CAPÍTULO 17

Despedidas

Casi no lograron llegar a Galante.

La tormenta bramó durante una semana entera y, aunque ningún relámpago besó los explosivos de la panza de la Doncella, el océano sí hizo todo lo que pudo para llevarlos a todos a tumbas de marineros. Las profundidades se cobraron seis tripulantes, barridos de la cubierta o arrancados de las jarcias. Los foques del palo mayor y la mesana estaban partidos como arpillera podrida, el trinquete casi arrancado de raíz. Durante todo ese tiempo, Nube Corleone había estado al timón, como si fuese capaz de mantener su barco de una pieza a base de pura fuerza de voluntad. Y sin embargo, Lexa sospechaba que no era el capitán, sino otra figura presente en cubierta quien había supuesto la diferencia entre que todos vivieran y murieran.

Un chico muerto.

No se había apartado de la proa en siete giros. Moviendo los labios en silenciosa plegaria a la Madre, rogándole que pidiera a sus hijas gemelas un respiro, piedad, calma. Lexa no sabía muy bien si la Madre había escuchado las oraciones o si sus hijas le habían hecho caso. Pero mientras la Doncella llegaba renqueando al puerto de Galante, desgarrada y sangrando pero de algún modo aún a flote, Lexa subió hasta la proa y apoyó los codos en la madera junto al chico. Tenía aquellas manos negras en la regala, una cortina de mojadas rastas de sal enmarcándole el rostro. El viento aún soplaba y les azotaba las espaldas, el agua de debajo seguía picada y la llovizna velaba de gris el paisaje. Lincoln seguía siendo una belleza oscura, de piel lisa y pálida, de ojos negros como la brea. Pero Lexa habría jurado que le veía un poco más de color. Un tenue rubor de vida en la carne. Un atisbo en su forma de moverse. Clarke había hablado de ello a Lexa en susurros, solas en su camarote. Le había contado que, cuanto más próxima estuviera la veroscuridad, más… vivo parecería Lincoln. Sonaba a hechicería de carácter tenebroso, a nada sobre lo que Lexa hubiera oído hablar o leído, pero supuso que tenía cierto sentido. Si había sido el poder de la Noche lo que había devuelto a Lincoln a la vida, parecía razonable que estuviese más vivo cuanto más próxima estuviera la noche. Se preguntó qué era el chico exactamente. Qué magya tenía, qué misterio. Y cuánto podría llegar a ser como el antiguo Lincoln cuando los soles por fin cayeran.

—¿QUÉ HACES? —preguntó él, mirándola de soslayo.

—Solo miro —respondió ella.

Lincoln asintió, devolviendo la atención a la joya blanca que era la ciudad de Galante. El Puerto de las Iglesias tenía una curiosa mezcla de arquitectura liisiana e itreyana, altos minaretes y elegantes cúpulas, jardines de techo plano y altos tejados de terracota, y centenares de miles de personas apiñadas en sus calles. El tañido de las campanas de las catedrales llegaba por encima del agua, marcando todas a la vez la hora en punto. Lexa había servido en la capilla de la Iglesia Roja en Galante durante ocho meses a las órdenes de la obispa Diezmanos y se conocía la ciudad como un borrachuzo la botella.

—Aquí es donde nos vimos por primera vez —dijo—. Bueno, por segunda primera vez. Yo acababa de matar al hijo de un senador, si no recuerdo mal.

—ME ACUERDO. LLEVABAS UN VESTIDO ROJO. Y UN VIROTE DE BALLESTA EN EL CULO.

Lexa sonrió y se apartó de la cara unos mechones llevados por el viento.

—No fue un momento estupendo de mi vida.

—A MÍ ME PARECIÓ QUE ESTABAS MÁS QUE ESTUPENDA.

La sonrisa decayó. Un silencio incómodo pendió entre ellos como una mortaja. Una gaviota solitaria surcó el cielo, entonando una canción triste.

