CAPÍTULO 15
Sutileza
—Benino —dijo Lexa.
—No —respondió Nube.
—Bertino, entonces. Tienes pinta de Bertino.
—No. —Nube frunció el ceño—. Y por el abismo, ¿qué pinta crees que tiene un Bertino?
—Dime la primera letra —pidió Lexa—. Es la be; en eso he acertado, ¿verdad?
—Nada de pistas, dona Lexa. Ya te lo he dicho.
—Algo tendrás que darme —insistió ella, engatusadora.
—No tengo que darte nada —replicó el capitán, arqueando una ceja—. Si me aposté el puto barco a que no adivinarías mi nombre, ¿por qué, en nombre de Trelene, iba a ayudarte?
—¿Porque estás harto del mar y quieres irte a vivir a algún sitio verde?
—Y un cuerno —bufó el bucanero—. Si cortas estas muñecas, sangro azul.
Habían transcurrido tres giros desde que zarparan de Fuerteblanco y el barco surcaba raudo las olas. Su destino, al otro lado del mar de las Espadas, en la costa de Ysiir, era el pueblo de Última Esperanza. Desde ese puerto decrépito, tendrían que seguir por tierra cruzando los Susurriales hasta el Monte Apacible. Lexa no tenía ni la menor idea de cómo le estaría yendo a Gustus en manos de la Iglesia Roja ni tampoco de cómo podría sacarlo de entre sus zarpas. Pero, aunque jamás lo reconocería ante casi nadie, quería a ese hombre más que a ninguno desde su padre. Y en esos momentos, más que a ninguno en absoluto. Ni muerta iba a dejar que se pudriese allí. La irregular costa de Liis se extendía en la distancia al sur, los blancos acantilados de Itreya al norte, la Doncella navegaba baja en el ondeante azul. Los antiguos Halcones de Titus pasaban casi todo el tiempo en la popa, deleitándose con la sensación del mar en la cara. Wells tenía un aspecto imponente con su piel broncínea resplandeciendo a la luz de los soles, su pelo oscuro rapado y sus ojos de bebé. El enorme itreyano nunca perdía de vista a Lexa si podía evitarlo: su lealtad a Nyko Wood le había hecho erigirse en protector de Lexa cuando ambos aún eran Halcones, y no había menguado ni un ápice desde entonces. Con él a bordo, Lexa tenía la sensación de contar con otra roca en la que apoyar la espalda. Su hermano pequeño sería un mierdecilla insufrible, pero si Lexa hubiera podido tener un hermano mayor, habría escogido a Wells. A Despiertaolas no se le caían los anillos por echar una mano en cubierta. Como la mayoría de los isleños dweymeri, se había criado rodeado de barcos y conocía el océano como su propio reflejo en él. El exactor sacaba más de una cabeza a la tripulación con la que trabajaba, obsequiando a los sales de Corleone con un sinfín de canciones en su atronador tono de barítono. Tenía una voz capaz de hacer sollozar a un sedoso, y Lexa seguía teniendo remordimientos por habérselo llevado a rastras de su sueño de hacerse empresario teatral. Hizo silencioso voto de devolverlo a él cuando todo aquello terminara. Cantahojas también sabía manejarse en la Doncella, pero solía quedarse a proa, contemplando el extenso azul con ojos oscuros. Todos los dweymeri recibían tatuajes faciales al llegar a la edad adulta, pero la piel caoba de Cantahojas estaba cubierta hasta el último centímetro de complejos motivos, un legado del tiempo que pasó estudiando para ser sacerdotisa. A Lexa aún se le hacía raro imaginarse a la mujer rezando en algún templo. Cantahojas se contaba entre los mejores guerreros del collegium, un verdadero prodigio en la arena. Aunque, eso sí, parecía que la herida en el antebrazo que se había hecho combatiendo contra la sedosa aún le daba problemas. Bryn también parecía atribulada, y Lexa conocía el origen de su pesar. El hermano de la chica, Byern, había muerto en la arena hacía unos pocos meses. La joven andaba siempre cerca de Despiertaolas, charlando con él y viéndolo trabajar, y la presencia del dweymeri daba la impresión de aliviarle lo peor del sufrimiento. Bryn era vaaniana como Clarke, dura como un clavo y la mejor arquera que Lexa había conocido jamás. Se alegraba de