CAPÍTULO 18
Relatos
—La Señora de las Tormentas es una zorra odiosa —masculló Lexa.
Llevaban tres giros en el camino, el Puerto de las Iglesias ya muy atrás. Viajaban hacia el este por la costa, con granjas al sur y el mar embravecido al norte. La lluvia iba empeorando sin tregua, convirtiendo el camino en un cenagal. Los caballos estaban abatidos, los jinetes aún más. Wells encabezaba la columna, con su capa y su penacho rojo sangre empapados de lluvia. Lincoln avanzaba en paralelo al itreyano, pero muy a un lado para que su presencia no espantara a los caballos. Al acampar la primera nuncanoche, el chico muerto se había subido a un árbol para apartarse de ellos y que pudieran acomodarse. Lexa supuso que era una suerte que no durmiera. La buena noticia, al menos para Lexa, era que la veroluz había terminado. Aunque todavía notaba el calor ardiente y azul de Saai y el hosco y rojo de Saan al otro lado de las oscuras nubes, sabía por la luz más apagada, por el fresco alivio en los huesos, que Shiih por fin había desaparecido bajo el horizonte, llevándose consigo una tercera parte del implacable odio de Aa. Un sol menos moliéndole la espalda a palos. Un sol más cerca de la veroscuridad.
Y entonces…
—¿Cuánto falta para Amai? —preguntó Bryn.
Carnicero negó con la cabeza.
—Todavía queda bastante, hermana.
—Chorreo más que una novia novata en su nuncanoche de bodas.
La protesta de Bryn despertó un gruñido generalizado de consenso. Cantahojas cabalgaba junto al carro de Lexa, escurriéndose la lluvia de las rastas de sal. El maltratado rostro de Carnicero parecía más tenebroso que las nubes del cielo. El ánimo de todo el mundo estaba enterrado en el fango bajo los cascos de los caballos. Pero Wells había sido segunda lanza durante años en los Luminatii antes de su servidumbre en el collegium de Titus, y Lexa tardó poco en descubrir que el exsoldado sabía cómo levantar la moral a su cohorte en una marcha larga.
—La primera mujer con la que me acosté era de Amai —reflexionó en voz alta.
—¿Ah, sí? —dijo Carnicero, animándose.
—Cuéntanos —sonrió Bryn.
Wells miró al resto del grupo y encontró un coro de asentimientos y murmullos.
—Bueno, se llamaba…
—Espera, espera, espera —lo interrumpió Lexa. Tapó las orejas de su hermano con las palmas de las manos y apretó fuerte. Aden, por su parte, siguió agarrando las riendas con cara de confusión—. Muy bien, suéltalo —dijo—. No escatimes detalles.
—Se llamaba Analie —continuó Wells mientras el cielo tronaba—. Se mudó bastante joven a Tumba de Dioses y se hizo clienta de mi madre en la mercería. Era un poco mayor que yo y…
—Eh, eh, ¿cuántos años son un poco? —preguntó Cantahojas.
—Unos… ¿ocho? —Wells se encogió de hombros—. ¿Diez?
—¿Cuántos años tenías tú? —preguntó Despiertaolas, incrédulo.
—Dieciséis.
—¡Braaaavo! —exclamó Clarke, dedicando un aplauso lento a Wells desde el lecho del carro.
—Pequeño cabrón suertudo. —Lexa sonrió—. Se te debió de comer vivo.
—¿Me dejáis contar la puta historia o no?
—Que sí, que sí —dijo Lexa, poniendo los ojos en blanco.
—Muy bien —siguió Wells—. En fin, yo sabía que le gustaba, pero estaba tan verde que no sabía qué hacer al respecto. Por suerte, Analie sí lo sabía. Yo hacía repartos para mi madre, y un giro llegué al palazzo de Analie y me abrió la puerta en…, bueno, podría decirse que en nada.
—Directa al grano —musitó Cantahojas, retorciéndose las rastas—. Me gusta.
—Me arrastró dentro, se agachó contra el diván del recibidor y me exigió que me pusiera en faena, así que, como soy un chico servicial, en faena me puse. Y llevábamos unos diez, puede que once segundos procediendo cuando me di cuenta de que tenía dos problemas acuciantes.