—¿Me…? —Lexa sacudió la cabeza e intentó cambiar de tema—. Lo que me dijiste durante la tempestad sobre las Señoras de los Océanos y las Tormentas… ¿era verdad? ¿Lo de que… lo saben?

—¿TIENES UN YESQUERO?

Lexa parpadeó, sorprendida por la pregunta.

—Sí.

—DÉJAMELO.

Lexa se metió la mano en las calzas y sacó el pequeño bloque de metal bruñido. Era un aparato sencillo: pedernal, mecha, combustible arkímico. Dos sacerdotes de plata en el puesto de un mercado.

—Pero que no se te caiga al suelo estando abajo, ¿eh?

Lincoln cogió la cajita en sus manos negras como la tinta y se enredó un momento con el pedernal. Esos dedos suyos habían sido listos como gatos en otros tiempos, hábiles y flexibles y rápidos. A Lexa se le hundió un poco el mundo ante otro recordatorio de que, por huy hermoso que fuese, por mucho que estuvieran acercándose a la veroscuridad, allí fuera, bajo la luz de los soles, aquel chico aún no era quien solía ser. Pero al poco tiempo encendió la llama y levantó el yesquero hacia ella. El viento aullaba y todavía no había dejado de llover, por lo que la fina lengua de fuego debería haberse apagado con un chisporroteo. Pero cuando Lincoln la colocó entre ellos, Lexa vio que la llama centelleaba y crecía, ardiendo más caliente. Y aunque a Lexa le daba el viento en la espalda, el fuego se inclinó hacia ella, contra el aire.

Como si…

… como si quisiera quemarla.

—LA SEÑORA DE LA TIERRA DORMITA COMO LLEVA HACIENDO TODA UNA ERA —dijo Lincoln—. PERO MIENTRAS ESTÉS BUSCANDO LA CORONA DE LA LUNA, LEXA, LA TORMENTA Y EL OCÉANO Y EL FUEGO SERÁN TUS ENEMIGOS. SON LAS HIJAS DE SU PADRE, CRIADAS PARA ODIAR TANTO A SU MADRE COMO A SU HERMANO. Y EN CONSECUENCIA, A TI.

Al ver aquel dedo de llama que intentaba alcanzarla, que ondeaba agitado, Lexa sintió una astilla de frío miedo clavándosele en la tripa.

—TODAS LAS PIEZAS EMPIEZAN A MOVERSE. Y CUANTO MÁS TE ACERQUES A LA CORONA, MÁS EMPEÑO PONDRÁN EN DETENERTE. —Lincoln negó con la cabeza, frunció los labios—. HABÍA ESPERADO QUE PUDIÉRAMOS LLEGAR MÁS LEJOS INADVERTIDOS. PERO LOS TRES OJOS DE AA SIGUEN ESTANDO EN EL CIELO. NO LO LLAMAN AQUEL QUE TODO LO VE POR CAPRICHO.

—Estás diciendo que si volvemos a salir al océano…

—LAS SEÑORAS INTENTARÁN DETENERNOS DE NUEVO.

—Pero para llegar a Ysiir y al Monte Apacible desde aquí, hay que cruzar el mar de los Pesares. —Lexa frunció el ceño—. No podemos ir a pie desde Liis. Tenemos que viajar en barco.

Lincoln miró hacia el puerto que se desplegaba por delante, hacia el mar a sus espaldas.

—PODRÍAMOS AVANZAR POR TIERRA UN TRECHO —propuso—. PARTIR HACIA EL ESTE, SIGUIENDO LA COSTA. QUE CORLEONE Y LA DONCELLA BORDEEN EL CABONORTE SIN NOSOTROS Y SIN LA IRA DE LAS SEÑORAS Y LUEGO QUE NOS RECOJAN EN AMAI. ASÍ NOS QUEDARÁ SOLO UNA TRAVESÍA BREVE POR MAR, CRUZANDO EL MAR DE LOS PESARES HASTA YSIIR. SEGUIREMOS ARRIESGÁNDONOS A LA FURIA DE LAS GEMELAS, PERO NAVEGAR UNA SEMANA ES MEJOR QUE TRES.

