CAPÍTULO 16

Tempestad

La tormenta se desató unas horas más tarde.

Yacían las dos abrazadas en el camarote de Lexa, piel contra piel mientras fuera rugía el cielo y se sacudía el océano y la Doncella se alzaba y se estrellaba y se alzaba otra vez. Lexa había agradecido que llegara la tempestad, porque el ruido del trueno y el viento había sido lo bastante fragoroso para tapar los gritos de Clarke. Mantener el equilibrio con tanto oleaje había sido todo un reto, pero lo habían superado a base de pura determinación. En el suelo y contra la pared y también en la hamaca, donde por fin habían caído agotadas en un revoltijo sin aliento, resollante. La hamaca había pasado a mecerse con el movimiento del barco en vez de con el de sus cuerpos, al ritmo del chirrido de los maderos a su alrededor. Lexa tenía el pelo sudado, el cuerpo de Clarke resbaladizo contra el suyo, el aroma de la chica impregnando el aire como el más dulce de los perfumes. Aún notaba el sabor de Clarke en los labios junto con el azúcar del papel de su cigarrillo, junto con el estimulante gris del humo en la lengua.

—No me siento las piernas —murmuró Clarke.

La risa de Lexa se llevó el humo del pitillo de sus labios.

—A mí no me culpes. Eres tú la que ha suplicado más.

—No podía evitarlo. —Clarke se acurrucó más contra ella—. Y te gusta que suplique.

Por la Diosa, sí que le gustaba, sí. Aun con lo exhausta que estaba Lexa, solo pensarlo bastó para provocarle una renovada ola de escalofríos en el espinazo. La dulce rendición de Clarke en sus brazos, el extático triunfo que inundaba a Lexa al sentirla derritiéndose contra su piel. Estaba embriagada por la sensación. Sus pestañas aletearon mientras sonreía y soplaba humo con olor a clavo, la chica que tenía entre los brazos suya y solo suya. Lo cierto es que sería fácil pensar que Lexa y Clarke estaban cortadas por el mismo patrón. Una pareja hecha de obstinación y fuego, motivada por la venganza, afilada y dura, y sí, tal vez incluso cruel. Pero Clarke era distinta cuando estaban solas. Allí era más suave. Seda para el acero de Lexa. Todas las murallas que Clarke tenía levantadas contra el mundo se desmoronaban convertidas en polvo. Había partes de ella que Clarke reservaba en exclusiva para Lexa, como secretos en la oscuridad bisbiseados sin hablar. Un idioma de dulces suspiros y ojos pícaros, de labios suaves y tiernas yemas. El relámpago destelló a través del cristal del ojo de buey, que habían reemplazado estando atracados en Fuerteblanco. El trueno partió el cielo en lo alto, cubierto de nubes negras hasta donde alcanzaba la vista. Pero Lexa aún podía sentir los tres soles esperando al otro lado, como una plomada sobre los hombros, como un dolor en la base del cráneo. Odio acumulado encima de más odio. Subió los dedos por la lisa curva de las caderas de Clarke, por su espalda, sintiendo a la chica estremecerse y suspirar en sus brazos. Era todo un festín para los sentidos, eso desde luego. Hermosa, esbelta, dorada. Pero Lexa descubrió que se le iban los ojos hacia el tatuaje inscrito en la piel de su amante. El mapa que Clarke había robado por orden del cardenal Jaha. Señalaba un serpenteante camino a través de una cordillera curvada, con instrucciones en el idioma de la antigua Ysiir. Admirando el tintanismo, Lexa vio el destino al que llevaba el mapa entre los deliciosos huequecitos al final de la espalda de Clarke. Estaba indicado con una lúgubre calavera sonriente, que no presagiaba nada bueno para lo que sucedería al llegar a aquella misteriosa Corona de la Luna. Lo cual, por supuesto, llevó a Lexa a pensar en Lincoln, en todo lo que le había dicho junto a aquel estanque ennegrecido bajo la piel de Tumba de Dioses. Aa y Niah. La guerra entre la Luz y la Noche. La astilla del alma de un dios muerto, de algún modo clavada en la de la propia Lexa. Imaginó al chico muerto sentado a solas en su camarote, escuchando la tormenta mientras ella se encerraba allí dentro para follar con su asesina. Una fría esquirla de remordimiento le perforó el corazón. Clarke había arriesgado la vida por Lexa innumerables veces durante sus tribulaciones en el venatus. Aparte de Gustus y de sus pasajeros, Clarke había sido la única con quien Lexa podía contar en aquellos giros oscuros. Y lo que la chica había hecho en el Monte Apacible tras las pruebas finales, por terrible y sangrienta que hubiera sido su traición, Lexa estaría mintiéndose a sí misma si dijera que una parte de ella no lo comprendía. El padre de Clarke la había criado para que viese la corrupción de la Iglesia Roja. Y aunque los motivos del hombre fuesen egoístas —por mucho que hubiera sido su mutilación en servicio de la Iglesia lo que llevó a Jake Griffin a criar a sus hijos como armas con que derrocar al Sacerdocio—, eso también podía comprenderlo Lexa.