»Problema uno: al haberme entusiasmado un poco demasiado, como tienden a hacer la mayoría de los chavales en su primera excursión al bosque, me quedaban unos tres segundos de cuerda. Problema dos: la puta puerta principal se estaba abriendo. Resulta que Analie estaba casada y su marido acababa de llegar a casa a deshoras.
—Por el abismo y la sangre. —Bryn soltó una risita—. ¿Y qué hiciste?
—Bueno, considerablemente aturullado, me volví para afrontar el problema dos en el preciso instante en que el problema uno se resolvía solo.
—Oh, no… —dijo Lexa con un hilo de voz.
—Oh, sí. —Wells dio una palmada—. Fue como un disparo de ballesta.
—Y una mierda. —Carnicero se había quedado boquiabierto—. No me digas que…
Wells asintió.
—Directo al ojo del pobre cabrón.
El grupo se deshizo en risotadas que resonaron por el embarrado camino, más ruidosas que los vientos tormentosos. Un granjero que trabajaba en un campo cercano se volvió para mirarlos, preguntándose a qué venía tanto jaleo. Lexa estaba riéndose tanto que temió caer del pescante, aferrada con desesperación a ambos lados de la cabeza de su hermano.
—¿Qué tiene tanta gracia? —murmuró el chico.
Ella abrió el sello de sus oídos y susurró:
—Te lo contaré cuando seas mayor.
—¿Qué hiciste? —preguntó Cantahojas a Wells.
—Correr como una puta liebre, ¿qué querías que hiciera? —dijo Wells—. Salí por la puerta y tiré calle abajo, en pelota picada, hasta llegar a casa. Por suerte, el lobo estaba demasiado cegado por la corrida para darme caza, así que este conejo que os habla vivió para follar otro giro.
Más risas por todas partes, Carnicero negando con la cabeza incrédulo mientras Lexa se quitaba las lágrimas de los ojos con la manga empapada.
Wells suspiró.
—Aun así, fueron los mejores catorce segundos de mi vida.
—La primera vez que yo hice acabar a un hombre con la boca, me salió por la nariz —dijo Bryn.
—¿Qué coño, en serio? —se sorprendió Lexa.
—Te lo juro por la luz —asintió la chica—. Casi me ahogo. Semanas más tarde, aún lo olía. Pero nos reímos mucho con el asunto. Él me regaló un pañuelo para la Gran Ofrenda.
Otra oleada de carcajadas estalló en el grupo al unísono con el trueno. Carnicero resollaba como si hubiera corrido una carrera, las rastas de Cantahojas se mecieron cuando echó la cabeza atrás y aulló.
—¿Y tú qué, Cantahojas? —dijo Bryn con una sonrisa.
—Ah, mi primera vez fue un desastre. —La mujer soltó una risita y se puso de nuevo la capucha calada—. Madre Trelene, no querréis que os lo cuente. Vosotros los que menos, chicos.
—Venga, no te lo calles —contestó Clarke, dando un golpetazo en el lecho del carro.
—Eso, venga, Cantahojas —se rio Wells—. En la arena no hay secretos.
La dweymeri meneó la cabeza a los lados.
—Muy bien, como queráis. Pero luego que los caballeros no me culpen si tienen pesadillas. —Bajó la voz, como si estuviera contando una historia de miedo junto al fuego. El trueno crepitó ominoso en lo alto—. El chico era de Camada. Un machote fornido y apuesto llamado Lanzapiedras al que tenía echado el ojo desde hacía unos meses. La cara como un cuadro y el culo como un poema. Estábamos en una celebración fallera por la Misa de Fuego, con hogueras encendidas por todo el Muro del Mar. Precioso. Romántico. Se metió el suficiente licor en el cuerpo para proponerme algo por fin y yo tenía también bastante en el mío para que me gustara cómo sonaba su melodía. Así que subimos por las dunas y nos pusimos a ello. A ver, no era su primera vez ni de lejos, había conocido a bastantes chicas en la época. Así que duró un poco más que Wells el Ballestero, aquí presente.
—Me herís, mi dona —llegó la voz de Wells desde delante.
Carnicero hizo un silbido.
—En todo el puto ojo.