Lexa meneó la cabeza de un lado al otro. No había decidido aún si de verdad se creía aquellas sandeces de los dioses y diosas. No había resuelto si buscaría la Corona siquiera. Pero parecía que las divinidades habían tomado sus propias decisiones sin ella, y Lexa estaba siendo repentina y dolorosamente consciente de lo que podría significar tener a un trío de diosas en su contra.

—CUANTO MÁS SE APROXIME LA VEROSCURIDAD —dijo Lincoln, como leyéndole la mente—, MÁS PROFUNDA Y PODEROSA SERÁ TU FUERZA. YA LO SABES.

Lexa asintió, recordando el poder que había blandido durante la Masacre de la Veroscuridad. Dando pasos de una sombra a otra en la ciudad de Tumba de Dioses como una niña saltando charcos. La oscuridad líquida derribando a sus órdenes la estatua de Aa en el exterior de la Basílica Grande. Solo la Madre sabía qué podría lograr ahora que tenía más años, ahora que la astilla que había estado en Furiano residía en ella. Y podía sentirlo. Sentía aquellos soles hundiéndose hacia el horizonte. El proceso lento pero inevitable. La oscuridad de su interior ganando profundidad. Avivándose. Sombras a su espalda, esperando a desplegarse en la luz moribunda.

—PERO AHORA ERES VULNERABLE —siguió diciendo Lincoln—. Y AHORA ES CUANDO PROCURARÁN ATACAR. DEBEMOS MOVERNOS CON CAUTELA. VIAJAR POR TIERRA ES EL CAMINO MÁS SEGURO.

Lexa suspiró, pero asintió.

—De acuerdo. Hablaré con Corleone de reunirnos en Amai. ¿Seguro que estarán a salvo sin nosotros a bordo?

—HABIENDO DIVINIDADES IMPLICADAS, NADA ES SEGURO —dijo Lincoln—. PERO ESTÁN CONCENTRADAS EN TI, LEXA. TÚ ERES LA AMENAZA A OJOS DE AA.

—Tendremos que comprar caballos, supongo. —Lexa torció el gesto, escupió en cubierta—. Joder, cómo odio los caballos.

Lincoln compuso media sonrisa y un hoyuelo le arrugó la cara blanquecina.

—ME ACUERDO.

Lexa lo miró entonces. Su voz fue solo un susurro en el viento:

—¿De qué más te acuerdas?

Lincoln ladeó la cabeza y la expresión de sus ojos hizo que a Lexa le doliera el pecho.

—DE TODO —respondió.

—¿Alguna novedad, Cuervo?

Lexa se dio media vuelta y vio a Wells y Cantahojas de pie tras ella. Despiertaolas y Bryn estaban junto a la regala de estribor, el hombretón señalando hacia la ciudad y haciendo un repaso rápido de sus monumentos más importantes para la chica vaaniana. Tras ellos, Lexa vio a Carnicero agachado sobre la borda, vomitando al mar la poca bilis que le quedaba. Cantahojas miró a Lincoln con evidente suspicacia, y Lexa se preguntó qué opinaría la antigua aprendiz de sacerdotisa de que un deshogarado estuviera caminando entre ellos. Pero los ojos de Wells estaban fijos en Lexa.

—Tendremos que viajar por tierra —les dijo—. Acabo de recibir la información, que necesitaba tanto como un segundo ojete, de que además de la clerecía de Aa, los Luminatii, la Legión Itreyana y la Iglesia Roja, por lo visto las Señoras de las Tormentas y los Océanos también están molestas conmigo.

—¿Tú… crees? —logró boquear Carnicero—. He vomitado los dos… pulmones y uno de los putos huevos desde que su… subimos a este condenado cu… cubo de mierda.

—Cuidado con esa lengua, rata meada —llegó una voz—. O te arrancaré el otro cojón.