Y no solo eso, sino también por qué Clarke lo había seguido.

Era su familia.

«Cuando todo es sangre, la sangre es todo».

En realidad, Lexa no era distinta. No era mejor. No era una heroína, impulsada por las crueldades y las injusticias de la república. Era una asesina, motivada por el puro y ardiente deseo de venganza. Azgeda, Jaha y Titus le habían hecho daño, así que Lexa se había propuesto devolverles el dolor. Y si alguien se interponía en ese viaje, de un modo u otro Lexa lo apartaba del camino. Clarke había hecho lo mismo, ni más ni menos. Solo que una de las personas a las que había apartado era el amigo de Lexa.

Su confidente.

Su amante.

Y un año más tarde, Lexa había caído en la cama de Clarke.

Había algo desalmado en eso, Lexa lo sabía. Y cuando ocurrió, le había sido fácil racionalizarlo: cualquier giro en el venatus podía ser su último, y en esos tiempos estaba dispuesta a aferrarse a todo consuelo que encontrara. Estaba en deuda con Clarke. Encontraba una oscura afinidad en Clarke. La diosa sabía que se sentía atraída por Clarke.

Y Lincoln estaba muerto. Para siempre. No iba a volver jamás.

«Pero ahora…».

Y aunque la presión de los labios de Clarke casi le hacía marearse, aunque el contacto con su piel incluso entonces, tendida, adormecida y saciada, elevara unos cálidos y deliciosos latidos por sus muslos, una parte de Lexa, la parte que con toda probabilidad habría ocupado Don Majo, seguía sospechando de la chica que tenía entre los brazos. Pensó en lo que le había dicho el gatosombra en Fuerteblanco. Se preguntó si lo que Don Majo se llevaba de ella, el miedo y todo el espectro de emociones que engendraba, eran cosas que debería atesorar en vez de entregar.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó.

—¿Mmm? —musitó Clarke, levantando la cabeza.

—El mapa. —Lexa trazó la línea del tatuaje de Clarke con la yema del dedo—. ¿Dónde estaba?

—En un viejo templo. —Clarke suspiró y devolvió la cabeza al pecho de Lexa—. En Ysiir. —Se apretó más contra ella mientras Lexa seguía acariciándole la espalda—. Eso me gusta. Sigue haciéndolo.

Lexa dio una calada al cigarrillo, exhaló gris al aire. El trueno resonó fuera.

—¿Qué clase de templo?

—En ruinas. Consagrado a Niah. ¿Por qué?

—¿Quién lo construyó? El culto a Niah lleva siglos prohibido.

Clarke levantó la cabeza otra vez y su voz sonó con un matiz de cautela.

—No lo sé. Era antiguo. Y estaba bien escondido. Tallado en piedra roja, en las montañas del norte. Cerca de la costa.

—Y Jaha te envió allí a encontrarlo, ¿verdad? Con más gente, me dijiste.

Clarke miró a Lexa un largo momento antes de hablar. Las olas se estrellaron contra el casco, la tormenta inflándose más oscura y feroz al otro lado.

—Éramos diez. Un obispo de la clerecía de Aa llamado Valente. Una pandilla de matones, entre ellos un liisiano llamado Piero y dos itreyanos, Rufo y Quinto. No recuerdo los nombres de los demás. Creo que Jaha recelaba de los Luminatii, así que envió solo a mercenarios. También iba una cartógrafa vaaniana llamada Astrid. Y yo, claro.

—¿Qué les pasó a los demás?

—Murieron.

Lexa dio una larga calada al cigarrillo, entrecerró los ojos para protegerlos del humo.

—¿Cómo?

—¿Qué más da?

—¿Los mataste tú?

—¿Importaría si lo hubiera hecho?

Lexa se encogió de hombros, mirando a los ojos azul cielo de la chica.

—A Rufo lo mató una petrivíbora. Valente y casi todos los demás murieron en el templo. —Clarke vio la ceja que Lexa empezaba a arquearse y suspiró—. Allí dentro había… cosas, Lexa. En la cámara del mapa. Como los gusanos de biblioteca en el athenaeum de la Iglesia Roja, pero… más pequeños. Más rápidos. —Clarke negó con la cabeza y se estremeció un poco—. Atacaron mientras Astrid estaba copiando el mapa. Piero y sus mercenarios intentaron salvar al sacerdote y acabaron todos hechos trizas. Fue… pringoso. Solo pudimos salir de allí Astrid y yo, y por los pelos.

—¿Y qué le pasó a Astrid?

—Que la maté —dijo Clarke con voz inexpresiva—. Astrid trabajaba para Jaha y no me fiaba de ella. Así que le abrí la garganta el giro en que me inscribí el mapa en la piel. ¿Ya estás contenta?

Un relámpago trazó un arco en los cielos, el trueno sacudió la Doncella hasta los huesos.

—¿Por qué te enfadas? —preguntó Lexa—. ¿Por qué te pones tan a la defensiva?

—¿Por qué me preguntas todo esto ahora?