que Bryn viajara con ellos, pero seguía temiendo que aquella misión tan desaconsejable concluyera con Bryn y el resto de sus camaradas bajo tierra junto a Byern. De los cinco Halcones, solo Carnicero resultó ser propenso a marearse. Pero, dado que el liisiano se había meado en las gachas de Lexa cuando se conocieron, la joven veía una cierta justicia en ello. Carnicero nunca había sido la mejor espada del collegium, pero compensaba sus carencias en destreza con empeño, fanfarronadas y un impresionante surtido de groserías cuando abría la boca. Procuraba estar siempre cerca de la regala de babor, donde era menos probable que el viento le devolviera el vómito a cara, maldiciendo una y otra vez a las diosas y también a Despiertaolas, a quien le divertía muchísimo su estómago revuelto. En general, los antiguos gladiatii parecían estar adaptándose bastante bien a la vida en el mar. Pero la paz no reinaba en toda la cubierta. Clarke y Lincoln trazaban círculos en torno al otro como serpientes esperando a atacar. Aunque podían guardar las distancias desde que Corleone les había asignado camarotes individuales, la tirantez entre ellos parecía haberse incrementado desde que el barco atracara en Fuerteblanco. Lexa aún no había llegado a una conclusión definitiva sobre sus sentimientos respecto al regreso de Lincoln, pero a todas luces Clarke era una maraña de suspicacia y abierta hostilidad. Lexa y Don Majo tampoco se habían dirigido la palabra desde Fuerteblanco. El gato-sombra llevaba días enteros fuera de la sombra de Lexa.
Por mucho que a ella le enfureciera su traición, lo echaba de menos.
Así que Lexa estaba junto al timón con el capitán del Doncella Sangrienta, jugando a su nuevo juego favorito y regocijándose con la sensación del viento en la cara. Después de haber pasado meses en el collegium de Titus o en celdas bajo los estadios, hasta una leve brisa era toda una bendición. Y tratar de ganar el barco que el capitán había apostado era mejor que preocuparse por la tempestad que se gestaba a bordo.
—Se avecina tormenta —afirmó Nube Corleone.
—Sí —musitó ella, bajando la mirada hacia la cubierta—. Lo sé.
—No, me refiero a una tormenta de verdad —dijo él, señalando una amenazadora mancha de negro en el horizonte oriental—. Navegamos directos hacia ella.
Lexa forzó la mirada hacia el lugar que señalaba Corleone.
—¿Es de las malas?
—Bueno, tampoco parece que vaya a partirnos en dos, pero serán un par de giros duros. —El bucanero hizo destellar su sonrisa de cuatro bastardos—. De modo que, si queréis aprovechar la bañera de mi camarote, dona Lexa, más vale que os deis prisa.
—Sí que puede que lo haga —rumió ella.
—Estupendo, llevaré el jabón.
—Te sugiero también unas tablillas para tus dedos rotos —respondió ella, dedicándole media sonrisa—. Y un poco de hielo para las pelotas magulladas.
Corleone le devolvió la sonrisa y se levantó el tricornio emplumado. Era ladino como un zorro en un gallinero y retorcido como la pata trasera de un perro costroso. Pero, a pesar de su descaro, Lexa no podía evitar que le cayera bien el muy canalla. A Corleone parecía gustarle flirtear, pero era evidente por su actitud desenfadada que solo era un juego para él, igual que intentar adivinar su nombre lo era para ella. La historia del hermano del capitán aún pendía en el aire junto al recuerdo del asesinato de Jaha y, mirando a los ojos del pirata, Lexa sospechó tenía en él a un aliado de por vida.
—Haré que el grumete encienda el fogón arkímico y haga correr el agua. —Corleone le guiñó un ojo—. Si necesitas que alguien te frote la espalda, solo tienes que decirlo.
—Anda y que te folle un burro —se rio ella, haciéndole los nudillos.
—Por desgracia —repuso Corleone, llevándose la mano al corazón como si le doliera—, esa parece ser la única opción disponible, dona Lexa. De momento, al menos.
—En cada respiración mora la esperanza —dijo Lexa con una sonrisa.