Jon el Grande alzó el ceño fruncido hacia el exgladiatii, con los puños en jarras. El segundo de a bordo y su capitán se habían incorporado al grupo en proa mientras la Doncella seguía su avance hacia el Puerto de las Iglesias. Jon el Grande tenía toda la ropa mojada y ya parecía salobre desde un principio, con la pipa de hueso de draco colgando de la comisura de la boca. Corleone, en cambio, parecía exhausto tras una semana de constante batalla al timón, y la ropa se le pegaba como la piel de una rata ahogada. Pero el fuego no había perdido fuelle en los ojos del hombre.

—¿Te he oído decir que nos abandonas? —le preguntó a Lexa.

La chica asintió.

—Por un tiempo. Que estemos a bordo os pone en peligro a ti y a tus hombres.

—¡Los cojones! Si eso apenas ha sido una brisilla. —Corleone dio un pisotón en cubierta—. Mi Doncella es sólida como la tierra bajo los pies.

—Tendríamos que hacer que echen un vistazo al puto trinquete, al menos —opinó Jon el Grande—. Tiene una raja más profunda que el busto de mi tía Pentalina. Las bombas de sentina andan como un perro costroso de tres patas, y tendremos lefa de tejón por sesos si no calafateamos el…

—¿Sabes? —suspiró Nube a su segundo de a bordo—. Para tener la polla como un burro, imitas de maravilla a una ancianita.

Jon el Grande soltó una risita, sosteniendo la cánula de la pipa entre sus dientes de plata.

—¿Quién te ha dicho que cargo como un burro?

—Tu madre habla en sueños.

—Viajaremos por tierra —afirmó Lexa con una sonrisa—. Así tendréis tiempo de hacer reparaciones y, de todos modos, podréis recogernos en Amai sin prisas. —Lanzó una mirada a Lincoln—. Será más seguro para todos.

—Sí.

Corleone enarcó una ceja.

—¿Habéis estado en Amai alguna vez?

—No —respondió Lexa.

—No —repuso el chico muerto.

El capitán y su segundo cruzaron una mirada incómoda.

—Yo… —gimió Carnicero desde la borda—. Yo… cre… crecí allí…

—¿Fue una infancia agradable? —preguntó Jon el Grande.

—No mucho.

El gladiatii se secó los labios, se irguió con un quejido sobre piernas inestables.

—He oído hablar de ella —dijo Cantahojas—. Una ciudad dura.

—¿Dura? —bufó Jon el Grande—. Es el pozo más negro de hijos de puta, ladrones y asesinos que puedas encontrarte a este lado de la Gran Sal. La ciudad entera es una base pirata. Y no son piratas del tipo Cabrón Encantador, no. Son del tipo Violo Y Mato A Toda Tu Familia.

Corleone asintió.

—Es la sede del reino de su majestad Einar Valdyr «el Curtidor», Lobonegro de Vaan, Azote de los Cuatro Mares, Rey de los Canallas.

Wells parpadeó.

—¿Los piratas tienen reyes?

Nube arrugó la frente.

—Pues claro que tenemos reyes. ¿Cómo creías que funcionaba?

—No sé. Pensaba que seríais un colectivo autónomo o algo así.

—¿Un puto colectivo autónomo? —Jon el Grande miró a Wells de arriba abajo—. ¿Qué clase de gobierno paleto descerebrado de mierda es ese? A mí me suena a estar pidiendo a gritos el caos.

—Sí —convino Corleone—. Tenemos un sistema, grumete. Que seamos piratas no significa que seamos unos forajidos sin ley.

Wells parecía anonadado.

—Eh… ¡Significa precisamente eso, joder!

—Vale, vale —dijo Lexa con un suspiro—. ¿Hay alguna forma de llegar desde Liis a Ysiir que no sea cruzar el mar de los Pesares?

—No —respondió Corleone.

—¿Hay algún puerto importante en Liis que esté más cerca de Última Esperanza que Amai?