—Antes no había tenido ocasión, en realidad. —Lexa levantó los hombros—. Quiero saber cómo encajan todas las piezas. Si vamos a ir a esa Corona de la Luna…

—No te lo estarás planteando en serio, ¿verdad? —preguntó Clarke.

Lexa dio una profunda calada.

—Aún no sé lo que me planteo, Clarke.

Clarke torció el gesto.

—No me gusta nada, Lexa. Todo eso de las lunas fragmentadas y los dioses en guerra y demás. Me apesta a podrido. No puedo arrojarme a confiar en Lincoln sin más.

—A él sí que lo arrojaste montaña abajo, si mal no recuerdo.

Clarke parpadeó.

—Vaya, menudo vuelco han dado los acontecimientos. ¿Acaso la asesina más infame de la República Itreyana está a punto de darme lecciones sobre la moralidad de los asesinatos?

Lexa habló despacio, abordando el tema con toda la delicadeza de la que fue capaz:

—Era amigo tuyo, Clarke, y…

—No era amigo mío —escupió Clarke—. No existen los amigos en la Iglesia de Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Y no fue un corderito perdido lo que sacrifiqué, por cierto. Él era siervo de la secta asesina que yo intentaba quemar hasta los cimientos. Mató a un niño inocente para ocupar su lugar entre las hojas de Niah, Lexa. Y no soy tan hipócrita como para reprochárselo. Pero que tenga unos hoyuelos bonitos no significa que no sea un puto asesino. Igual que yo. E igual que tú.

Lexa miró a Clarke a los ojos. Había vuelto a levantar las murallas, desterrado la ternura, devuelto a sus labios el fuego que rugía en cada giro de su vida. Por mucho que Clarke adorase a Lexa, no rehuía plantarle cara cuando lo consideraba necesario. Enfrentarse a ella en lo que nadie más osaba, cortando directa hasta el corazón del asunto. Y sin duda había alcanzado su objetivo: la verdad que Lexa no podía discutir.

«¿Cómo puedo culparla por hacer lo que yo he misma he hecho cien veces o más?».

—Mi hermano murió en ese ataque al Monte Apacible —prosiguió Clarke—. Y no me habrás oído lloriquear por ello. Ni una sola vez te he preguntado si tuviste algo que ver.

—Yo no maté a Finn, Clarke —dijo Lexa, atónita—. Fue Bellamy.

—Eso ahora da igual —replicó Clarke—. No lo he preguntado porque no importa. Lo que sea que hiciste, lo hiciste porque había que hacerlo. El remordimiento es de débiles, Lexa. Y el arrepentimiento es de cobardes. Todo lo que hicieras llevó a que ahora puedas estar aquí, en mis brazos. Eso lo vuelve bueno. Y no permitiré que cuatro gilipolleces sobre lunas y soles nos lo quiten.

El trueno retumbó de nuevo, como si la Señora de las Tormentas estuviera escuchando a hurtadillas fuera del ojo de buey. Lexa parpadeó al destellar el relámpago, que hizo oscilar las sombras de las paredes. Aspiró el cigarrillo y respiró humo al aire.

—Estoy teniendo sueños, Clarke —confesó—. Todas las nuncanoches. Veo a mi madre y a mi padre. Solo que no son mi madre y mi padre. Discuten. Por mí. Y cuando miro mi reflejo, hay alguien de pie a mi espalda. Una figura hecha de llama negra, con un círculo blanco inscrito en la frente.

—¿Y qué significa?

—No tengo ni idea. Por eso creo que debería ver el tablero al completo, Clarke.

—No quiero sentirme como una pieza de un tablero —dijo Clarke con un matiz desesperado en la voz—. No quiero que sigamos jugando a este juego. Quiero que rescatemos a Gustus, nos carguemos a Azgeda y luego nos alejemos de todo esto. Que vayamos a algún lugar tranquilo y muy muy apartado. Tú y yo. —Clarke hizo un mohín—. Supongo que Aden puede venir también, si el listillo de los huevos aprende a controlar esa lengua que tiene. Pero en su propia habitación.

—¿Es el final que ves a todo esto? —preguntó Lexa, con el cigarrillo cabeceando en los labios—. ¿Vivir en una casita? ¿Flores en el alféizar y un fuego en el hogar?

Clarke asintió.

—Y una enorme cama de plumón.

—¿En serio? —Lexa dio una profunda calada, entrecerró los ojos contra el humo—. ¿Nosotras? ¿Yo?

—¿Por qué no? —preguntó Clarke—. Mi padre construyó una casa en la orilla de Treslagos. Al norte de Ul'Staad. La malvarrosa y la campanasoles crecen tan densas que el valle entero huele a perfume. Tendrías que verlo. El lago tiene unas aguas tan tranquilas que es como un espejo del cielo.

—Eh… —Lexa sacudió la cabeza—. No sé muy bien si estoy hecha para una vida como esa.

Clarke bajó la mirada, su voz se volvió un murmullo:

—Te refieres a una vida conmigo.