—El caso —dijo Cantahojas mientras un arco de cegador blanco cruzaba el cielo— es que me fui envalentonando un poco al meternos en materia, así que, animada por él, monté encima para cabalgar un rato. Y empezamos a darle duro, y menuda sensación más buena, yo brincando arriba y abajo con tal abandono recién descubierto que el chico se salió de mí al subir y le di al bajar y le partí la pobre polla casi en dos.
—¡Me cago en el puto DIOS! —gritó Wells con una mueca.
—¡Nooo! —Despiertaolas miró horrorizado a Cantahojas—. Eso no puede pasar, ¿verdad?
—Puede —dijo la mujer asintiendo—. Había sangre por todas partes. Tendrías que haber oído cómo chillaba.
—Por la puta Negra Madre —se rio Clarke, tapándose la boca.
—¡No! —exclamó Carnicero, señalándola—. ¡No tiene ninguna gracia!
—Un poco de gracia sí que tiene —dijo Lexa con una sonrisa divertida.
A Bryn, mientras tanto, le estaba costando mantenerse en la silla por la risa. Despiertaolas tenía un gesto de silencioso terror en la cara. Wells estaba doblado en fingida agonía, negando con la cabeza.
—No, no, ¿por qué coño nos cuentas esa historia, Cantahojas?
—¡Os lo he advertido! —gritó ella imponiéndose a otro trueno.
—¡Ahora tendré pesadillas!
—¡Eso también os lo he advertido!
—¿En dos? —susurró Despiertaolas.
—Casi. —Cantahojas asintió—. Parece ser que tardó más de un año en enderezarse. Nunca volvió a dejar que me acercara a ella para confirmarlo, claro.
Todos los hombres del grupo se removieron en las sillas de montar mientras todas las mujeres se carcajeaban.
—Yo ni me acuerdo de la primera vez —dijo Carnicero—. Mi padre y mi tío me llevaron a una casa de placer cuanto tenía trece años, pero estaba tan embobado que no recuerdo la cara de la chica. En realidad, ahora que lo pienso, puede que ni le viera la cara…
—Yo le rompí la nariz al chico mi primera vez —aportó Clarke con voz alegre.
Lexa frunció el ceño.
—¿Con el puño o…?
—No —dijo Clarke, señalándose la entrepierna—. Ya sabes, sentándome encima… con demasiado entusiasmo.
—Eh… —Lexa resolvió el rompecabezas—. Ah, claro.
Clarke asintió.
—Pero él siguió. Todo un soldado, ese chico.
—Ay, los chicos vaanianos. —Bryn suspiró con melancolía.
—Mm-mmm —asintió Clarke.
—¿Y tú, Despiertaolas? —preguntó Wells riendo—. ¿Alguna catástrofe la primera vez?
—Espero que no la haya —respondió el hombretón.
El grupo entero se quedó callado, y hasta la tempestad pareció cesar un momento. Lexa y todos los demás se volvieron para mirar al descomunal dweymeri. Despiertaolas era un pedazo de puro músculo, en absoluto difícil de ver, y esa voz suya llegaba a Lexa a las partes más dulces. No podía creerse que…
—¿No has…? —preguntó—. ¿Nunca?
Él negó con la cabeza.
—Espero a la mujer adecuada.
Las mujeres se miraron entre ellas, todas excepto Bryn, que solo acercó su caballo al de Despiertaolas y le dedicó una larga sonrisa.
—¿Y qué hay de ti, Cuervo? —preguntó Carnicero.
—Ningún desastre, me temo. —Lexa se encogió de hombros y se apartó el pelo mojado de los ojos con un escalofrío—. Aunque… sí que salí a asesinar a un hombre nada más terminar.
—Hum. —Cantahojas asintió—. Por raro que parezca, me encaja.
Más carcajadas. Wells miró de reojo a Lincoln, que había estado caminando en silencio todo el tiempo, hasta los tobillos de barro. Como era un buen comandante y no quería que el chico se sintiera excluido, respirase o no, el itreyano carraspeó.
—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Alguna calamidad en tu viaje inaugural?
—No —se limitó a responder Lincoln. Sus ojos negros se desviaron un instante hacia Lexa y volvieron enseguida al camino—. NO, ELLA ESTUVO MARAVILLOSA.