—No —dijo Jon el Grande.

—Bien, pues entonces mejor dejemos de dar por culo sin llegar a nada y empecemos a caminar, ¿no creéis? —repuso Lexa—. Ya nos preocuparemos de su majestad Einar Comosellame, Azote de Loquesea, cuando lleguemos.

Era evidente que el plan no le hacía ninguna gracia a Corleone, pero, sin ninguna alternativa viable que ofrecer, el bucanero al final lo aceptó encogiéndose de hombros.

—Necesitaremos provisiones —observó Wells—. Caballos y arreos. Armas. Armaduras.

—Podemos permitirnos los jamelgos —contestó Lexa—. Pero luego apenas nos quedará ni una moneda.

—Tenemos el equipo de ese mamón Luminatii y sus chicos, los que murieron en tu camarote —sugirió Corleone—. Cuatro infantes de marina y un centurión. Acero, escudos, cuero y cota de malla.

—Podría servirnos —dijo Wells—. Si nos hacemos pasar por soldados al avanzar por tierra, es menos probable que nos molesten los esclavistas y los de su calaña. Tendremos que deshacernos de los uniformes cuando lleguemos, claro. Pero yo fui oficial en la legión, así que sé hablar su idioma por si nos cruzáramos con militares de camino a Amai.

—Parece que seréis nuestro líder, entonces, centurión —dijo Lexa, haciendo el saludo marcial.

El grupo se mostró de acuerdo y, sin mucho más preámbulo, empezó a recoger sus parcas posesiones. Cuando la Doncella atracó en Galante, ya estaban todos preparados en cubierta. Wells y los Halcones aún no se habían disfrazado de soldados, y llevaban todavía las vestiduras comunes que habían comprado tras su liberación. Clarke estaba junto a Aden, cargando al hombro con el pequeño saco de «productos esenciales» que había comprado en Fuerteblanco. Eclipse estaba en la sombra del chico, haciéndola lo bastante oscura para dos. Lincoln por fin había bajado del castillo de proa y esperaba junto a la pasarela.

—Que las Hijas velen por ti y los tuyos, Lexa —dijo Corleone, tendiéndole la mano.

—Espero que pase justo lo contrario —sonrió ella, estrechándosela.

—Haremos las reparaciones y luego bordearemos el cabo. Supongo que aun así llegaremos a Amai antes que vosotros, pero os esperaremos allí. Sed prudentes cuando entréis en la ciudad y no os acerquéis ni a dos putos metros de otros sales. La cabeza bien gacha y vosotros a la vuestra. Id directos a La Taberna, donde estaremos nosotros.

—Conozco una ermita muy maja consagrada a Trelene en la costa, dona Lexa —dijo Jon el Grande con una sonrisa plateada—. Esa oferta de matrimonio sigue en pie.

—Gracias a los dos. —Lexa sonrió—. Azul en lo alto y en lo bajo.

—En lo alto y en lo bajo. —Corleone le devolvió la sonrisa.

—¿Bartolomeo? —Lexa levantó un dedo pensativo—. No, no. ¿Britanio?

El bucanero ensanchó la sonrisa por respuesta.

—Nos veremos en Amai, mi dona. Andad con cuidado.

El capitán y su segundo de a bordo se pusieron a lo suyo. Los compañeros de Lexa empezaron a bajar por la pasarela uno tras otro. Bajándose la capucha, la hoja irguió la espalda y contempló el Puerto de las Iglesias. Galante albergaba una capilla de la Iglesia Roja, por lo que corrían peligro mientras estuvieran en la ciudad. Lexa estaba ansiosa por partir, pensando en Gustus a merced del Sacerdocio y rogando a la Madre que, de algún modo, estuviera bien. Sintió un leve escalofrío en la columna vertebral. Una forma fina como una sombra se materializó sobre la regala a su lado, lamiéndose una zarpa traslúcida.

Lexa no apartó la mirada del puerto.