—Me refiero… —Lexa suspiró, tratando de expresar con palabras sus pensamientos—. Me refiero a que nunca había pensado siquiera en lo que haré después de esto. Nunca había imaginado un momento en el que esto no fuese mi vida. Es lo único que he sido durante ocho años, Clarke. Es lo único que existe.

Clarke se acercó a ella y la besó, con una mano en su mejilla, voraz y tierna.

—No es lo único que existe —susurró.

Lexa miró a Clarke a los ojos, los vio brillar con casi-lágrimas. Reflejar el relámpago que reptó en el oscuro cielo de fuera.

—Te amo, Lexa Wood —dijo—. Amo todo lo que eres. Pero eres mucho más que esto. Sé que quizá no visualices una vida como esa para ti, pero puedes tenerla si quieres. No voy a mirarte a la cara y decirte que la mereces. Eres una ladrona y una asesina y siempre haces lo que te sale del puto coño, joder.

Lexa no pudo contener la sonrisa.

—Muy cierto.

—Pero por eso te adoro —susurró Clarke—. Y cuanto más tiempo pasa, más me doy cuenta de que lo que una merece no tiene nada que ver con esta vida. Las bendiciones y las maldiciones caen sin distinción sobre los malvados y los justos. La justicia es un cuento de hadas. Nada se obtiene sin quererlo, y nada se conserva sin estar dispuesta a luchar por ello. Así que luchemos. Que se jodan los dioses. Que se joda todo. Agarremos al mundo por el cuello y no lo soltemos hasta que nos dé lo que queremos. —Clarke la besó de nuevo, con labios que sabían a ardientes lágrimas—. Porque yo te quiero a ti.

No esperó una respuesta recíproca. Clarke no era de las que declaraban su afecto solo para oírlo repetido como un loro. En sus palabras no había inseguridad. No había un cebo. La chica sabía lo que sentía, confiaba en Lexa lo suficiente para revelárselo y no había más que hablar. Eso le gustaba a Lexa de ella.

«Pero ¿lo amo?».

Clarke se acomodó contra su costado, envolviéndola con los brazos, apretando fuerte.

—No hay nada que no haría por ti, para mantenerte a salvo, para que sobrevivas. —Clarke negó con la cabeza, sorbiéndose las lágrimas—. Nada.

—Lo sé —susurró Lexa, y le besó la frente.

—Quiero estar contigo para siempre —susurró Clarke.

—¿Solo para siempre?

—Para siempre jamás.

Lexa se quedó allí tumbada mucho tiempo después de que Clarke se durmiera. Imaginando un lago de aguas tan tranquilas que era como un espejo del cielo. Contemplando la penumbra sobre su cabeza e imaginando allí un orbe pálido y resplandeciente.

Escuchando el canto de la tempestad.

Y elucubrando.

Estaba empeorando.

El Doncella Sangrienta era casi cuarenta metros de recio roble y cedro reforzado, construido para cortar el rostro del océano como el bisturí de un boticario. Pero el oleaje estaba creciendo con el viento, que aullaba y le lanzaba dentelladas como un animal salvaje y desbocado. El barco se zarandeaba de un lado a otro como un juguete, y tanto la Señora de las Tormentas como la de los Océanos parecían enfurecidas. Sin Don Majo en su sombra, cada escarpada ola llevaba a Lexa a un triple terror: la tortuosa ascensión, una agónica e ingrávida quietud y, por último, el descenso vertiginoso a la oscuridad y a un impacto que daba la sensación de que el mundo entero se acababa.

Una pausa momentánea. Y luego, vuelta a empezar.

Durante horas. Y más horas. Sin descanso.

—Por el abismo y la sangre —renegó Clarke.

Tenían la hamaca colgada en perpendicular al barco, para que se meciera mejor siguiendo el movimiento de la Doncella, pero incluso agotadas como estaban había sido imposible dormir mucho tiempo. Con la tormenta arreciando sin cesar, el viento rugiendo y el trueno sonando como si lo tuvieran justo encima, Lexa se descubrió bajando de la hamaca y poniéndose los cueros y las botas. Con el estómago lleno de mariposas. Con las manos temblando.

—Quédate aquí —dijo a Clarke.

—¿Adónde vas tú?

—A hablar con Corleone. A enterarme de qué coño está pasando.

Cruzó la puerta del camarote empujándose con las manos a pesar del miedo, tambaleándose con las violentas sacudidas del barco. Cerró la puerta al salir y recorrió un pasillo iluminado por lámparas arkímicas, apretando las manos contra las paredes para mantenerse en pie. Un tripulante que iba hacia abajo pasó frotándose con ella mientras musitaba una disculpa, calado hasta los huesos bajo el cuero aceitado. Lexa vio que los tablones del suelo estaban mojados, que bajaba agua de mar y de lluvia por la escalera del fondo. Pasó junto al camarote de los Halcones y oyó a Carnicero vomitando hasta los higadillos, a Bryn maldiciendo a Aquel que Todo lo Ve y a sus cuatro hijas. Llamó a la puerta y Wells asomó la cabeza al pasillo un momento después.