Retumbó el trueno como si le hubieran dado pie y, acudiendo a su llamada, la lluvia empezó a caer a chorro, en el peor aguacero que Lexa recordase en la vida. Aden se acurrucó contra ella, tiritando hasta las botas. El viento era un monstruo que desgarraba y aullaba, que les arrancaba las capuchas de las caras y metía manos gélidas bajo su ropa mojada. A Lexa le costaba esfuerzo recordar el calor abrasador del estadio solo unas semanas antes con las manos embutidas en las axilas para abrigarlas un poco.
—¡Esto es una puta mierda! —rugió Bryn. Sacó el arco y disparó una flecha a las nubes de encima—. ¡ZORRA!
Wells entornó los ojos para buscar en la campiña a su alrededor.
—¡Podríamos llamar a la puerta de una granja! —gritó Despiertaolas, dándose unos golpecitos en el peto militar con los tres soles repujados—. ¡Declarar que es un asunto oficial y esperar a que amaine cómodos junto al fuego!
—¿Y qué pasa con él? —exclamó Cantahojas, señalando a Lincoln—. ¡Cualquier campesino desconcertado digno de su horca intentará quemarlo atado a un poste en menos que canta un gallo!
—Parece un poco más vivo de un tiempo a esta parte —dijo Carnicero, mirando al chico—. Tiene algo más de color, ¿puede ser? ¿O son imaginaciones mías?
—¡Allí! —gritó Wells.
Lexa miró hacia donde señalaba el itreyano. Entre la lluvia cegadora, alcanzó a distinguir unas ruinas en la cima de una colina alejada. Era la torre de una guarnición, con muros almenados a medio derruir y un puente levadizo averiado, la mampostería aplastada a manos del tiempo. Parecía construida durante la ocupación itreyana, cuando el Gran Unificador, Francisco I, se internó en Liis al frente de sus ejércitos y desafió el poderío de los reyes brujos. Una reliquia desmoronada de un mundo antaño en guerra.
—¡Desde ahí se dominan los alrededores! —gritó Wells—. ¡Con un poco de suerte, el sótano estará seco!
—¡A los caballos les conviene descansar! —respondió Bryn—. ¡Con este barro, les cuesta mucho!
Lexa miró el camino que tenían por delante, el cielo gris de encima.
—De acuerdo —asintió—. Echémosle un vistazo.
La torre era una construcción de piedra rota en tres plantas que coronaba un puntiagudo espolón de roca caliza. Lexa imaginó cómo podría haber sido tiempo atrás, poblada por endurecidos legionarios. Hombres que habían cruzado el oleaje bajo el estandarte de los tres soles con la conquista en el corazón y sangre en las manos. Pero siglos después de que las legiones y el rey que las capitaneaba se hubieran desmenuzado en polvo, la torre por fin se desmenuzaba también. Seguro que despejaron la cima de la colina cuando la construyeron, pero con el tiempo la naturaleza había reclamado el ascenso y empezaba a infiltrarse en la construcción en sí, abriéndose paso entre las piedras y derribando muros como ningún guerrero de los reyes brujos pudo hacer jamás. Tendría unos veinte metros de diámetro. El muro de un lado se había venido abajo dejándola expuesta a la lluvia y el viento. Pero más de la mitad de la mampostería seguía en pie, amplios arcos en la planta baja que sostenían los niveles superiores, escaleras en mal estado que llevaban arriba y también abajo, hacia un sótano cubierto de malezas y, por desgracia, inundado. En el centro del suelo había un antiguo hogar de piedra, lleno de hojas podridas. El grupo se apelotonó en la planta baja, relativamente protegida de la tempestad, dejando fuera los caballos atados y el carro. El cielo era plomizo, la luz de los soles débil y Lexa sintió que el poder se removía un poco en su interior, igual que la sangre después de demasiados cigarrillos. Le cosquilleaba en las yemas de los dedos. Le insensibilizaba la punta de la lengua. Se preguntó cómo sería la sensación cuando desaparecieran del cielo los dos soles que quedaban.
En qué podría convertirse.
—Exploraré los alrededores —declaró Lincoln.
—Bien. —Wells asintió—. Despiertaolas, tú ve a echar un ojo desde arriba.
—Dos ojos —respondió el hombretón—. Y bien abiertos.
—Voy contigo —se ofreció Bryn, recogiendo su arco.
