacia el agua, con lágrimas ardiendo de nuevo en los ojos. Pararon al llegar al final y se volvieron para mirarla, encorvada y ceñuda sobre los adoquines.

—¿Vienes? —llamó Wells.

Lexa miró al no-gato en el desagüe de la calle, a su lado. La traición era como una puñalada en el pecho. Don Majo siempre había cuestionado, sí, y la había presionado si consideraba que estaba haciendo alguna tontería. Pero nunca antes se había opuesto a ella de esa manera. Nunca había actuado tan en contra de lo que sabía que ella quería.

—Jamás he lamentado tanto haberte conocido como ahora mismo.

—… una carga que llevaré con gusto si te mantiene respirando…

Lexa lo miró furiosa, negando con la cabeza.

—Como les pase algo, te juro que no te lo perdonaré en la puta vida.

El gato-sombra escrutó el rostro de Lexa con sus no-ojos, moviendo brusca la cola.

—… formo parte de ti, mia. antes de conocerte, yo era una nada sin forma, en busca de un significado. la forma que adopté nació de ti, esto en lo que me convertí fue por ti. y si debo hacer aquello a lo que tú no estás dispuesta, que así sea. por lo menos, estarás viva para odiarme…

Lexa miró el cielo, los soles que caían parsimoniosos hacia el horizonte. Otra persona podría haber tenido miedo entonces, al plantearse lo que estaba por venir.

Podría haber dado media vuelta y echado a correr.

Pero, como siempre y por siempre, Lexa Wood siguió andando.