Bajó la escalera del castillo de popa hacia la aleta. Aden estaba sentado a un lado, jugando con Eclipse al juego favorito de ambos. El chico recogía puñados de sombras y los lanzaba por la cubierta, y Eclipse se abalanzaba sobre ellos como una cachorrilla sobre un hueso. A veces Aden movía los jirones de sombra para esquivar las fauces de la daimón y reía al verla fallar, pero parecía una risa de genuina diversión, no de desprecio. El chico dejó de jugar al ver que Lexa bajaba, sin embargo, y su sonrisa desapareció. Lexa respiró hondo y se sentó con las piernas cruzadas a su lado. Clarke había ido al mercado en Fuerteblanco y se había gastado casi todos los fondos que les quedaban, pero había encontrado para Lexa unas buenas calzas de cuero, negras y ajustadas, y unas botas de piel de lobo. Lexa había arrojado por la borda su faldilla de cuero de gladiatii con una breve oración de agradecimiento, dos giros antes. Pero lo mejor de todo era que su chica había vuelto del mercado con…
—¿Cigarrillos? —dijo el chico, mirándola con repugnancia—. ¿Es necesario?
—Lo es —asintió Lexa, poniéndose uno en los labios y raspando su yesquero nuevo.
—Mi madre dice que solo las meretrices y los necios fuman.
—¿Y cuál de esas cosas soy yo, hermano mío? —preguntó ella, y suspiró gris.
El chico la miró con los labios apretados.
—¿Las dos, tal vez?
Eclipse cobró forma entre ellos sobre los tablones y apoyó la cabeza en el regazo de Lexa.
—… NO DEBERÍAS HABLARLE ASÍ, ADEN…
—Le hablaré como me plazca —declaró el chico.
—… ¿RECUERDAS QUE TE CONTÉ QUE CONOCÍ A UN NIÑO PEQUEÑO, KANE?…
—Sí. —El chico se sorbió la nariz y miró de soslayo a la loba.
—… ÉL SIEMPRE DECÍA QUE LA SANGRE MANCHA MÁS QUE EL VINO. ¿SABES LO QUE SIGNIFICA?…
El niño negó con la cabeza.
—… SIGNIFICA QUE LA FAMILIA PUEDE HACERTE MÁS DAÑO QUE NADIE. PERO ES SOLO PORQUE TAMBIÉN IMPORTA MÁS QUE NADIE. CUANDO HABLAS ASÍ, AUNQUE LEXA NO LO DEMUESTRE, LE DUELE…
—Bien —espetó él—. Porque ella no me gusta nada. No quiero estar aquí. —Aden estuvo un tiempo mirando las aguas azules que pasaban veloces por los costados del barco—. Quiero irme a casa —dijo al cabo.
—Pasaremos cerca dentro de una semana o así. —Lexa señaló con la cabeza hacia la costa itreyana—. Nido del Cuervo.
—Ese no es mi hogar, Coronadora.
—… EL HOGAR ES DONDE ESTÁ EL CORAZÓN, PEQUEÑO…
Lexa se dio un golpecito en el torso y sonrió.
—Eso explica mi pecho vacío.
—… PAPARRUCHAS… —Eclipse dio un bufido—… TIENES EL CORAZÓN DE UNA LEONA…
—De un cuervo, tal vez. —Lexa meneó los dedos ante la cara de la loba—. Negro y marchito.
—… VERÁS LA FALSEDAD DE ESA AFIRMACIÓN ANTES DE QUE ESTO CONCLUYA, LEXA, TE LO PROMETO…
Lexa sonrió y dio una lenta calada, deleitándose con la calidez del humo en los pulmones. Miró de reojo a Aden. Hermano.
Desconocido. Era listo, eso al menos era evidente: lo habían educado los mejores tutores de toda la república, y contaba con la feroz inteligencia de Anya Wood y la astucia de Roan Azgeda. Por la forma en que se comportaba y por cómo hablaba, Lexa sospechaba que terminaría siendo incluso más avispado que ella. Tenía una veta de crueldad, sin duda aprendida de su padre. Pero también había crueldad en ella misma, supuso. Aden seguía siendo de su sangre, su familia. La única que le quedaba, sin contar al hijo de puta al que pretendía matar. Y después de tantos años sin familia, Lexa se descubrió ansiando alguna clase de conexión real con él.