Cantahojas miró a Lexa y Clarke y las tres compartieron una sonrisa cómplice. Se pusieron a descargar el carro y a dejar la comida en sitios secos mientras Carnicero y Wells registraban la torre en busca de algo que quemar. Toda la madera estaba podrida desde hacía mucho tiempo, pero para cuando ellas terminaron de disponer las provisiones, ellos se las habían ingeniado para reunir los suficientes pedazos casi secos y hojas muertas con los que encender un pequeño fuego en el hogar del suelo.
—Muy bien —dijo Wells—. A ver si me acuerdo de cómo se hacía esto.
El itreyano desenvainó la espada de acero solar del centurión Luminatii que Lexa había matado a bordo de la Doncella. La empuñó a dos manos, cerró los ojos, musitó entre dientes una plegaria a Aquel que Todo lo Ve. Lexa oyó un sonido breve y nítido, como una bocanada de aire, y la hoja de Wells se encendió de pronto en llamas.
—Por el abismo y la sangre —dijo Carnicero, protegiéndose los ojos de la luz.
—Impresionante. —Cantahojas sonrió—. Se me olvida siempre que fuiste un auténtico Luminatii, Wells.
—Tampoco es tan impresionante —repuso Wells, metiendo la hoja en la hojarasca que habían reunido—. Ahorra combustible del yesquero, eso sí.
Los trocitos de mueble viejo prendieron y al poco tiempo el fuego ardía alegre. Carnicero indicó a Aden que se acercara, su rostro de tarta aplastada partido por una amplia sonrisa.
—Ven a calentarte, chaval —dijo el liisiano—. El viejo Carnicero no muerde.
Lexa observó el acero solar con cierta suspicacia, pero había combatido contra Luminatii en varias ocasiones y sabía que sus hojas no tenían en ella el mismo efecto que una Trinidad bendecida. Así que cogió a su hermano de la mano y lo llevó hacia la pequeña hoguera, que ya ardía con ganas. Al acercarse, las llamas de la hoja de Wells refulgieron y la madera húmeda crujió y chisporroteó. Y mientras Aden se sentaba…
—Por las Cuatro Hijas —murmuró Carnicero—. ¿Estáis viendo eso?
El fuego se extendía hacia ella. Las llamas emergían del agujero en el suelo y de la espada de Wells como dedos que intentaban agarrarla, dando intermitentes zarpazos. Lexa miró a Clarke, luego otra vez al fuego. Se movió en torno al borde del hogar y vio que las llamas la seguían, inclinándose hacia ella como retoños en una tormenta, soplara hacia donde soplara el viento.
—Me cago en la puta —susurró Wells.
—Mierda —casi vocalizó Clarke.
—Sí —convino Carnicero—. Me cago en la puta mierda.
Aden miró incrédulo a su alrededor.
—Qué sucia tenéis todos la boca.
Lexa contempló el fuego, alzó la mirada a la tormenta de fuera. Las Señoras de las Llamas y las Tormentas estaban haciendo saber lo disgustadas que las tenía, y Lexa sintió un fogonazo de cólera en el pecho. Ella no había pedido aquella ira en su contra ni tampoco meterse en esa condenada rencilla. Pero allí estaba, calada hasta los huesos, incapaz de navegar los mares o calentarse tranquila junto a una hoguera.
—No me da miedo un poco de viento y lluvia —dijo—. Ni tampoco una puta chispa.
Se metió la mano en las calzas, sacó un cigarrillo y se agachó para encenderlo en la hoja de Wells. Pero, como una serpiente, las llamas dieron un latigazo brillante y feroz y Lexa tuvo que apartar la mano con un negro exabrupto para no quemarse.
—Con cuidado, Lexa —advirtió Wells.
—… quizá deberíamos procurar no despertar más hostilidad en las hijas… —Don Majo se materializó en los arcos del techo, con la cabeza ladeada—… ya parecen bastante molestas con nosotros…
—… POR UNA VEZ, EL MININO Y YO ESTAMOS EN COMPLETO ACUERDO… —gruñó Eclipse.