—¿Te vienes conmigo, entonces?

—… siempre… —respondió Don Majo.

El viento aulló en el espacio que los separaba, hambriento como un lobo.

—… ¿sigues enfadada?…

Lexa agachó la cabeza. Pensó en quién y qué era, y en por qué. En las cosas que la impulsaban y en las cosas que la hacían ser ella misma y en los seres que la amaban.

A pesar de todo.

Crispó el gesto, estiró un brazo y le pasó los dedos por el nopelo.

—Siempre —susurró.

Lexa odiaba a los caballos casi tanto como los caballos la odiaban a ella.

Al único semental al que jamás había tenido algo remotamente similar al cariño le había puesto el nombre de Cabronazo, y aunque el animal le había salvado la vida, Lexa no podía decir que de verdad le gustara. Los caballos siempre le habían parecido unas bestias feas y tontas, y no mejoraba en nada sus sentimientos el hecho de que cada caballo al que había conocido hubiese desarrollado una aversión instantánea hacia ella. A menudo se preguntaba si sería que notaban su desprecio innato, sin más. Pero al ver que los caballos de aquel establo de Galante reaccionaban a su hermano con el mismo nerviosismo asustadizo que le mostraban siempre a ella, Lexa supuso que debía de ser la pincelada de oscuridad que corría por sus venas. Era más consciente de ella que nunca antes. La profundidad de la sombra a sus pies. El ardor de los tres soles en el cielo, aporreándola como odiosos puños incluso a través del manto de nubes tormentosas. La persistente sensación de vacío, de algo ausente cuando miraba a su hermano. Se preguntó si él sentiría lo mismo. Si quizá era por eso que, muy poco a poco, parecía estar más amistoso con ella.

«Más de lo que ese gilipollas liisiano está haciéndose amigo de Bryn, al menos…».

—Te doy cien platas por los siete —estaba diciendo la joven vaaniana—. Además del carro y forraje.

—Me meo en tu oferta, chavala —bufó el caballerizo—. ¿Cien, dices? Que sean trescientos.

Estaban en un establo enfangado en la parte oriental de Galante, tan lejos de la capilla de la Iglesia Roja como era posible. Habían comprado provisiones y equipo en el mercado: comida, bebida y un buen arco de recio fresno y tres carcajes de flechas para Bryn. La vaaniana tenía los pies plantados en el barro y la mierda, pasando los dedos por el arco a su espalda y sin duda anhelando usarlo. El caballerizo era treinta centímetros más alto que Bryn. Iba vestido con sucios grises y un mugriento mandil de cuero del que colgaban herraduras y martillos. Tenía la mirada baja y persistente de un tipo que consideraba los pechos como un obvio aunque fascinante impedimento para la inteligencia.

—Cien —insistió Bryn, cruzándose de brazos—. No valen más.

—Ah, conque eres toda una experta, ¿eh? Estos son purasangres liisianos, chica.

La antigua equillai del collegium de Titus, y una de las mejores flagillae que agraciara jamás con su presencia las arenas de los estadios, puso los ojos en blanco.

—Ese de ahí sí que es un purasangre —replicó Bryn, señalando al castrado más grande—. Pero es itreyano, no liisiano. Y ella también es purasangre. —Señaló una yegua—. Pero tiene al menos veinticinco años, y parece que ha tenido un acceso de esmirriacanilla en los últimos dos. Los demás son caballos de carreras que ya han visto sus mejores días o jamelgos que apenas valdrían ni para el matarife. Así que métete esas paparruchas de purasangres donde Aquel que Todo lo Ve se niega a brillar.

El hombre por fin arrancó la mirada desde los pechos de Bryn a sus ojos.

—Ciento veinte —ofreció ella—. Incluyendo el carro y el forraje.

El caballerizo frunció más el ceño, pero terminó escupiéndose en la mano.

—Trato hecho.

Bryn sorbió, carraspeó con fuerza y echó un señor gargajo en la palma de su mano, que estrechó con la del hombre en un pastoso apretón, sin dejar de mirar al muy lerdo a los ojos.