—¿Todo bien ahí dentro? —preguntó Lexa.

—De f-f-futa m-madre —gimió Carnicero, con la maltrecha cara casi verde.

—Estamos bien —asintió Wells, agarrándose al marco de la puerta cuando se estrellaron contra una nueva ola—. A Carnicero ya no le queda nada que vomitar, pobre mamón. ¿Y tú?

—Aún aguanto. Voy arriba a hablar con el capitán. —Se lamió los labios, respiró hondo—. Sabéis nadar todos, ¿verdad?

—Sí —respondió Despiertaolas.

—Sí —dijeron Bryn y Cantahojas.

—De futa… ¡blarrrarrrjjarjk! —dijo Carnicero.

—Creo que eso era un sí. —Wells sonrió.

—Estad atentos —dijo Lexa—. No cerréis la puerta con llave.

—Somos gladiatii, Lexa. —El enorme bruto sonrió—. Todos hemos mirado a la muerte a los ojos más veces de las que podemos contar. No temas por nosotros.

Lexa cerró una mano en el hombro de Wells y le acunó la mejilla con la otra. Miró a aquellos hombres y mujeres que habían combatido a su lado en las arenas y comprendió que también eran su familia. Comprendió lo mucho que, a pesar de todo, se alegraba de tenerlos allí con ella. Con un asentimiento, los dejó a lo suyo y trastabilló por el suelo inestable hasta la escalera. Aferró el pasamanos y se impulsó hasta la cubierta, bregando para mantener el equilibrio. La tormenta era ensordecedora allí fuera, la lluvia caía como una andanada de lanzas. Lexa se quedó asombrada por todo ello, por los muros de agua que se alzaban por delante y por detrás, por el mar convertido en un tétrico acero gris oscuro. Le saltó el corazón a la garganta cuando el relámpago rasgó los cielos, el viento un aullido desbocado y hambriento, puntuado por las ráfagas de acerbas obscenidades que profería Jon el Grande. Al mirar hacia arriba, Lexa vio a marineros en los penoles empapados, intentando fijar una vela que se había soltado de sus ataduras. Estaban equilibrados en finos cables, trabajando con escota mojada y pesada lona anegada, a casi treinta metros de altura. Un solo resbalón, un solo tropezón, una caída a la cubierta o al agua y en cualquier caso todo habría terminado.

—¿Qué cojones haces tú aquí arriba? —preguntó Corleone imperioso mientras Lexa subía al castillo de popa.

El capitán estaba absolutamente empapado, con el gabán traspasado, la pluma de su tricornio marchita en la lluvia. El timón estaba fijado con cuerdas y el capitán atado a él, aferrándose como una lapa muy bien parecida.

—¿No decías que esta tormenta no iba a partirnos en dos? —gritó Lexa.

—¡Reconozco que tal vez haya subestimado su entusiasmo! —voceó él, sonriendo.

Lexa no pudo hacerse a la idea de devolverle la sonrisa, y chilló a pleno pulmón para hacerse oír entre el viento ensordecedor:

—¿Vamos a morir?

—¡No si puedo decir yo algo al respecto! Tenemos la panza llena para mantenernos rectos, los foques de tormenta izados y los mejores sales a este lado de las Mil Torres! —Corleone le lanzó un guiño—. ¡Además, quizá me tentaría decirte mi verdadero nombre si estuviéramos a punto de morir!

—¿Es Gherardino? —logró gritar ella—. ¿O Gualtieri?

—¿Ya no te gustan los que empiezan por be?

—¡Ajá! —rugió Lexa—. ¡Conque sí que empieza por be!

Él sonrió y negó con la cabeza.

—¡Tengo una confesión que hacer!

—¿Que sí que vamos a morir?

—¡Sobre por qué no quería que nos alcanzaran esos Luminatii! ¡Os buscaban a ti y a tu hermano, pero yo pensaba que podrían ir tras lo que lleva la Doncella en la panza!

—¿Sí? ¿Y qué es lo que lleva?

—¡Unas veinte toneladas de sal de arkimista!

A Lexa se le desorbitaron los ojos.

¿Qué?

—Sí —asintió Corleone.

—¿Dices que estamos navegando con veinte toneladas de explosivo debajo de nosotros?

—Bueno… —Corleone hizo un leve encogimiento de hombros—. ¡Andará más cerca de las veintiuna!

—¿En medio de una tormenta de rayos?

—Emocionante, ¿eh? —Corleone soltó una carcajada—. No temas, está bien almacenada. ¡Tendría que partirse el casco para que el relámpago la tocara, y no existe tormenta tan feroz!

—Creía que esa mierda solo podían transportarla los agentes del Monasterio del Hierro.

Nube la miró un largo momento.

—Eres consciente de que soy un pirata, ¿verdad?

Se apartó la pluma empapada de los ojos y sonrió como un demente, en apariencia impertérrito ante el poder que se exhibía a su alrededor. Al ver el relámpago iluminando el brillo en los ojos del capitán, Lexa comprendió por qué lo seguían sus hombres. Viéndolo reírse del pandemónium que los rodeaba a todos, del peligro que llevaban en la bodega, viendo sus manos firmes en el timón, no pudo evitar alzarse un poco más erguida a pesar de todo.