—Recuerdo la nuncanoche en la que naciste —le dijo al niño—. Fue en Nido del Cuervo. Yo apenas era un poco más mayor de lo que eres tú ahora. La comadrona me dejó entrar para conocerte, y madre te puso en mis brazos y tú empezaste a chillar. Chillabas como si fuese a acabarse el mundo. —Lexa negó con la cabeza—. Por el abismo y la sangre, menudos pulmones tenías. —Otra calada, ojos entrecerrados por el humo—. Madre me dijo que te cantara —prosiguió—. Dijo que, aunque tuvieras los ojos cerrados, reconocerías a tu hermana. Así que canté. Y dejaste de llorar. Como si alguien hubiera accionado una palanca dentro de tu cabeza. —Meneó la cabeza de nuevo—. Fue una cosa rarísima.
—Mi madre no canta —dijo Aden—. No le gusta nada la música.
—Qué va, le encantaba —insistió Lexa—. A mí me cantaba a todas horas, unas…
—Mi madre es Liviana Azgeda —dijo el chico—, esposa del imperator.
Lexa notó un rubor en las mejillas. Una palpitación en las sienes. Muy a su pesar, sintió que se le juntaban las cejas. Arrojó humo como si fuesen llamas.
—Tu madre era Anya Wood —dijo—, víctima del imperator.
—Mientes. —El chico torció el gesto.
—Aden, ¿por qué iba a…?
—¡Eres una embustera! ¡Embustera!
—Y tú eres un puto malcriado —restalló ella.
—Villana —escupió el hiño—. Ladrona. Asesina.
—De tal palo, tal astilla, supongo.
—¡Mi padre es un gran hombre! —gritó Aden.
—Tu padre es un mamón.
—¡Y tu madre, una puta!
Lexa tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no volver a levantarle la mano.
—… LEXA…
Se levantó, con la paciencia ardiendo. Temblando de ira.
Queriendo morderse la lengua, pero temiendo que la sangre le llenara la boca y la ahogara. Hablar con el chico era como darse cabezazos contra una pared de ladrillo. Intentar abrir su cascarón era como forzar una cerradura con diez putos pulgares. No tenía nada de práctica en ser una hermana mayor, ni tampoco ningún talento para ello. De modo que, como solía ocurrir, la frustración abrió la puerta y dejó salir su mal genio a correr sin ataduras.
—Lo intento, Aden —dijo—. Por los dientes de las Fauces, lo estoy intentando. Si fueses cualquier otro, te habría lanzado por la borda de una patada por lo que acabas de decir. Pero no vuelvas a hablar así de ella jamás. Anya te quería. ¿Me has oído?
—Lo único que oigo, Coronadora —masculló él—, son mentiras de la boca de una asesina.
Lexa respiró hondo. Cabeza gacha, ojos cerrados.
—Espero que te gusten más las tormentas ahora que cuando eras un bebé —dijo por fin, mirándolo de nuevo—. Viene una de las gordas hacia aquí. Y si te oigo llorar en la cama, esta vez no iré a cantarte.
—Te odio —susurró el niño.
Lexa tiró el cigarrillo al mar, exhaló humo.
—De tal palo, tal astilla, supongo.
Más que una bañera, era un tonel de latón.
Estaba clavado al suelo en los aposentos de Corleone, en una estancia contigua a la alcoba, que a su vez daba al camarote principal. Lo primero que hizo Lexa al ver el tonel fue preguntarse cómo iba a caber ahí el canalla si ella hubiera aceptado su oferta de llevar el jabón. Lexa podría embutirse dentro con un poco de esfuerzo, pero no es que fuese un espacio de dimensiones palaciegas. Aquella supuesta «bañera» tenía más en común con un balde. Aun así, el agua que contenía humeaba, llevada por cañerías desde el fogón arkímico de la cocina, más abajo. Y mientras Lexa se desnudaba y se sumergía en el calor, comprendió por qué Corleone se había permitido aquella extravagancia.
—Oh, por la puta Negra Madre —gimió—. Qué buenoooo.
Hundió la cabeza después de unas pocas maniobras torpes y descubrió que, si sacaba las piernas por el borde, podía tener casi todo el cuerpo bajo el agua. Se reclinó, empapó un paño y se lo puso en la cara. Encendió otro cigarrillo, dio un satisfecho suspiro gris y escuchó el sonido del mar fuera del casco.