—Trato hecho —dijo—. Capullo.

El caballerizo aún se estaba limpiando la mano cuando ensillaron las monturas. Lexa no dejaba de escrutar las calles de alrededor, buscando caras conocidas. Podría haberse ocultado con Aden bajo su capa de sombras, claro, pero los agentes de la Iglesia Roja seguramente reconocerían a Clarke igual de bien que a ella, y Lexa no podía esconderlos a los tres. Así que recurrió al entrenamiento de Gustus, moviéndose en las sombras y merodeando bajo los aleros, observando a la multitud con la capucha baja. Clarke estaba cerca vigilando los tejados. Sabía igual de bien que Lexa que estaban en una ciudad de la Iglesia Roja, que la obispa Diezmanos y sus hojas estarían siguiéndoles el rastro. Pero, por mucha atención que prestaron, parecía que de momento nadie había reparado en su presencia. Con un poco de suerte, habrían salido de Galante antes de que quebraran su suerte y la tormenta.

—¿Todo el mundo listo? —preguntó Wells.

Lexa parpadeó y miró hacia su caravana. Un carro con su carga, tirado por dos rocines cansados. Media docena de castrados y yeguas, cada uno con un exgladiatii a lomos ataviado como un militar itreyano. Wells encabezaba la columna, resplandeciente en su armadura de hueso de tumba de centurión aunque la lluvia le marchitara el penacho rojo sangre del yelmo. A Lexa le recordó a su pa…

«Oh, Diosa… Ya no sé ni cómo llamarlo…».

—Sí, señor. —Logró sonreír.

Ayudó a su hermano a subir al carro. Clarke subió al lecho por atrás, se encajó entre los sacos de comida y se cubrió la cara con la capucha. Solo Lincoln se quedó de pie, dejando un amplio espacio alrededor de los caballos; Lexa había visto que se les desorbitaban los ojos de inquietud cuando se acercaba demasiado. Subió al pescante y se sentó al lado de Aden. El trueno retumbó en lo alto y el chico se encogió, la lluvia arreció mientras el relámpago lamía los cielos. Lexa se embozó la cara con la capucha de su capa nueva y ofreció las riendas a Aden para que el chico no pensara en la tempestad ni ella en sus angustias.

—¿Quieres llevarnos? —preguntó.

Aden la miró con gesto reservado.

—No sé… cómo se hace.

—Yo te enseño —dijo ella—. A alguien tan listo como tú no le costará mucho.

Con un restallar de látigo y un suave empujón, el carro empezó a rodar. Lexa y sus compañeros recorrieron las calles de Galante, sobre adoquines y losas, pasando fachadas de mármol y columnas acanaladas y viviendas apiladas, hacia las puertas orientales. Allí aguardaba el camino y, al otro lado, Amai. Y luego el mar de los Pesares, los Susurriales ysiiri, el mentor de Lexa y las perversidades que pudiera conjurar la Iglesia Roja. Pero, de momento, Lexa se limitó a acomodarse junto a su hermano, darle instrucciones con voz amable y sonreír cuando vio que el chico empezaba a pasarlo bien. Notó que Clarke, desde el lecho del carro, le hacía una leve caricia en la cadera. Lexa bajó el brazo y apretó la mano de la chica.

Con los ojos puestos en el chico que caminaba por delante.

Hacia la puerta y, de allí, al camino abierto.

El trueno resonó de nuevo entre la lluvia que azotaba las tejas.

Había dos figuras de pie en un tejado, a la sombra de una chimenea, observando cómo partía la caravana con ojos entornados. La primera se volvió hacia la segunda y dijo con las manos lo que no podía con la boca.

informa a diezmanos

El segundo señaló su conformidad y se escabulló por los tejados.

Chss se quedó de pie bajo la lluvia.

Sus ojos azules en las espaldas de las traidoras.

Asintió.

pronto