—¡Vuelve abajo, dona Lexa! —gritó él—. Deja que mi tripulación y yo nos ocupemos de esto. ¡Tú ve a tranquilizar a esa rubia chillona tuya!

—¿Nos has oído?

—¡Por las putas Cuatro Hijas, tendría que estar sordo o muerto para no oíros! —exclamó el capitán—. Y bravo, por cierto. Menuda actuación.

Lexa notó que le ardían las mejillas bajo la gelidez de la tormenta.

—¡No te preocupes! —gritó Corleone—. Chaval o chavala, a quien te tires en mi barco es asunto tuyo. Me la suda con quién sudes. Pero si alguna vez buscáis compañía…

Lexa se sorprendió sonriendo a pesar del miedo.

—¡Anda y que te den!

—¡Bueno, gracias a la tormenta, la buena noticia es que esa ya no es la única opción disponible!

Alentada por la confianza de Nube, Lexa decidió no distraerlo más. Bajó con cuidado al alcázar, arrugando el gesto en la lluvia, los nudillos blancos contra el pretil. El barco se sacudía de un lado a otro y Lexa tropezó dos veces, estuvo a punto de caer y el corazón le aporreó en el pecho al mirar por la borda y ver los dientes al mar. Alzó la mirada hacia los hombres que seguían forcejeando con la vela suelta en el palo. Se preguntó por qué querría nadie bajo los soles hacerse marinero.

Y entonces lo vio.

Era solo una silueta contra el gris acerado del océano, arriba, al fondo del castillo de proa. Casi invisible bajo el agua cuando embistieron una nueva montaña líquida. Estaba de pie en la proa del barco, con los brazos abiertos, la cabeza hacia atrás, las largas rastas de sal empapadas de mar.

—¿Lincoln? —susurró.

Otra ola golpeó la proa, toneladas de gélida agua de mar que bajaron por la cubierta y entraron por los lados, pero allí se quedó él de pie a pesar de todo. Como un peñasco en el centro del caos. Estaba demasiado lejos para oír un grito suyo y la tripulación parecía demasiado ocupada con la tormenta para atender a asuntos menores. Lexa empezó a avanzar hacia él, aferrada a la regala con todas sus fuerzas mientras otra ola arrasaba la cubierta. Jon el Grande la vio y le gritó una advertencia, pero ella no le hizo caso. Siguió empujándose con manos heladas, con uñas que se volvían azules, con piel que se volvía blanca, más allá del palo mayor y el trinquete hasta que estuvo lo bastante cerca para gritar.

—¿Qué abismos estás haciendo? —bramó.

Él volvió la cabeza un poco, pero enseguida la devolvió al mar, ensanchando más los brazos. Las mangas de su túnica empapada se arrugaron cuando alzó las manos, y Lexa vio aquellas extrañas manchas como salpicaduras negras que le mojaban desde los dedos hasta los codos.

—¡REZAR!

—¿A quién? —gritó ella—. ¿Para qué?

—¡A LA MADRE! ¡LE PIDO QUE CALME A LAS SEÑORAS DE LOS OCÉANOS Y LAS TORMENTAS!

—¿Se puede saber de qué coño hablas?

—¡ESTO NO ES UNA TORMENTA COMÚN! —exclamó él—. ¡ESTO ES LA IRA DE LAS DIOSAS! ¡ME PERCIBEN A MÍ, TE PERCIBEN A TI, SABEN LO QUE PRETENDES Y HACIA DÓNDE VAS!

—Pero ¿qué más les da? —gritó ella para hacerse oír mientras retumbaba el trueno.

—¡SON LAS HIJAS DE SU PADRE! ¡SI LA SEÑORA DE LAS TORMENTAS NOS ROMPE LOS MÁSTILES, ESTAREMOS A MERCED DEL MAR! —Se volvió y fijó en ella aquellos ojos muertos, negros—. ¡Y LA SEÑORA DE LOS OCÉANOS NO NOS HARÁ NINGUNA MERCED, LEXA! —Lincoln le indicó que se marchara con un gesto—. ¡VUELVE ABAJO! —rugió—. ¡AQUÍ NO SIRVEN DE NADA UNA HOJA AFILADA NI UNA LENGUA AÚN MÁS AFILADA! ¡LA ÚNICA ARMA EN ESTA GUERRA ES LA FE, Y TÚ NO TIENES NINGUNA PARA LIBRARLA!

—¿Estás…?

—¡VETE!

Lexa retrocedió, toda la confianza que le había imbuido Corleone disuelta bajo aquella mirada abismal. Lincoln se volvió hacia el mar, separó otra vez las manos negras. Una nueva ola engulló la proa y Lexa dio un paso adelante gritando. Pero cuando se despejó el agua, Lincoln seguía allí, como si hubiera echado raíces por alguna oscura magya, la túnica mojada colgando de él como algas de un cadáver flotante. Lexa miró alrededor, a la diminuta colección de ramitas y telas que era la Doncella, lo único que se interponía entre ella y la muerte. De pronto se sintió como una cosa pequeñita y temerosa, atrapada en algo mucho más inmenso de lo que alcanzaba a imaginar. La imagen de aquel peón en la mano de Azgeda destelló espontánea en sus pensamientos, y sus palabras le resonaron en la mente.