—Yo sí que podría ser una pirata —musitó, con humo entre los labios—. Halad, marineros de agua dulce. Izad los menudillos. Arriad el contra-comosellame, condenados amacerdos follamonos de…
—Soledad, por fin —dijo una voz.
Lexa se quitó el paño de los ojos y vio a Clarke apoyada en el larguero de la puerta. Llevaba un corsé de hueso de draco encima de la blusa roja, calzas de cuero y botas que le llegaban a los muslos. Había comprado unas hierbas en Fuerteblanco y se había quitado el tinte del pelo. Lo llevaba suelto, sin trenzar, cayendo por los hombros en doradas cataratas.
—Dos no es soledad —repuso Lexa.
Clarke pasó un dedo por el marco de la puerta.
—Puedo marcharme. Si quieres.
—No. —Lexa sonrió—. Quédate.
A Clarke se le iluminó el rostro mientras entraba desde la alcoba y cerraba la puerta a su espalda. No había donde sentarse, así que se subió a horcajadas al tonel. Separó el cigarrillo de los labios de Lexa y se inclinó para darle un ligero beso en los labios. Luego se quedó muy cerca, rozando una nariz con otra, haciéndole cosquillas.
—Hola —susurró Clarke.
—Hola —respondió Lexa.
Se besaron de nuevo, suave y cálido y de lo más vertiginoso. Los labios de Clarke se abrieron, tentadores, y Lexa sintió que la chica se estremecía cuando sus lenguas se tocaron, leves como plumas. Suspiró en la boca abierta de Clarke, levantando una mano para acariciarle la mejilla mientras el beso ganaba profundidad. Lexa se ahogó en él, resistiéndose a emerger a por aire, chupando el labio inferior de Clarke mientras se separaban muy despacio. Al abrir los ojos, Lexa encontró la cara de Clarke a apenas un centímetro de la suya. Sus labios se rozaron cuando la chica musitó:
—Besas igual que matas, Lexa Wood.
—¿Y cómo es eso?
—Con sutileza.
Lexa sonrió divertida y Clarke la besó otra vez, y otra, y otra, una docena de toques livianos, de susurros cayendo en sus labios y sus mejillas como pétalos de rosa.
—Te echaba de menos —suspiró Lexa.
—¿Cuánto?
—No sé muy bien cómo medirlo. —Lexa frunció el ceño—. ¿Medio metro o así?
—Que te den.
—Imposible en una bañera tan pequeña.
—Te odio.
—Qué cosas, yo odio a todo el mundo excepto a ti.
—Incorpórate. —Clarke sonrió y la besó de nuevo—. Deja que te lave la espalda.
Clarke se levantó de la bañera para que Lexa pudiera enderezar la espalda, apoyar la cabeza en los brazos y echarse hacia delante. Clarke se sentó detrás, con las piernas a ambos lados del tonel. Lexa no veía qué estaba haciendo, pero al poco tiempo notó unas manos tibias y jabonosas recorrer sus hombros, el aroma a madreselva y campanasoles en el aire. Clarke apretó con los pulgares los músculos doloridos de Lexa, amasando los nudos de tensión.
—Oh, Negra Madre, eso es una… puta… maravilla —gimió Lexa.
Cerró los ojos y dejó que las manos de Clarke lo acallaran todo por un momento. Su frustración por Aden y su enfado con Don Majo. Su preocupación por Wells y los demás, la anticipación de lo que les esperaba en Ysiir, al otro lado del océano. Gustus y la Luna y su dichosa corona. Clarke no había mencionado a Lincoln tampoco, aunque las dos pudieran sentir la duda sobre él como escarcha flotando en el aire. Era demasiado lista para sacar el tema del chico. Para abrir esa puerta y permitir que les arruinara el primer momento a solas que habían tenido desde el Magni. En vez de palabras, Lexa notó unos labios en la nuca que le enviaron escalofríos columna abajo.
—Siempre puedes salir de la bañera —murmuró Clarke— si no es lo bastante grande.