—… ah, pues en ese caso, fuma todo lo que quieras, Lexa…
Eclipse suspiró mientras Wells sacaba la espada del hogar, todavía encendido, y la envainaba para extinguir la llama. Lexa sintió los ojos de sus camaradas en ella, su lento despertar a lo extraño de la situación en la que estaban. Todos habían visto mundo y ninguno de los Halcones eran de los que se permitían caer en ciegas supersticiones, pero eso no podía ser fácil de digerir para ninguno de ellos. A Lexa, siendo su propia vida, ya le costaba metérselo todo en la cabeza. Solo la Diosa sabía lo que estaría pasando por las de los demás. Aun así, con una mirada a Wells y con todo el pragmatismo que tan útil le había sido en sus tres años en la arena, Cantahojas empezó a atar una cuerda entre los arcos para tender en ella la ropa mojada. Carnicero desafió a la lluvia y trajo más madera para ponerla a secar junto al fuego y, farfullando algo sobre «perímetros», Wells salió a la tormenta para irse a explorar con Lincoln. Cuando tuvo los nudos hechos, Cantahojas hizo un gesto a Aden.
—Trae eso para acá, joven cónsul —dijo—. Te congelarás si te la dejas puesta.
El chico obedeció en silencio quitándose la capa y pasándosela. Lexa vio que tiritaba de frío, la ropa mojada adherida a su delgadez.
—¿Has usado la espada alguna vez, hombrecillo? —le preguntó Carnicero.
—No —musitó el chico.
Carnicero desenfundó su gladius y le pasó el ojo por el filo.
—¿Quieres aprender?
—No, Carnicero —intervino Lexa—. Es demasiado pequeño.
—Los cojones. Yo tenía a un chico más o menos de su edad. Sabía manejar la espada.
Lexa parpadeó.
—¿Tienes un hijo?
El hombretón miró su espada, levantó los hombros.
—Ahora ya no.
A Lexa se le cayó el alma a los pies.
—Diosa, Carnicero, lo…
—Además, este chaval es el hermano de Lexa Cuervo. —El liisiano compuso una sonrisa torcida, esquivando el tema con más destreza de la que había mostrado jamás en la arena—. Si quiere estar a la altura de las hazañas de su hermana en los venata, más vale que empiece a aprender ya, ¿no?
—No creo que…
—No soy pequeño. —El chico se levantó mientras resurgía su antigua impertinencia—. Soy muy alto para los años que tengo, en realidad. Y padre siempre decía que lo único que un hombre necesita para vencer es la voluntad de la que otros carecen.
Lexa se chupó el labio inferior, recordando lo que le había dicho Azgeda en su estudio. Aquella Trinidad rodando y ardiendo en su mano. El imperator todavía de pie, todavía hablando, mientras ella estaba tendida en el suelo hecha un tembloroso revoltijo agónico.
«Padre…».
—Eso no voy a discutirlo, supongo —suspiró.
Carnicero abrió la boca en su sonrisa desdentada e hizo un gesto a Cantahojas, que le lanzó su espada. Lexa miró por el rabillo del ojo mientras el liisiano empezaba a enseñar a su hermano los conceptos básicos de agarre y pose y táctica («Ante la duda, ataca siempre a los cojones»). Pensó que por lo menos haría que Aden se moviera. Lo mantendría caliente. Pero lo cierto era que una parte de ella quería proteger al chico de aquel mundo suyo.
De toda la mierda y el dolor que contenía.
Clarke estaba sentada junto al fuego, Lexa un poco más apartada para no arriesgarse a que la quemara. Las llamas seguían inclinándose hacia ella, pero no con tanto ahínco como cuando se acercaba. Cantahojas estaba acuclillada entre ellas, con las manos hacia delante para calentarlas. Lexa le vio la espantosa cicatriz en el brazo de la espalda, obtenida en la batalla que libraron contra la sedosa en Fuerteblanco. La herida había estado a punto de valerle que su domina la vendiera, y Lexa no pudo evitar la pregunta:
—¿Cómo está sanando?
Cantahojas miró a Lexa, la luz del fuego titilando en su piel tatuada.
—Despacio.
—¿Qué tal tu agarre?
El labio de la mujer se torció, sus ojos se entornaron.
—Por eso no temas, Cuervo.
Lexa meneó la cabeza y sonrió.
—Nunca.
La dweymeri se quedó unos instantes mirando las llamas, a todas luces debatiéndose.
—Ese que no tiene alma —dijo por fin—, el chico muerto. ¿Cuál es su historia?
—Es amigo nuestro. —Lexa lanzó una mirada a Clarke—. Bueno, mío, supongo.
—¿A qué te refieres con que no tiene alma? —preguntó Clarke.