«Si emprendes este camino, hija mía, vas a morir».

Arañando la madera con uñas azules, Lexa se impulsó entre el estruendo y el aullido y el frío que le congelaba los huesos, de vuelta cubierta abajo hasta bajar por fin tropezando los peldaños hacia las cubiertas inferiores.

—Por los dientes de las Fauces —susurró, entre dientes que castañeaban.

El barco gimió en respuesta, su madera agonizando. Oyó a Nube vociferando órdenes a Jon el Grande, y a Jon el Grande transmitiéndolas a la tripulación, voces que la tempestad casi se tragaba del todo. Lexa anduvo por el pasillo hacia su camarote, chorreando, deseando saber dónde estaría Don Majo. Preguntándose en qué oscura esquina, en qué recoveco se habría escondido. Deseando que volviera para llevarse aquella sensación.

«El miedo es lo que impide que la oscuridad te devore. El miedo es lo que te impide participar en un juego que no puedes aspirar a ganar».

Se detuvo antes de entrar en su camarote y miró hacia la puerta de enfrente, la del camarote de Aden, cerrada con llave. Vio una tenue luz por debajo, oyó leves sonidos bajo la ensordecedora canción del trueno. Se dio cuenta de pronto de lo que estaba oyendo.

Sollozos.

Tragó saliva con fuerza. Recordó sus amargas palabras de antes y el arrepentimiento se infló en su pecho. El crío era un mierdecilla odioso. Un mocoso malcriado. Un maleducado y desagradecido petulante. Pero era solo un niño pequeño. Era su hermano. Su sangre.

Unos momentos de trabajo precario con las ganzúas que llevaba en el talón de sus botas de piel de lobo abrieron la cerradura, seguida de inmediato por la puerta. Lexa se apartó el pelo mojado de los ojos y miró al interior de la estancia. Vio a su hermano acurrucado en el rincón, encajado entre un pesado cofre y la pared, con las rodillas bajo la barbilla. Eclipse estaba sentada delante de él, hablándole con suavidad, pero parecía que ni siquiera la lobasombra bastaba para calmar los miedos del chico. Aden tenía las mejillas surcadas de lágrimas, los ojos muy abiertos y asustados.

—¿Hermano? —dijo Lexa.

Él la miró, apretó la mandíbula, destellaron sus ojos.

—Vete de aquí, Coronadora —espetó.

Lexa suspiró y entró en el camarote, goteando agua de mar. Cruzó los tablones y se sentó delante de él. Tras una pausa incómoda, sacudió la cabeza para echar atrás el pelo y adelantó las manos congeladas para coger las de él. Se sorprendió al ver que el chico no las apartaba al instante.

—¿Aún te asustan las tormentas?

—… LO SIENTO, LEXA. NO ME DEJA ENTRAR EN SU SOMBRA, PERO TAMPOCO QUERÍA QUE TE LO DIJERA…

Lexa pasó la mano por los costados de Eclipse, agradecida de que la loba-sombra hubiera establecido un vínculo tan rápido con su hermano. Aunque la propia Lexa era a todas luces una de las personas menos favoritas de Aden bajo los soles, el chico y la daimón eran como uña y carne después de haber pasado solo unas semanas juntos. Al pensar en ello bajo la fragorosa tormenta, Lexa comprendió el motivo.

«Eclipse echa de menos a Kane. Y Aden le recuerda a él».

Lexa miró a su hermano y asintió. Era un chico excepcional, tenía que reconocerlo, por mucha hostilidad que existiera entre ellos. Se sintió embargada por la admiración, asombrada de que hubiera elegido afrontar la tormenta sin la daimón para devorar su miedo.

—Un hombre tiene que sostenerse con sus propios pies, ¿eh?

El chico le lanzó una mirada asesina con aquellos ojos oscuros. Tan parecidos a los de su padre. Tan parecidos a los de ella.

—Pero no tienes que sostenerte tú solo, eso lo sabes, ¿verdad? —Lexa le apretó las manitas entre las suyas—. Soy tu hermana, Aden. Estoy aquí si me necesitas.

Él se lamió los labios. Su voz llegó tan débil que Lexa casi no alcanzó a oírla entre el oleaje y el trueno y el chaparrón.

—Hace… mucho ruido.

—Lo sé —respondió ella—. No pasa nada, hermano.

—¿Vamos a hundirnos? —susurró el chico.

La Doncella se precipitó a un nuevo abismo, sacudiéndose hasta los huesos. Las maderas crujieron y los océanos rugieron y el trueno estalló, y Lexa se planteó mentir a Aden para calmarlo. Pero, aunque no tenía ninguna práctica en serlo, no le pareció que fuese lo que debía hacer una hermana mayor.