—Dentro de un minuto… —Hizo una mueca cuando las manos de Clarke empezaron a trabajar en un nudo particularmente apretado—. Diosa…, no pares de hacer eso…
—Estás tensa como un mekkenismo a cuerda, amor.
—Ser la asesina más buscada de la república es un trabajo duro.
Otro beso. Un suave mordisquito en la oreja y Clarke susurró:
—Yo puedo destensarte.
Lexa sintió que las manos de Clarke la rodeaban para acariciarle despacio los pechos. Dedos acariciando suave piel, haciéndola estremecerse. La respiración de Lexa se aceleró, un hormigueo en el estómago, otro escalofrío que arrolló su núcleo. Se le puso toda la carne de gallina y un leve suspiro huyó de entre sus labios mientras los besos de Clarke le hacían cosquillas en el cuello, mientras las manos de la chica exploraban, una tentándole el pezón cada vez más duro, la otra describiendo una larga y agónica espiral hacia abajo. Más abajo. Rebasando las costillas, descendiendo centímetro a centímetro por el abdomen tenso, bordeando el umbral de su ombligo con levísimos círculos de titilante corriente arkímica.
—¿Más? —susurró Clarke, rozándole el lóbulo con los labios.
Lexa se preguntó hasta qué punto era lo correcto. Quizá fuese un resquicio de remordimiento por la presencia del chico deshogarado en la cubierta, o por estar peleada con su hermano, o un atisbo de duda por estar dándose un capricho en unas aguas tan peligrosas. Pero la mano de Clarke se metió en el agua y un fuego despertó en el interior de Lexa, fundiendo sus recelos al sentir la más dulce de las caricias entre las piernas.
Arrebatadora.
Enloquecedora.
—Más —susurró Lexa.
Sintió que la otra mano de Clarke se levantaba, dedos enredándose en su pelo. Lexa gimió cuando Clarke tiró de ella, levantándola, dejándola expuesta, vapor emanando de su piel, un temblor en los muslos. Los labios de Clarke hallaron de nuevo su cuello mientras la mano empezaba a moverse entre las piernas de Lexa en círculos firmes y prietos, rasgueando la melodía que tan bien conocía su amante. Lexa echó un brazo atrás, suspiró, asió un puñado del cabello de Clarke y apretó los labios de la chica más fuerte contra su cuello. Había una cierta excitación ilícita en ello, en sentir la presión de Clarke contra ella con toda la ropa puesta estando Lexa tan absolutamente desnuda. Una rendición que le hacía temblar todo el cuerpo.
—Oh, joder —jadeó, moviendo las caderas al ritmo—. Joder.
—¿Más? —le susurró Clarke al oído.
Labios cosquilleando en la piel.
Dientes mordisqueándole el cuello.
Dedos bailando.
—Más —imploró Lexa.
Notó la segunda mano de Clarke uniéndose a la primera, una delante y otra detrás. Lexa atrasó el brazo, aferró con las uñas el culo de Clarke, se frotó entre sus piernas. Sintió los dedos de Clarke acariciando arriba y abajo, amasando, virtuosos en sus labios y en su brote. El tiempo congelado y ardiendo con la luz de un sol negro. Nadas sin forma brotando de sus labios, ojos en blanco mientras ascendía más y más sobre los dedos de su amante, volando ya, cada caricia, cada movimiento elevándola hacia aquella oscura inmolación.
—Sí —jadeó Clarke.
—Sí —gimió Lexa—. Sí, joder. Sí.
Echó la cabeza atrás al prenderse, la boca abierta, hasta el último músculo tirante y cantando a viva voz, hasta el último nervio en llamas. Las manos de Clarke siguieron trabajando, frotando, prolongando la estremecedora y palpitante dicha. Lexa gritó, tiró de Clarke hacia ella, temblorosa y desatinada, sin el suficiente aire en los pulmones, sin la suficiente sangre en las venas. Los movimientos de Clarke se ralentizaron, convertidos en una dulce y suave tortura hasta que Lexa bajó las manos, las apretó contra las de ella y las retuvo.
—Basta —suspiró—. Diosa…, basta.
Sintió los labios de Clarke curvándose en una sonrisa, en otro leve mordisquito en el cuello.
—Nunca —susurró Clarke—. Eso jamás. —Se levantó despacio, le ofreció la mano a Lexa—. Ven conmigo, preciosa.