—Me refiero a que no hay nada en él aparte de carne y hueso, chica. —Cantahojas se tocó el peto de la armadura—. Esto está vacío. ¿Qué hace viajando con vosotras?
—Es… —Lexa negó con la cabeza, mirando el fuego—. Es una larga historia.
—Lo que dice Carnicero es verdad, ¿sabes? —Cantahojas miró hacia la lluvia como temiendo que Lincoln pudiera estar escuchando—. Yo también me he dado cuenta. Tiene más color en la piel ahora que en Fuerteblanco. El aire se enfría menos a su alrededor.
—Es la luz de los soles, creo —respondió Lexa—. Se hace más fuerte cuanto más se debilita ella. Igual que yo. Pero no temas, Cantahojas. Lo enviaron de vuelta para ayudarnos.
Cantahojas enarcó una ceja oscura, negó con la cabeza.
—Estudié siete años con la suffi de Camada, chica. Aprendí sobre todos los dioses, todos los credos que existen bajo los soles. Y puedo decirte que los muertos no ayudan a los vivos. Solo nos estorban. Y no regresan a menos que tengan asuntos sin resolver. Lo que muere debería quedarse así.
Lexa desvió los ojos hacia Clarke y encontró a la chica devolviéndole una mirada de «Te lo dije». Pero tuvo la suficiente presencia de ánimo para no abrir la boca.
—Es amigo mío, Cantahojas —suspiró Lexa—. Me salvó la vida.
—Mírale los ojos, Cuervo —dijo Cantahojas—. Olvídate de ese nuevo sonrojo en sus mejillas o del brío con que anda ahora. Los ojos son ventanas al alma, y créeme si te digo que los suyos dan a una habitación vacía.
Wells llegó de la tormenta dando pisotones, chorreando de los pies a la cabeza y con un aspecto miserable. Se quitó el yelmo y la capa empapada antes de sacudirse como un perro.
—Por las Cuatro hijas, ahí fuera está cayendo más fuerte que la cabeza de un tintómano.
Miró alrededor en las entrañas de la torre y notó la tensión en el aire.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Lexa—. ¿Dónde está Lincoln?
—Sigue explorando. —Wells se agachó junto al hogar y acercó las manos a la llama—. Ha ido hacia el sur, a revisar los campos de matorrales. Olisqueaba el aire al andar como un sabueso cazando. Menudo cabrón más raro está hecho.
—Sí —murmuró Clarke, mirando a Lexa—. Raro de muerte.
—¡Eh, Wells! —llamó Carnicero—. Ven aquí y enséñale al chico ese giro tan complicado que haces. Con el que destripaste a aquel oso guadaña en Fuerteblanco.
—¡Ah, te refieres al enviudador! —Wells sonrió y se pasó la mano por el pelo rapado—. No sé si nuestro joven cónsul estará preparado para esa técnica.
—Puedo hacerlo —aseguró Aden—. Mira.
El chico esgrimió el gladius, uno, dos, su sombra danzando en la pared, sus pasos tan torpes como los de un niño de nueve años con cinco minutos de entrenamiento a sus espaldas.
—Impresionante —dijo Wells con una sonrisa—. Muy bien, te lo enseñaré. Pero debes prometerme que no lo utilizarás a menos que sea estrictamente necesario. Con esto podrías matar a un sedoso.
El itreyano se levantó, rodeó el hogar y empezó a hacer el movimiento para que Aden lo viera. Lexa estuvo mirándolos un rato, con una débil y triste sonrisa en los labios. La verdad era que aquel mínimo respiro, rodeada de amigos y familia, era lo más cerca que había estado de la normalidad en ocho años. Se preguntó cómo podría haber sido su vida. Qué podría haber tenido si no se lo hubieran arrebatado todo. Qué estaría dispuesta a dar a cambio de que volviera a ser así. Pero no tardó mucho en apartar los ojos del fuego hacia la tempestad. Vio los árboles bambolearse a merced del viento, los destellos de relámpago rasgando el océano de nubarrones negros que era el cielo.
Negros como las manos del chico.
Como sus ojos.
«Que una vez fueron de avellana…».
—Una habitación vacía —musitó.
—¿Qué has dicho, amor? —preguntó Clarke.
Pero Lexa no respondió.