—Es posible —reconoció—. Espero que no.

—Yo… no sé nadar muy bien.

—Yo sí. —Lexa le apretó las manos de nuevo—. Y no dejaré que te ahogues.

Aden la miró, ojos verdes en los que se reflejaban minúsculos puntitos de luz de lámpara arkímica. Lexa vio a su madre en él. También a su padre. Pero más que a ninguno de los dos, lo vio a él, al pequeño bebé gritón que había sostenido en brazos aquella nuncanoche en Nido del Cuervo. Aún podía oír la voz de su madre, agotada y jadeante por el parto, sus ojos relucientes mientras miraba a su hijo y a su hija con un imposible, fervoroso amor.

«Cántale, Lexa. Reconocerá a su hermana».

Y así, sintiéndose idiota de los pies a la cabeza, agachando en cuello para que el pelo mojado tapara la sangre que asomaba a sus mejillas cicatrizadas y marcadas, Lexa alzó la voz y cantó. La canción que le había enseñado su madre. Igual que había hecho aquella otra vez.

En los momentos funestos, cuando hace más mal tiempo,

si ese viento sopla frío en el cielo más impío,

sin los soles todo velo, veroscuridad y duelo,

aun así yo iré contigo; amor, volveré contigo.

Verdadero amor, contigo, siempre volveré contigo.

Lexa se pasó la mano por los ojos y negó con la cabeza.

—Tenías razón —se rio—. Sueno como una arpía pidiendo la cena a gritos. —Notó una leve presión. Un fugaz apretón en la mano. Y al levantar la mirada hacia sus ojos, vio que el chico ya no lloraba—. Tengo una idea —murmuró, sorbiéndose la nariz—. ¿Quieres dormir en mi camarote? Así, si pasara algo, estaría allí mismo y…

Aden apretó los labios. Se veía a la legua que quería acceder y también a la legua que era demasiado orgulloso para hacerlo. Lexa probó de otra manera:

—Yo también estoy asustada. Dormiría mejor si estuvieras conmigo.

—Bueno —respondió él por fin—. Si tú tienes miedo…

—Vamos —dijo Lexa cogiendo la manta, y tiró de Aden para levantarlo.

El barco zozobró con una sacudida mientras volvían hacia el pasillo que separaba los camarotes. Lexa llamó a la puerta y asomó la cabeza al interior. Clarke se mecía en la hamaca con los ojos fijos en el techo, la preocupación en su rostro. Pero al ver a Lexa, sonrió, apartó la manta y separó los brazos.

—Ven aquí, preciosa.

—Ponte algo de ropa —susurró Lexa—. Aden va a dormir aquí con nosotras.

—¿En serio? —Clarke frunció el ceño, buscando alrededor—. Mierda, vale, déjame un momento.

Lexa metió a su hermano en el camarote mientras Clarke bajaba de la hamaca, de espaldas a la puerta. El niño se quedó con las manos agarradas ante sí, robando curiosas y furtivas miradas al tintanismo en la espalda de Clarke mientras la chica se agachaba, recogía su combinación y se la ponía sobre la piel desnuda. Lexa se quitó las calzas y la camisa empapadas y se quedó también solo con la enagua, que estaba relativamente seca. Subió a la hamaca con Clarke, las cubrió a ambas con una manta e hizo un gesto a Aden para que se acercase.

—Ven, ya está.

El chico no parecía muy convencido, pero azuzado por el persistente temor a la tempestad, cruzó el suelo y trepó hasta los brazos de Lexa, que le puso otra manta encima hasta los hombros e hizo una mueca cuando Aden se retorció y culebreó, todo puntiagudos codos y rodillas. Pero el chico por fin encontró una postura agradable y Eclipse se hizo un ovillo a los pies de Lexa, suspirando en la penumbra:

—… JUNTOS…

Lexa envolvió a su hermano con un brazo, a la chica que tenía al lado con el otro. Clarke se acomodó contra ella, sus cuerpos encajando a la perfección, y exhaló un suspiro al cabello de Lexa. Ella la besó en la frente y, tras una pausa plúmbea, aventuró otro beso en la coronilla de Aden. El chico no reaccionó, salvo quizá respirando un pelín más tranquilo, perdiendo un ápice de tensión en su cuerpecillo.

Lexa supuso que por algo se empezaba.

Suspiró desde el fondo de los pulmones. Las dos personas que quizá más le importaban en el mundo, allí en sus brazos. Su núcleo.

Su familia. Aquello por lo que había luchado y sangrado todo ese tiempo. Arriesgando cualquier cosa, arriesgándolo todo.

Y si era capaz de matar por ello, de sacrificar su existencia entera por ello…

«… ¿a lo mejor sería capaz también de vivir por ello?».

Lexa se quedó mirando el techo.

Imaginando un lago de aguas tan tranquilas que era como un espejo del cielo.

Contemplando la penumbra sobre su cabeza e imaginando allí un orbe pálido y resplandeciente.

Escuchando el canto de la tempestad.

Y elucubrando.